Santo del día:
San Martín de Porres
1579-1639.
Enfermero en el convento de Lima (Perú), este terciario dominico mostró tal
devoción a los enfermos y excluidos que el Papa Juan XXIII, quien lo canonizó
en 1962, lo apodó “Martín de la Caridad”.
La danza de los regalos
(Lucas 14:12-14) Lucas,
escribiendo para un público culto y acomodado, sabe que el intercambio de
regalos puede volverse fácilmente repetitivo en círculos cerrados que no
fortalecen los lazos sociales, sino que, por el contrario, tienden a aislarlos
y sofocarlos. Atreverse a extender nuestra generosidad libremente a quienes no
la corresponderán significa confiar en otro socio, Dios, cuya generosidad
aguarda su turno para unirse al juego de dar.
Jean-Marc Liautaud, Fondacio
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1. Introducción: el valor del dar sin esperar
El
Evangelio de hoy (Lc 14,12-14) es una provocación a nuestras costumbres
sociales. Jesús, invitado a una comida en casa de uno de los principales
fariseos, lanza una enseñanza que rompe los esquemas: “Cuando des un
banquete, invita a los pobres, los lisiados, los cojos y los ciegos; y serás
dichoso, porque ellos no tienen con qué pagarte, y así tendrás tu recompensa en
la resurrección de los justos.”
En un
mundo que mide casi todo en términos de intercambio y retribución, Jesús
propone el camino del pago diferido, el de Dios: ayudar, amar, servir,
sin esperar recompensa inmediata. En el Reino de Dios, el verdadero valor no se
mide por lo que se gana, sino por lo que se entrega gratuitamente.
El
apóstol Pablo, en la primera lectura (Rom 11,29-36), nos recuerda que “los
dones y la llamada de Dios son irrevocables”. Es decir, Dios no retira su
gracia aunque el hombre falle; su amor no sigue las reglas del mérito, sino las
de la misericordia.
2. La lógica de la reciprocidad frente a la
gratuidad del Evangelio
Existe una realidad humana: solemos actuar movidos por la reciprocidad.
Si alguien me hace un favor, intento devolverlo; si invito, espero ser
invitado. Esta dinámica, que puede parecer justa, se vuelve obstáculo
cuando sustituye la gratuidad que caracteriza el amor evangélico. Jesús
no condena la cortesía ni la buena educación, sino la mentalidad de cálculo,
esa forma de dar esperando retorno.
La
justicia humana funciona por conmutación: “te doy porque me das”. Pero la
justicia divina funciona por compasión: “te doy porque te amo”. Y esa
compasión no busca beneficio alguno, sino el bien del otro. En eso, Jesús no
solo enseña con palabras: Él mismo se hizo don gratuito. Se sentó a la
mesa con los fariseos, pero también con publicanos y pecadores. Se dejó invitar
por ricos, pero su corazón estaba con los pobres. Y nunca adaptó sus
convicciones al ambiente.
3. Jesús no deja sus principios en la puerta
Alguien señala algo esencial: Jesús podía entrar a la casa de los poderosos,
pero no dejaba sus convicciones en la puerta. No se dejaba comprar ni
silenciar por los privilegios. Hoy podríamos preguntarnos: ¿cuántas veces
negociamos nuestros valores para agradar, para encajar, para ascender? ¿Cuántas
veces bajamos el volumen de la verdad para evitar conflictos?
Jesús
permanece libre y fiel: “Si tú me invitas, prepárate a invitar también a
los pobres, porque yo no avanzo sin ellos”. Su fidelidad no es ideológica, sino
profundamente humana y divina. La presencia de los pobres no es opcional para
el discípulo: ellos son parte del Evangelio, el rostro visible del mismo
Cristo.
4. San Martín de Porres: el rostro humilde del
Evangelio
Hoy la
Iglesia celebra la memoria de San Martín de Porres, hijo de un noble
español y de una mujer afroperuana. Desde joven sintió el llamado al servicio y
al cuidado de los más pobres. Ingresó como hermano en el convento dominico del
Rosario en Lima, donde ejerció de portero, enfermero, barbero y confesor de los
humildes.
Su vida
fue una parábola viviente del Evangelio de hoy: compartió sin esperar
recompensa. San Martín transformó el claustro en un hospital y la escoba en
instrumento de caridad. Sus manos, que curaban heridas, limpiaban también los
pisos del convento con la misma alegría. Nunca buscó honores; su felicidad
consistía en servir y amar, especialmente a quienes no podían devolverle
nada.
Su
ejemplo interpela a nuestras comunidades: ¿cuánto de nuestro apostolado está
movido por amor puro y cuánto por interés o reconocimiento? En el Año Jubilar,
San Martín nos enseña a convertir el servicio en alabanza y la humildad en
misión.
5. Aplicación jubilar: gratuidad, justicia y
esperanza
En este Año
Jubilar “Peregrinos de la Esperanza”, el Evangelio de hoy nos invita a
revisar nuestras actitudes. Peregrinar es también liberarse del peso del
cálculo, de la obsesión por el mérito, de la búsqueda de prestigio. La
Iglesia jubilar es la Iglesia del don gratuito:
- Una Iglesia que invita a
todos a la mesa: pobres, migrantes, enfermos, olvidados.
