miércoles, 8 de octubre de 2025

9 de octubre del 2025: jueves de la vigésima séptima semana del tiempo ordinario-I- Memoria de San Luis Bertrán, San Dionisio y compañeros mártires, San Juan Leonardi

 

Santos del día:

 

1.    San Dionisio y compañeros mártires

258. Tras venir a evangelizar la Galia, se convirtió en el primer obispo de París. Junto con el sacerdote Eleuterio y el diácono Rustique, murió decapitado en el «monte de los mártires», hoy Montmartre.

 

 

2.    🕊️ San Luis Bertrán (1526-1581)

Presbítero dominico, misionero

Nacido en Valencia, España, San Luis Bertrán abrazó la vida dominicana movido por un profundo deseo de santidad y servicio. Hombre de oración, prudencia y austeridad, fue maestro de novicios y luego misionero en el Nuevo Mundo, especialmente en tierras de Colombia.

 

3.    ️ San Juan Leonardi (1541-1609)

Presbítero y fundador

Nacido en Diecimo, Italia, San Juan Leonardi sintió desde joven la llamada a servir a Cristo con un corazón indiviso. Fundó la Congregación de los Clérigos Regulares de la Madre de Dios, con el propósito de renovar la Iglesia desde la santidad personal y el celo apostólico.

 

 

Un don que circula

(Lucas 11, 5-13) Al aceptar recibir a un amigo que llama tarde, uno puede contar con ser recibido, a su vez, por otro amigo al que molesta en medio de la noche.

Recibir, encontrar, abrir, no son, por tanto, fruto exclusivo de nuestros esfuerzos personales: implican confiar en otros, pidiendo, buscando, llamando.

La hospitalidad es un don que circula. ¡Cuánto más si se trata del Espíritu Santo, que Cristo nos dice que pidamos al Padre!

Nicolas Tarralle, prêtre assomptionniste

 


Primera lectura

Mal 3, 13-20a
He aquí que llega el día, ardiente como un horno

Lectura de la profecía de Malaquías.

LEVANTAN la voz contra mí, dice el Señor.
Dicen: «¿En qué levantamos la voz contra ti?».
En que dicen:
«Pura nada, el temor debido al Señor. ¿Qué sacamos con guardar sus mandatos, haciendo duelo ante el Señor del universo? Al contrario, los orgullosos son los afortunados; prosperan los malhechores, tientan a Dios y salen airosos».
Los hombres que temen al Señor se pusieron a comentar esto entre sí. El Señor atendió y escuchó, y se escribió un libro memorial, en su presencia, en favor de los hombres que temen al Señor.
Ese día que estoy preparando, dice el Señor del universo, volverán a ser propiedad mía; me compadeceré de ellos como se compadece el hombre de su hijo que lo honra. Volverán a ver la diferencia entre el justo y el malhechor, entre el que sirve a Dios y el que no lo sirve.
He aquí que llega el día, ardiente como un horno, en el que todos los orgullosos y malhechores serán como paja; los consumirá el día que está llegando, dice el Señor del universo, y no les dejará ni copa ni raíz.
Pero a ustedes, los que temen mi nombre, los iluminará un sol de justicia y hallarán salud a su sombra; saldrán y brincarán como terneros que salen del establo.

Palabra de Dios.

 

Salmo

Sal 1, 1-2. 3. 4 y 6 (R.: Sal 39, 5ab)

R. Dichoso el hombre que ha puesto
su confianza en el Señor.


V. Dichoso el hombre
que no sigue el consejo de los impíos,
ni entra por la senda de los pecadores,
ni se sienta en la reunión de los cínicos;
sino que su gozo es la ley del Señor,
y medita su ley día y noche. 
R.

V. Será como un árbol
plantado al borde de la acequia:
da fruto a su tiempo
y no se marchitan sus hojas;
y cuanto emprende tiene buen fin. 
R.

V. No así los impíos, no así;
serán paja que arrebata el viento.
Porque el Señor protege el camino de los justos,
pero el camino de los impíos acaba mal. 
R.

 

Aclamación

RAleluya, aleluya, aleluya.
V. Abre, Señor, nuestro corazón, para que aceptemos las palabras de tu Hijo. R.

 

Evangelio

Lc 11, 5-13

Pidan y se les dará

Lectura del santo Evangelio según san Lucas.

EN aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Supongan que alguno de ustedes tiene un amigo, y viene durante la medianoche y le dice:
“Amigo, préstame tres panes, pues uno de mis amigos ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle”; y, desde dentro, aquel le responde:
“No me molestes; la puerta ya está cerrada; mis niños y yo estamos acostados; no puedo levantarme para dártelos”; les digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por su importunidad se levantará y le dará cuanto necesite.
Pues yo les digo a ustedes: pidan y se les dará, busquen y hallarán, llamen y se les abrirá; porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, y al que llama se le abre.
¿Qué padre entre ustedes, si su hijo le pide un pez, le dará una serpiente en lugar del pez? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión?
Si ustedes, pues, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que le piden?».

Palabra del Señor.



1


“El justo florece porque confía”

 

1. Entre la queja y la confianza: la fe puesta a prueba

La primera lectura del profeta Malaquías nos sitúa ante una de las tensiones más humanas de la historia de la fe: la queja del pueblo que, cansado de esperar, murmura diciendo: “No vale la pena servir a Dios… los arrogantes prosperan y los malvados triunfan” (Ml 3,14-15).
Es la tentación de pensar que Dios guarda silencio o que su justicia tarda demasiado. Pero el profeta responde con palabras de esperanza: “El Señor escucha y anota en un libro a los que lo temen y confían en Él.”

El libro de la memoria divina no olvida a los que perseveran. Aunque el justo parezca invisible, su raíz está viva.
Por eso el texto concluye con una imagen luminosa: “Para ustedes que honran mi Nombre, brillará el sol de justicia con rayos de salvación.” (Ml 3,20a).
Esta promesa resuena como un eco anticipado del Evangelio: la perseverancia del justo será escuchada, la fidelidad no será en vano.

El Salmo 1 nos ofrece la misma convicción en forma de poesía:

“Dichoso el hombre que pone su confianza en el Señor… es como árbol plantado junto al río: da fruto a su tiempo y su hoja no se marchita.”

