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5 de junio del 2025: jueves de la séptima semana de Pascua- San Bonifacio, obispo y mártir

 Santo del día:

San Bonifacio

Alrededor de 680-754, los obispos alemanes se reunían anualmente en Fulda (Hesse), cerca de la tumba de San Bonifacio, monje inglés que desempeñó un papel clave en la evangelización de su patria.


Cambio de perspectiva

(Juan 17, 20-26) Jesús ruega al Padre que conceda a quienes creen en Él la gracia de la unidad: «Que sean uno como nosotros somos uno». En lugar de lamentarnos ante las divisiones que desgarran nuestras Iglesias y nuestros corazones, escuchemos al Señor proclamar desde lo alto de la Cruz: «Todo está cumplido».

Dispongámonos a acoger esta unidad ya realizada en Él. Es un cambio radical de perspectiva que compromete más nuestra fe en su oración que nuestros propios esfuerzos.



Primera lectura

Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles (22,30;23,6-11):

En aquellos días, queriendo el tribuno poner en claro de qué acusaban a Pablo los judíos, mandó desatarlo, ordenó que se reunieran los sumos sacerdotes y el Sanedrín en pleno, bajó a Pablo y lo presentó ante ellos.
Pablo sabía que una parte del Sanedrín eran fariseos y otra saduceos y gritó: «Hermanos, yo soy fariseo, hijo de fariseo, y me juzgan porque espero la resurrección de los muertos.»
Apenas dijo esto, se produjo un altercado entre fariseos y saduceos, y la asamblea quedó dividida. (Los saduceos sostienen que no hay resurrección, ni ángeles, ni espíritus, mientras que los fariseos admiten todo esto.) Se armó un griterío, y algunos escribas del partido fariseo se pusieron en pie, porfiando: «No encontramos ningún delito en este hombre; ¿y si le ha hablado un espíritu o un ángel?»
El altercado arreciaba, y el tribuno, temiendo que hicieran pedazos a Pablo, mandó bajar a la guarnición para sacarlo de allí y llevárselo al cuartel.
La noche siguiente, el Señor se le presentó y le dijo: «¡Ánimo! Lo mismo que has dado testimonio a favor mío en Jerusalén tienes que darlo en Roma.»

Palabra de Dios

 

 

Salmo

Sal 15

R/.
 Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti

Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti;
yo digo al Señor: «Tú eres mi bien.»
El Señor es el lote de mi heredad y mi copa;
mi suerte está en tu mano. R/.

Bendeciré al Señor, que me aconseja,
hasta de noche me instruye internamente.
Tengo siempre presente al Señor,
con él a mi derecha no vacilaré. R/.

Por eso se me alegra el corazón,
se gozan mis entrañas,
y mi carne descansa serena.
Porque no me entregarás a la muerte,
ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. R/.

Me enseñarás el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu derecha. R/.

 

 

Lectura del santo evangelio según san Juan (17,20-26):

En aquel tiempo, Jesús, levantando los ojos al cielo, oró, diciendo: «Padre santo, no sólo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. También les di a ellos la gloria que me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno; yo en ellos, y tú en mí, para que sean completamente uno, de modo que el mundo sepa que tú me has enviado y los has amado como me has amado a mí. Padre, éste es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste, porque me amabas, antes de la fundación del mundo. Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te he conocido, y éstos han conocido que tú me enviaste. Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté con ellos, como también yo estoy con ellos.»

Palabra del Señor

 


1

«Que todos sean uno…» – La unidad como don recibido y misión confiada


I. Introducción: Una oración que revela el corazón de Cristo

El Evangelio de hoy nos introduce en la intimidad del corazón de Jesús, en su oración sacerdotal, momentos antes de su Pasión. Él no piensa en sí mismo, sino en nosotros. Ruega al Padre no solo por sus discípulos, sino por todos aquellos que creerán en Él: es decir, nos incluye a nosotros. Y su súplica principal es clara: «Que todos sean uno».

A veces creemos que la unidad es una meta futura, fruto de negociaciones o esfuerzos humanos. Pero Jesús la presenta como una realidad ya contenida en Él, como un don más que como una meta. La verdadera pregunta no es si lograremos la unidad, sino si vivimos como personas unidas a Cristo y, en Él, unos a otros.


