martes, 10 de mayo de 2016

15 de mayo del 2016: Domingo de Pentecostés



Ese viento que sopla todavía

Pentecostés marca el final de la Pascua; los discípulos reciben plenamente el Espíritu Santo y se disponen a anunciar a Cristo a todas las naciones.




Lectura del santo evangelio según san Juan (20,19-23):

Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros.»
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.»
Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»
Palabra del Señor



A guisa de introducción:

Cuando Dios respira en nosotros

Será a causa de la polución, que se nos determinan días para respirar, días sin carro?
Será a causa de los casos de asma cada vez más frecuentes?
Será a causa de la vida estresante de nuestros días?
Es culpa del consumismo que nos aprieta y nos da la impresión de que nos falta el oxigeno?
Yo no lo sé.
Pero cierto el caso es que siempre estamos en búsqueda de un segundo aire, de otros vientos, de otro horizonte. Crisis del aire, ciertamente, pero sobre todo crisis de respiración, crisis de la vida espiritual.

La Fiesta de Pentecostés es precisamente la fiesta de la respiración, del aliento, del Espíritu. El Señor Resucitado nos hace un don, su soplo viene sobre nosotros, en nosotros. Ese hálito, ese espíritu planeaba ya sobre la creación entera y he aquí que él entra en nosotros para vivir más plenamente.

Se puede también decir que Dios respira en nosotros. Y nosotros también respiramos en Dios. Entramos en otro espacio, en otro horizonte. El universo se expande y nos conduce a las riberas de Dios.

El soplo o aliento de vida no está en otra parte, en los Alpes, las Rocosas o el Tíbet. Él está en lo más íntimo de sí, de nosotros mismos, mismo en el fondo de la ciudad sobrepoblada, cuando uno se abre a la Resurrección de Cristo y cuando se deja al Espíritu hacerse cargo de nuestro aliento, nuestra respiración. Como lo canta si bien la liturgia:

“Ven Espíritu Santo, penetra el corazón de tus fieles”



Aproximación psicológica al texto del Evangelio:

Permanecer siendo el mismo

Cada uno de nosotros sabemos cuán difícil es darse completamente, sea a una causa o a otra persona, y al mismo tiempo continuar siendo el mismo, continuar perteneciéndose.

Es difícil comprometerse a fondo en la vida comunitaria, y al mismo tiempo, ir

seriamente al encuentro de sí mismo en el silencio y la soledad. Es difícil de “ser miembros los unos de los otros” (Romanos 12,5), como nos lo demanda Pablo, y al mismo tiempo conservar una libertad profunda en relación a las personas que hay a nuestro alrededor (el mismo Pablo pregunta: “¿por qué ha de ser juzgada mi libertad por la conciencia ajena?” (1 Corintios 10,29).

Para decirlo en dos palabras: es difícil permanecer siendo el mismo cuando uno decide (de) abrirse completamente. Jesús ha ido lejos en esta experiencia. El permaneció siendo el mismo compartiendo todo con sus apóstoles (“todo lo que he aprendido de mi Padre, se los he dado conocer” – Juan 15,15).  Él estuvo siempre presente y disponible para los apóstoles yendo hasta su experiencia definitiva de intimidad con el Padre (“…después de haber despedido la multitud, Él se retira a la montaña para orar. Llegada la noche, se encontraba allí solo”- Mateo 14,23). Y al mismo tiempo Él permanecía disponible para entrar en relación de intimidad con aquellos que encontraba en su camino.

Este fenómeno de disponibilidad para sí mismo y para los otros nos acerca al misterio de Pentecostés, porque es dándonos a nosotros mismos, tomando conciencia de quién somos, de nuestras posibilidades y potencias que al mismo tiempo el Espíritu nos hace capaces de APERTURA…Mas este fenómeno también nos aproxima al misterio de la TRINIDAD, porque es por el Espíritu que el Padre y el Hijo son pura autonomía, al mismo tiempo que son total apertura, y el Espíritu actuaría en los hombres como él actúa en la Trinidad.

