miércoles, 22 de octubre de 2025

23 de octubre del 2025: jueves de la vigesimonovena semana del tiempo ordinario-I- San Juan de Capistrano

 

Santo del día:

San Juan de Capistrano

1386-1456. Exgobernador de Perugia, se hizo franciscano a los 30 años. Viajó por toda Europa como predicador y legado papal, buscando la reconciliación de los pueblos divididos.

 

 

Fricciones inevitables

(Lucas 12, 49-53) «No he venido a traer la paz sobre la tierra, sino la división.»
¿Será entonces nuestro Dios un Dios de discordia y de conflicto? ¿Es eso el Evangelio de Cristo?
Por difíciles que sean estas palabras, quizá correspondan a situaciones que conocemos bien en nuestras familias o comunidades: aquello que debería unir, provoca división.
Estas fricciones tan humanas tienen algo de inevitable, pero sabemos que jamás tendrán la última palabra.

Bertrand Lesoing, prêtre de la communauté Saint-Martin

 


Primera lectura

Rom 6, 19-23

Ahora están liberados del pecado y hechos esclavos de Dios

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos.

HERMANOS:
Hablo al modo humano, adaptándome a la debilidad natural de ustedes: lo mismo que antes ustedes ofrecieron sus miembros a la impureza y a la maldad, como esclavos suyos, para que obrasen la maldad, ofrezcan ahora sus miembros a la justicia, como esclavos suyos, para su santificación.
Pues cuando eran esclavos del pecado, eran libres en lo que toca a la justicia. ¿Y qué fruto obtenían entonces? Cosas de las que ahora ustedes se avergüenzan, porque conducen a la muerte.
Ahora, en cambio, liberados del pecado y hechos esclavos de Dios, dan frutos para la santidad que conducen a la vida eterna.
Porque la paga del pecado es la muerte, mientras que el don de Dios es la vida eterna en Cristo Jesús, Señor nuestro.

Palabra de Dios.

 

Salmo

Sal 1, 1-2. 3. 4 y 6 (R.: Sal 39, 5ab)

R. Dichoso el hombre que ha puesto
su confianza en el Señor.


V. Dichoso el hombre
que no sigue el consejo de los impíos,
ni entra por la senda de los pecadores,
ni se sienta en la reunión de los cínicos;
sino que su gozo es la ley del Señor,
y medita su ley día y noche. 
R.

V. Será como un árbol
plantado al borde de la acequia:
da fruto a su tiempo
y no se marchitan sus hojas;
y cuanto emprende tiene buen fin. 
R.

V. No así los impíos, no así;
serán paja que arrebata el viento.
Porque el Señor protege el camino de los justos,
pero el camino de los impíos acaba mal. 
R.

 

Aclamación

R. Aleluya, aleluya, aleluya.
V. Por él lo perdí todo, y todo lo considero basura con tal de ganar a Cristo y ser hallado en él. R.

 

Evangelio

Lc 12, 49-53

No he venido a traer paz, sino división

Lectura del santo Evangelio según san Lucas.

EN aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo! Con un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y qué angustia sufro hasta que se cumpla!
¿Piensan que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división.
Desde ahora estarán divididos cinco en una casa: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra su nuera y la nuera contra la suegra».

Palabra del Señor.

 

 

1

 

1. Introducción: Un fuego que no destruye, sino que transforma


He venido a traer fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo! (Lc 12,49).
Con esta exclamación, Jesús deja entrever la pasión ardiente de su corazón. No habla del fuego destructor de las guerras o del odio, sino del fuego purificador y vivificante del Espíritu Santo. El fuego que ilumina sin quemar, que purifica sin aniquilar, que transforma sin destruir.

Ese fuego es la presencia viva de Dios que quiere encender el mundo con su amor, su verdad y su justicia. Y es también el fuego del Evangelio, esa palabra que no nos deja indiferentes, que sacude la comodidad, que invita a la conversión y pone en marcha el corazón creyente.