Mientras los impíos se dispersan “como paja que se lleva el viento”, el justo florece porque sus raíces están en Dios. Esta imagen, sencilla pero poderosa, resume la espiritualidad del discípulo que ora con perseverancia y desapego: el árbol no se agita buscando agua; espera y confía en la corriente que lo nutre desde abajo.


2. El Evangelio: orar con la terquedad del amor

Jesús, en el Evangelio de Lucas 11,5-13, retoma esa misma enseñanza con una parábola de la vida cotidiana: un hombre que llama a la puerta de su amigo en plena noche pidiendo pan para un viajero.
La clave está en esa palabra que Lucas subraya: “por su insistencia” —en griego anaideia, que significa literalmente “sin vergüenza”, “con audacia santa”*.

Jesús no nos enseña a ser molestos con Dios, sino confiadamente audaces. Nos anima a tocar su corazón con la certeza de que el Padre no da piedras a quien pide pan, ni escorpiones a quien pide un huevo. Y añade la promesa que corona toda oración:

“El Padre del cielo dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan.”

No se trata sólo de pedir cosas: se trata de pedir el Espíritu, el don que todo lo contiene. La oración, entonces, no es una transacción sino una transformación.
Dios no siempre nos concede lo que pedimos, pero siempre nos da lo que más necesitamos: su Espíritu, su fuerza, su luz.


3. San Luis Bertrán: oración que se hace misión

La vida de San Luis Bertrán, cuya memoria celebramos hoy, es la prueba viva de que el justo florece cuando confía.
Este hijo de Valencia, misionero dominico, se convirtió en árbol de vida para América, llevando el Evangelio con dulzura y fortaleza.
Predicó en tierras difíciles, entre culturas distintas, y lo hizo no desde el poder, sino desde la oración y la mansedumbre.

Era un hombre de profunda vida interior: antes de hablar a los hombres, hablaba con Dios.
Su celo misionero no brotaba de la ambición, sino de un corazón enamorado de Cristo.
Defendió a los indígenas, curó enfermos, consoló esclavos, y sembró paz donde otros sembraban miedo.
De él podríamos decir, como el salmo: “Todo lo que hace, le sale bien.” No por mérito humano, sino porque su raíz estaba en la voluntad de Dios.

San Luis encarna lo que el Evangelio enseña hoy: la oración perseverante y desapegada. Pedía no para sí, sino para los demás. Tocaba la puerta del cielo pidiendo pan espiritual para los pueblos que no conocían a Cristo.
Su ejemplo nos recuerda que la misión no se sostiene con estrategias, sino con oración.
Los misioneros fecundos —los santos, los sacerdotes, los laicos comprometidos— son los que han aprendido a llamar al corazón de Dios en la noche de la historia.


4. Una Iglesia que ora, confía y se abre

En este Año Jubilar “Peregrinos de la Esperanza”, la Palabra nos invita a ser una Iglesia que no se queja como en tiempos de Malaquías, sino que confía como el justo del Salmo.
Una Iglesia que, como el amigo del Evangelio, se atreve a tocar la puerta una y otra vez, no para pedir privilegios, sino para interceder por los hambrientos de sentido, los enfermos de soledad, los que aún no conocen el amor de Dios.

El mes del Rosario y de las Misiones nos recuerda que la oración más poderosa es la que se hace con María, mujer perseverante y desapegada, la que guardaba todo en su corazón.
Ella nos enseña a decir con confianza: “Hágase tu voluntad.”
Y su ternura misionera nos impulsa a salir, como San Luis Bertrán, a las periferias del alma y del mundo.


5. Conclusión y oración final

El justo florece porque confía.
El orante persevera porque ama.
El misionero da fruto porque su raíz está en Dios.

Que esta Eucaristía renueve en nosotros esa triple convicción:

·        Orar sin cansarse, como quien llama con confianza.

·        Esperar sin dudar, como el árbol que bebe del río.

·        Servir sin miedo, como San Luis Bertrán, que convirtió su vida en ofrenda.


Oración final

Señor Jesús,
enséñanos a orar con el fervor de los santos y el desapego de los humildes.
Haz que no busquemos recompensas, sino tu voluntad;
que no pidamos bienes pasajeros, sino el don de tu Espíritu.

Danos corazones misioneros,
capaces de interceder, de servir y de esperar.
Por intercesión de San Luis Bertrán,
haz de tu Iglesia un árbol fecundo plantado junto al río de tu gracia,
para que dé fruto de esperanza en el mundo.

Amén.


2

 

1. Pedir, buscar, llamar: el dinamismo de la fe confiada

El Evangelio de hoy (Lc 11, 5-13) prolonga la enseñanza del Padrenuestro, mostrando que la oración cristiana no es una fórmula mágica, sino un movimiento vital: pedir, buscar y llamar. Jesús compara la oración con la perseverancia del amigo que toca de noche hasta ser escuchado. En ese gesto se revela una verdad esencial: la fe no es pasividad, sino confianza activa. Quien cree, llama; quien ama, insiste; quien espera, no se cansa.

Dios no se incomoda con nuestra súplica insistente. Al contrario, se alegra cuando su hijo se atreve a tocar la puerta de su corazón. No se trata de convencer a Dios, sino de abrirnos nosotros. Pedir, buscar y llamar son las tres notas de una melodía espiritual que ensancha el alma para recibir el don mayor: el Espíritu Santo, “que el Padre da a los que se lo piden”.

Como dijo alguien, la hospitalidad es un don que circula. En otras palabras, lo que recibimos de Dios no se acumula, se comparte. Como el amigo que recibió pan para ofrecerlo al huésped nocturno, así también nosotros recibimos la gracia del Espíritu para ofrecerla a los demás. La vida cristiana es circulación de dones: oración que se convierte en servicio, escucha que se traduce en hospitalidad.


2. Testigos del don recibido: los santos del día

Hoy recordamos a San Luis Bertrán, misionero dominico del siglo XVI, que llevó el Evangelio a las tierras americanas, especialmente a Colombia. Su vida fue expresión viva de esa hospitalidad del Espíritu: hablaba con mansedumbre, predicaba con fuego interior y sirvió a los pueblos indígenas con respeto y ternura. En él, la oración se hizo don que circula, pues la fe que recibió en Valencia la entregó con generosidad en el Nuevo Mundo. En este mes del Rosario, él nos enseña a evangelizar desde la contemplación mariana.

