martes, 19 de agosto de 2025

20 de agosto del 2025: miércoles de la vigésima semana del tiempo ordinario-I- Memoria obligatoria de San Bernardo, Abad y Doctor de la Iglesia

  

Santo del día:

San Bernardo

1090-1153. ¡Una gran figura de la Edad Media! Rebosante de energía a pesar de su frágil salud, Bernardo aconsejó a los poderosos, predicó la Segunda Cruzada y combatió las herejías. Gracias a él, la abadía cisterciense de Claraval (Aube) experimentó un auge deslumbrante. Doctor de la Iglesia.

 

 

La miseria, lugar de la misericordia

(Mateo 20, 1-16) «No es la miseria, sino la misericordia la que hace feliz, pero el lugar donde ella habita es la miseria», afirma san Bernardo (Doctor Mellifluus, Pío XII).

Los obreros de la última hora son precisamente esas mujeres y esos hombres que experimentan que, a los ojos del mundo, no valen gran cosa. Contratados después de todos los demás, porque ciertamente eran menos fuertes, son restituidos en su plena dignidad por el amor del Maestro. ¿Por qué tener celos de ello?

Bénédicte de la Croix, cistercienne

 


Primera lectura

Jc 9,6-15

Pidieron que los gobernara un rey, cuando su rey era el Señor

Lectura del libro de los Jueces.


EN aquel tiempo, se reunieron todos los señores de Siquén y todo Bet Millo, y fueron a proclamar rey a Abimélec junto a la encina de la estela que hay en Siquén.
Se lo anunciaron a Jotán, que, puesto en pie sobre la cima del monte Garizín, alzó la voz y les dijo a gritos:
«Escúchenme, señores de Siquén, y así los escuche Dios.
Fueron una vez los árboles a ungir rey sobre ellos.
Y dijeron al olivo:
“Reina sobre nosotros”.
El olivo les contestó:
“¿Habré de renunciar a mi aceite, que tanto aprecian en mí dioses y hombres para ir a mecerme sobre los árboles?”.
Entonces los árboles dijeron a la higuera:
“Ven tú a reinar sobre nosotros”.
La higuera les contestó:
“¿Voy a renunciar a mi dulzura y a mi sabroso fruto, para ir a mecerme sobre los árboles?”.
Los árboles dijeron a la vid:
“Ven tú a reinar sobre nosotros”.
La vid les contestó:
“¿Voy a renunciar a mi mosto, que alegra a dioses y hombres, para ir a mecerme sobre los árboles?”.
Todos los árboles dijeron a la zarza:
“Ven tú a reinar sobre nosotros”.
La zarza contestó a los árboles:
“Si quieren en verdad ungirme rey sobre ustedes, vengan a cobijarse a mi sombra. Y si no, salga fuego de la zarza que devore los cedros del Líbano”».


Palabra de Dios.

 

Salmo

Sal 21(20),2-3.4-5.6-7(R. 2a)

R. Señor, el rey se alegra por tu fuerza.

V. Señor, el rey se alegra por tu fuerza,
¡y cuánto goza con tu victoria!
Le has concedido el deseo de su corazón,
no le has negado lo que pedían sus labios. 
R.

V. Te adelantaste a bendecirlo con el éxito,
y has puesto en su cabeza una corona de oro fino.
Te pidió vida, y se la has concedido,
años que se prolongan sin término. 
R.

V. Tu victoria ha engrandecido su fama,
lo has vestido de honor y majestad.
Le concedes bendiciones incesantes,
lo colmas de gozo en tu presencia. 
R.

 

Aclamación

R. Aleluya, aleluya, aleluya.
V. La palabra de Dios es viva y eficaz; juzga los deseos e intenciones del corazón. R.

 

Evangelio

Mt 20,1-16

¿Vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?

Lectura del santo Evangelio según san Mateo.