En este tiempo jubilar, cuando la Iglesia nos invita a ser peregrinos de la esperanza, Jesús vuelve a recordarnos que la fe no puede vivirse apagada, fría o indiferente: debe ser una llama que alumbre la oscuridad del mundo.


2. El fuego del Evangelio: palabra que calienta y transforma

San Lucas usa el símbolo del fuego como signo del Espíritu de Dios. Recordemos Pentecostés: “se les aparecieron lenguas como de fuego” (Hch 2,3). Ese fuego descendió sobre los apóstoles para impulsarlos a salir de su encierro y anunciar con valentía la Buena Nueva.

Ese mismo fuego sigue encendiendo hoy la vida de los creyentes. No es un fuego físico, sino espiritual. Es el ardor de la fe que empuja a amar, perdonar, servir, evangelizar. Por eso Jesús añade:

“¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división.”
No porque el Evangelio promueva la discordia, sino porque obliga a tomar partido. Quien sigue a Cristo no puede permanecer neutral: debe elegir entre la luz y las tinieblas, entre la verdad y la mentira, entre el amor y el egoísmo.

La fe no es un adorno decorativo: es fuego que purifica el alma, que rompe los apegos y que enciende en nosotros el deseo de santidad.


3. San Pablo: del pecado a la justicia

La primera lectura (Rom 6,19-23) nos recuerda que la vida cristiana es un paso de la esclavitud del pecado a la libertad del amor. San Pablo dice con claridad:

“Ahora que habéis sido liberados del pecado y os habéis hecho siervos de Dios, tenéis como fruto la santificación y como fin la vida eterna.”

Este paso es obra del fuego interior del Espíritu, que consume en nosotros el egoísmo, el orgullo y la indiferencia, para hacer florecer la justicia y la misericordia.
Cada vez que elegimos amar en vez de odiar, servir en lugar de dominar, perdonar en vez de guardar rencor, el fuego de Cristo arde en nosotros.

El fuego de Jesús no es cómodo, porque nos pide dejar lo viejo, pero es el único que nos hace nuevos. No hay resurrección sin cruz, ni alegría verdadera sin purificación interior.


4. El fuego misionero del amor

En este mes del Rosario y de las Misiones, el Evangelio nos invita a encender ese fuego en nuestro entorno.
El mundo actual tiene frío espiritual: se enfría el amor, se apaga la fe, se debilita la esperanza. Jesús nos necesita como pequeñas llamas en medio de tanta oscuridad.

El Papa Francisco nos recuerda:

“Ser misionero no es hacer muchas cosas, sino dejar que el fuego del amor de Dios te consuma y te impulse a salir de ti mismo.”

Cada cristiano es una chispa de ese fuego divino: el padre o la madre que educa con ternura, el maestro que enseña con paciencia, el joven que defiende la verdad, el sacerdote que sirve con alegría, el enfermo que ofrece su dolor con fe…
Todos podemos ser misioneros de esperanza, encendiendo con gestos sencillos el amor de Dios en quienes nos rodean.


5. María: la llama que no se apaga

María, la Virgen del Rosario, es la mujer que más se dejó arder por el fuego del Espíritu.
Su “sí” permitió que la llama divina se encarnara en el mundo.
Cuando contemplamos los misterios del Rosario, recordamos ese fuego de amor que fue transformando su vida: en la Anunciación, en el Calvario, en Pentecostés.

Rezar el Rosario no es repetir palabras vacías, sino avivar el fuego interior de la fe. Cada Ave María es como soplar suavemente sobre la llama que amenaza apagarse. Por eso, quien reza el Rosario con fe, no solo se llena de paz, sino que se vuelve testigo del amor ardiente de Dios.


6. Aplicación pastoral y conclusión

Jesús vino a traer fuego a la tierra, y ese fuego arde hoy en cada Eucaristía, en cada Palabra proclamada, en cada corazón que cree.
El problema no es que falte fuego; el problema es que muchos no quieren arder.
El cristiano tibio teme al calor del Espíritu porque sabe que lo cambiará, que lo sacará de su zona de confort.

