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MENSAJE DE SU SANTIDAD PAPA FRANCISCO PARA LA LIX JORNADA MUNDIAL DE LAS COMUNICACIONES SOCIALES


MENSAJE DE SU SANTIDAD PAPA FRANCISCO
PARA LA LIX JORNADA MUNDIAL DE LAS COMUNICACIONES SOCIALES

Compartan con mansedumbre la esperanza que hay en sus corazones 

(cf. 1 P 3,15-16)


Queridos hermanos y hermanas:

En nuestro tiempo, marcado por la desinformación y la polarización, donde pocos centros de poder controlan un volumen de datos e informaciones sin precedentes, me dirijo a ustedes convencido de cuán necesario —hoy más que nunca— sea su trabajo como periodistas y comunicadores. Su valiente compromiso es indispensable para poner en el centro de la comunicación la responsabilidad personal y colectiva hacia el prójimo.

Pensando en el Jubileo que celebramos este año como un período de gracia en un tiempo tan turbulento, quisiera con este Mensaje invitarlos a ser comunicadores de esperanza, comenzando por una renovación de su trabajo y misión según el espíritu del Evangelio.

Desarmar la comunicación

Hoy en día, con mucha frecuencia la comunicación no genera esperanza, sino miedo y desesperación, prejuicio y rencor, fanatismo e incluso odio. Muchas veces se simplifica la realidad para suscitar reacciones instintivas; se usa la palabra como un puñal; se utiliza incluso informaciones falsas o deformadas hábilmente para lanzar mensajes destinados a incitar los ánimos, a provocar, a herir. Ya he afirmado en varias ocasiones la necesidad de “desarmar” la comunicación, de purificarla de la agresividad. Reducir la realidad a un slogan nunca produce buenos frutos. Todos vemos cómo —desde los programas de entrevistas hasta las guerras verbales en las redes sociales— amenaza con prevalecer el paradigma de la competencia, de la contraposición, de la voluntad de dominio y posesión, de manipulación de la opinión pública.

Existe también otro fenómeno preocupante, que podríamos definir como la “dispersión programada de la atención” a través de los sistemas digitales, que, al perfilarnos según las lógicas del mercado, modifican nuestra percepción de la realidad. De esa manera asistimos, a menudo impotentes, a una especie de atomización de los intereses, y esto termina minando las bases de nuestro ser comunidad, la capacidad de trabajar juntos por el bien común, de escucharnos, de comprender las razones del otro. Parece entonces que identificar un “enemigo” contra el cual lanzarse verbalmente sea indispensable para autoafirmarse. Y cuando el otro se convierte en “enemigo”, cuando su rostro y su dignidad se oscurecen para humillarlo y burlarse de él, también se pierde la posibilidad de generar esperanza. Como nos ha enseñado don Tonino Bello, todos los conflictos “encuentran su raíz en la disolución de los rostros” [1]. No podemos rendirnos ante esta lógica.

Esperar, en realidad, no es fácil en absoluto. Decía Georges Bernanos que «sólo esperan los que han tenido el valor de desesperar de las ilusiones y de las mentiras en las que encontraban una seguridad que tomaban falsamente por esperanza. […] La esperanza es un riesgo que correr. Incluso es el riesgo de los riesgos» [2]. La esperanza es una virtud escondida, constante y paciente. Sin embargo, para los cristianos la esperanza no es una elección opcional, sino una condición imprescindible. Como recordaba Benedicto XVI en la Encíclica Spe salvi, la esperanza no es optimismo pasivo sino, por el contrario, una virtud “performativa”, es decir, capaz de cambiar la vida: «Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva» (n. 2).

Dar razón con mansedumbre de la esperanza que hay en nosotros

En la Primera carta de Pedro (cf. 3,15-16) encontramos una síntesis admirable donde la esperanza se pone en relación con el testimonio y con la comunicación cristiana: «Glorifiquen en sus corazones a Cristo, el Señor. Estén siempre dispuestos a defenderse delante de cualquiera que les pida razón de la esperanza que ustedes tienen. Pero háganlo con delicadeza y respeto». Quisiera detenerme en tres mensajes que podemos deducir de estas palabras.

«Glorifiquen en sus corazones a Cristo, el Señor»: la esperanza de los cristianos tiene un rostro, el rostro del Señor resucitado. Su promesa de estar siempre con nosotros a través del don del Espíritu Santo nos permite esperar contra toda esperanza y ver los rastros del bien escondidos, incluso cuando todo parece perdido.

El segundo mensaje nos pide que estemos preparados para dar razón de la esperanza que hay en nosotros. Es interesante observar que el Apóstol invita a dar cuenta de la esperanza a «cualquiera que les pida razón». Los cristianos, ante todo, no son aquellos que “hablan” de Dios, sino aquellos que reflejan la belleza de su amor, una forma nueva de vivir todas las cosas. Es el amor vivido el que suscita la pregunta y exige la respuesta: ¿por qué viven así?, ¿por qué son así?

En la expresión de san Pedro encontramos, finalmente, un tercer mensaje: que la respuesta a esta pregunta sea dada «con delicadeza y respeto». La comunicación de los cristianos —pero también diría que la comunicación en general— debería estar entretejida de mansedumbre, de proximidad, al estilo de los compañeros de camino, siguiendo al mayor Comunicador de todos los tiempos, Jesús de Nazaret, que a lo largo del trayecto dialogaba con los dos discípulos de Emaús haciendo arder sus corazones por el modo en el que interpretaba los acontecimientos a la luz de las Escrituras.