También celebramos a San Dionisio, obispo de París, y a sus compañeros mártires, quienes en los albores del cristianismo francés fueron luz en medio de las tinieblas. Su testimonio recuerda que el Espíritu Santo se derrama no sólo para orar, sino también para resistir y dar la vida. El martirio es el clímax del don recibido y compartido: quien ha orado de verdad está dispuesto a entregar la existencia por amor.

Y junto a ellos, San Juan Leonardi, fundador de la Congregación de los Clérigos Regulares de la Madre de Dios, insistía en que “la reforma de la Iglesia comienza en el corazón de los pastores y los fieles”. Fue un hombre de oración y de visión universal: soñó con la formación de misioneros que anunciaran a Cristo en todo el mundo. Por eso es patrono de las vocaciones misioneras y precursor de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos.

Él comprendió que la hospitalidad del Espíritu se expresa en abrir las puertas del corazón a la llamada vocacional, para que el amor de Dios llegue hasta los confines de la tierra.


3. En el mes del Rosario y de las Misiones: pedir el Espíritu para evangelizar

En este mes misionero y mariano, la Palabra nos invita a redescubrir la dimensión orante de toda misión. María, la mujer del sí y del silencio, es la primera evangelizadora porque fue la primera que acogió al Espíritu. Ella no habló mucho, pero su vida entera fue un “hágase” constante, una súplica perseverante y confiada. Cada Ave María que rezamos es como un pequeño golpe en la puerta del corazón de Dios, un llamado humilde que hace circular la gracia.

Evangelizar, en clave jubilar, significa dejar que el Espíritu Santo nos renueve para salir al encuentro de los demás. No se puede anunciar lo que no se ha recibido; no se puede dar el pan si no se ha abierto antes la puerta para recibirlo. Por eso, el misionero, el sacerdote, el catequista, el laico comprometido, todos necesitamos volver cada día al gesto sencillo del amigo que llama de noche: “Señor, enséñanos a orar”. La obra evangelizadora no es empresa humana, sino obra del Espíritu que circula entre nosotros.


4. Llamados a la confianza y la intercesión

Jesús promete: “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá”. En un mundo donde muchos corazones están cerrados por la desconfianza o la indiferencia, el cristiano está llamado a ser quien mantiene la puerta abierta, quien ofrece pan, escucha y compañía. Esa es la nueva hospitalidad que el Espíritu suscita en la Iglesia del Jubileo: una Iglesia de puertas abiertas, que no teme la noche ni el cansancio, porque sabe que el Señor no duerme.

Recibir el Espíritu es dejar que Él circule por nuestras comunidades, renovando el ardor misionero, despertando vocaciones sacerdotales y religiosas, y fortaleciendo la caridad pastoral. Es también pedir que nuestras parroquias sean casas de oración viva, donde todos aprendamos a tocar el corazón de Dios con humildad.


5. Oración final

Señor Jesús,
Tú que enseñaste a tus discípulos a orar con insistencia,
haz que tu Iglesia no se canse de pedir el don del Espíritu Santo.
Que en este Año Jubilar, se renueve en nosotros la alegría de evangelizar,
la valentía de abrir las puertas a los que llaman,
y la ternura de compartir el pan del amor.

Te pedimos por los misioneros y por quienes descubren su vocación,
para que sean portadores de tu esperanza y de tu paz.
Por intercesión de María, Reina del Rosario,
de San Luis Bertrán, San Dionisio y San Juan Leonardi,
haz de nosotros testigos de la hospitalidad divina:
hombres y mujeres que oran, acogen y dan vida.

Amén.

 

3

 

1.    Una súplica en la medianoche del alma

 

El Evangelio de hoy (Lc 11, 5-13) prolonga la enseñanza del Padrenuestro con una parábola tan cotidiana como profunda: un hombre llama de noche a la puerta de su amigo pidiéndole pan para otro que ha llegado cansado de viaje.
Esa escena nocturna es símbolo de la oración. Orar es precisamente eso: atreverse a llamar al corazón de Dios cuando todo parece oscuro, cuando el alma tiene hambre y no tiene qué ofrecer.

Jesús no teme presentarnos a Dios como un “amigo” al que acudimos en medio de la noche. Y nos enseña que el secreto está en la confianza y la perseverancia: “Aunque no se levante por ser amigo suyo, se levantará por su insistencia y le dará cuanto necesite”. No porque Dios sea reacio, sino porque quiere despertar en nosotros el deseo ardiente de su voluntad.

La oración, por tanto, no es una técnica ni un ritual automático: es un encuentro que exige fe, audacia y ternura. A veces sentimos que Dios tarda, que guarda silencio o que no responde… pero su aparente demora es una pedagogía: quiere enseñarnos a confiar más que a pedir, a creer más que a exigir.


2. Fervor y desapego: dos alas de la oración cristiana

Hablar de fervor y desapego, es hablar de dos virtudes complementarias. El fervor es el calor del amor, la pasión que sostiene la súplica. El desapego es la pureza de la intención, la humildad que acepta la voluntad divina incluso cuando no coincide con nuestros deseos.
Orar con fervor significa no rendirse, orar con el alma encendida, como Jesús en Getsemaní o como María en el Cenáculo.
Orar con desapego significa entregar el resultado a Dios, diciendo como en el Padrenuestro: “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.”

La oración más perfecta no busca cambiar a Dios, sino dejarse transformar por Él. Y sólo el corazón desapegado puede reconocer que el mejor don no es aquello que pedimos, sino el Espíritu Santo mismo, que el Padre da a quienes se lo piden con fe.

En el Año Jubilar, donde somos llamados “peregrinos de la esperanza”, esta parábola nos invita a caminar con confianza, a no dejar que el cansancio o la impaciencia apaguen la llama del Espíritu. El orante perseverante es el misionero silencioso que sostiene la obra evangelizadora con su plegaria constante.


3. Pan compartido: oración que se convierte en misión

El hombre del Evangelio no pide pan para sí, sino para otro que ha llegado de viaje. Aquí se revela el alma misionera de la oración cristiana: orar es interceder, es abrir la puerta del corazón para que otros encuentren descanso y alimento.
La Iglesia que ora es la Iglesia que evangeliza. Cada Ave María del Rosario, cada súplica del Padrenuestro, es una semilla que cae en tierra misionera. Por eso, en este mes dedicado al Rosario y a las Misiones, estamos invitados a rezar con fervor por las vocaciones, para que el Espíritu siga suscitando hombres y mujeres que, como María, digan: “Hágase en mí según tu palabra”.