EN aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola:
«El reino de los cielos se parece a un propietario que al amanecer salió a contratar jornaleros para su viña. Después de ajustarse con ellos en un denario por jornada, los mandó a la viña.
Salió otra vez a media mañana, vio a otros que estaban en la plaza sin trabajo y les dijo:
“Vayan también ustedes a mi viña y les pagaré lo debido”.
Ellos fueron.
Salió de nuevo hacia mediodía y a media tarde, e hizo lo mismo.
Salió al caer la tarde y encontró a otros, parados, y les dijo:
“¿Cómo es que están aquí el día entero sin trabajar?”.
Le respondieron:
“Nadie nos ha contratado”.
Él les dijo:
“Vayan también ustedes a mi viña”.
Cuando oscureció, el dueño dijo al capataz:
“Llama a los jornaleros y págales el jornal, empezando por los últimos y acabando por los primeros”.
Vinieron los del atardecer y recibieron un denario cada uno.
Cuando llegaron los primeros, pensaban que recibirían más, pero ellos también recibieron un denario cada uno. Al recibirlo se pusieron a protestar contra el amo:
“Estos últimos han trabajado solo una hora y los has tratado igual que a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el bochorno”.
Él replicó a uno de ellos:
“Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?”.
Así, los últimos serán primeros y los primeros, últimos».


Palabra del Señor.

 

1

Introducción

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, en el marco del Año Jubilar, la liturgia nos regala una enseñanza luminosa que une el Evangelio de los obreros de la viña (Mt 20,1-16), con el testimonio de San Bernardo de Claraval, el “Doctor Melifluo”, que con su palabra dulce y firme enseñó que la verdadera grandeza del cristiano está en el amor misericordioso de Dios. En esta Eucaristía queremos pedir especialmente por los enfermos del alma y del cuerpo, recordando que la miseria humana no es un obstáculo para la gracia, sino precisamente el lugar donde Dios derrama con mayor abundancia su misericordia.

1. El escándalo de la misericordia

El Evangelio de Mateo nos presenta la parábola de los obreros de la viña. El dueño sale a contratar trabajadores en distintas horas del día, y al final les paga a todos el mismo salario. Humanamente, nos parece injusto: ¿cómo el que trabajó una hora recibe lo mismo que el que aguantó todo el peso del día y del calor? Pero Jesús nos enseña que la lógica de Dios no es la lógica de las matemáticas de la justicia humana. Dios paga con misericordia, no con cálculos. Como decía San Bernardo: “No es la miseria la que da la felicidad, sino la misericordia; y sin embargo, el lugar donde ella habita es la miseria”.
El Señor nos está diciendo que donde el hombre siente su fragilidad —la enfermedad, el fracaso, la pobreza, el pecado—, allí llega su gracia desbordante.

2. San Bernardo: un místico de la misericordia

Hoy recordamos a San Bernardo, monje cisterciense del siglo XII, consejero de Papas y reyes, pero sobre todo un enamorado de Cristo y de la Virgen María. Su teología no es fría ni abstracta: es un canto de amor. Lo llamaron el “Doctor Melifluo” porque sus palabras eran como miel que fluía del corazón de Dios. Él mismo experimentó la miseria de sus debilidades, pero supo que era precisamente allí donde Dios lo abrazaba con ternura.
Su vida nos recuerda que no debemos tener miedo de presentarnos frágiles ante Dios. La verdadera grandeza no está en ocultar la miseria, sino en dejar que Dios la habite con su misericordia.

3. La primera lectura: la sabiduría que ilumina la vida (Jue 9,6-15)

En la primera lectura, tomada del libro de los Jueces, encontramos la fábula de los árboles que buscan un rey. Es una parábola que critica las ambiciones humanas y advierte sobre los falsos liderazgos. Mientras los árboles más nobles (la vid, el olivo, la higuera) prefieren dar frutos antes que gobernar, el espino —sin fruto y sin sombra— se presenta como rey.
Este relato nos invita a desconfiar de los “espinos” que se alzan como falsos mesías, y a reconocer que la verdadera realeza es servir y dar fruto. En Jesús, el obrero de la última hora que muere en la cruz, descubrimos al Rey verdadero, que no se impone con poder, sino que salva con misericordia.

4. El Jubileo: una oportunidad para los últimos

Estamos en un Año Jubilar, tiempo en que la Iglesia proclama de nuevo que la misericordia de Dios no tiene límites. El Jubileo es el “salario” dado también a los obreros de la última hora: pecadores que se convierten, enfermos que se sienten sostenidos por la esperanza, pobres que experimentan la cercanía de una comunidad solidaria. Nadie queda fuera de la viña del Señor.
¿No es acaso eso lo que vemos cada día en nuestras parroquias? Personas que llegan a última hora, con vidas rotas, con años de distancia de la Iglesia, y que sin embargo son acogidas y restauradas por la gracia. ¡Qué bueno sería que nosotros no los miráramos con envidia ni con juicio, sino con gratitud por la generosidad de Dios!