Pero Cristo no busca espectadores: busca corazones encendidos.
No pide que seamos brasas apagadas, sino antorchas de esperanza.
Y en este Año Jubilar, Él quiere encender en nosotros el fuego de la misericordia, de la alegría y de la comunión fraterna.


Oración final

Señor Jesús, fuego vivo del Padre,
enciende en nosotros la llama de tu amor.
Purifica nuestros corazones,
transforma nuestras indiferencias en pasión misionera,
y haz de tu Iglesia una hoguera de esperanza.

Virgen del Rosario, Madre y estrella de la evangelización,
intercede por nosotros,
para que el fuego del Espíritu Santo arda siempre en nuestras familias,
en nuestras comunidades y en nuestros corazones.

Amén.

 

 

2

 

1. Introducción: Un Evangelio que incomoda

Jesús pronuncia hoy unas palabras que sorprenden y hasta escandalizan:

“¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división.” (Lc 12,51)

¿Cómo puede decir esto el Príncipe de la Paz? ¿No cantaron los ángeles en Belén “Gloria a Dios y paz en la tierra”?
A primera vista parece una contradicción, pero no lo es. Jesús no habla de una paz superficial o aparente, sino de la paz verdadera que nace de la conversión y de la verdad. Y cuando alguien se compromete con la verdad, con la justicia y con la fe, inevitablemente surgen tensiones.

El Evangelio no divide por sí mismo, pero su verdad desenmascara las mentiras, y eso provoca resistencia. Así, la Palabra de Cristo puede causar fricciones, no porque destruya la paz, sino porque obliga a tomar posición.

 

2. El fuego y la división: dos rostros de la misma misión

El contexto del Evangelio de hoy es claro: Jesús acaba de decir “He venido a traer fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo!” (Lc 12,49).
Ese fuego es el Espíritu de Dios que purifica, renueva y enciende la fe. Pero donde el fuego de Dios se enciende, el mal se rebela. Por eso, el resultado no es una paz falsa, sino una purificación dolorosa.

Jesús anuncia que incluso dentro de las familias puede haber divisiones: padres e hijos, hermanos y hermanas enfrentados por causa del Evangelio. Lo sabemos bien: cuando alguien decide vivir su fe con coherencia, a veces es incomprendido, criticado o rechazado.

La fe auténtica no busca agradar a todos, sino agradar a Dios.
Y esa fidelidad a veces cuesta lágrimas y soledad. Sin embargo, el discípulo sabe que la última palabra no la tiene el conflicto, sino el amor.


3. San Pablo: de la esclavitud del pecado a la libertad de la gracia

La primera lectura de Romanos (6,19-23) nos ayuda a entender el sentido profundo de esta “división”.
Pablo nos dice que antes éramos esclavos del pecado, pero ahora somos libres para servir a Dios. Esa libertad no es abstracta: implica una ruptura interior.
Convertirse a Cristo siempre supone una separación del pasado, un cambio radical de mentalidad y de estilo de vida.

Esta ruptura interior, aunque necesaria, puede generar tensiones con quienes no entienden ese cambio. Así se cumplen las palabras de Jesús: el Evangelio divide, no porque odie, sino porque purifica y separa la luz de las tinieblas.

La división de la que habla Cristo no destruye el amor, sino que lo depura: separa el amor verdadero de las falsas apariencias, la fe genuina de la religiosidad vacía, la esperanza viva del conformismo.


4. Fricciones inevitables, pero no definitivas

Alguien lo decía con acierto: “Lo que debería unir, a veces provoca división.”
Es una experiencia humana y dolorosa: en la familia, en la comunidad, incluso en la Iglesia, el mismo Evangelio puede generar fricciones.

Sin embargo, esas fricciones son inevitables, pero no eternas.
Nunca tendrán la última palabra.
Porque el fuego del amor de Cristo, aunque al principio queme, finalmente ilumina y sana.

La cruz misma fue una división: separó a los que se burlaban de Jesús de los que lo amaban. Pero al tercer día, la Resurrección reconcilió todas las cosas en Él.
Así también, nuestras pequeñas divisiones, cuando se viven con fe y humildad, pueden ser caminos de purificación y de reconciliación futura.


