Santo del día:
Bienaventurada Virgen María,
Reina
Hoy la Iglesia celebra a la
Virgen María como Reina del cielo y de la tierra. Su realeza no nace del poder
humano, sino de su humildad y de su total disponibilidad al plan de Dios. La
joven de Nazaret que dijo “sí” se convierte en la Madre del Salvador y, al
final de su peregrinación, en la Mujer coronada de estrellas.
En ella contemplamos la meta
de nuestra vocación: reinar con Cristo sirviendo con amor.
El sí acogedor
(Rt 1,1.3-6.14b-16.22/ Mt
22,34-40) En la memoria de María Reina, la liturgia nos regala la
frescura del libro de Rut. Esta mujer extranjera se convierte, por su fidelidad
y su amor gratuito, en parte de la historia de salvación.
Su “sí” a Noemí prepara,
misteriosamente, el camino del “sí” de María en Nazaret. Ambas nos muestran que
el amor sin cálculo abre puertas insospechadas.
Jesús, en el Evangelio,
confirma que toda la Ley se resume en un doble movimiento inseparable: amar a
Dios con todo el corazón y amar al prójimo como a uno mismo. Rut lo vivió en su
carne; María lo encarnó plenamente, hasta ser coronada Reina en el cielo.
Así se dibuja el horizonte de
nuestra vocación bautismal: caminar en el amor, acoger al hermano, dejarnos
coronar por la esperanza.
Primera lectura
Noemí volvió
de la región de Moab junto con Rut, y llegaron a Belén
Comienzo del libro de Rut.
SUCEDIÓ, en tiempos de los jueces, que hubo hambre en el país y un hombre
decidió emigrar, con su mujer Noemí y sus dos hijos, desde Belén de Judá a la
región de Moab.
Murió Elimélec, el marido de Noemí, y quedó ella sola con sus dos hijos. Estos
tomaron por mujeres a dos moabitas llamadas Orfá y Rut. Pero, después de
residir allí unos diez años, murieron también los dos, quedando Noemí sin hijos
y sin marido.
Entonces Noemí, enterada de que el Señor había bendecido a su pueblo
procurándole alimentos, se dispuso a abandonar la región de Moab en compañía de
sus dos nueras.
Orfá dio un beso a su suegra y se volvió a su pueblo, mientras que Rut
permaneció con Noemí.
«Ya ves —dijo Noemí— que tu cuñada vuelve a su pueblo y a sus dioses. Ve tú
también con ella».
Pero Rut respondió:
«No insistas en que vuelva y te abandone. Iré adonde tú vayas, viviré donde tú
vivas; tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios».
Así fue como Noemí volvió de la región de Moab junto con Rut, su nuera moabita.
Cuando llegaron a Belén, comenzaba la siega de la cebada.
Palabra de Dios.
Salmo
R. Alaba,
alma mía, al Señor.
O bien:
R. Aleluya.
V. Dichoso a
quien auxilia el Dios de Jacob,
el que espera en el Señor, su Dios,
que hizo el cielo y la tierra,
el mar y cuanto hay en él;
que mantiene su fidelidad perpetuamente. R.
V. Hace
justicia a los oprimidos,
da pan a los hambrientos.
El Señor liberta a los cautivos. R.
V. El Señor
abre los ojos al ciego,
el Señor endereza a los que ya se doblan,
el Señor ama a los justos.
El Señor guarda a los peregrinos. R.
V. Sustenta al
huérfano y a la viuda
y trastorna el camino de los malvados.
El Señor reina eternamente,
tu Dios, Sion, de edad en edad. R.
Aclamación
V. Dios mío,
instrúyeme en tus sendas, haz que camine con lealtad. R.
Evangelio
Amarás al
Señor tu Dios, y a tu prójimo como a ti mismo
Lectura del santo Evangelio según san Mateo.
EN aquel tiempo, los fariseos, al oír que Jesús había hecho callar a los
saduceos, se reunieron en un lugar y uno de ellos, un doctor de la ley, le
preguntó para ponerlo a prueba:
«Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?».
Él le dijo:
«“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu
mente”.
Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él:
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.
En estos dos mandamientos se sostienen toda la Ley y los Profetas».
Palabra del Señor.