II. Hechos de los Apóstoles: la división que revela un designio

El pasaje de los Hechos nos muestra a Pablo, prisionero y en juicio ante el Sanedrín. Él, movido por el Espíritu, reconoce que en ese momento, incluso las divisiones religiosas (fariseos vs. saduceos) pueden ser ocasión para anunciar el Evangelio. Pablo no teme la división, porque ha aprendido a confiar en la providencia de Dios: “¡Ánimo! Así como has dado testimonio de mí en Jerusalén, así también deberás darlo en Roma” (Hch 23,11).

La unidad no significa ausencia de conflicto, sino una disposición del alma que busca la voluntad de Dios más allá de las circunstancias. La oración de Cristo por la unidad no es una evasión del dolor, sino un modo de atravesarlo con sentido.


III. Salmo 16: Confianza en Dios, herencia del creyente

El Salmo nos ofrece un canto de confianza: “El Señor es el lote de mi heredad… me enseña el sendero de la vida”. La unidad comienza allí: en vivir reconciliados con Dios, seguros de su fidelidad, conscientes de que no somos dueños de nuestro camino, sino peregrinos guiados por Él.

Esta confianza es la que Jesús desea para nosotros, una confianza que nos une y nos enraíza en la verdad. Solo desde esa intimidad con Dios brota una auténtica comunión con los demás.


IV. La unidad como reflejo del amor trinitario

Volviendo al Evangelio, Jesús ora: “Padre, que todos sean uno como tú en mí y yo en ti”. No se trata de uniformidad, sino de comunión en el amor. La unidad que Jesús pide no es política ni estructural, sino profundamente espiritual: un reflejo del amor trinitario, un vínculo de caridad entre nosotros que nace de sabernos amados por Dios.

En tiempos de polarización social, política, incluso eclesial, Jesús nos llama a cambiar de perspectiva: no concentrarnos en nuestras heridas y divisiones, sino en la obra ya realizada por Él en la Cruz. Allí se consumó la unidad: “Todo está cumplido”. No es que debamos construirla desde cero, sino descubrirla y vivirla desde la fe.


V. Aplicaciones pastorales y comunitarias

1.    Unidad en la comunidad parroquial: No es ausencia de diferencias, sino presencia de Cristo en medio de ellas. Escuchar al otro, rezar juntos, servir juntos, construir juntos. Donde hay conflicto, invocar el Espíritu.

2.    Unidad en la familia: ¿Rezamos juntos? ¿Nos bendecimos? ¿Nos perdonamos? Allí comienza la comunión.

3.    Unidad entre cristianos: Orar por la unidad de los creyentes, sin descalificar al hermano que piensa distinto, sino buscando en él el rostro de Cristo.

4.    Unidad interior: A veces vivimos desgarrados entre nuestras decisiones, emociones, recuerdos. Jesús también ruega por nuestra unidad interior: “Para que mi gozo esté en ellos y su gozo sea pleno”.


VI. Conclusión: Creer más en su oración que en nuestros esfuerzos

La unidad es don, gracia, fruto de la Pascua. Cristo ya ha vencido al mundo. Nuestra misión es vivir como testigos de esa victoria, como personas que no solo trabajan por la unidad, sino que la celebran y custodian.

No pongamos nuestra esperanza solo en nuestros planes, sino en la oración eficaz del Hijo amado. Confiemos, como Pablo, en que el Señor no nos abandona, sino que permanece fiel en medio de toda dificultad.

“Padre, que sean uno como nosotros somos uno… Yo en ellos y tú en mí… para que el mundo crea que tú me enviaste.”

 

2

“Levantando los ojos al cielo: orar como Jesús”

Lectura base: Juan 17,20-21

“Padre, no ruego solo por ellos, sino también por los que creerán en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno.”


I. La Última Cena: sermón y oración de Jesús

Durante las últimas semanas de Pascua, la liturgia nos ha sumergido en los capítulos 14 al 17 del Evangelio de San Juan. Es el corazón palpitante del Evangelio, donde Jesús habla con ternura y firmeza a sus discípulos. En el capítulo 17, Jesús ya no enseña: ora. Y lo hace con una solemnidad conmovedora: “Levantando los ojos al cielo, oró diciendo…”

No está simplemente enseñando cómo orar, está rezando por nosotros. Ya no es sólo maestro, sino intercesor, amigo, hermano mayor ante el Padre.


