La Transfiguración del Señor
La fiesta de la
Transfiguración del Señor celebra el día en que, en el monte Tabor, Cristo
Jesús, ante sus apóstoles Pedro, Santiago y Juan, manifestó su gloria de Hijo
amado del Padre, en presencia de Moisés y Elías, dando testimonio de la Ley y
de los Profetas.
Una
oración que abre los ojos
(Lucas 9, 28b-36) Lucas es el único que menciona la
oración de Jesús llevando consigo a sus discípulos.
Una
oración que lo transforma y dice algo de su divinidad.
Una oración que abre los ojos y los oídos de los discípulos.
Entonces lo descubren como Hijo del Padre, en una relación única con Él.
Esto los prepara para la desfiguración de la Cruz y los abre a la dimensión
pascual y de éxodo de toda existencia humana.
Esa experiencia solo puede ser acogida a través de la oración.
Emmanuelle Billoteau, ermite
Primera lectura
Su vestido
era blanco como nieve
Lectura de la profecía de Daniel.
MIRÉ y vi que colocaban unos tronos. Un anciano se sentó.
Su vestido era blanco como nieve,
su cabellera como lana limpísima;
su trono, llamas de fuego; sus ruedas, llamaradas;
un río impetuoso de fuego brotaba y corría ante él.
Miles y miles lo servían, millones estaban a sus órdenes.
Comenzó la sesión y se abrieron los libros.
Seguí mirando. Y en mi visión nocturna
vi venir una especie de hijo de hombre
entre las nubes del cielo.
Avanzó hacia el anciano y llegó hasta su presencia.
A él se le dio poder, honor y reino.
Y todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvieron.
Su poder es un poder eterno, no cesará.
Su reino no acabará.
Palabra de Dios.
Salmo
R. El Señor
reina, Altísimo sobre toda la tierra.
V. El Señor reina, la tierra goza,
se alegran las islas innumerables.
Tiniebla y nube lo rodean,
justicia y derecho sostienen su trono. R.
V. Los
montes se derriten como cera ante el Señor,
ante el Señor de toda la tierra;
los cielos pregonan su justicia,
y todos los pueblos contemplan su gloria. R.
V. Porque
tú eres, Señor,
Altísimo sobre toda la tierra,
encumbrado sobre todos los dioses. R.
Aclamación
V. Este es mi
Hijo, el amado, en quien me complazco. Escúchenlo. R.
Evangelio
Mientras
oraba, el aspecto de su rostro cambió
Lectura del santo Evangelio según san Lucas.
EN aquel tiempo, tomó Jesús a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto
del monte para orar. Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus
vestidos brillaban de resplandor.
De repente, dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que,
apareciendo con gloria, hablaban de su éxodo, que él iba a consumar en
Jerusalén.
Pedro y sus compañeros se caían de sueño, pero se espabilaron y vieron su
gloria y a los dos hombres que estaban con él.
Mientras estos se alejaban de él, dijo Pedro a Jesús:
«Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres tiendas: una para ti,
otra para Moisés y otra para Elías».
No sabía lo que decía.
Todavía estaba diciendo esto, cuando llegó una nube que los cubrió con su sombra.
Se llenaron de temor al entrar en la nube.
Y una voz desde la nube decía:
«Este es mi Hijo, el Elegido, escúchenlo».
Después de oírse la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y,
por aquellos días, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.
Palabra del Señor.
1
Homilía para la Fiesta de la Transfiguración del
Señor
“Este es mi Hijo amado: escúchenlo” (Mc 9,7)
Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
Hoy la Iglesia nos lleva de la mano hasta lo alto
de un monte santo, el Tabor, para contemplar un misterio que resplandece con
luz celestial: la Transfiguración del Señor. Y en este Año Jubilar, en
el que somos llamados a ser Peregrinos de la Esperanza, este misterio se
convierte en un faro luminoso que nos alienta, nos orienta y nos recuerda hacia
dónde vamos y en quién hemos puesto nuestra fe.
