viernes, 19 de septiembre de 2025

20 de septiembre del 2025: sábado de la vigésima cuarta semana del tiempo ordinario-I- Santos Andrés Kim Tae-Gon, presbítero, Pablo Chong Ha-Sang y compañeros, mártires

 

Santo del día:

San Andrés Kim y los mártires de Corea

Siglo XIX. El primer sacerdote coreano, André Kim Taegon, fue uno de los 103 mártires de Corea canonizados en 1984 por Juan Pablo II en Seúl.

 

 

El fundamento eterno

Salmo 99 (100) Nuestra semana litúrgica encuentra su punto culminante en los pocos versículos del salmo responsorial, desbordante de alegría. En este canto de alabanza, la bendición del hombre hace eco a la bendición inicial del Altísimo. «Reconozcan que el Señor es Dios: Él nos hizo y somos suyos». En un mundo donde todo cambia constantemente, es bueno para nosotros repetir: «¡Eterno es su amor, su fidelidad permanece de edad en edad!»

Bénédicte de la Croix, cistercienne

 


Primera lectura


1Tm 6,13-16


Guarda el mandamiento sin mancha hasta la manifestación del Señor

Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a Timoteo.

QUERIDO hermano:
Delante de Dios, que da vida a todas las cosas, y de Cristo Jesús, que proclamó tan noble profesión de fe ante Poncio Pilato, te ordeno que guardes el mandamiento sin mancha ni reproche hasta la manifestación de nuestro Señor Jesucristo, que, en el tiempo apropiado, mostrará el bienaventurado y único Soberano, Rey de los reyes y Señor de los señores, el único que posee la inmortalidad, que habita una luz inaccesible, a quien ningún hombre ha visto ni puede ver.
A él honor y poder eterno. Amén.

Palabra de Dios.

 

Salmo

Sal 100(99),2.3.4.5 (R. 2c)

R. Entren en la presencia del Señor con vítores.

V. Aclama al Señor, tierra entera,
sirvan al Señor con alegría,
entren en su presencia con vítores. 
R.

V. Sepan que el Señor es Dios:
que él nos hizo y somos suyos,
su pueblo y ovejas de su rebaño. 
R.

V. Entren por sus puertas con acción de gracias,
por sus atrios con himnos,
dándole gracias y bendiciendo su nombre. 
R.

V. El Señor es bueno,
su misericordia es eterna,
su fidelidad por todas las edades. 
R.

 

Aclamación

R. Aleluya, aleluya, aleluya.
V. Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios con un corazón noble y generoso,
la guardan y dan fruto con perseverancia. 
R.

 

Evangelio

Lc 8,4-15

Lo de la tierra buena son los que guardan la palabra y dan fruto con perseverancia

Lectura del santo Evangelio según san Lucas.

EN aquel tiempo, habiéndose reunido una gran muchedumbre y gente que salía de toda la ciudad, dijo Jesús en parábola:
«Salió el sembrador a sembrar su semilla.
Al sembrarla, algo cayó al borde del camino, lo pisaron, y los pájaros del cielo se lo comieron.
Otra parte cayó en terreno pedregoso, y, después de brotar, se secó por falta de humedad.
Otra parte cayó entre abrojos, y los abrojos, creciendo al mismo tiempo, la ahogaron.
Y otra parte cayó en tierra buena, y, después de brotar, dio fruto al ciento por uno».
Dicho esto, exclamó:
«El que tenga oídos para oír, que oiga».
Entonces le preguntaron los discípulos qué significaba esa parábola.
Él dijo:
«A ustedes se les ha otorgado conocer los misterios del reino de Dios; pero a los demás, en parábolas, “para que viendo no vean y oyendo no entiendan”.
El sentido de la parábola es este: la semilla es la palabra de Dios.
Los del borde del camino son los que escuchan, pero luego viene el diablo y se lleva la palabra de sus corazones, para que no crean y se salven.
Los del terreno pedregoso son los que, al oír, reciben la palabra con alegría, pero no tienen raíz; son los que por algún tiempo creen, pero en el momento de la prueba fallan.
Lo que cayó entre abrojos son los que han oído, pero, dejándose llevar por los afanes, riquezas y placeres de la vida, se quedan sofocados y no llegan a dar fruto maduro.
Lo de la tierra buena son los que escuchan la palabra con un corazón noble y generoso, la guardan y dan fruto con perseverancia».