El fervor sin desapego se convierte en ansiedad; el desapego sin fervor, en frialdad. Pero cuando ambos se unen, la oración se vuelve fecunda, generadora de vocaciones, fuente de comunión y de esperanza.
San Juan Leonardi lo entendió bien cuando afirmaba que la reforma de la Iglesia comienza en la oración del corazón.
Y San Luis Bertrán nos enseñó que sólo quien ora profundamente puede predicar con eficacia.
Ellos son iconos de esta parábola: amigos de Dios que pidieron el Pan para los demás.


4. “Llamar en la noche” en el mundo de hoy

Nuestro tiempo vive su propia medianoche: confusión, guerras, pobreza espiritual, desánimo. La tentación es cerrar las puertas y guardar el pan sólo para los nuestros. Pero Jesús nos invita a mantener encendida la lámpara y el corazón abierto, a seguir tocando la puerta del cielo en nombre de tantos que han perdido la fe o el sentido de la vida.

El misionero no es quien grita más fuerte, sino quien sigue orando cuando todo parece callar. Cada comunidad cristiana que ora unida, cada familia que reza el Rosario con sencillez, mantiene viva la esperanza del Reino. En ese sentido, toda oración auténtica es misionera: porque hace circular el don del Espíritu Santo, el verdadero Pan que sacia y renueva.


5. Oración final

Señor Jesús,
amigo fiel en las noches del alma,
enséñanos a orar con fervor y desapego,
a pedir con confianza, a buscar con fe, a llamar sin miedo.

Danos tu Espíritu Santo,
para que nuestra oración se transforme en misión,
nuestro silencio en adoración,
y nuestra vida en ofrenda por los demás.

Haz que en este Año Jubilar
tu Iglesia sea una casa abierta,
donde todos encuentren pan, consuelo y esperanza.

Por intercesión de María, Reina del Rosario,
de San Luis Bertrán y San Juan Leonardi,
renueva en nosotros el fuego de la oración perseverante
y suscita vocaciones santas para tu Reino.

Jesús, en Ti confiamos. Amén.

 

 

9 de octubre: memoria

🕊️ San Luis Bertrán (1526-1581)

Presbítero dominico, misionero, reformador y amigo del Espíritu Santo

Patrono de Colombia y protector de los misioneros


1. Infancia y vocación temprana

Luis Bertrán nació en Valencia, España, el 1 de enero de 1526, en una familia profundamente cristiana. Desde niño mostró una inclinación natural hacia la oración, la austeridad y la caridad con los pobres. Era sobrino del célebre pintor Juan de Juanes, pero su vocación no fue hacia el arte sino hacia la santidad.
En 1544, a los 18 años, ingresó a la Orden de Predicadores (Dominicos) en el convento de Santo Domingo de Valencia. Desde el inicio fue ejemplo de disciplina, humildad y celo apostólico. Fue ordenado sacerdote en 1547, con apenas 21 años, y pronto se convirtió en maestro de novicios, guiando a muchos jóvenes en el camino de la perfección cristiana.


2. Maestro de almas y reformador silencioso

Como formador, San Luis Bertrán se distinguió por su sabiduría equilibrada: firme en la doctrina, pero paternal y lleno de mansedumbre. Su lema espiritual podría resumirse en la frase:

“La oración es la raíz de toda predicación verdadera.”

Vivía con extrema sencillez, evitando el lujo, el poder y las discusiones estériles. Durante años ejerció su ministerio en Valencia y otros conventos de su provincia, insistiendo en la necesidad de la renovación interior del clero y de la vida religiosa, en consonancia con el espíritu del Concilio de Trento.
Sus contemporáneos lo consideraban un “nuevo Domingo de Guzmán”: lúcido en la fe, prudente en el gobierno y siempre sereno incluso en medio de las tensiones internas que vivía la Orden.


3. El llamado misionero: del Mediterráneo al Nuevo Mundo

En 1562, movido por un ardor misionero que no conocía límites, San Luis Bertrán fue enviado como misionero a las Indias Occidentales, específicamente al Virreinato de la Nueva Granada, actual Colombia. Llegó a Cartagena de Indias en 1562, y desde allí emprendió un apostolado heroico entre indígenas, esclavos africanos y colonos españoles.

Predicó en Turbaco, Cartagena, y el Valle del Cauca, aprendiendo las lenguas nativas con paciencia y dedicación. Su palabra era sencilla pero llena de fuego; su presencia, austera pero luminosa. Se le atribuyen numerosos milagros, entre ellos el don de las lenguas, gracias al cual podía hacerse entender por los pueblos indígenas sin intérprete.

San Luis vivió su misión en una época difícil, marcada por los abusos de algunos encomenderos y el choque cultural entre europeos y pueblos originarios. Sin embargo, él se distinguió por su trato respetuoso y compasivo hacia los indígenas, defendiendo su dignidad y su derecho a recibir el Evangelio sin violencia. En su predicación, unía la doctrina firme con la ternura del corazón.

Una de sus frases más recordadas fue:

“El amor de Dios no se impone: se propone con mansedumbre y se demuestra con obras.”


4. Milagros y persecuciones

Durante su estancia en América, San Luis Bertrán enfrentó incomprensiones, calumnias y peligros constantes. Fue envenenado en una ocasión, pero sobrevivió milagrosamente. También tuvo visiones místicas, entre ellas una sobre el Juicio Final, que lo llevó a intensificar su vida de penitencia y de oración intercesora por los pecadores.

Su poder de intercesión y sus curaciones prodigiosas lo convirtieron en una figura de santidad viva. Sin embargo, nunca buscó la fama: se consideraba un “instrumento indigno del Espíritu Santo”.
En 1569, enfermo y agotado, fue llamado de nuevo a España, donde continuó su ministerio como guía espiritual y formador de predicadores.


5. Últimos años y muerte en paz

Los últimos doce años de su vida los pasó en su convento de Valencia, dedicado a la dirección espiritual, la confesión y la oración. Murió el 9 de octubre de 1581, con fama de santidad y rodeado del cariño de sus hermanos dominicos. Sus últimas palabras fueron una síntesis de su vida entera:

“En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu… Tú solo eres mi paz.”

Fue beatificado en 1608 por el Papa Pablo V y canonizado por Clemente X en 1671. Su cuerpo se conserva incorrupto en Valencia, como signo de la pureza de su alma y de su fidelidad a Dios.