Por eso, sueño con una comunicación que sepa hacernos compañeros de camino de tantos hermanos y hermanas nuestros, para reavivar en ellos la esperanza en un tiempo tan atribulado. Una comunicación que sea capaz de hablar al corazón, no de suscitar reacciones pasionales de aislamiento y de rabia, sino actitudes de apertura y amistad; capaz de apostar por la belleza y la esperanza aun en las situaciones aparentemente más desesperadas; capaz de generar compromiso, empatía, interés por los demás. Una comunicación que nos ayude a «reconocer la dignidad de cada ser humano y [a] cuidar juntos nuestra casa común» (Carta enc. Dilexit nos, 217).

Sueño con una comunicación que no venda ilusiones o temores, sino que sea capaz de dar razones para esperar. Martin Luther King dijo: «Si puedo ayudar a alguien al pasar, si puedo alegrar a alguien con una palabra o una canción, […] entonces mi vida no habrá sido en vano» [3]. Para hacer esto debemos sanar de las “enfermedades” del protagonismo y de la autorreferencialidad, evitar el riesgo de discursos inútiles. Lo que logra el buen comunicador es que quien escucha, lee o mira pueda participar, pueda sentirse incluido, pueda encontrar la mejor parte de sí mismo y entrar con estas actitudes en las historias narradas. Comunicar de esa manera ayuda a convertirse en “peregrinos de esperanza”, como dice el lema del Jubileo.

Esperar juntos

La esperanza es siempre un proyecto comunitario. Pensemos por un momento en la grandeza del mensaje de este año de gracia: todos estamos invitados —¡realmente todos!— a recomenzar, a permitirle a Dios que nos levante, a dejar que nos abrace y nos inunde de misericordia. En todo esto se entrelazan la dimensión personal y la comunitaria: emprendemos un viaje juntos, peregrinamos junto con muchos hermanos y hermanas, cruzamos juntos la Puerta Santa.

El Jubileo tiene muchas implicaciones sociales. Pensemos, por ejemplo, en el mensaje de misericordia y esperanza para los que viven en las cárceles, o en la llamada a la cercanía y a la ternura hacia los que sufren y están marginados. El Jubileo nos recuerda que cuantos trabajan por la paz «serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9). Así nos abre a la esperanza, nos indica la exigencia de una comunicación atenta, tranquila, reflexiva, capaz de indicar caminos de diálogo. Los animo, por tanto, a descubrir y a contar las numerosas historias de bien escondidas entre los pliegues de la crónica; a imitar a los buscadores de oro, que tamizan incansablemente la arena en busca de la minúscula pepita. Es hermoso encontrar estas semillas de esperanza y darlas a conocer. Ayuda al mundo a ser un poco menos sordo al grito de los últimos, un poco menos indiferente, un poco menos cerrado. Sepan encontrar siempre los destellos de bien que nos permiten esperar. Esta comunicación puede contribuir a entretejer la comunión, a hacernos sentir menos solos, a descubrir la importancia de caminar juntos.

No olvidar el corazón

Queridos hermanos y hermanas, ante las vertiginosas conquistas de la técnica, los invito a cuidar sus corazones, es decir, la vida interior.  ¿Qué significa esto? Les dejo algunas pistas.

Ser mansos y no olvidar nunca el rostro del otro; hablar al corazón de las mujeres y los hombres a cuyo servicio está dirigido su trabajo.

No permitir que las reacciones instintivas guíen la comunicación. Sembrar esperanza siempre, aun cuando sea difícil, aun cuando cueste, aun cuando parezca no dar fruto.

Intentar practicar una comunicación que sepa sanar las heridas de nuestra humanidad.

Dar espacio a la confianza del corazón que, como una flor frágil pero resistente, no sucumbe ante las inclemencias de la vida sino que florece y crece en los lugares más impensados: en la esperanza de las madres que rezan cada día para ver a sus hijos regresar de las trincheras de un conflicto; en la esperanza de los padres que migran entre mil riesgos y peripecias en busca de un futuro mejor; en la esperanza de los niños que logran jugar, sonreír y creer en la vida incluso entre los escombros de las guerras y en las calles pobres de las favelas.

Ser testigos y promotores de una comunicación no hostil, que difunda una cultura del cuidado, que construya puentes y atraviese los muros visibles e invisibles de nuestro tiempo.

Contar historias llenas de esperanza, teniendo en cuenta nuestro destino común y escribiendo juntos la historia de nuestro futuro.

Todo esto pueden y podemos hacerlo con la gracia de Dios, que el Jubileo nos ayuda a recibir en abundancia. Rezo por esto y los bendigo a cada uno de ustedes y a su trabajo.

 

Roma, San Juan de Letrán, 24 de enero de 2025, memoria de san Francisco de Sales.
 

FRANCISCO

________________

[1] Cf. « La pace come ricerca del volto», en Omelie e scritti quaresimali, Molfetta 1994, 317.

[2] Georges Bernanos, La libertad, ¿para qué ?, Madrid 1989, 91-92.

[3] Sermón “ The Drum Major Instinct” (4 febrero 1968).

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