Palabra del Señor.

 

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1. Introducción: la Palabra que se siembra con imágenes simples

El comentario nos recordaba: Jesús hablaba con parábolas, con un lenguaje sencillo y lleno de imágenes. Hoy nos ofrece la parábola del sembrador (Lc 8,4-15), donde la semilla es la Palabra de Dios y nuestro corazón el terreno. Jesús sabe que la vida diaria, con sus preocupaciones, puede ahogar la Palabra. Pero también confía en que ella encontrará siempre un camino para dar fruto.

La pregunta jubilar es clara: ¿qué tipo de terreno soy yo?


2. Primera lectura: custodiar el mandamiento hasta la manifestación del Señor

En 1 Timoteo 6,13-16, Pablo exhorta a su discípulo a guardar el mandamiento sin mancha ni reproche hasta la manifestación de nuestro Señor Jesucristo. Es un llamado a la perseverancia: la fe no es algo de un día, sino un compromiso que dura toda la vida, vivido con esperanza hasta que Cristo vuelva.

Aquí se conecta la parábola: recibir la semilla es el inicio, pero hay que custodiarla y perseverar para que dé fruto abundante. El Jubileo nos llama a esa fidelidad constante, sin dobleces, mirando hacia la luz inmortal de Cristo, “Rey de reyes y Señor de señores”.


3. El Evangelio: la semilla no falla

Jesús nos presenta los distintos terrenos:

  • El camino duro, donde la Palabra no entra.
  • El pedregal superficial, donde falta raíz.
  • Las espinas de las preocupaciones y riquezas que ahogan la Palabra.
  • La tierra buena, donde la semilla germina y da fruto con perseverancia.

La clave está en perseverar. No basta escuchar con alegría inicial: hay que guardar la Palabra en un corazón noble y generoso, como dice el mismo Evangelio.


4. María: tierra buena donde la Palabra germina

En este sábado mariano, recordamos a la Virgen como la tierra buena por excelencia. Ella recibió la Palabra, la meditó en su corazón y la dejó crecer hasta dar el fruto bendito: Jesucristo.

María nos enseña a abrirnos al misterio de Dios, a acoger la Palabra en el silencio de la oración, a perseverar incluso en medio del dolor. Ella es modelo de corazón limpio y fecundo, y en este Año Jubilar camina con nosotros como madre de la esperanza.


5. Mártires de Corea: semilla regada con sangre

Hoy recordamos a San Andrés Kim Taegon, primer sacerdote coreano, y a San Pablo Chong Hasang, laico catequista, junto con 101 compañeros mártires. Su historia es impresionante: en apenas dos siglos, más de 10.000 cristianos coreanos fueron martirizados por confesar la fe. Y sin embargo, esa sangre derramada se convirtió en semilla de una Iglesia viva y floreciente.

Ellos encarnan la parábola: no fueron camino endurecido ni tierra de espinas, sino terreno bueno que dio fruto abundante. Su testimonio recuerda que la Palabra, custodiada con perseverancia hasta la muerte, produce vida eterna.

Hoy, en un mundo que a veces nos presiona a renunciar a la fe o a vivirla de forma superficial, ellos nos inspiran a mantenernos firmes, con esperanza y coherencia.


6. Aplicación actual: cultivar el terreno interior

Podemos preguntarnos:

  • ¿Qué piedras y espinas debo quitar para que la Palabra eche raíces en mí?
  • ¿Cómo puedo vivir como Timoteo, custodiando irreprochablemente el mandamiento hasta la venida del Señor?
  • ¿Qué testimonio doy yo, aquí en mi comunidad, que sea semilla de fe y esperanza para otros?