1
Homilía para las lecturas del viernes de la 20ª semana del TO- I
Introducción
Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
Hoy la Palabra de Dios nos invita a mirar con fe y
esperanza dos grandes enseñanzas: por un lado, el testimonio del libro de Rut,
esa mujer extranjera que supo confiar en Dios más allá de sus raíces y encontró
en Él su verdadera patria; y por otro, la respuesta de Jesús a la pregunta
sobre el mandamiento más importante, donde nos recuerda que todo se resume en amar
a Dios y amar al prójimo como a uno mismo. Además, celebramos la memoria de
la Virgen María bajo el título de Reina, porque su vida sencilla,
entregada y humilde se convirtió en un camino de gloria. Ella, la esclava del
Señor, es ahora Reina del Cielo, intercediendo por todos nosotros,
especialmente por quienes más sufren.
En este viernes penitencial, oramos por la
conversión del corazón, y en el marco del Año Jubilar pedimos la gracia de ser peregrinos
de la esperanza, llevando alivio y misericordia a quienes viven en la
soledad, en el dolor del alma o en el quebranto del cuerpo.
4. Rut: mujer extranjera que confió
El libro de Rut es breve, pero lleno de
significado. Nos habla de migración, de acogida, de integración. Rut es una
mujer moabita que, tras la muerte de su esposo, decide no volver a su tierra
natal, sino acompañar a su suegra Noemí al pueblo de Israel. Sus palabras son
conmovedoras: “Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios será mi Dios” (Rut
1,16). En ellas se refleja una fe que no se queda en teorías ni en cálculos,
sino que se expresa en lealtad, amor y confianza.
Este relato nos recuerda a los millones de
migrantes y desplazados que en nuestro mundo, y particularmente en nuestro
país, se ven obligados a dejar su tierra buscando refugio, pan o seguridad. Rut
representa a todas esas personas que, a pesar de la incertidumbre, deciden
apostar por la esperanza. Y también representa a las comunidades que saben
acoger, sin prejuicios, reconociendo la dignidad de todo ser humano.
El Jubileo nos invita justamente a eso: a derribar
muros de indiferencia, a integrar y no excluir, a mirar en el rostro del
extranjero y del pobre el rostro mismo de Cristo.
2. El mandamiento del amor
En el Evangelio (Mt 22,34-40), Jesús responde con
claridad a la trampa de los fariseos. La Ley de Moisés contenía muchos
preceptos, pero Él no duda: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón,
con toda tu alma y con toda tu mente… y a tu prójimo como a ti mismo”. Este
es el corazón de la vida cristiana.
El amor no es un sentimiento superficial ni una
emoción pasajera. Amar, en el sentido bíblico, significa entregar la vida,
poner al otro en el centro, vivir en justicia y misericordia. Sin amor,
todas las prácticas religiosas, los ayunos, las oraciones, las penitencias,
quedan vacías. Pero cuando hay amor, hasta lo más sencillo —una visita, una
sonrisa, una palabra de consuelo— se convierte en acto de redención.
Hoy, en este viernes penitencial, se nos recuerda
que el amor pasa también por el camino de la cruz. Amar a Dios es cargar con el
peso del hermano. Amar al prójimo es hacernos solidarios con su sufrimiento.
Amar a uno mismo es reconocer que también nosotros necesitamos perdón y
sanación.
3. María Reina: el amor hecho
servicio glorificado
Hoy celebramos la memoria de la Virgen María como
Reina. Su realeza no es la de los poderosos de este mundo, que imponen y
dominan, sino la del servicio y la humildad. María fue Reina porque dijo “sí”
al plan de Dios. Fue Reina porque en las bodas de Caná supo interceder por los
novios. Fue Reina porque estuvo al pie de la cruz, compartiendo el dolor de su
Hijo y adoptando como hijos a todos nosotros.
La Iglesia la proclama Reina del Cielo, pero su
corona es la de los humildes. Ella nos recuerda que el camino hacia la gloria
pasa por el amor. Y como madre, no se desentiende de sus hijos: intercede por
los que lloran, por los que no tienen trabajo, por los que sufren enfermedades,
por los migrantes que buscan una tierra, por los que cargan heridas interiores.
En ella, cada dolor humano encuentra ternura y consuelo.
4. Aplicación para nuestro tiempo
Hermanos, en este Año Jubilar somos llamados a
vivir como peregrinos de la esperanza. La Palabra de hoy nos invita a
tres compromisos concretos:
1. Acoger al extranjero y al
diferente, como
Rut fue acogida. Que en nuestras parroquias y comunidades nadie se sienta
excluido por su origen, por su pobreza o por su situación de vida.
2. Vivir el amor como mandamiento
central. Que
nuestras prácticas religiosas no se queden en lo externo, sino que sean
expresiones auténticas de caridad.
3. Mirar a María Reina como modelo
de esperanza. Ella
nos enseña que la verdadera grandeza está en la humildad y que la realeza
cristiana es servicio.