II. Una oración que trasciende el tiempo

Jesús no ora solo por los apóstoles que estaban allí presentes. Dice explícitamente: “ruego también por los que creerán en mí por la palabra de ellos”. Es decir, reza por ti, por mí, por todos los cristianos de todos los tiempos. Esta es una de las escenas más personales y tiernas del Evangelio: el Hijo de Dios pensando en nosotros, intercediendo por nosotros, amándonos hasta el extremo.

Y ¿qué pide al Padre? Unidad. No éxito, no poder, no fama, sino unidad en el amor, como la que Él vive con el Padre. No una unidad artificial o superficial, sino una comunión viva, reflejo del misterio trinitario.


III. El gesto: “Levantando los ojos al cielo”

La Escritura podría haber dicho simplemente “Jesús oró”, pero señala algo más: levantó los ojos al cielo. Es un gesto simple pero elocuente. En la cultura bíblica, levantar los ojos es signo de confianza, de búsqueda, de esperanza, de apertura a lo trascendente.

Y aunque sabemos que Dios no está “arriba” como en una dirección espacial, ese gesto corporal de Jesús expresa su actitud interior: reverencia, humildad, comunión.

Esto nos invita a pensar en nuestra disposición al orar:

·        ¿Cómo está mi cuerpo cuando oro?

·        ¿Cómo se refleja mi amor y respeto a Dios en mi postura, en mi actitud?

·        ¿Le hablo a Dios como quien sabe que está delante del Altísimo o como si fuera una rutina vacía?

Nuestro cuerpo puede ayudar al alma a elevarse: arrodillarse, levantar las manos, inclinarse, mirar al cielo… son gestos que también educan el corazón.


IV. La unidad: don recibido, misión confiada

Jesús no pide que “seamos unidos” por simple diplomacia, sino que seamos uno como el Padre y Él son uno. Es un llamado a vivir una unidad espiritual, que nace de la comunión con Dios.

Esto nos recuerda dos verdades fundamentales:

1.    La unidad es un regalo, no sólo fruto del esfuerzo humano. Se acoge con humildad y se cultiva con fidelidad al Evangelio.

2.    La unidad es misión, es testimonio. Jesús dice: “para que el mundo crea que tú me enviaste”. El mundo no se convierte por discursos, sino por el testimonio de comunidades unidas en el amor.

En un mundo herido por tantas divisiones —familiares, sociales, políticas e incluso eclesiales— esta súplica de Jesús nos interpela. ¿Oramos por la unidad? ¿Somos sembradores de reconciliación o promotores de polarización?


V. Aplicación pastoral y espiritual

Hoy podríamos salir de esta Eucaristía con tres compromisos muy concretos:

1.    Orar con reverencia: Dar más valor a nuestra postura corporal en la oración. Redescubrir la importancia de los gestos: el arrodillarse, el mirar al cielo, el recogimiento interior.

2.    Buscar la unidad: Perdonar, reconciliarnos, trabajar por la comunión en la familia, en la parroquia, en nuestras comunidades.

3.    Creer en la oración de Jesús: Él ya ha pedido por nosotros. La unidad no es una utopía: es un don que ya está germinando. Nos toca a nosotros creer y colaborar con Él.


VI. Conclusión: “Jesús ora por mí”

Al terminar, quedémonos con esta certeza que conforta el alma: Jesús ora por mí. En su corazón sacerdotal, llevo un lugar. En sus labios, está mi nombre. Él ya ha intercedido por nuestra unidad, por nuestra fe, por nuestra santidad.

“Padre santo, guárdalos en tu nombre… para que sean uno, como nosotros.”

Que, al orar, también nosotros levantemos los ojos al cielo, como Jesús, y digamos con confianza:
“Padre, que seamos uno. En Ti, por Ti, para Ti.”