El Jubileo nos pide ser peregrinos de esperanza: no espectadores, sino sembradores de Palabra y testigos valientes, como los mártires coreanos.


7. Conclusión: tierra buena para la esperanza

La oración que acompaña este comentario nos lo resume: la semilla de la Palabra crece en nosotros “con mezcla de dolor, esfuerzo y alegría” hasta dar frutos de justicia y amor.

Que María, la Virgen, nos enseñe a ser tierra buena; que los mártires coreanos nos den valentía para ser fieles en medio de las pruebas; y que nosotros, como Timoteo, guardemos el mandamiento hasta la venida gloriosa del Señor.

Así seremos verdaderamente peregrinos de la esperanza, sembradores de Evangelio en nuestra tierra y en nuestro tiempo.

 

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1. Introducción: un canto de alabanza que sostiene la vida

El salmo de este día, el 99 (100), es un himno de alegría y gratitud. En pocas líneas nos invita a entrar en la presencia del Señor con júbilo, recordando que Él nos hizo y le pertenecemos. En un mundo en continua transformación, donde nada parece estable, el salmo proclama una certeza que es como roca firme: el amor de Dios es eterno, su fidelidad no pasa jamás.

Este mensaje se entrelaza con las otras lecturas: la exhortación de Pablo a Timoteo (1 Tm 6,13-16), que lo llama a guardar el mandamiento sin mancha hasta la manifestación de Cristo, y la parábola del sembrador (Lc 8,4-15), donde Jesús nos enseña que la Palabra, sembrada en el corazón, puede dar fruto abundante si se acoge con perseverancia.

El fundamento eterno es el amor fiel de Dios; la respuesta humana es la fidelidad en la custodia de la Palabra.


2. Primera lectura: guardar el mandamiento, vivir en la esperanza

San Pablo exhorta a Timoteo con solemnidad: “Te ordeno en presencia de Dios, que da vida a todas las cosas… que guardes el mandamiento sin mancha ni reproche hasta la manifestación de nuestro Señor Jesucristo” (1 Tm 6,13-14).

El apóstol nos recuerda que nuestra fe no descansa en las modas del momento, sino en el Dios eterno, que habita en luz inaccesible. Así, la fidelidad de Dios —que permanece de edad en edad— sostiene nuestra fidelidad. En medio de cambios, crisis y pruebas, la estabilidad de la vida cristiana está en guardar la Palabra de manera irreprochable, perseverando hasta la venida gloriosa de Cristo.


3. El Evangelio: la semilla que da fruto en un mundo cambiante

Jesús, en la parábola del sembrador, nos muestra que la Palabra es una semilla viva. No depende de nuestras circunstancias externas —que cambian como el clima—, sino de la disposición interior del corazón.

Podemos tener corazones endurecidos, superficiales o llenos de espinas, donde la semilla no prospera. Pero si nuestro corazón es tierra buena, la Palabra se enraíza y da fruto abundante.

En un mundo donde todo cambia —las modas, las ideologías, los sistemas—, lo que permanece es la Palabra de Dios sembrada en lo profundo del corazón. Ella es socle éternel, fundamento eterno de la esperanza.


4. María: tierra buena y roca firme de fe

Celebramos hoy también a María en sábado. Ella es la mujer que acogió la Palabra con un corazón noble y generoso, perseverando hasta la Cruz y la Resurrección. María supo enraizar su vida en el amor eterno de Dios, y por eso nada la desestabilizó.

En ella se cumple lo que el salmo proclama: “Él nos hizo y somos suyos”. María se sabe criatura, hija, esclava del Señor, y al mismo tiempo madre del Verbo encarnado. Ella nos enseña a cimentar la vida en lo único que no pasa: la fidelidad de Dios.


5. Mártires de Corea: testigos de un amor eterno

Hoy recordamos a San Andrés Kim Taegon, San Pablo Chong Hasang y los mártires de Corea, que en medio de persecuciones feroces guardaron el mandamiento de Cristo hasta la muerte. En un contexto hostil, donde parecía más sensato adaptarse o callar, ellos permanecieron firmes, apoyados en el “fundamento eterno”: el amor de Dios que no cambia.