En este viernes penitencial, unámonos especialmente
a quienes cargan cruces pesadas: los enfermos, los que sufren depresión o
soledad, los que han perdido la fe, los que sienten que ya no tienen fuerzas.
Que nuestra oración sea bálsamo para ellos.
Conclusión
Queridos hermanos, el libro de Rut nos recuerda que
Dios actúa en lo pequeño, en las decisiones cotidianas de amor y fidelidad. El
Evangelio nos recuerda que todo se resume en amar. Y María Reina nos recuerda que
el amor humilde y perseverante recibe la corona de la gloria.
Pidamos hoy al Señor que nos enseñe a amar como Él
nos amó, que nuestras comunidades sean hogares de acogida, que nuestras
penitencias no sean sólo renuncias, sino gestos de solidaridad, y que María,
nuestra Reina, interceda por todos los que sufren en el alma y en el cuerpo.
Amén.
2
Comentario
y Homilía a la luz de las lecturas propias de la memoria obligatoria
Lecturas: Is 9,1-6; Sal
112 (113); Lc 1,26-38
“Hágase así”
(Lc 1, 26-38) En
eco a la fiesta de la Asunción, la Iglesia hace memoria de María, Reina.
La mujer del Apocalipsis,
coronada de estrellas, cede el lugar a la jovencísima muchacha de Nazaret.
Estas dos imágenes trazan un inmenso arcoíris, que esboza la trayectoria de nuestra
vocación bautismal. Siguiendo a María, pronunciamos nuestro «fiat» («hágase
así») y damos a luz a Jesús; al término de nuestro peregrinaje terrenal,
compartimos su gloria en el seno del Padre.
Bénédicte de la Croix, cistercienne
Introducción
Queridos
hermanos y hermanas en Cristo:
Hoy,
apenas una semana después de la solemnidad de la Asunción, celebramos la
memoria de María Reina del
cielo y de la tierra. La liturgia de la Palabra nos ofrece un
itinerario maravilloso: Isaías nos anuncia al Mesías, el Salmo nos hace cantar
la grandeza de Dios que se inclina hacia los pobres, y el Evangelio nos
devuelve a Nazaret, donde María pronuncia el “fiat” que cambió la historia.
En
este viernes penitencial, al orar por el perdón de nuestros pecados y por la
sanación de quienes sufren en el cuerpo y en el alma, contemplamos a María como
Reina cercana y madre
misericordiosa. En el marco del Año Jubilar, ella nos anima a
ser peregrinos de la
esperanza, testigos de un Reino que se construye en la humildad
y en el amor.
1. Isaías: el anuncio de un Rey que trae paz
La
primera lectura (Is 9,1-6) nos presenta un poema mesiánico lleno de esperanza: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio
una gran luz”. Este anuncio culmina en la profecía de un niño que
nacerá con títulos que desbordan ternura y fuerza: “Consejero admirable, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe
de la paz”.
Este
texto, leído a la luz de María Reina, nos recuerda que este Rey esperado llegó
al mundo a través de ella.
El trono de justicia y paz que Isaías anticipa encontró su puerta en el corazón
disponible de María. Ella, al pronunciar su “hágase”, permitió que el Príncipe de la paz
habitara nuestra historia.
En
este tiempo, donde tantos pueblos viven bajo las sombras de la guerra, la
división y el dolor, María Reina nos muestra que la verdadera realeza de Cristo
no es violencia ni poder, sino paz y justicia.
2. El Salmo: Dios que se inclina hacia los
pequeños
El
salmo responsorial (Sal 112/113) proclama: “Él
levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre”. Aquí
encontramos el corazón del Dios que María conoció y proclamó en su Magníficat: “Derribó del trono a los poderosos y
exaltó a los humildes”.
María,
elevada como Reina, es al mismo tiempo signo de que Dios no olvida a los
pequeños. Su corona está hecha de sencillez y servicio. Y precisamente porque
fue pobre y humilde, Dios la engrandeció. Ella refleja la promesa del Salmo:
Dios se acerca, se inclina, se abaja, para levantar a quienes no cuentan a los
ojos del mundo.
En
este viernes penitencial, esta Palabra nos mueve a reconocer nuestra pequeñez y
a dejar que Dios nos levante. Y también a ser instrumentos suyos para levantar
a quienes están hundidos en la tristeza, la enfermedad, la pobreza o la
soledad.
3. El Evangelio: el “fiat” que abre el Reino
En
el Evangelio (Lc 1,26-38), el ángel Gabriel anuncia a María que dará a luz al
Hijo del Altísimo, aquel cuyo reino no tendrá fin. Ante este anuncio, María
responde con una frase breve y decisiva: “Hágase
en mí según tu palabra”.
