En los 145 años del nacimiento de Paul Claudel
En el seno
del catolicismo, encontramos tanto
hombres como mujeres, escritores, poetas y filósofos que lo han enriquecido no
solo por su presencia laica y o seglar, célebre y famosa, sino también por sus
escritos a manera de novela, reflexiones, ensayos y poesías. Por citar solo
algunos tenemos a Francois Mauriac, Jacques Maritain, Max Scheller, Charles Peguy y Paul Claudel.
Pues bien, Paul Claudel, el novelista francés nació un día como hoy el 6 de agosto de
1868 en Villeneuve sur Fere. Claudel revela en sus libros poseer un “hambre
espiritual” que el materialismo y el cientificismo de su época no alcanzan a
satisfacer.
Le debemos importantes libros y novelas donde desarrolla los
temas del pecado y la redención y amenos e interesantes comentarios de la
biblia revestidos de poesía y lejos de toda profundidad teológica. Una faceta
desconocida de Claudel es su estilo humorístico y algunos pequeños poemas infantiles
que escribió estando en la embajada de China.
Dramaturgo, poeta y
ensayista francés, considerado un paladín del catolicismo. Hijo de un
funcionario del registro público afectado en diversas ciudades del interior de
Francia, la familia se instaló en París en 1882. Cursó un bachillerato en
humanidades y luego comenzó una licenciatura de derecho.
En 1886 descubrió a
A. Rimbaud y durante unos años se debatió entre la adhesión al cientificismo de
la época y la fe católica, volcándose finalmente a la religión.
Uno de los momentos
definitivos y fundantes de su vida fue el día que él tuvo lo que llamó su
experiencia de conversión:
Las principales frases del
relato de este acontecimiento, sucedido el 25 de diciembre de 1886, dicen así:
"Yo me encontraba entre la muchedumbre cerca del
segundo pilar a la entrada del coro, a la derecha de la sacristía. Y entonces
fue cuando se produjo el hecho que domina toda mi vida. En un instante mi
corazón fue tocado y creí. Creí con una tal fuerza de adhesión, con una tal
conmoción de todo mi ser, con tal convicción, con tal certeza, que no dejó
lugar a ninguna clase de duda; desde entonces, todos los libros, todos los
razonamientos, todos los avatares de una vida agitada, no han podido debilitar
mi fe, y , a decir verdad, ni tocarla siquiera"
El suceso es indeducible. No se le puede atribuir a una
cierta "genialidad" religiosa: la genialidad es incomparable a la
gracia. Tampoco estamos ante un así llamado buscador de Dios, que se hubiera
entregado por completo a la caza de la verdad y de la certeza. En el momento de
su conversión seguía Claudel las enseñanzas de una cosmología mecanicista, tal
y como prevalecía entonces, sobre todo entre las personas cultas. Pero esta
especie de cosmovisión naturalista no le satisface, le deja vacío, le preocupa,
pero sin que esta preocupación denote todavía un estado religioso (negativo):
"A los dieciocho años yo creía lo que los así llamados
hombres cultos de aquel tiempo creían…Aceptaba en todo su rigor la hipótesis
monástica y mecanicista. Creía que todo estaba sometido a "leyes" y
que el mundo era una cadena férrea de causas y efectos, que la ciencia llegaría
un día a esclarecer. Yo hallaba todo esto muy triste y muy aburrido" .