- Una comunidad que no espera
agradecimientos, sino que sirve por amor.
- Un pueblo que confía en
la recompensa eterna, no en los aplausos del momento.
Jesús nos
pide vivir con el corazón desprendido. Lo que damos a los pobres no se pierde: se
transforma en capital de eternidad, porque ellos serán nuestros anfitriones
en el Reino.
6. Intención orante por los difuntos: la gratitud
que permanece
En este
mes de noviembre, la Iglesia reza por todos los fieles difuntos. Recordamos con
amor a quienes ya no están, pero que siguen vivos en Dios. Ellos no pueden
recompensarnos, pero nuestras oraciones son una forma de amor gratuito:
una manera de decir “gracias” más allá de la muerte.
Así como
Jesús nos enseña a dar sin esperar retorno, también rezamos por los difuntos sin
esperar nada a cambio, confiando en la misericordia divina. En la comunión
de los santos, el amor no se interrumpe; simplemente cambia de forma.
7. Conclusión: permanecer fieles en medio de
quienes piensan distinto
El
cristiano auténtico, no es quien defiende valores de
palabra, sino quien permanece de pie —a veces solo— en medio de quienes
piensan distinto. Jesús, en casa de los fariseos, fue ese hombre de pie. San
Martín, en una sociedad racista y clasista, fue ese hombre de pie.
Ser fiel
a Dios en medio de un mundo que negocia principios es el milagro diario del
Evangelio. No se trata de juzgar, sino de testimoniar. En la
historia, los santos no ganaron por número, sino por coherencia.
8. Oración final
Señor
Jesús,
que nos invitas a servir con gratuidad,
haznos desprendidos de todo cálculo y conveniencia.
Que nuestra caridad no dependa del mérito ni del interés,
sino que refleje tu amor libre y generoso.
Por intercesión
de San Martín de Porres,
enséñanos a amar sin medida,
a sonreír mientras servimos,
y a encontrar en los pobres el rostro de tu bondad.
Recibe a
nuestros hermanos difuntos en tu morada de paz,
donde el amor es recompensa y la esperanza se cumple.
Y en este Año Jubilar,
haznos peregrinos que avanzan con las manos vacías
pero el corazón lleno de gratitud.
Amén.
Frase
para meditar:
“Dios no
paga con monedas de este mundo; su pago es la eternidad de su amor.”
3 de noviembre:
San Martín de Porres, religioso —
Memoria opcional
1579–1639
Patrono de los
afroamericanos, personas birraciales, barberos, hospedadores, pobres, Perú,
trabajadores de salud pública, escuelas públicas, televisión, y de la justicia
social e interracial.
Canonizado por el papa
Juan XXIII el 6 de mayo de 1962.
Cita
Cierto de que merecía un castigo más severo por sus pecados que los demás, pasaba por alto sus peores ofensas. Fue incansable en sus esfuerzos por reformar al delincuente y se desvelaba junto a los enfermos para consolarlos. A los pobres les proporcionaba comida, ropa y medicinas. Hizo todo lo posible por cuidar a los jornaleros pobres, negros y mulatos, despreciados entonces como esclavos, la escoria de la sociedad de su tiempo. El pueblo sencillo le llamó “Martín de la caridad”. Excusaba las faltas de los demás y perdonaba las más amargas injurias, convencido de que él merecía castigos mucho más severos a causa de sus propios pecados.
~De la homilía de canonización de San Juan XXIII.
Reflexión
En
1532, los exploradores españoles llegaron al actual Perú y capturaron al
emperador inca Atahualpa, marcando el inicio del dominio español en la región.
Apenas cinco años después, el papa Pablo III publicó una bula lamentando los
informes de que muchos generales españoles actuaban como tiranos y saqueadores,
oprimiendo cruelmente a los pueblos indígenas. Robaban su plata y su oro, les
quitaban sus tierras, los forzaban a trabajar como esclavos y los trataban como
seres subhumanos. En 1542, España estableció el Virreinato del Perú,
formalizando su control político sobre el territorio.
Aunque
algunos misioneros defendieron los derechos de los nativos, mucha de la
crueldad continuó. El rey Felipe II, consciente del caos, intentó intervenir,
pero con poco éxito. En 1581, decidió enviar a su mejor obispo al Perú: el
futuro San Toribio de
Mogrovejo, quien transformaría la nueva nación en los
siguientes veinticinco años. De ese mismo contexto surgieron cinco grandes santos peruanos:
Toribio de Mogrovejo, Rosa de Lima, Juan Macías, Francisco Solano y el santo
que hoy honramos, Martín
de Porres.