6. Espiritualidad y legado

San Luis Bertrán encarna la síntesis perfecta entre vida contemplativa y acción misionera. Su espiritualidad dominicana se fundamenta en tres pilares:

  • La oración perseverante: como fuente de toda conversión.
  • La mansedumbre en la predicación: como medio para llegar al corazón del otro.
  • La pureza interior y el desapego: como condición para que el Espíritu Santo obre libremente.

En el contexto del Año Jubilar “Peregrinos de la Esperanza”, su vida nos recuerda que la verdadera evangelización nace de un corazón que ha orado largamente y que vive desapegado de sí mismo.


7. Iconografía y patronazgo

Se le representa como un fraile dominico de rostro sereno, sosteniendo un crucifijo y un lirio, símbolos de su pureza y de su predicación.
Es patrono de Colombia, de Valencia y de los novicios dominicos.
Su intercesión se invoca especialmente por los misioneros, catequistas y formadores, y por quienes desean perseverar en su vocación.


Oración a San Luis Bertrán

Oh Dios, que encendiste en tu siervo San Luis Bertrán el fuego del celo apostólico y la dulzura del Espíritu,
concédenos anunciar tu Evangelio con palabras llenas de amor y obras de misericordia.
Que su intercesión proteja a nuestros misioneros,
inspire nuevas vocaciones y renueve nuestras comunidades en la fidelidad al Evangelio.
Por Jesucristo, tu Hijo, nuestro Señor.

Amén.

 

martes, 7 de octubre de 2025

8 de octubre del 2025: miércoles de la vigesimoséptima semana del tiempo ordinario-I

 

La oración de Jesús

(Lucas 11, 1-4) El Padre Nuestro está destinado a los discípulos para que lleguen a ser, juntos, hijos y hermanos. Está iluminado por la oración de Jesús a su Padre. Jesús ora así delante de las multitudes: “Padre, te doy gracias porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños” (Mt 11,25).
Y también en la Cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Camino hacia la unidad del Padre y del Hijo (cf. Jn 17).

Nicolas Tarralle, prêtre assomptionniste

 


Primera lectura

Jon 4, 1-11

Tú te compadeces del ricino, ¿y no me he de compadecer yo de Nínive, la gran ciudad?

Lectura de la profecía de Jonás.

JONÁS se disgustó y se indignó profundamente. Y rezó al Señor en estos términos:
«¿No lo decía yo, Señor, cuando estaba en mi tierra? Por eso intenté escapar a Tarsis, pues bien sé que eres un Dios bondadoso, compasivo, paciente y misericordioso, que te arrepientes del mal. Así que, Señor, toma mi vida, pues vale más morir que vivir».
Dios le contestó:
«¿Por qué tienes ese disgusto tan grande?».
Salió Jonás de la ciudad y se instaló al oriente. Armó una choza y se quedó allí, a su sombra, hasta ver qué pasaba con la ciudad.
Dios hizo que una planta de ricino surgiera por encima de Jonás, para dar sombra a su cabeza y librarlo de su disgusto. Jonás se alegró y se animó mucho con el ricino.
Pero Dios hizo que, al día siguiente, al rayar el alba, un gusano atacase al ricino, que se secó.
Cuando salió el sol, hizo Dios que soplase un recio viento solano; el sol pegaba en la cabeza de Jonás, que desfallecía y se deseaba la muerte:
«Más vale morir que vivir», decía.
Dios dijo entonces a Jonás:
«¿Por qué tienes ese disgusto tan grande por lo del ricino?».
Él contestó:
«Lo tengo con toda razón. Y es un disgusto de muerte».
Dios repuso:
«Tú te compadeces del ricino, que ni cuidaste ni ayudaste a crecer, que en una noche surgió y en otra desapareció, ¿y no me he de compadecer yo de Nínive, la gran ciudad, donde hay más de ciento veinte mil personas, que no distinguen la derecha de la izquierda, y muchísimos animales?».

Palabra de Dios.

 

Salmo

Sal 85, 3-4. 5-6. 9-10 (R.: cf. 15)

R. Tú, Señor, eres lento a la cólera y rico en piedad.

V. Piedad de mí, Señor,
que a ti te estoy llamando todo el día;
alegra el alma de tu siervo,
pues levanto mi alma hacia ti, Señor. 
R.

V. Porque tú, Señor, eres bueno y clemente,
rico en misericordia con los que te invocan.
Señor, escucha mi oración,
atiende a la voz de mi súplica. 
R.

V. Todos los pueblos vendrán
a postrarse en tu presencia, Señor;
bendecirán tu nombre:
«Grande eres tú, y haces maravillas;
tú eres el único Dios». 
R.

 

Aclamación

R. Aleluya, aleluya, aleluya.
V. Han recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: «¡“Abba”, Padre!». R.

 

Evangelio

Lc 11,1-4

Señor, enséñanos a orar

Lectura del santo Evangelio según san Lucas.

UNA vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo:
«Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos».
Él les dijo:
«Cuando oren, digan: “Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día nuestro pan cotidiano, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe, y no nos dejes caer en tentación”».

Palabra del Señor.

 

1

 

Dios se compadece… y nos enseña a mirar con misericordia

 

1. Introducción: cuando el corazón se resiste a la misericordia

La Palabra de hoy nos enfrenta a un espejo incómodo: el del profeta Jonás. Un hombre llamado por Dios, que anuncia la conversión a Nínive, pero que al ver la misericordia divina se enfurece. Jonás representa al creyente que obedece, pero no entiende; al religioso que cumple, pero no ama; al profeta que predica, pero no se deja transformar por su propio mensaje.

En este Año Jubilar, que nos invita a ser “peregrinos de la esperanza”, el Señor quiere abrirnos los ojos del corazón para descubrir cuántas veces nos parecemos a Jonás. También nosotros, a veces, deseamos un Dios que premie a los buenos y castigue a los malos según nuestra medida. Pero el Dios de la Biblia, el Dios de Jesucristo, es mucho más grande que nuestras categorías: su misericordia desborda, su ternura no tiene fronteras.


2. Jonás: un profeta que no soporta el perdón

Jonás se enfada porque Dios perdona. ¡Qué paradoja! Prefiere ver destruida la ciudad que ver salvados a sus enemigos. La escena tiene un toque de humor, casi de ironía divina: mientras Jonás se lamenta por una planta que le da sombra y luego se seca, Dios le muestra que Él se preocupa por personas, no por plantas.