5. María y el Rosario: la paz que nace del corazón encendido

En este mes del Rosario, María nos enseña el secreto de una paz verdadera: no evitar el conflicto, sino atravesarlo con amor.
Ella vivió las fricciones en su propia carne: incomprensiones, huida a Egipto, pérdida del Niño en el Templo, dolor al pie de la Cruz. Pero nunca perdió la paz interior, porque su corazón ardía en fe y esperanza.

Rezar el Rosario es, de alguna manera, sumergirse en esa paz que arde sin apagarse.
Es contemplar, misterio tras misterio, cómo el fuego del amor de Dios vence toda división.
Por eso, cada Ave María es una chispa de unidad, una llama de fe que vence la oscuridad del desánimo.


6. Aplicación pastoral: vivir el fuego sin miedo

Queridos hermanos, seguir a Cristo no siempre nos hará populares ni comprendidos.
A veces, la fidelidad a su Palabra puede traer críticas o rechazos. Pero no debemos temer.
El Evangelio no busca dividir, sino purificar.
Y la purificación, aunque duela, prepara el terreno para la verdadera comunión.

En este Año Jubilar, se nos invita a ser peregrinos de la esperanza: hombres y mujeres que caminan en medio de las tensiones sin perder la fe, que buscan la unidad sin renunciar a la verdad.

La misión del cristiano no es evitar el fuego, sino mantenerlo vivo con amor, humildad y esperanza.
Seremos luz para otros si permitimos que ese fuego arda primero en nosotros.


7. Oración final

Señor Jesús,
fuego que purifica y amor que reconcilia,
enséñanos a no temer las fricciones de la fe.

Cuando tu Palabra nos sacuda,
cuando la fidelidad nos cueste lágrimas,
cuando la verdad nos separe de algunos,
que no perdamos la esperanza ni el amor.

Que tu Espíritu nos dé la paz que nace del Evangelio,
esa paz que no es ausencia de conflicto,
sino plenitud de amor en medio de las pruebas.

Virgen del Rosario, Madre de la unidad,
enséñanos a orar, a perdonar y a mantener encendido
el fuego de la fe y de la misión.

Amén.


3

 

1. Introducción: El fuego que purifica y transforma

Jesús exclama con fuerza:

“He venido a traer fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo!” (Lc 12,49).

Estas palabras, que pueden sonar amenazantes, en realidad revelan la pasión ardiente del Corazón de Cristo. Él no habla del fuego destructor, sino del fuego del amor divino, del Espíritu que purifica y transforma, que quema el pecado y enciende la esperanza.
En el marco del Año Jubilar, este fuego es símbolo de la misericordia que renueva y del amor que no se apaga. Jesús desea que este fuego arda ya, que consuma el mal y haga surgir en nosotros la santidad.


2. El fuego de la misericordia: un proceso de purificación interior

El Evangelio no presenta a un Jesús sereno y distante, sino a un Señor ansioso de cumplir su misión redentora:

“Hay un bautismo con el que tengo que ser bautizado, ¡y qué angustia siento hasta que se cumpla!” (Lc 12,50).

Ese “bautismo” es su pasión, el paso doloroso por la cruz para encender en el mundo la llama del amor salvador.
Y ese fuego no solo arde en el Calvario, sino que se prolonga en cada alma dispuesta a dejarse transformar.

Como enseña San Juan de la Cruz, el alma es como un tronco de leña que el fuego del Espíritu va consumiendo lentamente. Al principio, la leña cruje, se resiste, las impurezas (la savia, la humedad) se oponen a la combustión. Pero poco a poco, la madera se convierte en fuego; ya no se distingue entre ambas: la madera y el fuego son uno solo.

Así también el alma que se deja abrazar por el fuego del amor divino: primero sufre el proceso doloroso de la purificación, pero después resplandece y se vuelve luz.
El amor de Dios no destruye: purifica hasta que todo en nosotros sea amor.