Y es porque el “Espíritu está sobre Él” (Lucas 4,18) que Jesús es capaz de conciliar tanto libertad como compromiso. Además de manifestarse por los dones y carismas, el Espíritu actúa en el interior del hombre y esta acción está centrada en su liberación progresiva, en su lento crecimiento en y por el amor.

En la Fiesta del Padre, no hará más profetas, ni convocadores, ni predicadores, ni sanadores. No habrá nada más que personas para quienes la libertad y el amor estarán al fin reconciliados, personas que podrán amar sin perder su libertad ni dominar al otro.

En la Trinidad esto permanece (dura por) siempre. Para nosotros esto ha comenzado con el Espíritu.



Reflexión Central

Impulsados por el Espíritu

Cuando el niño nace, durante algunos segundos, los padres o la madre esperan el aliento, el aire que va inflar su pecho y le permitirá respirar. Si él deja entrar este aire o aliento dentro de sí, esto querrá decir que está vivo. Su peregrinación terrestre comienza. Pero si, por el contrario, su cuerpo rechaza este aliento, el bebé muere. No hay campo para las medias tintas. Se vive o no se vive.
Respirar, estar vivo, qué maravilla! Qué promesa!

Nos hemos dado cuenta recientemente luego del terremoto en Ecuador y que dejó como estadística más de 600 muertos. Bastaba con ver los socorristas mendigar el menor aliento o soplo de vida, de verlos llenos de alegría ante el descubrimiento de sobrevivientes.

Esto puede ayudarnos a comprender esta gran fiesta de Pentecostés, que ha dado nacimiento a la Iglesia. Una de las fiestas más importantes de nuestra fe, ya que, sin este soplo divino, este soplo del Espíritu Santo, ni ustedes ni yo, estaríamos aquí meditando el evangelio.

Pentecostés es la fiesta del amor fecundo de Dios. No solamente este amor se ha hecho visible en Jesús hace dos mil años, sino que continúa dándose a toda la humanidad. Él es nuestra respiración…infinita presencia en lo más íntimo de nosotros mismos. Para tener conciencia de ello, es necesario inspirarlo en un profundo silencio de adoración. Y dejarnos guiar, puesto que es Él quien distribuye dones y carismas, quien abre las puertas del cenáculo y quien guía nuestros pasos sobre los caminos de la evangelización del mundo.

La Iglesia acoge este soplo de Dios. Ella acoge este fuego de Dios. Ella hace del brasero de su amor su templo. Ella permanece, y espera, para que, de todos los horizontes, los pueblos puedan venir a abrigarse y calentarse. Sobre el rostro de la Iglesia resplandece el amor infinito de Dios.

Hoy, cuando hay más de 2400 traducciones de la Biblia, uno no puede menos que alegrarse de leer: “ellos estaban desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma. (Hechos 2,6).

Cuántas veces, como misionero, participando en una gran iglesia en Bélgica, o en una rustica capilla en Africa, en Estados Unidos, Canadá, y otras partes, yo me he sentido tocado al escuchar la palabra proclamada en una u otra de las lenguas locales. Cada vez, se me invitaba y daba la oportunidad de dar gracias por el recorrido de la Palabra a través una larga fila de testigos, todos llenos del Espíritu Santo. Esa fila de discípulos misioneros que se habían levantado para actualizar Pentecostés y proclamar el Evangelio de Aquel que vive por siempre. Ellos habían transportado la Palabra como un alimento esencial en la vida de los pueblos, como un fuego capaz de calentar todas sus diversidades y conducirlos hacia la unidad.

“Impulsados (empujados) por este Espíritu, nos dice San Pablo, clamamos hacia el Padre, llamándolo “Abba!” (cfr. Romanos 8,15).

Empujados por este Espíritu, la Iglesia continúa yendo al encuentro del mundo para servir “los hijos de Dios” (cfr. Romanos 8,16).

Su Defensor, el Espíritu Santo no es ni conquistador ni invasor, Él es AMOR. Un amor que impulsa nuestra propia FE hacia afuera.



