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El mundo trascendente-espiritual de Gabriel García Màrquez : A-Dios GABO (2)


Yo agregaría a los dos temas recurrentes en la literatura de GABO, el amor y el poder, según el decir de sus biógrafos y quienes dicen conocerlo más, el tema de Dios. El ser superior, el demiurgo griego, el creador bíblico fascina a nuestro hombre de letras cataqueno. Asi es necesario refutar lo que pretendió afirmar categóricamente Don  Darío Arizmendi en la radio caracol de Colombia,  el lunes pasado de madrugada: “Gabo no menciona a Dios en ninguna de sus obras”. 

La pobreza de mis padres en Barranquilla, por el contrario, era agotadora, pero me permitió la fortuna de hacer una relación excepcional con mi madre. Sentía por ella, más que el amor filial comprensible, una admiración pasmosa por su carácter de leona callada pero feroz frente a la adversidad, y por su relación con Dios, que no parecía de sumisión sino de combate. (En “Vivir para contarla”).

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Comprobó que la niña tenía un poco de fiebre, y aunque ésta se consideraba una enfermedad en sí misma y no un síntoma de otros males, no la pasó por alto. Le advirtió al atribulado señor que la niña no estaba a salvo de cualquier mal, pues el mordisco de un perro, con rabia o sin ella, no preservaba contra nada. Como siempre, el único recurso era esperar. El marqués le preguntó:
«¿Es lo último que puede decirme?» «La ciencia no me ha dado los medios para decirle nada más», le replicó el médico con la misma acidez. «Pero si no cree en mí le queda todavía un recurso: confíe en Dios».
El marqués no entendió.
«Hubiera jurado que usted era incrédulo», dijo.
El médico no se volvió siquiera a mirarlo:
«Qué más quisiera yo, señor».
El marqués no se confió a Dios, sino a todo el que le diera alguna esperanza.
«A veces atribuimos al demonio ciertas cosas que no entendemos, sin pensar que pueden ser cosas que no entendemos de Dios».
(En “Del Amor y Otros Demonios”)
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«Dios es muy grande».
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Con el padre Pieschacón, el rector, tuve algunas charlas casuales, y de ellas me quedó la certidumbre de que me veía como a un adulto, no sólo por los temas que se planteaban sino por sus explicaciones atrevidas. En mi vida fue decisivo para clarificar la concepción sobre el cielo y el infierno, que no lograba conciliar con los datos del catecismo por simples obstáculos geográficos.
Contra esos dogmas el rector me alivió con sus ideas audaces. El cielo era, sin más complicaciones teológicas, la presencia de Dios. El infierno, por supuesto, era lo contrario. Pero en dos ocasiones me confesó su problema de que «de todos modos en el infierno había fuego», pero no lograba explicarlo. Más por esas lecciones en los recreos que por las clases formales, terminé el año con el pecho acorazado de medallas.

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En los tranvías y orinales públicos había un letrero triste: «Si no le temes a Dios, témele a la sífilis».

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Se puede entrever que en su infancia y parte de su adolescencia, García Márquez sintió curiosidad, fascinación por las cosas religiosas propias del catolicismo: historia bíblica que según él mismo cuenta conoció solo por fragmentos leídos por terceros, pero no directamente. Ademàs antes que la Biblia se dejó arrobar más por “Las mil y una noches”, “Don Quijote” al que aprendió a querer luchando contra si mismo,  y el “Ulises” de Joyce al que considero fundamental en su vocación y carrera como escritor:

Jorge Álvaro Espinosa, un estudiante de derecho que me había enseñado a navegar en la Biblia y me hizo aprender de memoria los nombres completos de los contertulios de Job, me puso un día sobre la mesa un mamotretosobrecogedor, y sentenció con su autoridad de obispo:
—Esta es la otra Biblia.
Era, cómo no, el Ulises de James Joyce, que leí a pedazos y tropezones hasta que la paciencia no me dio para más. Fue una temeridad prematura. Años después, ya de adulto sumiso, me di a la tarea de releerlo en serio, y no sólo fue el descubrimiento de un mundo propio que nunca sospeché dentro de mí, sino además una ayuda técnica invaluable para la libertad del lenguaje, el manejo del tiempo y las estructuras de mis libros.

No se puede olvidar su paso por el colegio de Zipaquirà, regido por los jesuitas, donde la imagen que le dejaron  los sacerdotes fue de hombres solteros y tristes, pero sin embargo inteligentes:

Enseguida recobró su estilo propio y decidió que mi suerte estaba en aquel antiguo convento del siglo XVII, convertido en colegio de incrédulos en una villa soñolienta donde no había más distracciones que estudiar. El viejo claustro, en efecto, se mantenía impasible ante la eternidad. En su primera época tenía un letrero tallado en el pórtico de piedra: El principio de la sabiduría es el temor de Dios. Pero la divisa fue cambiada por el escudo de Colombia cuando el gobierno liberal del presidente Alfonso López Pumarejo nacionalizó la educación en 1936.

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En su infancia participó inclusive como monaguillo de la misa, pero ninguna trascendencia y fuerza arrobadora o inspiradora encontró en ella:

Empecé a ayudar la misa sin demasiada credulidad, pero con un rigor que tal vez me lo abonen como un ingrediente esencial de la fe. Debió ser por esas buenas virtudes que me llevaron a los seis años con el padre Angarita para iniciarme en los misterios de la primera comunión. Me cambió la vida. Empezaron a tratarme como a un adulto, y el sacristán mayor me enseñó a ayudar la misa. Mi único problema fue que no pude entender en qué momento debía tocar la campana, y la tocaba cuando se me ocurría por pura y simple inspiración. A la tercera vez, el padre se volvió hacia mí y me ordenó de un modo áspero que no la tocara más. La parte buena del oficio era cuando el otro monaguillo, el sacristán y yo nos quedábamos solos para poner orden en la sacristía y nos comíamos las hostias sobrantes con un vaso de vino.
La víspera de la primera comunión el padre me confesó sin preámbulos, sentado como un Papa de verdad en la poltrona tronal, y yo arrodillado frente a él en un cojín de peluche. Mi conciencia del bien y del mal era bastante simple, pero el padre me asistió con un diccionario de pecados para que yo contestara cuáles había cometido y cuáles no. Creo que contesté bien hasta que me preguntó si no había hecho cosas inmundas con animales. Tenía la noción confusa de que algunos mayores cometían con las burras algún pecado que nunca había entendido, pero sólo aquella noche aprendí que también era posible con las gallinas. De ese modo, mi primer paso para la primera comunión fue otro tranco grande en la pérdida de la inocencia, y no encontré ningún estímulo para seguir de monaguillo.

(Continuará...) 

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