Expulsiones
(Mateo 8, 28-34) En la otra orilla, dos seres deshumanizados habitan
entre los sepulcros. Bloquean el paso a todo ser humano. Pero el Hijo de Dios
va a vencer fácilmente las fuerzas del Mal que los habitan. “¡Vayan!”,
les ordena, vayan al lugar que les corresponde, en lo impuro y en la muerte.
Pero entonces, Jesús es a su vez expulsado fuera del territorio por los
habitantes del lugar, como sucederá en su Pasión.
Colette Hamza, xavière
Primera lectura
Lectura del libro del
Génesis (21,5.8-20):
Abrahán tenía cien años cuando le nació su hijo Isaac. El chico creció,
y lo destetaron. El día que destetaron a Isaac, Abrahán dio un gran banquete.
Pero Sara vio que el hijo que Abrahán había tenido de Hagar, la egipcia, jugaba
con Isaac, y dijo a Abrahán: «Expulsa a esa criada y a su hijo, porque el hijo
de esa criada no va a repartirse la herencia con mi hijo Isaac.»
Como al fin y al cabo era hijo suyo, Abrahán se llevó un gran disgusto.
Pero Dios dijo a Abrahán: «No te aflijas por el niño y la criada. Haz
exactamente lo que te dice Sara, porque es Isaac quien continúa tu
descendencia. Aunque también del hijo de la criada sacaré un gran pueblo, por
ser descendiente tuyo.»
Abrahán madrugó, cogió pan y un odre de agua, se lo cargó a hombros a Hagar y
la despidió con el niño. Ella se marchó y fue vagando por el desierto de
Berseba. Cuando se le acabó el agua del odre, colocó al niño debajo de unas
matas; se apartó y se sentó a solas, a la distancia de un tiro de arco,
diciéndose: «No puedo ver morir a mi hijo.» Y se sentó a distancia. El niño
rompió a llorar.
Dios oyó la voz del niño, y el ángel de Dios llamó a Hagar desde el cielo,
preguntándole: «¿Qué te pasa, Hagar? No temas, que Dios ha oído la voz del niño
que está ahí. Levántate, toma al niño y tenlo bien agarrado de la mano, porque
sacaré de él un gran pueblo.» Dios le abrió los ojos, y divisó un pozo de agua;
fue allá, llenó el odre y dio de beber al muchacho. Dios estaba con el
muchacho, que creció, habitó en el desierto y se hizo un experto arquero.
Palabra de Dios
Salmo
Sal 33
R/. Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha
Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha
y lo salva de sus angustias.
El ángel del Señor acampa
en torno a sus fieles y los protege. R/.
Todos sus santos, temed al Señor,
porque nada les falta a los que le temen;
los ricos empobrecen y pasan hambre,
los que buscan al Señor no carecen de nada. R/.
Venid, hijos, escuchadme:
os instruiré en el temor del Señor;
¿hay alguien que ame la vida
y desee días de prosperidad? R/.
Lectura del santo
evangelio según san Mateo (8,28-34):
En aquel tiempo, llegó Jesús a la otra orilla, a la región de los
gerasenos. Desde el cementerio, dos endemoniados salieron a su encuentro; eran
tan furiosos que nadie se atrevía a transitar por aquel camino.
Y le dijeron a gritos: «¿Qué quieres de nosotros, Hijo de Dios? ¿Has venido a
atormentarnos antes de tiempo?»
Una gran piara de cerdos a distancia estaba hozando.
Los demonios le rogaron: «Si nos echas, mándanos a la piara.»
Jesús les dijo: «Id.»
Salieron y se metieron en los cerdos. Y la piara entera se abalanzó acantilado
abajo y se ahogó en el agua. Los porquerizos huyeron al pueblo y lo contaron
todo, incluyendo lo de los endemoniados. Entonces el pueblo entero salió a
donde estaba Jesús y, al verlo, le rogaron que se marchara de su país.
Palabra del Señor
“Expulsiones” – Cuando la vida incomoda y el bien
es rechazado
Queridos hermanos y hermanas:
El Evangelio de hoy, breve pero dramático, nos
presenta una de las paradojas más desconcertantes de la vida y de la historia
de la salvación: el bien, cuando triunfa, no siempre es acogido; muchas
veces es rechazado. Jesús, el Hijo de Dios, ha cruzado al otro lado del
lago. Allí, en la tierra de los gadarenos —una región extranjera y marginal— se
encuentra con dos hombres desfigurados por el mal, que viven entre los sepulcros,
aislados, violentos, rechazados por todos. No hay mayor deshumanización que
habitar entre los muertos y no tener relación con los vivos.
Sin embargo, es allí donde Jesús va. No lo
detiene el miedo, ni la impureza ritual, ni la violencia de aquellos poseídos.