1. Una experiencia de cielo en
medio del camino
La Transfiguración no fue una aparición aislada o
un espectáculo divino. Fue un anticipo. Un “trailer” del cielo, por así
decirlo. Jesús, en su infinita pedagogía, prepara a sus discípulos para el
escándalo de la cruz mostrándoles anticipadamente la gloria que vendrá después del
sufrimiento. ¡Qué bueno es Dios! Nos enseña no solo con palabras, sino con
experiencias que tocan el alma.
Pedro, Santiago y Juan suben con Jesús. Ellos, como
nosotros, eran débiles, temerosos, y a veces lentos para comprender. Pero Jesús
no los abandona. Los lleva con Él, como también a nosotros, para mostrarles lo
que muchas veces no comprendemos: que el dolor y la gloria no son opuestos,
sino parte del mismo camino.
2. El rostro de Jesús brilla como
el sol
El evangelio nos dice que el rostro de Jesús se
transfiguró y sus vestidos se volvieron resplandecientes. En Él se
manifiesta su divinidad, esa que estaba velada por su humanidad. Jesús no dejó
de ser hombre en ese instante, pero nos mostró que en Él, Dios y hombre
están unidos inseparablemente.
Este hecho tiene una implicación muy profunda para
nuestra vida: también en nosotros hay una gloria escondida, una vocación
de eternidad. Por el bautismo hemos sido hechos hijos en el Hijo. Estamos
llamados, como dice san Pablo, a ser “transformados de gloria en gloria” (2 Cor
3,18). El cristiano no vive para esta tierra, sino para la gloria del cielo. Y
esa gloria comienza a gestarse aquí, cuando vivimos en gracia, cuando amamos,
cuando sufrimos con sentido, cuando perdonamos, cuando servimos.
3. Moisés y Elías: La Ley y los
Profetas se cumplen en Cristo
El Señor no se aparece solo. Con Él están Moisés y
Elías. Uno representa la Ley, el otro los Profetas. En Jesús se
cumple todo lo que la historia de la salvación había anunciado. Él no vino a
abolir nada, sino a darle plenitud (cf. Mt 5,17). La Palabra de Dios que
escuchamos cada día no es letra muerta. Es una historia viva que desemboca en
Cristo y que debe llegar hasta nosotros. Nuestra fe no nace de una fantasía
ni de una moda, sino de un cumplimiento.
Es importante recordarlo hoy, cuando muchos
cristianos parecen buscar experiencias emocionales o se dejan seducir por
nuevas espiritualidades sin raíz. Pedro lo recuerda en su segunda carta (2 Pe
1,16-19): “no seguimos fábulas ingeniosamente inventadas, sino que fuimos
testigos oculares de su grandeza”. ¡Qué claridad la de Pedro! Él lo vio, lo
vivió, lo escuchó. Y por eso puede hablar con autoridad.
4. “Maestro, qué bueno es estar
aquí…”: la tentación de quedarnos en el consuelo
Pedro, como tantos de nosotros, quedó embelesado
ante la gloria. “Hagamos tres tiendas”, dijo. Quería quedarse allí, detenido en
esa belleza. Y aunque su deseo era sincero, Jesús lo llevará de nuevo al
camino, al valle, al sufrimiento. Porque el monte de la gloria no es la meta…
es una estación de paso.
Hermanos, ¿no nos pasa lo mismo? Quisiéramos
quedarnos en los momentos de consuelo, de fervor, de paz. Pero la vida
cristiana no se vive solo en la cima. También hay que bajar del monte.
Hay que volver al mundo, al compromiso, al testimonio, a la cruz cotidiana. Lo
que hemos visto en el Tabor debe impulsarnos a vivir con esperanza en medio de
nuestras luchas.
5. Una voz desde la nube:
“Escúchenlo”
En la cima de la montaña se escucha la voz del
Padre: “Este es mi Hijo amado; escúchenlo”. Es la misma voz del
Bautismo, pero ahora dirigida a los discípulos. Y es también para nosotros. En
un mundo lleno de ruidos, de opiniones, de ideologías, de confusión… Dios nos
dice una sola cosa: “Escuchen a Jesús”.
No escuchen tanto las voces del miedo, del odio, de
la desesperanza. Escuchen a Jesús. Escuchen su Evangelio. Escuchen lo que les
dice cada día en su Palabra, en la Eucaristía, en los pobres, en los hermanos. Escuchar
a Jesús no es una opción, es una urgencia vital. Si lo escuchamos y lo
seguimos, alcanzaremos también nosotros la gloria.