Su sangre derramada fue semilla de una Iglesia vibrante, que hoy es una de las comunidades católicas más numerosas y vivas del mundo. Ellos nos recuerdan que el amor de Dios no se agota con la persecución ni con el paso de los siglos, sino que siempre abre caminos de vida.


6. Aplicación jubilar: ser peregrinos de la esperanza

El Jubileo nos invita a ser peregrinos de la esperanza. En un mundo cambiante, donde muchas seguridades se tambalean, nuestra roca es el amor eterno de Dios. Eso nos pide dos actitudes:

  • Confianza: volver una y otra vez al salmo y repetir: “Eterno es su amor, su fidelidad permanece de edad en edad”.
  • Perseverancia: como Timoteo, guardar el mandamiento irreprochable; como los mártires coreanos, mantener la fe hasta el fin; como María, abrir el corazón para que la Palabra eche raíces profundas.

Desde lo pastoral y lo psicológico, esta esperanza se traduce en una estabilidad interior que nos permite afrontar pruebas, ansiedades y cambios sin perder el rumbo. La fidelidad de Dios es la terapia más eficaz contra el miedo y la inseguridad.


7. Conclusión: fundamento eterno, fruto abundante

El salmo responsorial nos deja una certeza que es canto y oración: Dios nos hizo, somos suyos, su amor es eterno. Ese es nuestro fundamento eterno.

Que María nos enseñe a vivir confiados en la fidelidad de Dios.
Que los mártires coreanos nos inspiren a ser testigos firmes y valientes.
Y que nosotros, como comunidad jubilar, seamos tierra buena donde la Palabra dé frutos de justicia, amor y esperanza, para las generaciones presentes y futuras.

 

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1. Introducción: “El que tenga oídos para oír, que oiga”

El Evangelio de hoy concluye con una frase contundente: “El que tenga oídos para oír, que oiga” (Lc 8,8). Es una invitación clara: la Palabra de Dios se siembra en todos, pero no todos la escuchan con atención y perseverancia. Jesús, con la parábola del sembrador, nos presenta cuatro terrenos, cuatro maneras de recibir la Palabra. No es una historia lejana: es un espejo de nuestro propio corazón.

El evangelio nos  insiste en la calidad del fruto: hay quienes reciben la Palabra y producen frutos inmaduros, y quienes, con perseverancia, llegan a dar frutos maduros, abundantes, frutos que transforman la vida y a los demás. El Año Jubilar nos pregunta: ¿qué fruto estoy dando como peregrino de la esperanza?


2. La primera lectura: guardar el mandamiento hasta la venida de Cristo

San Pablo exhorta a Timoteo (1 Tm 6,13-16) a guardar el mandamiento sin mancha, hasta la manifestación gloriosa de Jesucristo. Aquí se nos pide constancia, fidelidad, madurez en la fe. No basta recibir con entusiasmo inicial; es necesario perseverar hasta el final, sabiendo que el Señor es el único Soberano, “Rey de reyes y Señor de señores”.

Así se entiende mejor la parábola: solo la semilla que cae en tierra buena y se cuida con perseverancia llega a dar fruto abundante y maduro. La fidelidad de Dios, como cantamos en el salmo 99, es el fundamento que sostiene nuestra propia fidelidad.


3. El Evangelio: de fruto inmaduro a fruto maduro

Jesús describe cuatro categorías de oyentes de la Palabra:

  • Los del camino, donde la semilla se pierde.
  • Los del pedregal, que reciben con entusiasmo, pero se desaniman en la prueba.
  • Los de entre espinas, que acogen la Palabra, pero se dejan ahogar por las preocupaciones, riquezas y placeres.
  • Los de la tierra buena, que escuchan con corazón generoso y perseveran hasta dar fruto abundante.