Él ve más allá del horror: ve personas, ve hermanos prisioneros del mal,
y como buen pastor, va al encuentro de las ovejas perdidas. El texto dice que
los demonios lo reconocen, y con solo una palabra —“¡Vayan!”— Jesús expulsa el
mal y libera a los dos hombres. La vida triunfa. Pero entonces… ocurre lo más
inesperado.
I. Jesús es el expulsado
En lugar de agradecimiento, el pueblo del lugar
reacciona con miedo. No se regocijan por la sanación de los endemoniados. Al
contrario, le ruegan a Jesús que se marche, que se vaya de su territorio.
El evangelista Mateo es claro: Jesús ha sido rechazado. El que expulsó a los
demonios es ahora Él mismo expulsado.
Es un momento que anticipa lo que ocurrirá en la
Pasión: el Justo será echado fuera de la ciudad, clavado fuera de las
murallas, porque su presencia incomoda, su verdad desenmascara, su amor
transforma. ¿Por qué es tan difícil dejar que la vida triunfe? ¿Por qué nos
resistimos tanto a la misericordia de Dios?
II. Entre tumbas y desiertos:
Dios escucha el clamor de sus hijos
La primera lectura nos ofrece un paralelo profundo:
Agar y su hijo Ismael, echados al desierto. También ellos son expulsados.
También ellos parecen destinados a la muerte. Agar se desespera, se aleja para
no ver morir a su hijo. Pero Dios escucha el llanto del niño, y le
muestra a Agar un pozo de agua, símbolo de la vida, de la promesa que no falla.
Agar e Ismael, los descartados, son rescatados. Jesús y los endemoniados, los
excluidos, son los protagonistas del Evangelio. Dios se revela donde nadie
espera: en el desierto, en los sepulcros, en los márgenes. No donde la lógica
humana pone valor, sino donde hay sufrimiento y anhelo de vida.
III. El mal no tiene la última
palabra, pero la libertad humana puede decirle “no” a Dios
Esta es la enseñanza central de hoy: Dios quiere
sanar, liberar, restaurar… pero respeta la libertad humana hasta el extremo.
Jesús libera a los dos hombres, pero no fuerza a la comunidad. Ellos prefieren
su tranquilidad, su economía, su orden antes que la novedad del Reino.
Prefieren los cerdos al hombre libre. No soportan el cambio.
Y aquí nos preguntamos, como Iglesia en camino
jubilar:
- ¿Dónde
están hoy los expulsados?
- ¿Quiénes
viven en los márgenes, entre “tumbas”?
- ¿A
qué formas de vida o estructuras sociales les estamos diciendo: “Jesús,
vete de aquí”, porque su presencia incomoda?
IV. Un Año Jubilar para acoger la
vida sin miedo
El Jubileo es una oportunidad para romper
nuestras resistencias interiores, para abrir nuestras comunidades al paso
de Cristo. Es tiempo de liberar a los que están encadenados por la exclusión,
el pecado o el dolor, pero también de dejar que Jesús nos libere a nosotros:
de nuestros miedos, de nuestras rutinas estériles, de una fe encerrada y
cómoda.
Hoy Jesús quiere entrar en nuestro territorio.
Quiere liberarnos. Quiere devolvernos a la vida. ¿Lo dejaremos actuar? ¿O
también nosotros lo expulsaremos, como hicieron los gadarenos?
V. Conclusión: No expulses al que
viene a darte vida
Queridos hermanos: el Evangelio de hoy nos pide
valentía espiritual. Nos invita a abrir las puertas al Cristo que libera,
aunque trastorne nuestras seguridades. Nos recuerda que el verdadero peligro no
está en el que vive entre las tumbas, sino en el corazón cerrado que prefiere
no cambiar.
Que este día sea para nosotros una ocasión de
conversión. Dejemos que Jesús cruce a nuestra orilla, que pise nuestros
territorios heridos. No lo expulsemos. Abrámosle el corazón. Porque Él
viene no a condenar, sino a resucitar. Viene a echar fuera al mal… para
quedarse con nosotros.
Amén.
Homilía para el miércoles de la XIII semana del
Tiempo Ordinario (Año impar, I)
Lecturas: Génesis 21, 5.8-20a / Salmo 33 (34), 7-8.10-11.12-13 / Mateo 8,
28-34
Marco del Año Jubilar – “Peregrinos de la esperanza”
Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
Hoy la liturgia de la Palabra nos sumerge en dos
escenas profundamente humanas y espiritualmente reveladoras. Desde el desierto
ardiente de Beerseba hasta las márgenes marginales de la Decápolis, donde dos
hombres poseídos son liberados, la Palabra de Dios nos muestra que Dios
nunca olvida a sus hijos, ni siquiera a los que el mundo ha descartado, ni
a los que se consideran fuera del plan principal. Este es el mensaje que
necesitamos recordar en este Año Jubilar: somos todos peregrinos, sí, pero
también somos todos hijos, y no hay nadie que quede fuera de la mirada
compasiva del Padre.