6. Bajar del monte… con fe y
esperanza
Jesús prohíbe contar lo que han visto hasta después
de su resurrección. ¿Por qué? Porque sin la cruz, la gloria no se entiende.
Si no pasamos por el Viernes Santo, no comprendemos el Domingo de Pascua. Los
apóstoles no entendieron en ese momento qué significaba “resucitar de entre los
muertos”, pero lo comprendieron más tarde, cuando lo vieron con sus ojos y lo
creyeron con el corazón.
Nosotros ya hemos visto el resplandor de la
resurrección. Por eso sí podemos proclamar el misterio de la Transfiguración.
Pero más aún: estamos llamados a vivir transfigurados, a dejar que el
amor de Cristo transforme nuestras vidas, nuestras familias, nuestras
comunidades.
Conclusión: Peregrinos de la
esperanza, hacia la gloria
Queridos hermanos, en este Año Jubilar de la
Esperanza, la Transfiguración del Señor nos recuerda que nuestra
vocación última es la gloria del cielo, y que la esperanza no defrauda
(Rm 5,5). Cristo ha querido mostrarnos un adelanto del cielo para que no
claudiquemos en medio del camino.
Así que no te desanimes si sientes el peso de la
vida, si ves oscuridad en el mundo, si las pruebas parecen nublar tu fe.
Recuerda el Tabor. Recuerda que la última palabra no la tiene el dolor, sino
la luz de Cristo glorioso.
¡Escucha al Hijo amado! ¡Síguelo con confianza!
¡Déjate transformar por Él! Porque si morimos con Él, con Él también
resucitaremos. Y un día, en la gloria del cielo, comprenderemos plenamente lo
que ahora apenas vislumbramos en la fe.
Amén.
2
Una oración que transforma y revela
Queridos
hermanos y hermanas en Cristo:
La
liturgia de hoy nos invita a contemplar uno de los momentos más luminosos y a
la vez más misteriosos del Evangelio: la
Transfiguración del Señor en el monte. Es una escena cargada de
gloria, de revelación, de belleza... pero sobre todo de oración.
Sí,
de oración. Porque san Lucas —el único evangelista que lo destaca— nos recuerda
que todo este
acontecimiento comienza con Jesús subiendo al monte para orar
(Lc 9,28). Y es en ese clima de oración donde sucede la transformación, donde
se abren los ojos de los discípulos, donde el cielo toca la tierra.
1.
Oración que transforma
El
evangelio nos dice que “mientras
oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos se
volvieron de una blancura deslumbrante”. Es decir, la oración no solo cambia las cosas;
cambia al que ora. Jesús no se transfigura antes ni después,
sino mientras oraba.
Es en ese diálogo íntimo con el Padre donde se manifiesta su divinidad, su
unidad con Dios, su gloria escondida.
Y
esto tiene mucho que decirnos a nosotros. Porque si el mismo Jesús —el Hijo
amado— ora… ¿cuánto más deberíamos nosotros vivir una vida orante, si queremos
ser transformados en lo más profundo?
Hoy,
en medio de tanto ruido, de prisas, de distracciones, el monte de la oración se
vuelve indispensable. Quien ora, se transfigura. Quien no ora, se apaga. Sin oración, no hay luz en el rostro del
cristiano.
2.
Oración que abre los ojos
Los
discípulos —Pedro, Santiago y Juan— suben al monte algo adormilados. Dice Lucas
que “tenían mucho sueño”, y eso nos representa: muchas veces estamos
adormecidos espiritualmente, cerrados a lo que Dios quiere mostrarnos. Pero
cuando despiertan y abren los ojos, ven
a Jesús en gloria y a Moisés y Elías conversando con Él.
Es
la oración de Jesús la que abre sus ojos. Es la intimidad con el Padre la que
nos hace capaces de reconocer lo invisible. Y es entonces cuando descubren que
Jesús no es solo su maestro humano… es
el Hijo del Padre, está en comunión perfecta con el cielo, y
conversa con aquellos que representan la
Ley y los Profetas, es decir, con toda la historia de la
salvación.