Martín
de Porres y Velázquez nació en Lima, virreinato del Perú, dos años antes de la
llegada de San Toribio como nuevo arzobispo, y treinta y siete años después de
la fundación del virreinato. Su padre era español; su madre, una esclava
liberada de ascendencia africana o indígena. Según las costumbres del tiempo,
eso hacía de Martín un hijo ilegítimo y mestizo, marcado con el humillante
apelativo de “mulato”. Tuvo una hermana dos años menor.
Después
del nacimiento de su hermana, su padre, avergonzado por el color de piel de sus
hijos, abandonó a la familia. La madre, Ana, los crió sola ganándose la vida
lavando ropa. La familia vivía en la pobreza. Gracias a la labor evangelizadora
de los misioneros españoles, los nativos y los esclavos africanos fueron
instruidos en la fe y bautizados. No se conservan muchos datos sobre la
formación religiosa de Martín, pero se sabe que desde niño amó profundamente a Dios y a los pobres.
Una
anécdota cuenta que, cuando su madre lo enviaba al mercado a comprar alimentos,
Martín los regalaba por el camino a los necesitados. A los doce años, su madre
no pudo seguir alimentándolo, y lo envió a una escuela donde vivió y estudió un
tiempo. Luego fue acogido por un barbero-cirujano,
quien le enseñó su oficio. En aquella época, los barberos eran también los
practicantes más comunes de la medicina: usaban sus habilidades con las
cuchillas no solo para cortar cabello, sino también para realizar pequeñas
cirugías. Martín se enamoró de ese oficio, pues le permitía sostenerse y servir a los demás.
Durante
su aprendizaje, su vida de oración se intensificó. Pasaba horas en vela ante
Dios, buscando una unión más profunda con Él. Admiraba mucho a los dominicos de
Lima, pero la ley española prohibía que personas de raza mixta fueran admitidas
como religiosos profesos. Sin embargo, su deseo era tan ardiente que acudió al
convento del Santo Rosario
y pidió ser aceptado como hermano donado (no profeso). El superior accedió.
Durante
los siguientes ocho años,
Martín vivió como dominico, vistiendo el hábito y sirviendo en los oficios más
humildes: cortaba el cabello a los frailes, cocinaba, limpiaba, lavaba la ropa
y atendía a los enfermos con sus conocimientos médicos. Su humildad, ternura y
caridad impresionaban a todos. Por eso fue puesto a cargo de las limosnas que
la comunidad repartía a los pobres.
Aunque
algunos seguían despreciándolo por su origen, quienes tenían un corazón
cristiano reconocían su santidad. Ocho años después, el superior decidió ignorar las leyes discriminatorias
y le pidió profesar los votos como dominico a los 24 años. Martín obedeció.
Durante la siguiente década, su vida espiritual creció más aún. Pasaba largas
horas ante el Santísimo
Sacramento, desarrolló una tierna devoción por la Virgen María
y practicó severas penitencias.
Un
día, cuando el convento atravesaba dificultades económicas, el superior buscaba
cosas para vender, y Martín exclamó con sinceridad: “Yo soy solo un pobre mulato… véndame a mí.”
A
los 34 años,
fue nombrado enfermero
del convento, cargo que desempeñó por 25 años, hasta su muerte. Aplicó su saber
médico con éxito, pero pronto se vio que sus curaciones iban acompañadas de poder sobrenatural. Se
multiplicaban los milagros. Sin embargo, lo que más conmovía era su humildad y compasión.
Recogía a los enfermos de la calle y los llevaba al convento, incluso a los más
rechazados. Aunque algunos frailes protestaron, su amor era tan contagioso que
las quejas cesaron.
Su
fama se extendió por todo Lima. Se le atribuían bilocaciones, apariciones en lugares
distantes, curaciones prodigiosas, incluso el don de hablar con los animales.
Fundó un hogar para
huérfanos, y diariamente pedía limosnas por la ciudad para
repartirlas entre los pobres y los frailes. Algunos testigos lo vieron rodeado de luz o
levitando durante la oración. Los más sabios acudían a pedirle consejo, pues
tenía el don de leer los corazones.
Tras
su muerte, los milagros se multiplicaron. Veinticinco años después, su cuerpo
fue hallado incorrupto.
San
Martín de Porres nació en la pobreza y el rechazo, pero esas pruebas solo
aumentaron su virtud. Su alma estaba tan unida a Dios que Él obraba maravillas
a través de él. Hoy, al honrar a este humilde hermano dominico, pensemos en lo
que en nuestra vida nos causa ira o desánimo. San Martín enfrentó muchas
tentaciones así, pero las
transformó en oportunidades de gracia. Que él nos inspire a
hacer lo mismo, para que Dios convierta cada cruz en fuente de amor abundante.
Oración
San
Martín de Porres, tu pobreza y rechazo no te impidieron buscar
el amor de Dios.
Ese amor te llenó de virtudes y de un profundo cariño por el pueblo de Dios.
Ruega por mí, para que aprenda de tu humildad
y persevere en la oración,
de modo que Dios pueda hacer grandes cosas en mí y a través de mí,
para bien del mundo.
San
Martín de Porres, ruega por mí.
Jesús, en Ti confío.


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