Ese
fiat es la
llave de su realeza. María es Reina no por privilegio, sino por obediencia. Su
grandeza está en haberse puesto toda entera en las manos de Dios. La mujer del
Apocalipsis, coronada de doce estrellas, tiene su raíz en esta jovencita de
Nazaret que creyó contra toda evidencia y confió sin reservas.
Cada
uno de nosotros, por el bautismo, está llamado a recorrer ese mismo arcoíris
espiritual: decir “sí” en lo cotidiano, dar a luz a Cristo en nuestras obras y
esperar, al final de nuestra vida, la corona prometida a los que aman al Señor.
4. Viernes penitencial: pedir perdón y sanar
con María Reina
Hoy
nuestra mirada se detiene en el sufrimiento humano. María Reina es Madre que
intercede por sus hijos. Ante ella traemos nuestras culpas, nuestras heridas
interiores, nuestras enfermedades del cuerpo y del espíritu. Ella sabe lo que
es acompañar el dolor, porque estuvo al pie de la cruz.
El
Jubileo nos invita a vivir el perdón y la sanación. A dejar que Dios reine en
nosotros, no el pecado. A permitir que el amor cure nuestras llagas. A ser
comunidades que, como María, acogen al débil, levantan al caído, dan esperanza
a los enfermos.
5. Peregrinos de la esperanza con la Reina del
cielo
En
este Año Jubilar, todos estamos llamados a ser peregrinos de la esperanza. María Reina
camina a nuestro lado, mostrándonos que el camino hacia la gloria no pasa por
la soberbia, sino por la humildad; no por dominar, sino por servir; no por
acumular, sino por amar.
Ella
es el arcoíris que une la historia de la salvación con nuestro propio destino
bautismal: el “sí” de la fe en la tierra, la corona de la vida en el cielo.
Conclusión
Queridos
hermanos, Isaías nos recuerda que la esperanza se anuncia en forma de niño. El
salmo nos revela a un Dios que se abaja hasta el pobre. El Evangelio nos
muestra a María que dice “sí” y se convierte en Reina por su obediencia.
Hoy,
en este viernes penitencial, elevemos con confianza nuestra súplica:
·
que
el Señor perdone nuestros pecados,
·
que
sane las heridas del alma,
·
que
fortalezca a los enfermos del cuerpo,
·
y
que, acompañados por María Reina, caminemos como auténticos peregrinos de la
esperanza, hasta compartir un día su misma gloria en el seno del Padre.
Amén.
22 de agosto:
Memoria de la Bienaventurada Virgen María Reina
Cita:
“Apareció en el cielo una gran señal: una Mujer
vestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre
su cabeza.”
~Apocalipsis 12,1
Reflexión:
El siglo XX presenció un gran resurgimiento en la
devoción a la Madre de Dios. Varias décadas antes, el 8 de diciembre de 1854,
el Papa Pío IX declaró el Dogma de la Inmaculada Concepción. Cuatro años más
tarde, la Santísima Virgen se apareció a Bernardita Soubirous, una joven
campesina de catorce años, en Lourdes (Francia). En esa aparición, cuando
Bernardita preguntó quién era la Señora Celestial, ella respondió: “Yo soy la
Inmaculada Concepción”. Esta confirmación mística del dogma papal encendió una
gran devoción hacia la Madre de Dios, y Lourdes se convirtió en un lugar de
peregrinación frecuente donde han ocurrido muchos milagros.
En 1916, tres niños pastores en Fátima, Portugal,
recibieron tres apariciones del Ángel de la Paz, el Ángel de la Guarda de
Portugal. Luego, en 1917, recibieron seis apariciones de la “Señora del
Rosario”, como ella misma se llamó. El día de su última aparición, unas 70.000
personas se habían congregado y todos fueron testigos del milagro prometido.
Una lluvia torrencial cesó de inmediato, el sol “bailó” y pareció precipitarse
hacia la tierra, y todo —personas y objetos— quedaron repentinamente secos.
Esta aparición y este milagro continúan alimentando la devoción a la Madre de
Dios.
En 1950, el Papa Pío XII promulgó una constitución
apostólica mediante la cual declaró como dogma de nuestra fe “que la Inmaculada
Madre de Dios, siempre Virgen María, terminado el curso de su vida terrena, fue
asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial”. Ya que Jesús es el Rey de
reyes, y porque está sentado en su trono a la derecha del Padre en el Cielo, y
su Madre fue asunta al Cielo en cuerpo y alma, la conclusión lógica de estas
verdades nos conduce necesariamente a la memoria que hoy celebramos.