 *************


5 de junio: San Bonifacio, Obispo y Mártir — Memoria

c. 675–754
Patrono de la Gran Germania

 


Gregorio, siervo de los siervos de Dios, a Bonifacio, santo sacerdote:

Tu santo propósito, tal como nos ha sido explicado, y tu fe probada nos conducen a hacer uso de tus servicios en la difusión del Evangelio, que por la gracia de Dios nos ha sido confiado. Sabiendo que desde tu infancia has sido estudiante de la Sagrada Escritura y que ahora deseas usar el talento que Dios te ha confiado para dedicarte a la obra misionera, nos alegramos por tu fe y deseamos tenerte como nuestro colaborador en esta empresa. Por tanto, ya que has presentado humildemente ante nosotros tus planes para esta misión… en el nombre de la Trinidad indivisible y por la autoridad de San Pedro, Príncipe de los Apóstoles… ahora colocamos tu humilde y devoto trabajo sobre una base firme y decretamos que vayas a predicar la Palabra de Dios a aquellos pueblos que aún están encadenados por el paganismo.


~Carta del Papa Gregorio III a San Bonifacio


Reflexión

Una vez que el cristianismo fue legalizado en el Imperio Romano en el siglo IV, muchas personas en la Britania romana comenzaron a convertirse. Sin embargo, en el siglo V, tras la caída del Imperio Romano, Britania fue lentamente invadida y conquistada por los anglos, sajones y jutos, provenientes de lo que hoy son Alemania, Dinamarca y los Países Bajos. Estas personas trajeron consigo la práctica religiosa del paganismo germánico, que se caracterizaba por una creencia politeísta en dioses mayores y menores, invocados para la guerra, el gobierno, la fertilidad, la prosperidad y muchos otros aspectos de la vida humana. Estos paganos germánicos también practicaban el culto a los antepasados y a la naturaleza; realizaban rituales, festivales y conjuros mágicos, y mantenían una fuerte tradición oral.

A finales del siglo VI, San Agustín de Canterbury inició una expedición misionera que marcó el comienzo de la recristianización de las Islas Británicas.

Menos de un siglo después, el santo de hoy, San Bonifacio, descendiente de aquellos mismos paganos germánicos que habían conquistado la Britania romana un par de siglos antes, nació en uno de esos reinos recientemente cristianizados de Inglaterra. Más tarde en su vida, San Bonifacio regresaría a las tierras de lo que hoy son Alemania y los Países Bajos, de donde provenían sus antepasados, para convertir a los paganos, ayudar a organizar la Iglesia y unirla más estrechamente al papa en Roma.

San Bonifacio (cuyo nombre de nacimiento era Wynfrid) nació en una familia noble del Reino de Wessex, en el sur de Inglaterra. De joven, Wynfrid fue educado en la fe católica y recibió una excelente formación. Cuando algunos monjes misioneros visitaron su ciudad natal, él se sintió inspirado a seguir su ejemplo. Aunque su padre inicialmente se opuso, terminó dándole su consentimiento. Wynfrid fue enviado primero a un monasterio benedictino cercano durante siete años y luego a la Abadía de Nursling, a unos 160 km de distancia.

En Nursling, Wynfrid destacó en sus estudios y vida de oración, hizo sus votos como monje benedictino y fue ordenado sacerdote a los treinta años. Como joven sacerdote, el padre Wynfrid se hizo rápidamente conocido como excelente predicador y maestro, con un profundo conocimiento de la Sagrada Escritura, además de ser un gran administrador, organizador y diplomático.

Durante sus primeros años como sacerdote, el padre Wynfrid sintió fuertemente el llamado a evangelizar a los pueblos de la tierra de sus antepasados. Aunque no tenía conexión personal con ellos, compartía su lengua o, al menos, un dialecto de ella. En el año 716, tras diez años de sacerdocio, comenzó su vocación misionera obteniendo permiso de su abad para viajar al norte, a Frisia (actual Países Bajos), para ayudar a un sacerdote misionero en esa región. En ese momento, el rey pagano local estaba en guerra con el rey cristiano franco, lo que dificultaba la misión. Los paganos no estaban dispuestos a convertirse a la religión de sus enemigos. El padre Wynfrid también observó que la Iglesia franca necesitaba reforma, organización y estabilidad si quería florecer.