El comentario nos invita a ir más allá: incluso entre los que sí dan fruto, hay diferencia entre frutos inmaduros y frutos maduros. El fruto maduro se reconoce en los frutos del Espíritu: caridad, gozo, paz, paciencia, bondad, mansedumbre, fidelidad, templanza, castidad. Son cualidades que se reflejan en la vida cotidiana y que tocan a los demás.

Aquí aparece un examen de conciencia valioso: ¿qué tan maduros son estos frutos en mi vida? ¿Ayudan mis actitudes a que otros se acerquen más a Cristo?


4. María: la tierra buena y fecunda

En este sábado mariano, contemplamos a la Virgen como modelo de tierra buena. Ella escuchó la Palabra con corazón noble y perseverante, la meditó en silencio y la custodió hasta la Cruz. En ella, la semilla divina produjo el fruto más perfecto: Jesús, nuestro Salvador.

María es ejemplo de fruto maduro: su fe no fue superficial ni inmadura, sino constante, confiada, perseverante. Ella nos enseña a cultivar la Palabra en lo profundo del corazón, sin dejarnos ahogar por las espinas de la vida.


5. Mártires de Corea: semilla regada con sangre, fruto abundante

Hoy recordamos a San Andrés Kim Taegon, San Pablo Chong Hasang y los mártires coreanos, que dieron su vida en el siglo XIX. Más de 10.000 cristianos fueron asesinados en Corea por confesar su fe. Y sin embargo, la sangre derramada fue semilla fecunda: hoy la Iglesia en Corea es fuerte, misionera, viva.

Ellos nos muestran lo que es dar fruto maduro: perseverar en la fe hasta la muerte, no dejarse ahogar por el miedo ni por las tentaciones del mundo. Su testimonio es un llamado a nuestra fidelidad cotidiana: aunque no se nos pida derramar la sangre, se nos pide dar frutos de paciencia, caridad y testimonio coherente.


6. Aplicación jubilar: peregrinos que dan fruto maduro

En este Año Jubilar, somos llamados a ser peregrinos de esperanza que llevan fruto abundante. Esto implica:

  • Revisar nuestro terreno interior: quitar piedras, espinas, endurecimientos.
  • Discernir la calidad de nuestros frutos: no basta hacer cosas buenas; se trata de dar frutos maduros, que permanezcan y hagan crecer a otros.
  • Vivir desde los frutos del Espíritu: paz, paciencia, bondad, dominio propio, alegría verdadera.
  • Confiar en la fidelidad de Dios: solo así podemos perseverar como Timoteo, como María y como los mártires.

En lo psicológico y pastoral, es un llamado a crecer en madurez interior: no vivir una fe superficial, sino una fe que toca la vida, que transforma las relaciones, que sostiene en las pruebas.


7. Conclusión: fruto abundante que permanece

La oración final del comentario nos sirve de conclusión: Jesús es el sembrador que pone en nosotros la semilla perfecta de su Palabra. Nos pide abrir el corazón, liberarnos de ansiedades y engaños, y dejar que su Palabra dé fruto abundante.

Que María, tierra buena, nos ayude a custodiar la Palabra.
Que los mártires coreanos nos den valentía para perseverar.
Que el Espíritu Santo haga crecer en nosotros los frutos de la caridad, la paz y la alegría, para que como peregrinos del Jubileo llevemos fruto maduro y abundante que permanezca para la vida eterna.

 

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20 de septiembre: San Andrés Kim Tae-gŏn, presbítero, San Pablo Chŏng Ha-sang y compañeros, mártires — Memoria

Fallecidos entre 1839–1867
Patronos de Corea
Canonizados por el Papa Juan Pablo II el 6 de mayo de 1984

 


Cita:


“Escúchenme atentamente, pues mi tiempo aquí abajo es limitado. La única razón por la que me acerqué a los pueblos de otras civilizaciones fue por el único propósito de mi fe y de mi Dios. Estoy dispuesto a entregar mi vida por el Señor. La vida eterna está a punto de comenzar para mí, y si ustedes desean estar eternamente satisfechos y gozosos después de su tiempo aquí, crean en esta enseñanza de Dios. Él no olvidará a quienes lo rechacen, y un castigo sin fin será inevitable para ellos.”


