Fe contagiosa
(Mateo 9, 18-26) Jesús
va en camino con sus discípulos. Se ha levantado movido por la fe de un padre
que creía que su hija muerta podía volver a la vida. Una mujer lo toca por
detrás. Ella cree que puede ser salvada de su sufrimiento tocando siquiera la
franja de su manto. Lo que ocurre en el corazón de uno y de otro es inaccesible
para los burlones. Pero su fe es contagiosa, de esa vida que Jesús mismo quiere
compartir con todos.
Nicolas Tarralle, prêtre
assomptionniste
Primera lectura
Lectura del libro del Génesis (28,10-22a):
En aquellos días, Jacob salió de Berseba en dirección a Jarán. Casualmente
llegó a un lugar y se quedó allí a pernoctar, porque ya se había puesto el sol.
Cogió de allí mismo una piedra, se la colocó a guisa de almohada y se echó a
dormir en aquel lugar. Y tuvo un sueño: Una escalinata apoyada en la tierra con
la cima tocaba el cielo. Ángeles de Dios subían y bajaban por ella.
El Señor estaba en pie sobre ella y dijo: «Yo soy el Señor, el Dios de tu padre
Abrahán y el Dios de Isaac. La tierra sobre la que estás acostado, te la daré a
ti y a tu descendencia. Tu descendencia se multiplicará como el polvo de la
tierra, y ocuparás el oriente y el occidente, el norte y el sur; y todas las
naciones del mundo se llamarán benditas por causa tuya y de tu descendencia. Yo
estoy contigo; yo te guardaré dondequiera que vayas, y te volveré a esta tierra
y no te abandonaré hasta que cumpla lo que he prometido.»
Cuando Jacob despertó, dijo: «Realmente el Señor está en este lugar, y yo no lo
sabía.»
Y, sobrecogido, añadió: «Qué terrible es este lugar; no es sino la casa de Dios
y la puerta del cielo.»
Jacob se levantó de madrugada, tomó la piedra que le había servido de almohada,
la levantó como estela y derramó aceite por encima. Y llamó a aquel lugar «Casa
de Dios»; antes la ciudad se llamaba Luz.
Jacob hizo un voto, diciendo: «Si Dios está conmigo y me guarda en el camino
que estoy haciendo, si me da pan para comer y vestidos para cubrirme, si vuelvo
sano y salvo a casa de mi padre, entonces el Señor será mi Dios, y esta piedra
que he levantado como estela será una casa de Dios.»
Palabra de Dios
Salmo
Sal 90,1-2.3-4.14-15ab
R/. Dios mío, confío en ti
Tú que habitas al amparo del Altísimo,
que vives a la sombra del Omnipotente,
di al Señor: «Refugio mío, alcázar mío,
Dios mío, confío en ti.» R/.
Él te librará de la red del cazador,
de la peste funesta.
Te cubrirá con sus plumas,
bajo sus alas te refugiarás. R/.
«Se puso junto a mí: lo libraré;
lo protegeré porque conoce mi nombre,
me invocará y lo escucharé.
Con él estaré en la tribulación.» R/.
Lectura del santo evangelio según san Mateo (9,18-26):
En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba, se acercó un personaje que se
arrodilló ante él y le dijo: «Mi hija acaba de morir. Pero ven tú, ponle la
mano en la cabeza, y vivirá.»
Jesús lo siguió con sus discípulos. Entretanto, una mujer que sufría flujos de sangre
desde hacía doce años se le acercó por detrás y le tocó el borde del manto,
pensando que con sólo tocarle el manto se curaría.
Jesús se volvió y, al verla, le dijo: «¡Animo, hija! Tu fe te ha curado.»
Y en aquel momento quedó curada la mujer.
Jesús llegó a casa del personaje y, al ver a los flautistas y el alboroto de la
gente, dijo: «¡Fuera! La niña no está muerta, está dormida.»
Se reían de él. Cuando echaron a la gente, entró él, cogió a la niña de la
mano, y ella se puso en pie. La noticia se divulgó por toda aquella comarca.
Palabra del Señor
1
Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
Nos encontramos hoy en la presencia de la Palabra
de Dios y del misterio de la vida eterna, animados por la fe que no solo
sostiene, sino que transforma, cura y resucita. En este día lunes de la 14ª
semana del tiempo ordinario, el Señor nos habla a través de dos escenas
profundamente humanas: el sueño de Jacob y el camino de Jesús hacia la casa de
un padre que acaba de perder a su hija.