5. Aplicación pastoral: los enfermos, obreros de la última hora

Hoy oramos especialmente por los enfermos. Ellos, a los ojos del mundo, parecen débiles, improductivos, sin valor. Y sin embargo, en el corazón de Dios, ellos son los más amados, porque en su fragilidad Él derrama mayor ternura.
Cada enfermo es como aquel obrero de la última hora: aunque no pueda “trabajar” mucho, recibe en plenitud el denario del Reino: la vida eterna, la comunión con Cristo. Acompañarlos con misericordia, visitarlos, sostenerlos, es trabajar también nosotros en la viña del Señor.

6. Una llamada a la alegría y no a la envidia

La parábola termina con una pregunta que nos interpela: “¿Vas a tener envidia porque yo soy bueno?”.
¡Qué fuerte! Cuántas veces caemos en la tentación de medir la vida espiritual con comparaciones: “Yo sirvo más en la parroquia que tal persona, yo he sido fiel desde niño, yo he sufrido más…”. Pero en el Reino no cuentan los méritos acumulados, sino la bondad infinita de Dios. El Jubileo nos invita a cambiar la envidia por la alegría: a alegrarnos cuando Dios bendice a otros, aunque hayan llegado de últimos.

Conclusión

Queridos hermanos, la enseñanza de hoy es clara:

  • Nuestra miseria no nos aleja de Dios, sino que es el lugar donde Él derrama su misericordia.
  • San Bernardo nos enseña a vivir la fe con amor apasionado y confianza filial.
  • Los enfermos son signos vivos de que Dios ama a los más frágiles.
  • El Año Jubilar nos llama a abrir las puertas del corazón para que todos, incluso los “obreros de última hora”, experimenten la alegría del perdón y de la esperanza.

Oración final

Señor Jesús, dueño de la viña,
te damos gracias porque no pagas con la lógica de los hombres,
sino con la gratuidad de tu amor.
Mira hoy a los enfermos, a los pobres, a los que llegan tarde,
y concédeles el salario de la esperanza.
Que en este Año Jubilar aprendamos a alegrarnos de tu bondad,
a no tener celos de tu misericordia,
y a ser obreros fieles de tu Reino,
hasta recibir contigo la corona de vida eterna.
Amén.

 

2

Introducción

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy el Evangelio de Mateo (20,1-16) vuelve a sacudirnos con la parábola de los obreros de la viña. Hemos escuchado cómo el dueño contrata trabajadores a distintas horas del día y, al final, a todos les paga lo mismo. La reacción de los primeros es de reclamo y de envidia: “Estos últimos trabajaron solo una hora y los has igualado a nosotros que soportamos el peso del día y el calor”. Pero el dueño responde con palabras que son un bálsamo para nuestra alma: “¿Acaso vas a tener envidia porque yo soy bueno?”.

San Bernardo de Claraval, cuya memoria celebramos hoy, decía que la misericordia de Dios es “más fuerte que todas nuestras miserias”, y que el corazón del hombre solo descansa cuando se abandona confiado en esa misericordia. En este Año Jubilar, la Palabra nos invita a reconocer que la envidia es un obstáculo para la gracia, mientras que la gratitud y la generosidad interior nos abren a la alegría del Reino.

Hoy, además, queremos aplicar esta enseñanza a la vida concreta de nuestros hermanos enfermos, que muchas veces son vistos como “obreros inútiles” o “sobrantes” en la sociedad, pero que en el corazón de Dios son los preferidos y los más bendecidos.


1. La envidia: tristeza ante el bien ajeno

El comentario espiritual que inspira nuestra reflexión nos recuerda que la envidia es “una forma de tristeza ante las bendiciones de otro”. No se trata solo de desear lo que el otro tiene, sino de entristecerse porque el otro lo posee y yo no. Es un veneno sutil que corroe el corazón y que fácilmente se transforma en resentimiento.

En la parábola, los primeros trabajadores no celebraron la suerte de los últimos, no dijeron: “¡Qué bendición para ellos, qué generoso es el dueño!”. Más bien, se encerraron en la lógica del cálculo y de la comparación. Y eso los privó de la alegría de ser también objeto de una gran generosidad: recibir el denario de la vida eterna.