~ De una carta del Vicario Apostólico de Corea relatando las palabras de despedida de San Andrés Kim.


Reflexión

De 1392 a 1897, la Gran Dinastía Joseon gobernó todo lo que hoy es Corea del Norte y Corea del Sur. Aunque el chamanismo y el budismo estaban presentes entre las creencias religiosas de los coreanos de ese período, el confucianismo era el sistema filosófico, ético y político principal. Dentro de ese sistema se estableció una clara jerarquía en la familia y en las estructuras sociales, con el rey en la cima. Esta organización de clases era el corazón de su cultura. Los ancestros eran también altamente honrados e incluso adorados ritualmente, y se ponía gran énfasis en el estudio y la práctica de las virtudes humanas.

El catolicismo fue introducido en Corea a través de China. El jesuita Matteo Ricci fue uno de los primeros misioneros en llegar a China e introducir la fe católica en 1583. El padre Ricci y sus compañeros intentaron integrarse en la cultura, aprender la lengua y enseñar matemáticas, ciencias, astronomía y cartografía. Fueron los primeros en traducir el catecismo al chino. En 1603, un diplomático coreano llamado Yi Su-gwang conoció en Pekín el catecismo de Ricci y lo llevó a Corea, introduciendo ese material en su país. Durante el siglo siguiente, la fe católica fue estudiada, debatida por eruditos confucianos y, finalmente, prohibida por el rey a mediados del siglo XVIII, tras considerar que el catolicismo contradecía enseñanzas confucianas, como las jerarquías sociales y el culto a los ancestros.

En 1784, un noble de 28 años llamado Yi Seung-Hun, que había conocido el catolicismo en Corea, acompañó a su padre en una misión diplomática a Pekín. Allí buscó a sacerdotes católicos y fue bautizado con el nombre de Pedro, convirtiéndose en el primer coreano del que se tiene registro como convertido al catolicismo. Al regresar, trajo consigo crucifijos, rosarios, estatuas e imágenes sagradas, compartiendo su fe recién adquirida durante la década siguiente. El catolicismo creció de forma clandestina, dirigido por los laicos. Una de las razones de su atractivo era que ponía a todas las personas en el mismo nivel, eliminando la injusta jerarquía promovida por el confucianismo. El catolicismo permitía a todos verse como iguales, amados y redimidos individualmente por Cristo, haciéndolos verdaderamente hermanos y hermanas.

A medida que la fe fue creciendo lentamente, los conversos pidieron sacerdotes a la Iglesia en China. En 1795, un misionero chino, el padre Santiago Zhou Wen-mo, se convirtió en el primer sacerdote en llegar a suelo coreano y celebrar una Misa clandestina. Durante los seis años siguientes, la población católica creció hasta unas 10.000 personas. En 1801, el padre Santiago fue arrestado y martirizado. Aunque no está entre los canonizados hoy, él y otros 123 mártires coreanos fueron proclamados Venerables por el Papa Francisco en 2014.

Los 103 mártires coreanos que hoy honramos fueron canonizados juntos por el Papa Juan Pablo II durante su visita apostólica a Seúl, Corea del Sur, el 6 de mayo de 1984, con ocasión del 200º aniversario del primer convertido coreano. Estos santos sufrieron martirio en Corea entre 1839 y 1867, la mayoría en tres grandes persecuciones: 1839, 1846 y 1866.