1. Jacob, el peregrino del
misterio (Gn 28,10-22a)
La primera lectura nos presenta a Jacob, hijo de
Isaac, en camino hacia un destino desconocido. En un lugar desierto, solo y sin
amparo, duerme sobre una piedra, y allí Dios le revela una visión gloriosa: una
escalera que une el cielo con la tierra, con ángeles que suben y bajan. Al
despertar, Jacob exclama: “Verdaderamente el Señor está en este lugar y yo
no lo sabía”. Ese lugar se transforma en Betel, “Casa de Dios”.
Jacob representa a cada uno de nosotros cuando
caminamos en medio de la incertidumbre, cuando nos sentimos solos o cuando
creemos que Dios está lejos. Pero este pasaje nos recuerda que el cielo
nunca está cerrado para quienes peregrinan con fe. Hay una escalera
invisible entre nuestro dolor humano y la gloria de Dios. Y en este Año
Jubilar, esa escalera es la esperanza que nos lleva a contemplar la
misericordia del Señor, también por nuestros hermanos difuntos. Como Jacob,
también nosotros podemos despertar y decir: “Dios está aquí, aunque yo no lo
veía”.
2. La fe que toca y la fe que
levanta (Mt 9,18-26)
El Evangelio nos presenta dos milagros encadenados,
dos rostros de la fe que interpelan al corazón. Por un lado, un padre
angustiado se acerca a Jesús y le pide con audacia: “Mi hija acaba de morir,
pero ven y pon tu mano sobre ella y vivirá”. Por otro lado, una mujer
anónima, marginada por su enfermedad, se acerca por detrás y toca con humildad
el borde del manto de Jesús.
Ambas acciones —la del padre y la de la mujer— son
testimonio de una fe que se atreve a lo imposible. Una fe que es silenciosa,
pero profunda. Una fe que no hace alarde, pero que mueve el corazón de Dios.
Jesús no se detiene en la muerte ni en la impureza ritual; Él se deja tocar, se
deja conmover, se deja interrumpir por quienes confían.
“Su fe es contagiosa, de esa vida que Jesús mismo
quiere compartir con todos”. En un mundo marcado por tantas dudas,
enfermedades del alma y miedo a la muerte, la fe auténtica se vuelve una
chispa que enciende esperanza, una luz que abre camino en medio de la
oscuridad.
3. Una palabra para nuestros
difuntos
En este contexto, ¿cómo no elevar hoy nuestra
oración por los fieles difuntos, especialmente en este Año Jubilar, cuando la
Iglesia nos invita a vivir la misericordia de Dios de forma más intensa y
concreta?
Queridos hermanos: el mismo Jesús que devuelve la
vida a una niña y que sana a una mujer que sufría en secreto, es el Señor de
los vivos y de los muertos. Por eso, nuestra oración por los difuntos no es
una costumbre vacía, sino un acto de amor, una obra de misericordia que brota
de la fe y del vínculo profundo que nos une como miembros de la Iglesia: la
Iglesia peregrina en la tierra, la Iglesia purgante en el purgatorio, y la
Iglesia gloriosa en el cielo.
Pidamos hoy que nuestros hermanos difuntos,
especialmente aquellos que más amamos y que quizá murieron en el silencio, sin
sacramentos o con heridas en el alma, sean alcanzados por la misericordia de
Cristo que vence la muerte. En cada Eucaristía, en cada oración, en cada
indulgencia jubilar ofrecida por ellos, se renueva la escalera de Jacob,
y el cielo se abre para derramar gracia y vida sobre quienes nos han precedido
en el camino.
4. Conclusión: La fe como
herencia viva
La fe del padre que intercede, la fe de la mujer
que toca, la fe de Jacob que despierta… esa es la fe que queremos vivir y
transmitir. Una fe que no se avergüenza del dolor, pero que no se rinde. Una fe
que, incluso en el duelo, sabe esperar, sabe orar y sabe tocar el manto de
Cristo.
Que este Año Jubilar nos permita vivir una fe contagiosa,
como lo decía el comentario original: una fe que toca corazones, que atraviesa
generaciones, que traspasa el umbral de la muerte y que se convierte en fuente
de vida eterna para nosotros y para nuestros difuntos.
Oración final por los fieles
difuntos
Señor
Jesús,
Tú que venciste la muerte y abriste para nosotros las puertas del Cielo,
te encomendamos en este día a todos nuestros hermanos y hermanas difuntos.
Que tu Sangre redentora los purifique,
que tu misericordia los abrace,
y que puedan contemplar tu rostro resucitado en la gloria.
Te lo
pedimos por intercesión de María, Madre de la Esperanza,
y de todos los santos que nos precedieron en la fe.
Amén.