La pedagogía del Señor es sublime: “¿Y no voy a tener yo compasión de Nínive, aquella gran ciudad, donde hay más de ciento veinte mil personas que no distinguen su derecha de su izquierda, y muchos animales?” (Jon 4,11).
Dios no solo ve el pecado, ve la ignorancia, la fragilidad, la posibilidad de conversión. Su justicia está siempre abrazada a la misericordia.

En la historia de Jonás se revela un mensaje universal: el corazón de Dios no conoce fronteras étnicas, religiosas ni morales. Para Él, cada ser humano es una historia en construcción, una vida que vale la pena salvar. El mismo Dios que creó la planta para proteger a Jonás es el que protege la vida de los pecadores que buscan un nuevo comienzo.


3. El Evangelio: aprender a orar como hijos

En el Evangelio, los discípulos piden: “Señor, enséñanos a orar”. Jesús no les entrega una fórmula mágica, sino una actitud filial. La oración cristiana nace de la confianza: “Padre… santificado sea tu Nombre, venga tu Reino, danos cada día nuestro pan, perdona nuestras ofensas, no nos dejes caer en la tentación.”

Cada palabra del Padre Nuestro corrige nuestras deformaciones religiosas.

  • Si Jonás quería un Dios al servicio de su justicia, Jesús nos enseña a decir “Padre”, no “Juez”; a invocar un Dios que es familia, no propiedad.
  • Si Jonás se sentía dueño del mensaje, Jesús nos recuerda que el Reino no es nuestro, sino de Dios.
  • Si Jonás se quejaba porque la planta se secó, Jesús nos enseña a pedir el pan de cada día, sin ansias ni reclamos.

Orar no es exigir que Dios piense como nosotros, sino permitir que Él transforme nuestro modo de pensar. Es entrar en su mirada, dejar que su Espíritu nos moldee desde dentro. Por eso Jesús agrega en otro pasaje: “Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan” (Lc 11,13).
La oración nos hace dóciles al Espíritu que cambia el enojo por compasión, el orgullo por servicio, la queja por gratitud.


4. En el Año Jubilar: aprender la misericordia de Dios

El Papa Francisco, al convocar el Jubileo de 2025, nos invita a redescubrir la esperanza que brota del rostro misericordioso del Padre. En un mundo cansado de condenas, de discursos duros, de juicios y exclusiones, el testimonio de Jonás nos llama a convertirnos en profetas de la paciencia de Dios.

Ser peregrinos de la esperanza es aprender a mirar al otro como lo mira Dios: no como enemigo, sino como hermano en camino. La esperanza jubilar nace cuando comprendemos que la misericordia no debilita la justicia, sino que la lleva a su plenitud. Solo quien ha experimentado el perdón puede perdonar; solo quien ha sentido el consuelo de Dios puede consolar.


5. Intención orante por los enfermos: “Dios se compadece”

Hoy queremos orar especialmente por nuestros hermanos enfermos. Ellos, como Jonás bajo su planta, conocen el calor del sufrimiento y la fragilidad de la vida. Muchos sienten que su sombra se ha secado, que sus fuerzas se han agotado. Pero el Señor no los abandona: Él tiene compasión de cada uno de sus hijos.

A los enfermos, Dios no les pide explicaciones, les ofrece ternura. A través de los médicos, de los familiares, de la comunidad cristiana que acompaña, el Señor sigue extendiendo su misericordia.
Como comunidad jubilar, estamos llamados a acercarnos a los que sufren no con la actitud de Jonás que se distancia, sino con el corazón de Jesús que se inclina y se deja tocar por el dolor humano.

En cada enfermo está Cristo crucificado; en cada sanación, el signo de la resurrección. Que este Jubileo nos ayude a ser Iglesia samaritana, que cura heridas, que ora, que acompaña, que levanta.


6. Conclusión: “En tu lugar, mira lo que haría”

“En tu lugar, mira lo que haría.”
Eso es precisamente lo que Dios le dice a Jonás, y lo que Cristo nos dice hoy a nosotros.
— Si en tu lugar estuviera Dios, ¿cómo miraría al pecador?
— Si en tu lugar estuviera Cristo, ¿cómo trataría al enfermo?
— Si en tu lugar estuviera el Espíritu Santo, ¿cómo actuaría ante la injusticia?

El cristiano es aquel que deja que Dios actúe “en su lugar”. Por eso la oración no es solo hablar con Dios, sino dejarlo hablar dentro de nosotros. Solo así nuestra vida se transforma en testimonio de amor, en profecía de esperanza, en reflejo de misericordia.


🕊️ Oración final

Señor Dios de la vida y del perdón,
Tú que tuviste compasión de Nínive,
ten también piedad de nuestro mundo herido.
Enséñanos a orar con sencillez,
a perdonar sin medida,
a mirar a todos con tus ojos de Padre.

Te encomendamos a los enfermos,
los que sufren en cuerpo y alma,
los que claman desde su dolor en silencio.
Sé tú su sombra protectora,
su planta que no se seca,
su paz en medio de la prueba.

Haznos profetas de tu ternura,
peregrinos de esperanza y misericordia,
para que en este Año Jubilar
el mundo reconozca que Tú eres amor
y que en tu perdón todos hallamos la vida.

Amén.

 


Frase de San Andrés Bessette


2

 

Padre nuestro: la oración que nos hace hermanos

 

1. Introducción: la oración que cambia el corazón

El Evangelio de hoy nos coloca en un momento entrañable del ministerio de Jesús: los discípulos, al ver cómo ora, le dicen: “Señor, enséñanos a orar”. No le piden que les enseñe a predicar, a sanar o a hacer milagros. Le piden aprender a orar. Es decir, a entrar en su intimidad con el Padre, a respirar su misma vida.

En esta escena nace la oración más sublime y sencilla del cristianismo: el Padre Nuestro, la oración que no pertenece a uno solo, sino a todos; la oración que hace de cada creyente un hijo y de todos nosotros, hermanos.


2. El Padre Nuestro: escuela de comunión

Hoy se nos recuerda que el Padre Nuestro está destinado “a los discípulos para que lleguen a ser, juntos, hijos y hermanos.”
Es una oración que nos saca del aislamiento y del egoísmo. No se puede rezar el Padre Nuestro desde el orgullo o desde el resentimiento. Cada vez que decimos “Padre nuestro”, reconocemos que nadie se salva solo, que todos somos hijos de un mismo Amor y peregrinos en un mismo camino de esperanza.