Los Padres de la Iglesia primitiva utilizaron lo
que se conoce como “tipología” para establecer claramente la continuidad entre
el Antiguo y el Nuevo Testamento. Por ejemplo, aunque el rey Salomón pecó,
también es una prefiguración o “tipo” de Cristo, porque fue un pacificador,
lleno de sabiduría, y construyó el Templo. San Agustín, en su comentario al
Salmo 127, afirma que nuestro Señor es “el verdadero Salomón” y que “Salomón
fue la figura de este Pacificador”. El verdadero Pacificador es Cristo, y así
como Salomón edificó el Templo, nuestro Señor construyó el verdadero Templo de
su Cuerpo, que es la Iglesia.
Siguiendo esta tipología, el Primer Libro de los
Reyes dice: “Fue Betsabé a ver al rey Salomón para hablarle en favor de
Adonías; el rey se levantó a recibirla y se postró ante ella. Luego volvió a
sentarse en su trono, e hizo colocar un trono para la madre del rey, que se sentó
a su derecha. Ella dijo: ‘Tengo que hacerte una pequeña súplica, no me la
niegues’. El rey le contestó: ‘Pide, madre mía, pues no te la negaré’” (1 Re
2,19-20). Si el rey Salomón, figura veterotestamentaria de Cristo, honró las
peticiones de su madre, sentándola en un trono a su derecha, ¡cuánto más
nuestro Señor, verdadero Rey de reyes, hace lo mismo con su Madre! Por eso, la
memoria de hoy celebra el hecho de que, en el Cielo, la Madre de Jesús está
sentada en un trono junto al suyo, y como Salomón, Jesús le dice con certeza:
“Pide, madre mía, pues no te la negaré”.
Por estas razones, el 11 de octubre de 1954, cuatro
años después de la proclamación de la Asunción, el Papa Pío XII instituyó la
memoria de la Realeza de María con su carta encíclica Ad Caeli Reginam (La
Reina del Cielo). Esta memoria fue asignada inicialmente al 31 de mayo,
tras la memoria del Inmaculado Corazón de María. Sin embargo, en 1969, el Papa
Pablo VI trasladó la fecha al 22 de agosto, ocho días después de la solemnidad
de la Asunción de la Bienaventurada Virgen María. En gran parte, esto se hizo
para crear una octava de continuidad y mostrar que la Asunción necesariamente
conduce a que la Madre de Dios sea también la Reina Madre del Cielo y de la
Tierra.
Como Reina, la Madre María no solo intercede en
nuestro favor, sino que también actúa como mediadora de su Hijo. Desde su trono
celestial, la Reina Madre del Cielo y de la Tierra recibe la misión de
dispensar la gracia de Dios. Ella no es la fuente, pero tiene el privilegio de
ser el instrumento de distribución. Como madre amorosa, nada la complace más
que prodigar todo bien a sus hijos en la tierra. Anhela reunir a todos sus
hijos en el Cielo, con y en su divino Hijo.
Aunque la evolución litúrgica y teológica de esta
memoria pueda parecer compleja, su esencia es simple: no solo tenemos una Madre
en el Cielo, también tenemos una Reina Madre. Como María es la Reina Madre de
Dios, debemos acudir a ella con fe infantil y simplicidad. Así como un niño
corre hacia una madre amorosa en el momento de necesidad, sin cuestionar jamás
su amor, protección y cuidado, así debemos correr hacia ella. Ella es nuestra
protectora, nuestro refugio, nuestra esperanza y nuestro dulce gozo. Su afecto
es perfecto y su amor maternal incomparable.
Al honrar hoy a la Reina del Cielo, contemplemos la
comprensión cada vez más profunda que la Iglesia tiene de su papel. Así como la
Iglesia ha ido profundizando a lo largo de los siglos en la grandeza de María,
así también nosotros debemos descubrirlo personalmente a lo largo de nuestras
vidas. Acudamos a ella, busquemos su oración, confiemos en su intercesión y
honrémosla como nuestra Madre y nuestra Reina.
Oración:
Madre y Reina del Cielo, hoy corro hacia ti como un
niño, con confianza y fe. Tú eres la gloriosa Reina Madre, que reinas sobre
todos tus hijos con amor y misericordia. Ruega por mí y concédeme todo lo que
necesito. Abro mi corazón a la gracia de tu Hijo, que a ti se te ha confiado
distribuir. Hazme santo y libre de pecado, para que puedas presentarme limpio y
puro a tu amado Hijo, el Rey del Universo. Reina del Cielo, ruega por mí.
Jesús, en Ti confío.
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