3. La purificación como camino a la unión con Dios

El fuego de Cristo actúa como el horno donde se purifica el oro.
Cuando el oro se funde, las impurezas suben a la superficie y pueden ser retiradas.
Del mismo modo, el Espíritu Santo calienta el corazón para que todo lo que es falso, superficial o egoísta salga a la luz y sea eliminado.

A veces evitamos este fuego, porque no queremos que nuestras sombras sean reveladas. Pero sin ese proceso, no hay transformación real.
El fuego del amor de Dios no es cómodo, pero es necesario para la santidad.

Y esto, en el contexto del Jubileo, tiene un valor profundo: el Año Santo es un tiempo de purificación interior, de paso del pecado a la gracia, del egoísmo a la comunión, de la tibieza a la pasión del Espíritu.


4. Mediocridad o fuego: la elección del discípulo

Jesús no desea discípulos tibios ni corazones apagados.
Alguien lo expresaba con claridad: “A menudo nos conformamos con una vida mediocre: rezamos, vamos a misa y tratamos de ser buenos… pero el Señor quiere más.”

Él quiere un corazón abrasado de amor, no una fe rutinaria.
El cristiano mediocre mantiene encendida una pequeña chispa, pero no permite que el fuego se propague.
Y sin fuego no hay misión, no hay alegría, no hay testimonio.

Este mensaje es urgente para la Iglesia de hoy: o dejamos que el Espíritu nos incendie o nos apagamos lentamente en la indiferencia.
El fuego de Cristo no solo purifica; también impulsa, mueve, transforma.
Un corazón en llamas por Dios se vuelve misionero, solidario, valiente, alegre.
La tibieza, en cambio, paraliza, apaga y adormece la fe.


5. El fuego que se vuelve misión

Cuando el alma se deja consumir por el amor de Cristo, comienza a irradiar su calor.
El mundo tiene frío: hay corazones helados por la indiferencia, familias rotas por la falta de perdón, comunidades adormecidas por la rutina.
El cristiano encendido se vuelve hoguera de esperanza: calienta, ilumina, y atrae a otros hacia la luz.

Por eso, en este mes del Rosario y de las Misiones, el Evangelio nos invita a ser portadores del fuego de Cristo.
María fue la primera que se dejó encender por el Espíritu. En Pentecostés estaba junto a los Apóstoles, cuando descendió el fuego sobre ellos.
Rezar el Rosario con fe es mantener viva esa llama interior, es soplar cada día para que el fuego no se apague.

El misionero no lleva discursos vacíos: lleva fuego.
Y solo puede encender a otros quien arde primero.


6. Aplicación pastoral: dejarse consumir por el amor

Hoy Jesús repite: “He venido a traer fuego a la tierra.”
Ese fuego es su misericordia, su Espíritu, su amor redentor.
No tengamos miedo de que nos consuma.
Dejemos que arda nuestro orgullo, nuestra vanidad, nuestras heridas.
De las cenizas del egoísmo nacerá una vida nueva.

El Jubileo nos llama a encender nuevamente la fe en nuestras parroquias, en nuestras familias y en nuestro interior.
El mundo no necesita más palabras vacías, sino testigos encendidos, hombres y mujeres que vivan su fe con pasión, ternura y esperanza.

Pidamos a Jesús que haga de nosotros maderas que ardan sin consumirse, como la zarza del Horeb, para que otros puedan ver el resplandor de su presencia en nosotros.


7. Oración final

Señor Jesús, fuego de amor del Padre,
enciende en mí la llama de tu misericordia.
Purifica mi corazón de todo lo que me aleja de Ti.

Que tu Espíritu consuma mis miedos y mis tibiezas,
y me transforme en testigo ardiente de tu Evangelio.

Que mi vida sea una llama viva
que ilumine a los tristes, caliente a los fríos,
y encienda la fe en los corazones apagados.

Virgen María, Reina del Rosario y Estrella de la Evangelización,
acompáñanos para que, como Tú,
seamos portadores del fuego del Espíritu
y misioneros de esperanza en el mundo.

Amén.