Queridos
hermanos: ¿no necesitamos también nosotros que nuestra oración nos abra los
ojos?
Ojos para ver a Cristo en la Eucaristía.
Ojos para reconocerlo en los pobres.
Ojos para ver su luz en medio de nuestras noches.
3.
Una oración que prepara
para la Cruz
La Transfiguración prepara a los discípulos para la
desfiguración de la Cruz. Es decir, antes de que vean a Jesús
ensangrentado, azotado y aparentemente vencido, el Señor les permite verlo
glorioso, resplandeciente, vencedor.
El
camino cristiano tiene ambas caras: la luz del Tabor y la oscuridad del
Gólgota. La gloria y la cruz. Y si no pasamos tiempo en oración, si no subimos
con Jesús al monte, nos
escandalizaremos de la cruz cuando llegue.
La
Transfiguración es un anuncio de la Pascua. En ella vemos el destino último de
Cristo —y también el nuestro—: pasar
por el sufrimiento para entrar en la gloria.
4.
Una experiencia de éxodo
Moisés
y Elías hablaban con Jesús, y san Lucas nos dice que conversaban acerca de su “éxodo, que iba a cumplirse
en Jerusalén”. La palabra no es casual. Jesús no va simplemente a morir: va a hacer un éxodo, un
paso, una liberación.
Como
el pueblo de Israel pasó de la esclavitud a la libertad, Jesús pasará de la muerte a la vida,
y en Él nosotros también somos liberados del pecado y llamados a la tierra
prometida de la eternidad.
Este
Año Jubilar nos recuerda que somos Peregrinos
de la Esperanza. Y eso implica vivir nuestra vida como un
éxodo, como una travesía, con los ojos fijos en la meta. La Transfiguración es
como un oasis en el desierto: nos consuela, nos alimenta, nos renueva… pero no
es el destino. La Pascua
es el destino.
5.
Una experiencia que solo
se acoge en oración
“Esa
experiencia solo puede ser acogida a través de la oración”. Y es
verdad. La Transfiguración no se entiende desde la lógica del mundo, ni desde
el poder, ni desde la eficiencia. Solo el corazón orante puede captar su
profundidad.
Por
eso hoy el Evangelio no nos invita a “hacer” muchas cosas… sino a subir al monte y orar con Jesús.
A dejar que su luz toque nuestras sombras. A escuchar al Padre que nos dice: “Este es mi Hijo amado: escúchenlo”.
Conclusión: Subir, orar, escuchar, bajar
transformados
Hermanos,
en este día santo, el Señor nos invita al monte.
Nos invita a orar.
Nos invita a dejar que su gloria nos transforme.
Nos invita a mirar con fe lo que nos espera más allá de la cruz.
Como
Pedro, tal vez quisiéramos quedarnos allí, acampar en lo alto y disfrutar de la
luz. Pero el camino continúa. Hay que bajar
del monte, llevar esa luz al valle, a nuestra vida cotidiana, a
nuestras responsabilidades, a nuestra cruz.
Hoy
Jesús nos dice: “No tengan miedo. Suban conmigo. Oren. Escúchenme. Yo les
mostraré mi gloria… y les daré fuerzas para vivir su propio éxodo pascual”.
Amén.
6 de agosto:
La Transfiguración del Señor — Fiesta
c. año 32
Cita
bíblica:
Seis días después, Jesús tomó
a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte alto. Y
se transfiguró delante de ellos: su rostro resplandecía como el sol, y sus
vestiduras se volvieron blancas como la luz. De pronto se les aparecieron
Moisés y Elías conversando con Él. Entonces Pedro dijo a Jesús: “Señor, ¡qué
bien estamos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés
y otra para Elías”. Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió
con su sombra, y una voz desde la nube decía: “Este es mi Hijo amado, en quien
me complazco: escúchenlo”.