Tras lo que podría considerarse como una misión fallida en Frisia, el padre Wynfrid regresó a su monasterio en Nursling. En el otoño del 718, viajó a Roma para consultar con el Santo Padre sobre su deseo de evangelizar a los paganos germánicos. El Papa Gregorio II lo recibió, evaluó sus intenciones y el 15 de mayo del 719, lo envió al norte a predicar el Evangelio. El Papa también le cambió el nombre a Bonifacio, que significa “el que hace el bien”. A pesar de las dificultades esperadas, en solo tres años hubo muchos frutos, y el Papa llamó al padre Bonifacio a Roma para recibir un informe y nuevas instrucciones.

En Roma, en 722, el Papa Gregorio II, complacido por su labor, lo consagró obispo. Lo nombró obispo regional de toda Germania y lo envió de regreso con cartas dirigidas al rey franco y al clero de las diversas diócesis, instruyéndoles que Bonifacio estaba ahora a cargo. Con esta autoridad, el obispo Bonifacio comenzó a organizar mejor la Iglesia franca, construir monasterios e iglesias, y mejorar las relaciones entre católicos y paganos.

La leyenda cuenta que Bonifacio ganó la estima de muchos paganos el día que derribó un gran roble, considerado sagrado por los lugareños. Se dice que, al golpear el árbol con su hacha, un fuerte viento lo tumbó. Los presentes quedaron tan sorprendidos de que Thor, el dios del trueno, no lo castigara, que comenzaron a interesarse por la fe católica. Bonifacio usó la madera de ese árbol para construir una capilla y un monasterio bajo la protección de San Pedro.

Durante los siguientes treinta años, el obispo Bonifacio fue un verdadero pilar de evangelización, organización y reforma. Fundó monasterios e iglesias, convocó sínodos donde se establecieron leyes eclesiásticas claras para la Iglesia franca, colaboró con los reyes y autoridades locales, sirvió bajo cuatro papas, y creó la estructura básica para la misión de evangelización de los pueblos paganos.

A los setenta y nueve años, satisfecho con la organización de las diócesis en Germania, decidió regresar a Frisia, donde todo había comenzado, para predicar y convertir a los paganos restantes. Luego de muchos éxitos, mientras se preparaba para celebrar el sacramento de la Confirmación a nuevos conversos, él y decenas de sus compañeros fueron asesinados, probablemente por ladrones comunes. Al saquear sus pertenencias, encontraron libros y cartas, sin valor para ellos, y los arrojaron al bosque, ya que no sabían leer. Esos libros y cartas fueron posteriormente recuperados y se conservan hasta hoy, incluida una Biblia que, según se cree, usó el obispo Bonifacio como escudo cuando fue asesinado a espada.

El obispo y sus compañeros murieron con valentía, sin defenderse. Sus últimas palabras fueron:

“Cesad, hijos míos, de luchar; abandonad la guerra, porque el testimonio de la Escritura recomienda que no devolvamos ojo por ojo, sino bien por mal. Ha llegado el día tan esperado; ha llegado el momento de nuestro fin. ¡Ánimo en el Señor!”


San Bonifacio es conocido como el “Apóstol de Alemania”. Desde joven escuchó el llamado de Dios a ser misionero y respondió con generosidad. Como resultado, Dios obró maravillas a través de él para el bien de su tierra ancestral y más allá. Su impacto fue tan profundo que las semillas que plantó en Alemania contribuyeron enormemente a la configuración de la Europa moderna.

Mientras reflexionas sobre el fruto abundante del coraje y el celo de San Bonifacio, ofrece también tu vida a Dios en oración, prometiendo servirle a Él y a su Iglesia como Él te lo pida.


Oración

San Bonifacio, tú escuchaste el llamado de Dios siendo joven y respondiste con fervor. Continuaste respondiendo a su voluntad el resto de tu vida. Por medio de esa santa obediencia y servicio, el don de la salvación eterna fue otorgado a muchos. Te ruego que intercedas por mí, para que tenga el coraje y el celo que tú tuviste, y nunca dude en decir “Sí” a la voluntad de Dios.
San Bonifacio y compañeros mártires, rogad por mí. Jesús, en Ti confío.


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