 

 

🕊23 de octubre:

San Juan de Capistrano, Presbítero — Memoria libre

1386–1456
Patrono de los capellanes militares, jueces, juristas y abogados
Canonizado por el Papa Alejandro VIII el 16 de octubre de 1690.



📜 Cita de San Juan de Capistrano

“Quienes son llamados a la mesa del Señor deben resplandecer con el brillo que proviene del buen ejemplo de una vida intachable y digna de alabanza.
Deben eliminar completamente de sus vidas la suciedad y la impureza del vicio.
Su vida recta debe hacerlos como la sal de la tierra, tanto para sí mismos como para el resto de la humanidad.
El resplandor de su sabiduría debe hacerlos como la luz del mundo, que ilumina a los demás.

Deben aprender de su eminente Maestro, Jesucristo, lo que Él declaró no solo a sus apóstoles y discípulos, sino también a todos los sacerdotes y clérigos que habrían de sucederlos, cuando dijo:
‘Ustedes son la sal de la tierra… ustedes son la luz del mundo.’

Por el brillo de su santidad deben traer luz y serenidad a todos los que los contemplen.
Han sido puestos aquí para cuidar de los demás.
Sus propias vidas deben ser ejemplo para los demás, mostrando cómo se debe vivir en la casa del Señor.”

(Del tratado “Espejo del clero”, de San Juan de Capistrano)


Reflexión

Juan nació en Capistrano, en el Reino de Nápoles (actual Italia). Provenía de una familia noble y acomodada. Cuando era niño, su padre murió y su madre se encargó personalmente de su educación en casa. Más tarde lo envió a Perugia, donde estudió Derecho civil y canónico bajo la guía de un destacado jurista.

Juan se distinguió por su inteligencia y disciplina. En 1412, cuando tenía unos 26 años, el rey Ladislao de Nápoles lo nombró gobernador de Perugia. Además, un noble poderoso le dio en matrimonio a su hija, junto con una dote considerable, convirtiendo a Juan en un hombre de gran riqueza e influencia.

Sin embargo, en aquel tiempo Italia estaba marcada por constantes conflictos entre familias poderosas y guerras entre ciudades y pequeños reinos. Como gobernador, Juan trató de erradicar la corrupción, pero se encontró con una fuerte oposición. Hacia 1416, la influyente familia Malatesta, junto con otros aliados en Perugia, se rebeló contra el rey Ladislao y su autoridad. Cuando Juan intentó mediar la paz, fue apresado por los Malatesta.

Paradójicamente, aquella prisión resultó ser la mayor gracia de su vida. Encadenado y mal alimentado, Juan esperaba ser liberado por el rey, pero fue abandonado.
En medio del sufrimiento, comenzó a reflexionar sobre su alma y su destino. Comprendió que las riquezas y los honores del mundo eran efímeros, y que solo los bienes espirituales tenían valor eterno.

La tradición cuenta que durante su encarcelamiento tuvo una visión de San Francisco de Asís, quien lo exhortó a entrar en la Orden Franciscana.

Algunas fuentes indican que su joven esposa murió mientras él estaba en prisión; otras, que el matrimonio, al no haberse consumado, fue disuelto. En cualquier caso, Juan vendió todas sus propiedades para pagar su rescate y el 4 de octubre de 1416 —fiesta de San Francisco— ingresó en la Orden de los Frailes Menores.


🔹 La conversión y las pruebas del noviciado

El superior franciscano, dudando de la autenticidad de su vocación por su vida anterior tan mundana, lo puso a prueba rigurosamente.
Una de las pruebas más humillantes consistió en obligarlo a recorrer el pueblo montado al revés sobre un burro, vestido con harapos y con una gorra en la cabeza que exhibía en grandes letras sus pecados.
Juan aceptó esta humillación con alegría, demostrando así su humildad y su decisión de seguir a Cristo sin reservas.

Una vez recibido el hábito franciscano, llevó una vida de intensa oración, penitencia y austeridad.
Nunca comía carne, se alimentaba solo una vez al día, dormía en el suelo unas pocas horas y practicaba rigurosas mortificaciones.
Su oración era continua: meditaba las Escrituras, pasaba largas horas ante el Santísimo Sacramento o ante el Crucifijo, y veía en su nombre “Juan” una providencial llamada a ser, como el discípulo amado, el amigo íntimo del Señor.