El relato de su conversión,
escrito en 1909, lo publicó Claudel mucho más tarde, el año 1913, es decir,
veintisiete años después de su conversión. ¿Se deben dar a la publicidad
semejantes experiencias sublimes e íntimas? ¿Tiene el público derecho a ser
informado, para que algunos se sientan reafirmados en su nostalgia de Dios, en
su hambre de verdad? Claudel no ha sido capaz de silenciar el carismático
suceso, o coserlo en el forro como Pascal; conocía de antemano los reparos que
iba a despertar, los supone también en Gide y le escribe precavidamente: "Puede creerme que esto (la
publicación) me ha resultado sumamente difícil. Pero me lo habían pedido
hombres, a quienes no tenía derecho de negar esta súplica. Hay cosas más
importantes que un sentimiento de vergüenza"
Por tanto, el cristiano
está obligado a dar "testimonio" de su experiencia espiritual, nadie
ha tomado esta obligación más en serio que Claudel. Cuando un cristiano (y esto
concierne también al escritor que se ha hecho cristiano) puede informarnos de
forma verosímil sobre la realidad de la gracia, aviva de este modo en otros la
llama de la fe –quizá oculta- y les ayuda en su camino hacia la salvación. Una salvación que, inconscientemente, sí anhelan. Así vence
Claudel todo retraimiento, desecha la discreción que nos impide hacer públicos
tales sucesos. Sabe que "para un
gran número de hombres, tenidos por indiferentes, el carecer de Dios es causa
de hondos sufrimientos. Es una horrible desgracia dejarles morir de hambre
cuando hay pan para todos"
El escritor se hace apóstol, como Pablo sufre una
"violencia" que le acosa desde su conversión y que ya no le deja en
paz. El asalto que tiene lugar en la hora de la gracia no pierde eficacia ni
intensidad; la primera impresión es que el arte en lo sucesivo debe ser
ofrendado a Dios. En una conversación, consignada por Gide en su diario el año
1905, dijo Claudel:
"Durante largo tiempo, unos dos años, no he escrito
nada; creía mi deber sacrificar el arte por la religión. ¡Mi arte! Sólo Dios
pudo medir lo tremendo de esta oblación. Estuve salvado, al convencerme de que
arte y religión no tienen por qué originar en nosotros ningún antagonismo; que,
por así decirlo, deben estar en la vertical el uno del otro, y que su lucha es
el sustento de nuestra vida"
Volvamos de nuevo a la conversión de Claudel:
"Había olvidado completamente todo lo que respecta a la
religión, y en este campo me encontraba en el estado de ignorancia de un
salvaje. Una primera vislumbre de la verdad penetró en mí al leer los libros de
un gran poeta, para el que guardo un agradecimiento eterno; él ha jugado un
papel destacado en la conformación de mi pensamiento: se trata de Arthur
Rimbaud…Por primera vez abrieron estos libros una brecha en mi cárcel
materialista, y me comunicaron la impresión vívida, casi física, de lo
sobrenatural. Mi estado habitual de aturdimiento y desesperación siguió, sin
embargo, inmutable. Este era el desgraciado muchacho que el 25 de diciembre de
1886 se dirigía a Notre Dame de París, para asistir a la misa solemne de
Navidad. Por entonces había empezado yo a escribir y creía poder hallar en las
ceremonias católicas, que contemplaba con un presuntuoso diletantismo, un
aliciente apropiado y materia para un par de artículos decadentes. En este
estado de ánimo, empujado y codeado por la multitud, oía con mediano gusto la
Misa mayor. Después, como no tenía nada mejor que hacer, volví a las vísperas.
Los niños de la escolanía vestidos de blanco y los alumnos del Seminario Menor
de Saint-Nicolas-du-Chardonnet que les ayudaban empezaban a cantar lo que
después sabría que era el Magnificat. Yo me encontraba entre la muchedumbre
cerca del segundo pilar a la entrada del coro, a la derecha de la sacristía. Y
entonces fue cuando se produjo el hecho que domina toda mi vida. En un instante
mi corazón fue tocado y creí.
Creí con una tal fuerza de adhesión, con una tal conmoción
de todo mi ser, con tal convicción, con tal certeza, que no dejó lugar a
ninguna clase de duda; desde entonces, todos los libros, todos los
razonamientos, todos los avatares de una vida agitada, no han podido debilitar
mi fe, y, a decir verdad, ni tocarla siquiera. Tuve de repente un sentimiento
lacerante de la inocencia, de la infancia eterna de Dios, una revelación
inefable. Las numerosas veces que he intentado después reconstruir los minutos
que siguieron a este instante extraordinario, tropiezo con una serie de
elementos que entonces formaron un único rayo, una única arma, de la que se
sirvió la divina Providencia para tocar el corazón de una pobre criatura
desesperada y abrirse camino hacia él. ¡Qué dichosos son los hombres que tienen
fe¡ ¿Si fuera verdad? ¡Es verdad! Dios existe, está ahí. Es alguien, un ser
personal, como yo. Me ama, me llama. Rompí a llorar y a sollozar, y el canto
adorable del Adeste contribuyó también a mi conmoción. Era una conmoción muy
dulce, que iba, no obstante, acompañada de un sentimiento de terror, casi de
espanto. Pues mis convicciones filosóficas seguían incólumes. Dios no les
prestó atención y las abandonó a su destino; no veía motivo alguno para
cambiarlas; la religión católica me seguía pareciendo una colección de
estùpidas anécdotas; sus sacerdotes y sus fieles me inspiraban la misma
aversión, que llegaba hasta el odio y el asco. El edificio de mis ideas y
conocimientos no se vino abajo. Yo no descubría en él ninguna falta. Sólo había
pasado una cosa, que yo había salido de él. Al joven y artista que yo era se le
había revelado un nuevo ser poderoso con terribles exigencias; sin embargo, yo
no supe conciliarlas con lo que me rodeaba. El estado de un hombre al que de un
golpe se le arranca de su piel y se le transplanta a un cuerpo extraño, en un
mundo para él desconocido, es la única comparación que podría ilustrar esta
situación de total desconcierto. Lo que más contradecía a mis ideas e
inclinaciones, precisamente eso tenía que ser verdad, precisamente eso debía
orientarme quieras que no. ¡Ah! Pero al menos no, sin que yo pusiera toda la
resistencia que estaba en mi mano. Esta resistencia duró cuatro años. Me atrevo
a afirmar que me batí valientemente y que llevé la lucha hasta su fin sin
ninguna trampa. No dejé nada por intentar. Empleé todas las posibilidades de
defensa y, sin embargo, tuve que deponer una tras otra todas mis armas, no me
valían para nada. Era la gran crisis de mi vida, aquella lucha espiritual a
vida o muerte, de la que Arthur Rimbaud ha escrito: "La lucha espiritual
es tan brutal como la pelea a muerte entre los hombres. ¡Dura noche! Todavía hierve
la sangre seca sobre mi rostro". Los jóvenes que desechan su fe tan a la
ligera no saben lo que cuesta, lo que hay que pagar por ella. El pensamiento
del infierno y también el pensamiento de todas las bellezas y de todas las
alegrías que retorno a la verdad, según creía yo, me obligaría a sacrificar,
eran los que sobre todo me retenían.