2
Queridos hermanos y hermanas:
En esta liturgia del lunes, la Palabra de Dios nos
sitúa en el corazón de lo que significa vivir por fe. No una fe superficial, ni
emocional, ni simplemente tradicional, sino una fe profunda, humilde y
obediente, capaz de mover el corazón de Dios y abrir el cielo sobre
nuestras vidas.
1. La escalera de Jacob: de la
tierra al cielo
El libro del Génesis nos presenta a Jacob huyendo
de su casa, perseguido por la culpa y por su historia. Cae rendido al sueño en
medio del desierto. Allí, sin templo ni altar, el cielo se abre sobre una
piedra, y Dios le revela que su presencia no está limitada a un lugar
sagrado, sino que lo acompaña en el camino. Jacob ve una escalera que une el
cielo y la tierra: una imagen poderosa del acceso constante que tenemos a Dios
por la fe.
También nosotros, como Jacob, caminamos muchas
veces con cargas, miedos y pérdidas. El dolor de la ausencia de nuestros seres
queridos, las heridas del pasado, la fragilidad de nuestra salud… Y, sin
embargo, el Señor hoy nos dice: “Estoy contigo. No te abandonaré hasta que
cumpla lo que he prometido.” Esta promesa es para ti, para mí, y para
nuestros difuntos, a quienes encomendamos en este Año Jubilar con esperanza y
amor.
2. La mujer del Evangelio: fe que
brota del silencio
Pasamos al Evangelio. Dos milagros se entrelazan:
el de la hija de Jairo y el de la mujer que padecía flujos de sangre desde
hacía doce años. Pero pongamos el foco en ella, en esa mujer que no grita,
no exige, no interrumpe, solo se acerca silenciosamente, con humildad y fe.
Ella cree que basta tocar el borde del manto de
Jesús para ser curada. Y Jesús, que camina en medio de la multitud, se detiene
por ella. La ve. La reconoce. La sana. Y le dice: “¡Ánimo, hija! Tu fe te ha
salvado.”
¿Qué ocurrió realmente aquí? No fue un acto mágico.
Fue una respuesta a la voz
interior de Dios Padre, que le inspiró ese gesto. Jesús no es un curandero.
Él es el Hijo que obedece en todo al Padre, y por eso responde a esa fe que
viene del mismo Dios. La mujer escuchó la voz suave del Padre en su corazón y
obedeció con valentía. Su fe no fue presuntuosa ni supersticiosa, sino
obediente y profundamente espiritual.
3. Escuchar y responder: el
camino de la sanación
En nuestra vida, ¿no nos parecemos muchas veces a
esta mujer? Cargamos heridas antiguas, enfermedades visibles y otras que el
alma guarda en silencio. Y quizá, como ella, tenemos miedo de “molestar” al
Señor con nuestras súplicas. Pero hoy el Evangelio nos enseña algo vital: cuando
Dios inspira un acto de fe, debemos responder. No con discursos, sino con
gestos. No con exigencias, sino con humildad.
¿Y qué ocurre entonces? Que la gracia actúa. La
sanación llega. El alma se levanta. Y no solo se sana el cuerpo, sino que la
persona entera se salva.
4. En el marco del Año Jubilar:
orar por nuestros difuntos
Este camino de fe, de escucha y respuesta, también
se extiende hacia nuestros hermanos difuntos. Muchas veces no podemos hacer ya
nada en lo humano por ellos. Pero sí podemos orar, ofrecer indulgencias,
celebrar Eucaristías, tocar el manto de Cristo en nombre de ellos.
Porque si la fe mueve montañas, también puede abrir las puertas del Cielo para
las almas del purgatorio.
En este Año Jubilar, la Iglesia nos concede la
gracia de orar de forma especial por quienes ya partieron. La oración por los
difuntos es un acto de fe y amor. Como la mujer del Evangelio, nos acercamos
humildemente al Señor, no por méritos, sino confiando en que Él ve el corazón y
escucha a quienes aman.
Conclusión: Escucha, cree y actúa
Querido hermano, querida hermana:
¿Qué te está diciendo hoy el Señor en lo profundo del alma?
¿A qué gesto de fe te está llamando?
¿A quién debes llevar en tu oración y en tu corazón al encuentro con Cristo?
No tengas miedo de tocar el manto del Salvador.
No tengas vergüenza de llorar o pedir.
Y no dejes que las voces del mundo silencien la voz del Padre que te llama al
consuelo, a la sanación y a la esperanza.
Jesús, en Ti confío.
María, consuelo de los afligidos, ruega por nuestros difuntos.
San José, patrono de la buena muerte, acompáñalos al Paraíso.
Amén.
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