🔹 Un santo entre santos

La santidad atrae a la santidad. Entre sus compañeros y maestros se contaban San Jacobo de la Marca, su gran amigo, y San Bernardino de Siena, su guía espiritual y formador.
Más adelante, Juan también colaboró con Santa Coleta de Corbie en la reforma de las Clarisas.

En 1425, tras años de formación y predicación, fue ordenado sacerdote a los 39 años, y dedicó los siguientes 31 años de su vida a predicar por toda Italia y el norte de Europa.
Como su maestro Bernardino, se convirtió en un predicador ardiente, movido por la pasión de salvar almas.
Convirtió pueblos enteros, sanó enfermos, obró milagros y atrajo multitudes tan numerosas que a veces llegaban a más de 120.000 oyentes. Las iglesias no bastaban, y debía predicar en las plazas públicas. Su sola llegada transformaba la vida cotidiana de las ciudades y aldeas, donde las misiones podían durar semanas.


🔹 Apóstol del Nombre de Jesús y reformador franciscano

Junto con San Bernardino, difundió la devoción al Santísimo Nombre de Jesús, invitando a colocar las letras “IHS” (las tres primeras letras del nombre de Jesús en griego) en las puertas de los hogares como signo de bendición.
Algunos los acusaron de herejía por esta práctica, pero ambos fueron llamados a Roma, donde fueron absueltos y defendidos por el Papa.

También participaron en la reforma de la Orden Franciscana, dividida entonces entre los Conventuales (que valoraban la vida comunitaria y la liturgia) y los Observantes (que promovían una pobreza más estricta).
Las tensiones fueron fuertes, pero Juan perseveró en su deseo de renovar la vida franciscana según el espíritu original de San Francisco.

Por su prudencia y sabiduría, los papas lo enviaron en varias misiones diplomáticas y como delegado pontificio para resolver conflictos y combatir la herejía. Era considerado un hombre de verdad, de palabra y de fuego espiritual.


🔹 El “sacerdote soldado”

En 1453, cuando Constantinopla cayó en manos del Imperio Otomano, toda Europa cristiana se sintió amenazada.
El Papa Calixto III pidió a Juan que predicara una cruzada para defender la fe. Su predicación fue tan fervorosa que reunió un ejército de más de 50.000 hombres.
A los 70 años, encabezó personalmente a los soldados, animándolos en la batalla de Belgrado (actual Serbia), donde lograron detener el avance turco.
Por ello, fue conocido como el “sacerdote soldado”.

Pero las condiciones del campo eran duras: el hambre y la peste diezmaron a las tropas.
Poco después de la victoria, Juan enfermó y murió en el otoño de 1456, lleno de paz y esperanza.


Mensaje espiritual

San Juan de Capistrano fue un hombre que tuvo todo lo que el mundo podía ofrecerle, pero comprendió que solo Dios podía darle plenitud.
Su sufrimiento en prisión fue el fuego que purificó su alma y lo llevó a abrazar la vida evangélica con radicalidad.
Desde entonces, ardió en celo por la verdad, la santidad y la salvación de las almas.

Dios puede usar nuestras pruebas y derrotas para revelarnos su llamada.
Las crisis que parecen fracasos pueden ser el comienzo de una vocación más profunda, si dejamos que el Espíritu las transforme.


🙏 Oración

San Juan de Capistrano, tú que probaste el poder y la riqueza del mundo y los encontraste vacíos,
ruega por nosotros.
Que el dolor y la humillación que viviste en tu prisión nos enseñen a poner solo en Dios nuestra confianza.

Alcánzanos la gracia de vivir con fe ardiente,
con pureza de corazón y celo apostólico,
para que nuestras vidas sean luz, sal y esperanza para los demás.

San Juan de Capistrano, ruega por nosotros.
Jesús, en Ti confío.

 

 

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