No obstante, la misma noche de ese día memorable de
Notre-Dame, una vez que hube vuelto a mi casa a través de las calles lluviosas
que ahora me parecían muy extrañas, cogí una Biblia protestante que una amiga
alemana había dado en tiempos a mi hermana Camilla, y, por primera vez, escuché
el acento de esa voz tan dulce y tan inflexible que no ha cesado después de
resonar en mi corazón. Yo sólo conocía la "sencilla" historia de
Jesús a través de Renan y, fiándome de este impostor, ignoraba que Jesús se
había llamado a sí mismo Hijo de Dios. Cada palabra, cada línea contradecía con
una soberana sencillez las desvergonzadas afirmaciones del renegado y me abría
los ojos. Si, confesé con el centurión: Jesús es el Hijo de Dios. Entre todos
se ha dirigido a mí, a Paul, a mí me ha prometido su amor. Pero, al mismo
tiempo, en caso de no estar dispuesto a seguirle, no me ha dejado otra
alternativa que la condenación. ¡Ah, no hacia falta que me explicaran lo que
era el infierno, yo había pasado en él mi "estación"! Esas pocas
horas habían bastado para mostrarme que el infierno está dondequiera que
Jesucristo no está. ¿Qué me importaba el resto del mundo en comparación de este
nuevo ser maravilloso que acababa de revelárseme?- El hombre nuevo habla así en
mí, pero el viejo se resistía con todas las fuerzas de que disponía y no quería
saber nada de la vida que se abría ante él. ¿Debo confesarlo? En el fondo era
la vergüenza delante de los demás hombres lo que más me impedía confesar
abiertamente mis convicciones.
El pensamiento de proclamar mi fe ante todo el mundo, de
decir a mis padres que el viernes quería ayunar, el pensamiento de declararme a
mí mismo como uno de aquellos ridiculizados católicos, me causaba un sudor
frío; la violencia que se me había hecho despertaba a veces en mì una verdadera
indignación. Pero sentía sobre mí una mano firme. No conocía a ningún
sacerdote. Entre mis amigos no había ni un solo católico, El estudio de la
religión se había convertido en mi interés fundamental. De forma extraña, al
mismo tiempo, se produjo el despertar del alma y de las facultades poéticas,
con lo que cesaron mis prejuicios y mis miedos infantiles.
Por este tiempo escribí la primera redacción de mis dramas
Cabeza de oro y La ciudad. Aunque permanecía alejado de los sacramentos,
participaba ya de la vida de la Iglesia, por fin, volvía a respirar y la vida
penetraba por todos mis poros".
Las anotaciones de Claudel
(su Memorial) nos permiten, desde luego, reconocer que a la
conversión momentánea siguen luchas interiores que se extienden a lo largo de
cuatro años. Se trata de una especie de post-nacimiento espiritual, que sigue
al verdadero nacimiento. La irrupción
decisiva de Dios en la vida de Claudel ha sucedido, esta interrupción le ha
transformado radicalmente, le ha expulsado de su antigua posición, pero todavía
le queda por delante un largo y costoso camino: el camino de retorno a su
Iglesia, a la práctica de la misa y de la confesión. Claudel, según su propia
declaración, ha ofrecido una apasionada resistencia, hasta que por fin cedió.
El 25 de diciembre de 1890, bajo una "coacción interna,
agotado y al borde de sus fuerzas", se somete Claudel a la "llamada
de Dios" y se confiesa.
Finalmente termina
pronunciando las siguientes palabras sobre la Iglesia: ¡Sea eternamente alabada esta
Madre grande y majestuosa, en cuyo regazo lo he aprendido todo!