I. La historia de dos hijos:
Isaac e Ismael
En la primera lectura, tomada del Génesis, se nos
presenta uno de los momentos más dramáticos y emocionales de la historia
patriarcal: el destierro de Agar y su hijo Ismael. Isaac, el hijo de la
promesa, nacido de Sara, la mujer libre, es el centro de la herencia espiritual
del pueblo de Israel. Ismael, nacido de la esclava Agar, representa otra
descendencia, una que —si bien no es la portadora de la promesa mesiánica— no
es menos importante a los ojos de Dios.
¡Qué revelación tan profunda! En un momento de
angustia y aparente exclusión, Dios se manifiesta. Agar, perdida en el
desierto, sin agua, se resigna a ver morir a su hijo. Pero en ese instante
límite, el Dios de la Alianza se revela como el Dios que oye el llanto del
niño. El texto dice: “Dios oyó los sollozos del niño, y el ángel de Dios
llamó a Agar desde el cielo”.
Dios no olvida a ninguno de sus hijos. No hay
hijo de segunda categoría en el corazón de Dios. Cada uno tiene un lugar,
una misión, una promesa. Incluso si la historia humana tiende a jerarquizar,
excluir o desheredar, Dios bendice también al que ha sido echado fuera. ¿No
es este un mensaje urgente para nosotros hoy, que tantas veces dejamos fuera
del corazón de la Iglesia y de nuestras comunidades a los que "no
encajan"?
II. El Evangelio: cuando el mal
margina, Jesús reintegra
Pasamos de los desiertos de Abraham a la región
pagana de la Decápolis, donde Jesús se encuentra con dos hombres poseídos.
Están fuera de sí, dominados por el mal, viviendo entre las tumbas, sin
vínculos, sin hogar, sin dignidad. Son imagen de tantos hermanos hoy que viven
encadenados: por adicciones, enfermedades mentales, pobreza extrema, traumas no
sanados. A los ojos del mundo, no son más que “endemoniados”, peligrosos o
descartables.
Pero Jesús, el Hijo de Dios, no los ve así. Él
no tiene miedo del mal. No huye ante la miseria humana. Va hacia ellos y los
libera. Lo hace sin esperar aprobación, sin pedir permisos sociales. Se
acerca a ellos porque su misión es salvar, liberar y dignificar.
Queridos hermanos: ¡Qué contraste tan fuerte con la
reacción de la gente del lugar! Cuando ven a los hombres sanos, vestidos, en su
juicio, no se alegran. No dan gracias. Tienen miedo de Jesús y le piden que
se vaya. Prefieren su orden establecido, con sus demonios escondidos, a un
Mesías que trastoca las estructuras y reintegra a los excluidos.
III. La esperanza del Año
Jubilar: ser liberados para ser hermanos
Este Año Jubilar, proclamado como “Peregrinos de
la esperanza”, nos invita a todos a entrar en ese camino de liberación. A
reconocer que en nuestra historia hay muchos Ismaeles, muchos que han sido
expulsados, marginados, etiquetados. La Iglesia está llamada hoy a ser como
aquel pozo que Dios le muestra a Agar: una fuente de vida para los que
caminan en el desierto.
Y también nos interpela el Evangelio: ¿A quién
hemos dejado fuera? ¿Quiénes son los “endemoniados” de hoy, los invisibles, los
desfigurados por el dolor o el pecado, a quienes preferimos que Jesús no toque
para no desacomodarnos?
Jesús nos muestra que el Reino de Dios no es
exclusivo, sino inclusivo. Que el mal puede ser vencido. Que ningún dolor es
definitivo. Que toda historia puede ser redimida. Y sobre todo, que en su
mirada no hay esclavos ni libres, sino hijos, todos con un lugar en su corazón.
IV. Conclusión: una Iglesia que
da lugar a todos los hijos
Hoy estamos llamados a mirar nuestra Iglesia y
nuestras comunidades a la luz de estas lecturas. ¿Somos una Iglesia que hace
lugar al hijo libre… y también al hijo de la esclava? ¿Damos cabida al que
viene de lejos, al herido, al diferente?
El Jubileo es tiempo de reconciliación, de
apertura, de perdón. Como Abraham, hemos de aprender a vivir con las tensiones
de nuestra historia, sabiendo que Dios bendice a cada hijo de forma
diferente, pero con el mismo amor. Como Jesús, debemos salir al encuentro
de los que viven “entre las tumbas” de la desesperanza, la marginación o la
enfermedad.
Queridos hermanos: abramos hoy el corazón a esa
esperanza que no defrauda. Acojamos el don de ser liberados. Y aprendamos a
mirar como Dios: sin excluir a nadie, sin cerrar las puertas a los que aún
caminan perdidos. Porque al final del camino, todos somos hijos del mismo
Padre… y peregrinos hacia la misma esperanza.
Amén.
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