REFLEXION (2)

EL OBJETIVO, LA META DE LA VIDA ES LA ADQUISICIÓN DEL ESPÍRITU SANTO

¿Por qué hay accidentes de carretera debido al exceso de velocidad?
¿Por qué algunos escalan el Annapurna I, corriendo el riesgo de sufrir amputaciones de pies y manos?
¿Por qué se aspira ir a Marte algún día?
¿Por qué algunos se drogan?...
Porque el ser humano es un ser excesivo, él lleva dentro de sí un deseo de absoluto, una sed de infinito. No siempre el hombre es consciente de esto, pero él siempre sufre, está atormentado por el deseo de Dios. Él quiere anestesiar este deseo, él va desviarlo, pero no podrá nunca apagarlo.

Ha habido alguien que lo ha comprendido perfectamente y decía en sustancia: “El hombre no puede vivir sin la embriaguez (la borrachera). Para sobrellevar (soportar) el peso de la vida, le hará falta aquella del licor y de los narcóticos o aquella del Espíritu Santo…” Es el autor de “Las flores del mal”, el poeta francés Charles Baudelaire. Él estaba así de acuerdo (quizás sin saberlo) con un gran santo de la Iglesia Ortodoxa, el equivalente a nuestro católico Santo Cura de Ars, Juan María Vianey y que se llama San Serafín de Sarov, y quien resumía todo diciendo: “El objetivo de la vida cristiana, es la adquisición del Espíritu Santo”.  Es lo mejor que tenemos para hacer, es para lo que hemos sido hechos, dejarnos invadir por el Espíritu Santo.

Sin el Espíritu, Jesús es simplemente un personaje histórico, que vivió en el pasado -aunque sea un pasado reciente- y que pertenece irremediablemente a ese pasado; que nos dejó, ciertamente, un magnífico ejemplo de vida y un esplendoroso mensaje doctrinal; pero, nada más. Con el Espíritu, en cambio, Jesucristo está infinitamente vivo y presente y es la persona más actual del universo, contemporáneo de todos los hombres: Más íntimo a nosotros que nosotros mismos. 

Sin el Espíritu Santo, el Evangelio es un libro y, en definitiva, letra muerta. Con el Espíritu, el Evangelio es una Persona viva y vivificante, cuya palabra es fuerza y poder de vida, que todo lo ilumina, que da sentido a todo y que es capaz de transformar por dentro al hombre y la sociedad entera. Con el Espíritu, el Evangelio es perenne actualidad.

Sin el Espíritu, la Iglesia no pasa de ser una simple organiza­ción, similar a otras muchas organizaciones e institucio­nes humanas existentes en el mundo de los hombres. Una institución con fines culturales, humanitarios y, sobre todo, religiosos. Pero, nada más. Sin embargo, con el Espíritu Santo, la Iglesia es, en todo el rigor de la palabra, un misterio: la realización histórica y social del plan salvador de Dios sobre la humanidad, sacramento de Cristo, presencia visible del Cristo invisible, nueva corporeidad del Verbo Encarnado, instrumento del mismo Espíritu en la salvación de los hombres. Con el Espíritu, la Iglesia es una Comunión de vida con Dios en Jesucristo, que se hace comunión de vida con los hombres. Con el Espíritu, Iglesia significa y es comunión trinitaria: La participación familiar de la vida familiar de Dios-Trinidad. (Y, en vigorosa analogía, algo muy parecido habría que decir de una Congregación religiosa. En todo caso, podemos preguntarnos: ¿Que predomina en ella, la dimensión carismática o la dimensión institucional? Porque, en rigor de verdad, no se trata de 'oponer', sino de 'integrar' dimensiones que son esenciales, pero que no tienen el mismo valor y la misma importancia).

Sin el Espíritu de Jesús, la autoridad es poder y dominio. ¿No se la ha entendido, muchas veces, así en la Iglesia, en abierto contraste con el mismo Evangelio? ¿No la definían precisa­mente los juristas como potestad dominativa? El poder y el domino son un atentado con la persona humana, porque oprimen y esclavizan, creando dependencia y servilismo. Sin el Espíritu, la autoridad se convierte en autoritarismo o en permisividad. En cambio, con el Espíritu Santo, la autoridad es diaconía, servicio humilde de amor a los hermanos y, por lo mismo, un auténtico servicio de liberación, que garantiza y promueve la verdadera libertad de los hijos de Dios.