Jesús no enseñó “Padre mío”, sino “Padre nuestro”, porque la oración cristiana es esencialmente comunión. Así nos educa a mirar la vida desde la fraternidad, desde la confianza, desde la humildad de los pequeños.

Por eso el Evangelio de Mateo nos recuerda aquella exclamación gozosa de Jesús:

“Te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños” (Mt 11,25).

La oración de Jesús no es para los perfectos, sino para los sencillos. Los pequeños del Evangelio —los pobres, los enfermos, los pecadores arrepentidos, los que confían— son los primeros en comprenderla.


3. Jesús ora… y su oración nos salva

El Evangelio de Lucas muestra a Jesús como el hombre orante por excelencia. Ora antes de elegir a los Doce, ora en la Transfiguración, ora en Getsemaní, ora en la Cruz. Y en el Calvario, su oración alcanza su máxima expresión:

“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).

En esa frase se condensa todo el Evangelio. Jesús, el Hijo, revela el corazón del Padre: un amor que perdona incluso cuando es traicionado, un amor que no responde al odio con venganza, sino con misericordia.

El Padre Nuestro, entonces, no es una fórmula para repetir mecánicamente; es un camino de conversión. Cada palabra nos invita a entrar en la oración de Jesús, a mirar el mundo con sus ojos, a sentir con su corazón.

Cuando decimos “Padre, perdónanos…”, estamos dejando que el mismo perdón de Cristo sane nuestras relaciones, cure nuestras heridas, transforme nuestras enemistades en reconciliación.


4. En el marco del Año Jubilar: la oración que une cielo y tierra

El Jubileo 2025 nos invita a redescubrir la esperanza que brota de sabernos hijos de Dios. En medio de un mundo dividido por el odio, la violencia y el individualismo, el Padre Nuestro resuena como un antídoto contra la desesperanza.

En él encontramos un itinerario jubilar:

  • “Padre nuestro”: la fraternidad universal.
  • “Santificado sea tu Nombre”: la llamada a vivir con coherencia y santidad.
  • “Venga tu Reino”: el anhelo de justicia y paz.
  • “Danos hoy nuestro pan de cada día”: la solidaridad que comparte.
  • “Perdona nuestras ofensas”: la reconciliación que sana.
  • “No nos dejes caer en la tentación”: la fuerza de la esperanza.

Cada verso del Padre Nuestro es un paso hacia la comunión con el Padre y con los hermanos. Jesús nos enseña que la oración no nos aparta del mundo, sino que nos sumerge más profundamente en él, con la mirada compasiva de Dios.

Rezar el Padre Nuestro en clave jubilar es, pues, un acto de esperanza: proclamamos que el mal no tiene la última palabra, que la gracia vence, que la fraternidad es posible.


5. Intención orante por los enfermos: el rostro del Padre en el sufrimiento

Hoy elevamos nuestra oración por los enfermos, los ancianos, los que viven en soledad o en hospital. Ellos pronuncian el “Padre nuestro” con una fuerza especial, porque lo hacen desde el dolor, desde la cruz.

Jesús, que en la cruz llamó “Padre” al Dios que parecía callar, se hace solidario con cada enfermo. En sus heridas, el sufrimiento humano se vuelve oración redentora.

Cuando un enfermo dice “hágase tu voluntad”, el cielo se une con la tierra.
Cuando alguien postrado dice “danos hoy nuestro pan”, Cristo mismo multiplica su presencia en forma de consuelo, cercanía y amor fraterno.

Como comunidad jubilar, no podemos olvidar a los que sufren. Debemos acercarnos a ellos como hijos de un mismo Padre, hermanos en la fe, portadores de esperanza. Allí donde un enfermo reza en silencio, Dios está obrando su Reino.


6. Conclusión: orar como Jesús, vivir como hijos

El Padre Nuestro es “camino hacia la unidad del Padre y del Hijo” (cf. Jn 17).

En efecto, toda la vida de Jesús es una oración de unión con el Padre.
Y toda vida cristiana está llamada a ser prolongación de esa oración.

Cuando oramos el Padre Nuestro con sinceridad:

  • Nos unimos a la oración de Cristo.
  • Nos dejamos transformar por su Espíritu.
  • Nos convertimos en signos de comunión.

Decir “Padre nuestro” es confesar la esperanza. Es anunciar al mundo que no estamos solos, que somos amados, que Dios sigue siendo Padre, incluso en medio del dolor y de la enfermedad.


🕊️ Oración final

Padre de bondad y misericordia,
Tú que escuchas la oración de los pequeños,
enséñanos a orar como Jesús,
con confianza, con ternura, con entrega.

Haznos hijos que aman y perdonan,
hermanos que se reconcilian y comparten.

Mira a nuestros hermanos enfermos:
sé Tú su fuerza, su paz, su esperanza.

En este Año Jubilar,
renueva en nosotros la alegría de ser tus hijos
y la dicha de llamarte “Padre nuestro”.

Amén.

 


3

 

Padre nuestro: la oración perfecta del corazón confiado

 

1. Introducción: “Señor, enséñanos a orar”

Hay momentos en los Evangelios que condensan la esencia de la vida cristiana. Uno de ellos es este: los discípulos contemplan a Jesús orando y, tocados por su manera de dirigirse al Padre, se atreven a decirle: “Señor, enséñanos a orar”.

No le piden que les enseñe a predicar o a obrar milagros, sino a orar. Porque intuyen que en la oración está la fuente de todo lo demás: el poder de amar, de servir, de perdonar, de esperar.

Y Jesús responde no con un discurso, sino con una oración. Les entrega el Padre Nuestro, la oración perfecta, la síntesis del Evangelio, la escuela del amor filial.

San Andrés Bessette decía: “Cuando dices el Padre Nuestro, el oído de Dios está junto a tus labios.”

Y Santa Teresa de Ávila añadía: “Más se logra con una sola palabra del Padre Nuestro dicha desde el corazón, que con toda la oración recitada de prisa y sin atención.”

La oración de Jesús no es una fórmula: es un encuentro.