Cuántas veces nosotros, en la vida pastoral y comunitaria, caemos en la misma trampa: “¿Por qué fulano recibe más reconocimiento que yo? ¿Por qué a esa persona Dios parece escucharle las oraciones y a mí no? ¿Por qué yo, que he servido tantos años, siento que otros, recién llegados, disfrutan más de la vida espiritual?”. La envidia nos roba la paz, nos roba la gratitud, nos roba la alegría.


2. El antídoto: la generosidad del corazón

El mismo comentario nos propone un camino claro: el remedio contra la envidia es la generosidad interior. No se trata solo de dar dinero o bienes, sino de tener un corazón capaz de alegrarse por las bendiciones de los demás. Quien es capaz de decir con sinceridad: “¡Gracias, Señor, porque bendices a mi hermano, aunque yo no reciba lo mismo!”, ese ha vencido la envidia y ha entrado en la verdadera lógica del Evangelio.

San Bernardo lo vivió intensamente. En un mundo medieval donde abundaban envidias entre monasterios, luchas de poder en la Iglesia y rivalidades entre reinos, él supo predicar la humildad y la caridad como el camino de la verdadera sabiduría. Su dulzura de palabra, que le valió el título de “Doctor Melifluo”, no era ingenuidad: era la fuerza de quien se ha dejado conquistar por la bondad de Dios.

Él nos recuerda hoy que el cristiano está llamado no a competir, sino a com-partir. La gracia no se mide en méritos, sino en gratuidad. Y cuando uno descubre eso, ya no se amarga por lo que le falta, sino que se alegra por lo que Dios derrama en todos.


3. Los enfermos: testigos de la generosidad de Dios

En este día Jubilar de oración por los enfermos, reconocemos en ellos a los obreros de la última hora. Muchos de ellos, por causa de sus limitaciones, ya no pueden “trabajar” como antes. Algunos se sienten inútiles, olvidados, postrados. Pero el Señor les dice: “Tú también ve a mi viña”. Y al final del día les da el mismo denario, el don de su amor eterno.

Nosotros, como comunidad cristiana, estamos llamados a ser generosos con los enfermos: acompañarlos, visitarlos, sostenerlos en la fe, alegrarnos con ellos cuando Dios los bendice, y no verlos como una carga, sino como una presencia privilegiada de Cristo sufriente en medio de nosotros.

El Jubileo nos invita a abrir las puertas no solo de los templos, sino del corazón, para que los más frágiles sientan que la Iglesia es su casa y que no están solos en su enfermedad.


4. El Jubileo: todos somos obreros de la última hora

En el fondo, todos nosotros somos los obreros de la última hora. ¿Quién de nosotros puede decir que merece la salvación? ¿Quién puede afirmar que con sus obras compró el cielo? Nadie. Todo es gracia, todo es don gratuito.

San Pablo nos recuerda que la salvación es pura gracia, no un salario merecido. El Jubileo es ese recordatorio solemne: Dios nos regala el perdón, la indulgencia, la vida nueva, no porque lo hayamos merecido, sino porque Él es infinitamente generoso.

Esto nos hace humildes y agradecidos. Y nos libra de comparaciones. Lo importante no es cuánto hemos trabajado ni cuánto hemos sufrido, sino cuán generoso es Dios con todos.


Conclusión

Queridos hermanos, hoy el Señor nos hace una llamada clara:

  • A revisar nuestros corazones para descubrir si la envidia está robando nuestra paz.
  • A cultivar la gratitud y la generosidad interior, alegrándonos sinceramente por las bendiciones que reciben los demás.
  • A mirar a los enfermos con ojos de fe, reconociendo en ellos a los preferidos del Señor, y compartiendo con ellos nuestro amor y cercanía.
  • A vivir este Año Jubilar como un tiempo en que todos, incluso los de la última hora, recibimos el denario del Reino.

Oración final

Señor Jesús, dueño de la viña,
te damos gracias porque tu generosidad no tiene medida.
Líbranos de la envidia que envenena el corazón
y enséñanos a alegrarnos por las bendiciones de los demás.
Mira con ternura a los enfermos:
dales consuelo en su dolor y esperanza en su fragilidad.
Que este Año Jubilar nos encuentre unidos,
como hermanos que celebran no sus méritos,
sino tu bondad infinita.
Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.