~ Mateo 17, 1–5
Reflexión:
Los
tres Evangelios sinópticos relatan el acontecimiento de la Transfiguración del
Señor (Mateo 17,1–8; Marcos 9,2–8; Lucas 9,28–36). Justo antes de este
episodio, los tres Evangelios narran el viaje de Jesús con sus discípulos a
Cesarea de Filipo, situada aproximadamente a 50 kilómetros al norte del Mar de
Galilea. Cesarea de Filipo era una ciudad predominantemente pagana de cultura
griega, ocupada por los romanos. Allí se adoraba al dios griego Pan en una
cueva considerada sin fondo, conocida comúnmente como "la puerta del
inframundo" por su asociación con esa deidad pagana.
Fue
en ese contexto donde Jesús preguntó a sus discípulos quién pensaban ellos que
era. Pedro respondió: “Tú eres
el Mesías, el Hijo del Dios vivo”. Entonces Jesús lo bendijo y anunció
su intención de edificar su Iglesia sobre Pedro, declarando: “las puertas del infierno no
prevalecerán contra ella…” (Mateo 16,16–18).
Después
de este significativo diálogo, Jesús comenzó a revelar a sus discípulos su
destino inminente: el viaje a Jerusalén para sufrir y morir. Pedro se opuso a
esa revelación, y Jesús lo corrigió con firmeza, confrontando su pensamiento
humano con la sabiduría divina (Mateo 16,22–23).
Este
es el contexto de la Fiesta de la Transfiguración que celebramos hoy. Primero,
Jesús proclamó la victoria de su Iglesia sobre el mal. Segundo, les anunció que
esa victoria se alcanzaría a través de su propio sufrimiento y muerte. Si bien
el primer mensaje es alentador, el segundo resulta difícil de aceptar. Según
los Evangelios, Jesús permitió que sus discípulos reflexionaran durante
aproximadamente una semana sobre estas enseñanzas, tiempo que seguramente fue
difícil para ellos.
Comprendiendo
su lucha interior, Jesús llevó a sus tres compañeros más cercanos —Pedro,
Santiago y Juan— a un monte alto. Allí se transfiguró ante ellos, irradiando
una luz blanca pura, conversando con Moisés y Elías, y recibiendo la
confirmación de su identidad por parte del Padre.
Este
acontecimiento fue probablemente un medio para fortalecer la fe de sus discípulos después
de una semana de ponderar el sufrimiento y muerte anunciados por Jesús, junto
con la exhortación de que ellos también debían seguirlo. La Transfiguración
confirmó la divinidad de
Jesús y su relación con las figuras veneradas de Moisés y Elías.
Además, el Padre celestial lo reconoció públicamente como su Hijo divino, en
quien se complace.
Después
de la Resurrección y Ascensión de Jesús, estos tres Apóstoles compartieron su
experiencia de la Transfiguración, fortaleciendo a otros en la fe. Esta
historia sigue contándose hoy para fortalecernos
a nosotros también, mientras cargamos nuestras propias cruces.
La
Fiesta de la Transfiguración está estratégicamente situada cuarenta días antes de la Fiesta del
Triunfo de la Cruz. Por lo tanto, la Transfiguración debe
entenderse como una preparación
para la Cruz de Cristo y para nuestra participación en ese triunfo.
Según el Evangelio, estamos llamados a tomar nuestra cruz y seguir a Jesús, por
la gloria del Padre, por el cumplimiento de su voluntad, y por el bien de la
Iglesia, que siempre
prevalecerá sobre las puertas del infierno.
Al
celebrar hoy la Transfiguración, contempla este acontecimiento como un anticipo de la recompensa que te espera,
y como una fuente de ánimo
para soportar todos los sufrimientos por la victoria final de Cristo.
La vida cristiana, como lo expresó el mismo Jesús, consiste en sufrir y morir por amor,
con una esperanza inquebrantable. Al unir nuestras pruebas con la Cruz de
Cristo, participamos de su
gloriosa victoria por toda la eternidad.
Oración:
Señor
mío, transfigurado en gloria,
Tú prometes sufrimiento y muerte a quienes te siguen,
pero también nos prometes la esperanza que aguarda a quienes perseveran.
Concédeme la gracia de soportar cada cruz en mi vida,
uniendo mis sufrimientos a los tuyos,
para que un día pueda participar de la gloria de la vida eterna en el Cielo.
Jesús,
en Ti confío.