Entre los mártires de 1839 estuvo el obispo Laurent-Marie-Joseph Imbert, de 43 años. En 1836, tras unirse a la Sociedad de Misiones Extranjeras de París, fue nombrado Vicario Apostólico de Corea, ordenado obispo e ingresó al país con diez compañeros en 1837. Durante unos dos años, él y los misioneros se escondieron de día y servían en secreto de noche a la comunidad clandestina. En agosto de 1839, fue traicionado a las autoridades, cada vez más preocupadas por la amenaza que el catolicismo representaba para las prácticas tradicionales. Consciente del peligro de una persecución más amplia, el obispo Imbert se entregó y persuadió a dos sacerdotes franceses, Pedro Filiberto Maubant y Santiago Honoré Chastan, a hacer lo mismo, con la esperanza de que su sacrificio salvara a los fieles. Tras terribles torturas, fueron ejecutados el 21 de septiembre, y sus cuerpos exhibidos públicamente durante varios días.

El catolicismo, sin embargo, no pudo ser detenido. La semilla estaba sembrada y daba fruto. Los dos mártires centrales de esta memoria son San Andrés Kim Tae-gŏn y San Pablo Chŏng Ha-sang. Pablo nació en 1795 en una familia noble, fue catequista laico y hombre casado. Además de enseñar la fe, viajó varias veces a Pekín para pedir a la Sociedad de Misiones Extranjeras de París que enviara sacerdotes a Corea, e incluso escribió al Papa con esa petición. Gracias en parte a sus esfuerzos, el obispo Imbert y otros misioneros fueron enviados. En 1839, Pablo fue martirizado durante la misma persecución que costó la vida al obispo Imbert.

Andrés Kim también nació en la nobleza de la dinastía Joseon. Sus padres estaban entre los nuevos conversos al catolicismo. En 1836, a los 14 o 15 años, Andrés fue bautizado. Tres años después, su padre fue martirizado en la persecución de 1839, y hoy también está entre los santos. Andrés viajó 2.000 kilómetros hasta Macao, colonia portuguesa, para ingresar al seminario. Luego continuó su formación en Filipinas, y en 1845 fue ordenado sacerdote en Shanghái, convirtiéndose en el primer presbítero coreano. Poco después, regresó clandestinamente a Corea, atravesando peligrosos mares para iniciar su ministerio sacerdotal.

Su ministerio fue breve pero fecundo. Además de celebrar los sacramentos en secreto y enseñar la fe, coordinó la llegada de otros misioneros franceses. Sin embargo, fue descubierto, arrestado en 1846 y sometido a brutales torturas. Permaneció firme en su fe y escribió varias cartas, incluida una célebre dirigida a sus feligreses, en la que reconocía las dificultades, pero les ofrecía esperanza y fortaleza en Cristo. Fue decapitado el 16 de septiembre de 1846, en las orillas del río Han, a los 25 años.

La persecución continuó durante veinte años más, siendo la peor en 1866, cuando miles fueron asesinados. Se estima que entre 10.000 y 20.000 cristianos fueron martirizados en Corea en el siglo XIX. Los encarcelamientos y muertes no bastaron: la tortura fue usada como arma para frenar la fe. Pero fracasaron. Los 103 mártires canonizados en 1984 y los 123 declarados venerables en 2014 son prueba de que la fe dio abundante fruto.

Al honrar hoy a los mártires coreanos, recordamos que un auténtico encuentro con Cristo transforma la vida hasta ponerlo en el centro. La fe verdadera no puede ser detenida. Estos mártires eligieron la fe sobre la vida terrena, la eternidad sobre los consuelos temporales. Su testimonio nos desafía a examinar nuestra fe: ¿es lo bastante fuerte para resistir como la suya? Si no, pidamos su intercesión y renovemos nuestro compromiso de poner a Cristo en el centro de la vida.


Oración

San Andrés Kim Tae-gŏn, San Pablo Chŏng Ha-sang y compañeros mártires, después de encontrar a Cristo lo eligieron a Él sobre la vida terrena. Su esperanza fue la vida eterna, y la muerte se convirtió en ganancia para ustedes. Rueguen por mí, para que llegue a estar tan profundamente unido a Cristo que nada me aparte de seguirlo. Que la esperanza que su testimonio me ofrece me inspire a ser santo como ustedes. Mártires de Corea, rueguen por mí.
Jesús, en Ti confío.

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