 

 

 

20 de agosto:

San Bernardo de Claraval, abad y doctor de la Iglesia — Memoria
1090–1153
Patrono de los apicultores, abejas, fabricantes de velas, cereros, cistercienses y Caballeros Templarios
Canonizado por el papa Alejandro III el 18 de enero de 1174
Declarado Doctor de la Iglesia (Doctor Mellifluus, “Doctor de la dulzura de la miel”) por el papa Pío VIII en 1830

 


Cita

«Admitamos que Dios merece ser amado mucho, sí, sin medida, porque Él nos amó primero, Él, infinito, y nosotros nada, nos amó, miserables pecadores, con un amor tan grande y tan libre. Por eso dije desde el principio que la medida de nuestro amor a Dios es amar sin medida. Pues dado que nuestro amor se dirige a Dios, que es infinito e inconmensurable, ¿cómo podemos limitar el amor que le debemos? Además, nuestro amor no es un regalo sino una deuda. Y puesto que es la Divinidad misma quien nos ama, Él mismo, sin medida, eterno, amor supremo, cuya grandeza no tiene fin, y su sabiduría es infinita, y su paz sobrepasa todo entendimiento; dado que es Él quien nos ama, digo, ¿podemos pensar en corresponderle con mezquindad?»


~San Bernardo, Sobre el amor de Dios


Reflexión

Bernardo nació en el seno de una familia de alta nobleza en Fontaines, Francia. Fue el tercero de siete hijos, con cinco hermanos y una hermana. Como miembro de una familia acomodada y de alto estatus social, probablemente recibió una educación completa. Sus padres, muy piadosos, le inculcaron una fe profunda. De joven fue enviado a ser educado por los canónigos de la iglesia de Saint-Vorles en Châtillon-sur-Seine, a unas ochenta millas al norte de su ciudad natal. Allí estudió gramática, poesía, literatura, retórica, dialéctica, Sagrada Escritura y teología. Destacó especialmente en el estudio de la Escritura, que personalizaba en la oración. Además, tuvo siempre una profunda devoción a la Santísima Virgen María, buscando continuamente su intercesión.

Cuando Bernardo tenía unos diecinueve años, falleció su madre. Este acontecimiento lo afectó profundamente a él y a toda su familia. Ya había comenzado a considerar la vida religiosa, y la pérdida de su madre pudo haber encendido en él una resolución más firme de abandonar los intereses mundanos y vivir únicamente para Dios. De regreso en Fontaines, Bernardo empezó a manifestar su intención de ingresar en el recién fundado monasterio cisterciense de Cîteaux, conocido como la Abadía de Nuestra Señora. Al inicio encontró resistencia, pues iba a renunciar a todo lo que su noble familia podía ofrecerle. Sin embargo, se mantuvo firme y finalmente obtuvo su apoyo. De hecho, su virtud, claridad de propósito y evidente santidad inspiraron a otros treinta jóvenes nobles a unirse a él, incluidos todos sus hermanos excepto el menor, que lo haría después, al igual que su padre. Su hermana se haría benedictina.

La orden cisterciense, establecida en 1098, buscaba volver a los ideales de la Regla de San Benito. En ese tiempo, muchos monasterios benedictinos se habían desviado de la Regla, involucrándose en asuntos sociales y políticos, adoptando liturgias excesivamente elaboradas y acumulando tierras y riquezas. Mientras la Regla de San Benito prescribía una vida equilibrada de oración y trabajo para todos los monjes, muchos monasterios habían desarrollado una estructura de dos niveles: los hermanos legos realizaban principalmente trabajo manual y cumplían con oraciones mínimas, mientras que los monjes de coro, a menudo sacerdotes, pasaban menos tiempo en el trabajo manual y se dedicaban más a la capilla y al estudio. Los cistercienses buscaban restaurar la práctica de un único modelo de monje.

En 1113, Bernardo y sus hermanos se despidieron de su padre, de su hermano menor y de su hermana, y acompañados por el resto de sus nobles compañeros, emprendieron un viaje de treinta millas al norte hasta la Abadía de Nuestra Señora de Cîteaux. Al llegar, se postraron ante la puerta principal, pidiendo humildemente al abad Esteban Harding ser admitidos, lo cual él concedió con gozo.