Sin el Espíritu, la misión se queda en simple propaganda, en anuncio publicitario, aunque se trate del anuncio de unas verdades trascendentales para el hombre. Sin el Espíritu, el 'apostolado' es actividad humana, benéfica o asistencial -y, a veces, mero activismo-; pero deja de ser verdadero apostolado y, por consi­guiente, acción realmente salvadora. Con el Espíritu Santo, en cambio, la misión es una mística, porque es una acción del mismo Espíritu a través de nosotros, y ser convierte en un nuevo Pentecostés.

Sin el Espíritu Santo, el culto es una serie de ritos y de ceremonias y la liturgia es una representación vacía de contenido y de vida, una simple evocación o un recuerdo de acontecimientos que pertenecen al pasado. Con el Espíritu, el culto es vida y la liturgia es recuerdo vivo y actualización real de todo el misterio de Cristo: Encarnación-vida-pasión- muerte-resurrección. Gracias al Espíritu Santo, la liturgia es una acción personal de Cristo, que revive y actualiza, con nosotros y para nosotros, todo su misterio.

Sin el Espíritu, la vida 'cristiana' deja de ser verdaderamente cristiana, porque ya no es una vida en Cristo y desde Cristo; y deja de ser también verdaderamente espiritual, porque no es una vida en el Espíritu y desde el Espíritu. Y la moral se hace una 'moral de esclavos'. Sin embargo, con el Espíritu Santo, la vida es de verdad cristiana y espiritual, tomados estos adjetivos en su sentido más riguroso y profundo: Porque Cristo y el Espíritu son de verdad los auténticos protagonistas de esta vida, y el hombre -la persona humana, varón o mujer- se deja guiar, 'vivir' y vivificar por Ellos, alcanzando, de este modo, la más alta cumbre de la humanización y de la divinización.
(Patriarca Atenágoras)

Este breve análisis pudiera servirnos un poco de test, para saber medir, de alguna manera, hasta qué punto somos de verdad cristianos y espirituales, en el sentido fuerte de estas palabras. Y, sobre todo, como prospectiva, es decir, como mirada hacia adelante: hacia lo que tenemos que ser y hacia lo que tenemos que vivir, prescindiendo de si, hasta aquí, lo hemos vivido o no (cf Flp 3, 14).




ORACIÓN-MEDITACIÓN

Espíritu Santo, soplo de vida eterna,
hazme nacer al amor trinitario.
Hazme crecer en este amor
para que mis ojos se abran a la belleza,
a las maravillas que Dios despliega en cada aurora.
Haz que mis oídos escuchen la Palabra de Aquel que vive por siempre
Y la retengan como lo que es, el bien más precioso entre todos.
Haz que mi corazón reciba los mandamientos
como una invitación a amar amplia y profundamente,
como un niño confiado, que clama al Padre diciendo: “!Abba!”
Espíritu Santo, fuego saliente del amor trinitario,
ven para quemar en nosotros todo lo que no es tuyo.
Transforma cada persona bautizada en discípulo misionero,
en testigo de Jesucristo, Único Salvador del mundo.
Ven Espíritu de comunión y de caridad,
abre para tu Iglesia caminos inéditos de evangelización.
Condúcela hacia todos los lugares donde tus hijos sufren y te buscan.

Espíritu Santo, nuestro Defensor y nuestra esperanza,
conságranos, renuévanos,
y envíanos…a escribir con nuestras vidas, el destino del mundo.
Amén!



REFERENCIAS:


http://ciudadredonda.org (para el texto del evangelio)

Pequeño misal “Prions en Église”, reflexión de André Beauchamp, Novalis, Quebec, 2010.


HÉTU, Jean-Luc. Les Options de Jésus. 

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