2. El atrevimiento santo de llamar a Dios “Padre”

Durante la misa, antes del Padre Nuestro, el sacerdote invita al pueblo con una expresión maravillosa:

“Fieles a la recomendación del Salvador y siguiendo su divina enseñanza, nos atrevemos a decir…”

Nos atrevemos a decir “Padre nuestro”. ¡Qué palabra tan audaz! No estamos repitiendo un título religioso, sino proclamando una verdad de amor. Dios no es un juez distante ni un poder anónimo: es Padre.
Y cada cristiano puede decir “Padre mío” no por mérito propio, sino porque el Hijo, Jesús, nos lo enseñó.

Esa es la osadía de los santos, la confianza de los pequeños, la ternura del que se sabe amado. Un hijo no teme al padre cuando sabe que el padre lo ama, incluso cuando ha fallado.
Así debe comenzar toda oración: desde la certeza de ser amados incondicionalmente.

San Pablo lo dirá con fuerza:

“Ustedes han recibido un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace clamar: ¡Abbá, Padre!” (Rm 8,15).

Llamar a Dios “Padre” es creer en la esperanza, incluso cuando el mundo parece derrumbarse. Es afirmar que no estamos solos, que hay una Presencia que nos sostiene, perdona y acompaña.


3. El Padre Nuestro: mapa del corazón de Dios

Jesús nos entrega en esta oración siete peticiones, siete perlas de sabiduría divina, siete pasos que trazan el camino de la vida cristiana:

1.    “Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre.”
Adorar es el primer movimiento del alma. Antes de pedir, reconocemos la santidad y la grandeza del Padre. Orar es levantar la mirada, no hacia un cielo lejano, sino hacia el corazón que nos ama desde siempre.

2.    “Venga tu Reino.”
Esta súplica jubilar nos compromete: el Reino no es un lugar futuro, sino una forma de vivir hoy según el Evangelio: con justicia, perdón y fraternidad. Es pedir que el amor de Dios transforme nuestras estructuras y corazones.

3.    “Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo.”
Aquí Jesús nos enseña la oración más difícil y más liberadora: la obediencia confiada. Es la misma oración que pronunció en Getsemaní: “Padre, no se haga mi voluntad, sino la tuya.” La fe madura aprende a confiar incluso cuando no comprende.

4.    “Danos hoy nuestro pan de cada día.”
Pan que significa alimento, pero también Eucaristía, esperanza, compañía. En el Jubileo, esta petición nos invita a ser solidarios: si pedimos pan, debemos compartirlo. El “nuestro” de esta oración exige justicia y caridad.

5.    “Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos.”
Aquí el Evangelio toca su punto más alto: el perdón recibido y ofrecido. No hay oración auténtica sin reconciliación. Decir el Padre Nuestro con rencor es como cerrar la puerta por dentro.

6.    “No nos dejes caer en la tentación.”
No pedimos una vida sin pruebas, sino la fuerza para no rendirnos. Es la súplica del discípulo que reconoce su fragilidad y confía en la fidelidad de Dios.

7.    “Y líbranos del mal.”
El mal existe, pero no tiene la última palabra. Cada vez que rezamos esta frase proclamamos la victoria pascual de Cristo. En medio de la oscuridad, el cristiano se aferra a esta certeza: “Jesús, en Ti confío.”


4. En el Año Jubilar: el Padre Nuestro como camino de esperanza

El Jubileo nos invita a redescubrir la esperanza como virtud activa. Y el Padre Nuestro es, sin duda, la oración jubilar por excelencia:

  • Nos enseña a mirar el cielo sin desentendernos de la tierra.
  • Nos convierte en hijos que confían, no en siervos que temen.
  • Nos impulsa a perdonar, a compartir, a esperar.

Cada palabra de esta oración es una semilla de esperanza sembrada en la vida del creyente.

Cuando la recitamos lentamente, con amor, algo se transforma en nosotros: se disuelve el miedo, renace la confianza, se enciende la luz interior.

El Padre Nuestro rezado desde el corazón es la respiración del alma del discípulo, la fuente de paz en la enfermedad, el refugio en la tribulación y el canto de los que peregrinan hacia la eternidad.


5. Intención orante por los enfermos: “El oído de Dios junto a tus labios”

San Andrés Bessette decía que al rezar el Padre Nuestro “el oído de Dios está junto a tus labios”.

¡Qué consuelo para quienes sufren enfermedad, soledad o angustia!
Dios no está lejos; se inclina, escucha, acompaña.

Cada enfermo que murmura esta oración se convierte en altar viviente. En sus labios, el “Padre nuestro” se hace plegaria redentora.
Quizás no puedan asistir al templo, pero su oración llega más alto que muchas palabras pronunciadas sin amor.
El Padre escucha con ternura a quien reza desde el dolor, porque su oración tiene la fuerza de Cristo crucificado.

Por eso, hoy oramos especialmente por todos los enfermos de nuestra comunidad. Que sientan el calor de la Iglesia que los ama, que descubran en cada palabra del Padre Nuestro una promesa: “No estás solo; tu Padre del cielo te cuida y te espera.”


6. Conclusión: orar despacio, amar profundo

Santa Teresa de Ávila recomendaba: “Más se logra con una sola palabra del Padre Nuestro dicha con amor que con toda la oración recitada de prisa.”

El reto de hoy es rezar con el corazón.

Detenernos, saborear cada palabra, dejar que el Espíritu Santo las grabe en nosotros.

Cuando oramos el Padre Nuestro con fe:

  • Recordamos que somos hijos amados.
  • Nos reconciliamos con los hermanos.
  • Nos llenamos de esperanza.
  • Y el Reino de Dios comienza a florecer en nosotros.

En este Año Jubilar, hagamos del Padre Nuestro nuestra oración diaria de renovación interior. Que sea la fuente de nuestra fe, la escuela de nuestra esperanza y la melodía de nuestra caridad.


🕊️ Oración final

Padre nuestro, Padre de misericordia,
enséñanos a orar como Jesús oró,
con confianza, con silencio, con amor.

Que cada palabra de tu oración
se convierta en vida en nuestros labios
y en consuelo para los que sufren.

Escucha, Señor, la súplica de los enfermos:
sé Tú su pan de cada día,
su fuerza en la debilidad,
su esperanza en la noche.

En este Año Jubilar,
haznos hijos agradecidos y hermanos generosos,
para que, rezando contigo,
el mundo descubra la belleza de decir
“Padre nuestro que estás en el cielo.”

Amén.

 

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