El abad Esteban —hoy reconocido como santo— gobernó el monasterio durante veinticinco años. Su compromiso con una vida más fiel a la Regla benedictina, junto con su santidad y capacidad administrativa, permitió que la recién fundada orden cisterciense experimentara un rápido crecimiento. Numerosos jóvenes ingresaron en sus primeros años, lo que resultó en la fundación de muchos nuevos monasterios. Uno de estos fue erigido en lo que entonces se llamaba el Valle del Ajenjo. Era un lugar desolado, pantanoso, áspero e inhóspito, pero pronto sería transformado y recibiría el nombre de Claraval, que significa “Valle Claro”. El abad Esteban nombró a Bernardo como su abad fundador, cargo que ejercería durante los siguientes treinta y ocho años.

Durante su tiempo en Claraval, el abad Bernardo se ganó un gran respeto por su santidad y liderazgo en la reforma monástica. Fue un prolífico escritor, dejando alrededor de 530 cartas y 300 sermones. Entre sus obras más influyentes se encuentran los ochenta y seis sermones sobre el Cantar de los Cantares, predicados a sus monjes a lo largo de varios años. Estos escritos reflejan la esencia de su espiritualidad: contemplación centrada en el amor divino, el anhelo del alma por Dios, la experiencia de la unión espiritual y el poder transformador de la gracia. Además, redactó más de veinte tratados teológicos y contemplativos de mayor extensión. Entre ellos destaca Sobre el amor de Dios, donde expone con pasión y razón por qué debemos amar a Dios sin medida. En todas sus obras, Bernardo no solo quiso instruir la mente, sino también atraer el corazón hacia la conversión y el amor. Recalcaba la naturaleza personal de Dios revelada en Jesucristo, nuestra llamada a la unión mística con Él, la necesidad de la humildad, los frutos del ascetismo y el papel central que debe tener la Santísima Virgen María en nuestras vidas. Fue teólogo, contemplativo y místico, cuyo fin principal era amar a Dios y atraer a otros a ese mismo amor.

Además de su papel de abad y escritor, Bernardo fue llamado con frecuencia por la Iglesia universal, lo que le exigió muchos viajes. Fundó numerosos monasterios como extensiones de Claraval, ayudó regularmente a papas y obispos en necesidades urgentes, fue un elocuente apologista en defensa de la fe contra las herejías, se pronunció en defensa de los judíos perseguidos, asistió a concilios de la Iglesia, predicó en la segunda cruzada y desempeñó un papel significativo en la resolución de disputas teológicas, políticas y sociales. Fue un verdadero pacificador y unificador. Se le atribuyeron muchos milagros: curó enfermos, expulsó demonios, multiplicó alimentos, calmó tormentas y resucitó muertos. Tenía el carisma del discernimiento espiritual y podía leer los pensamientos e intenciones interiores de las personas. Su influencia fue enorme en vida, y sus abundantes escritos continúan impactando profundamente la vida monástica y a todos los que desean conocer y amar más a Dios y a la Virgen María, a quien veía como nuestra Mediadora y Estrella del Mar que nos guía en la oscuridad.

Al momento de su muerte, el monasterio de Claraval contaba con unos 700 monjes, y había fundado al menos 68 monasterios. Desde entonces se le ha dado el título de Doctor Mellifluus de la Iglesia, porque sus palabras eran como miel: convincentes, claras, elegantes, dulces y eficaces. Cuando hablaba, todos escuchaban y respondían.


Conclusión

Al honrar a este gran santo, reformador, teólogo, místico, unificador y doctor de la Iglesia, contemplemos el efecto que puede tener un solo hombre cuando su amor a Dios alcanza una medida sin medida. Su profunda unión con Cristo y su ardiente deseo de atraer a las almas hacia Dios deben inspirarnos a crecer exponencialmente en nuestro amor, entregándonos totalmente a Él para su gloria.


Oración

San Bernardo de Claraval, Dios te llamó y tú respondiste. Supiste navegar en medio de las debilidades de tu tiempo, inspiraste a incontables almas a amar a Dios y continúas teniendo un impacto duradero en el mundo. Ruega por mí, para que nunca vacile en mi amor a Dios y crea, con firme fe, que la santidad profunda es posible. Así como tú fuiste tan devoto de la Santísima Virgen María, ruega por mí y por toda la Iglesia, para que descubramos ese mismo amor en nuestros corazones y permitamos que Ella nos guíe a través de la oscuridad que encontramos.
San Bernardo de Claraval, ruega por mí. Jesús, en Ti confío.

 


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