Resumido del libro Literatura y conversión
Paralelamente a este
itinerario espiritual, inauguró su carrera literaria: a partir de 1887
frecuentó los "martes" de S. Mallarmé, leyó a W. Shakespeare, los
trágicos griegos, Dante, Virgilio y F. Dostoievski.
Después de algunos
ensayos, compuso sus primeros dramas: las versiones iniciales de Cabeza de oro(1890), La ciudad (1893) y La Jeune fille Violaine(versión
de 1892), de inspiración simbolista. En 1893 ganó un concurso que lo habilitó
para la carrera diplomática y su destino inicial fue el consulado de Boston.
Escribió allí la primera versión de L´Echange,
drama americano en tres actos, terminó la segunda versión de Cabeza de oro y reestructuró La Jeune fille Violaine, no
representada hasta 1959.
Luego ocupó diversos
puestos en China, donde escribió el ensayo Connaissance
de l Est (1900) y un drama
oriental, Le repos du septième
jour (1896). En 1900 volvió a
Francia por un año. Publicó L'Arbre(1901),
que reunía sus cinco dramas anteriores, y comenzó Las musas, texto que abre las Cinco grandes odas (1910). Un retiro en un monasterio
benedictino se saldó con la vuelta a las tentaciones del mundo. Embarcado en un
transatlántico con destino a China, vivió una gran pasión que se reflejó en su
drama Partición de mediodía (1906).
En China, escribió su Art
poétique (1907), obra capital
que retomaba textos anteriores.
Comenzó entonces una
nueva fase. Se casó con la hija de un arquitecto de Lyon, con la que tuvo cinco
hijos. Después de una tercera estadía en China (1906 a 1909), se encaminó hacia
la consagración tanto literaria como profesional. Fue nombrado cónsul en
distintas ciudades europeas y luego fue destinado a las grandes embajadas:
Tokio (1922 a 1926), Washington (1927 a 1933) y Bruselas (1933 a 1935).
Prosiguió su obra
reservando el lirismo para la producción poética: La Cantate à trois voix (1913), la Corona benignitatis anni
dei (1915) y La Messe là-bas(1919). Luego
concibió un teatro menos interior y más orientado hacia la escena: El rehén (1911), El pan duro (1918) y El padre humillado (1920), una trilogía que es un
contrapunto de la Orestíada de Esquilo. La monumental El zapato de raso (1928), obra barroca y suntuosa, marcó
el apogeo de su creación poética y dramática. Compuso algunas obras de teatro
experimental y, una vez retirado de la carrera diplomática, en 1935, publicó
artículos y compuso aún algunos dramas, como L´Histoire
de Tobie et de Sara(1938) y Le
Ravissement de Scapin (1952).
Adaptación de algunas frases célebres del francés al Español
de Paul Claudel:
“Yo no te amo, yo te prefiero!”
« No es necesario obligar a que
los niños reciban o acojan la religión, es preciso que la atrapen o se
contagien de ella en su ambiente así como uno se contagia de viruela”
“El presente es todo aquello que el tiempo que nos circunda, está introduciendo en la eternidad”
“Hay dos maneras de brillar:
rechazando la luz o produciéndola”
“Para amar la humanidad es necesario
verla desde lejos”
“Qué suerte más triste para un perro
que no le pertenece a nadie”
“Usted que ve menos, que sabe menos,
que vive menos, usted que afirma que usted vive, qué hace usted con la vida?”
“La vida comunitaria o en común es un
arte muy difícil de aprender”
“El vino es el símbolo y el medio de
la comunión social: la mesa ubicada entre todos los convidados establece el
mismo nivel y la copa que circula alrededor nos permite con nuestros vecinos penetrarnos de indulgencia, de comprensión y
de simpatía”.
“Dios ha hecho al hombre y el pecado lo ha contrahecho”
“No hay nada en el cielo ni en la
tierra que el amor no sea capaz de dar”.
“Es la guerra la que nos ha enseñado a
amar lo que no nos pertenece y a contar por nada lo que poseemos”.
“Un gran vino no es obra de un solo
hombre, él es el resultado de una constante y refinada tradición. Hay más de
1000 años de historia dentro de un viejo flacón”.
“Yo tengo una memoria excelente pero
yo no me acuerdo de las cosas como ellas son”
“Dios no ha venido para
suprimir el sufrimiento, e igualmente no ha venido para explicarlo, sino que ha
venido para llenarlo de su presencia”.
“No es el tiempo que falta, es nosotros quien le faltamos”
“Mucha gente cree tener el gusto
clásico cuando no tienen más que el gusto burgués”
“Nuestra resurrección no está
totalmente en el futuro, ella también está en nosotros, ella comienza, ella ha
comenzado ya”
http://www.evene.fr/citations/paul-claudel
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