lunes, 5 de agosto de 2013

En los 145 años del nacimiento de Paul Claudel




En el seno del catolicismo, encontramos  tanto hombres como mujeres, escritores, poetas y filósofos que lo han enriquecido no solo por su presencia laica y o seglar, célebre y famosa, sino también por sus escritos a manera de novela, reflexiones, ensayos y poesías. Por citar solo algunos tenemos a Francois Mauriac, Jacques Maritain, Max Scheller,  Charles Peguy y Paul Claudel.


Pues bien, Paul Claudel, el novelista francés nació un día como hoy el 6 de agosto de 1868 en Villeneuve sur Fere. Claudel revela en sus libros poseer un “hambre espiritual” que el materialismo y el cientificismo de su época no alcanzan a satisfacer.
Le debemos importantes libros y novelas donde desarrolla los temas del pecado y la redención y amenos e interesantes comentarios de la biblia revestidos de poesía y lejos de toda profundidad teológica. Una faceta desconocida de Claudel es su estilo humorístico y algunos pequeños poemas infantiles que escribió estando en la embajada de China.

Dramaturgo, poeta y ensayista francés, considerado un paladín del catolicismo. Hijo de un funcionario del registro público afectado en diversas ciudades del interior de Francia, la familia se instaló en París en 1882. Cursó un bachillerato en humanidades y luego comenzó una licenciatura de derecho.

En 1886 descubrió a A. Rimbaud y durante unos años se debatió entre la adhesión al cientificismo de la época y la fe católica, volcándose finalmente a la religión.
Uno de los momentos definitivos y fundantes de su vida fue el día que él tuvo lo que llamó su experiencia de conversión:
 Las principales frases del relato de este acontecimiento, sucedido el 25 de diciembre de 1886, dicen así:
"Yo me encontraba entre la muchedumbre cerca del segundo pilar a la entrada del coro, a la derecha de la sacristía. Y entonces fue cuando se produjo el hecho que domina toda mi vida. En un instante mi corazón fue tocado y creí. Creí con una tal fuerza de adhesión, con una tal conmoción de todo mi ser, con tal convicción, con tal certeza, que no dejó lugar a ninguna clase de duda; desde entonces, todos los libros, todos los razonamientos, todos los avatares de una vida agitada, no han podido debilitar mi fe, y , a decir verdad, ni tocarla siquiera"
El suceso es indeducible. No se le puede atribuir a una cierta "genialidad" religiosa: la genialidad es incomparable a la gracia. Tampoco estamos ante un así llamado buscador de Dios, que se hubiera entregado por completo a la caza de la verdad y de la certeza. En el momento de su conversión seguía Claudel las enseñanzas de una cosmología mecanicista, tal y como prevalecía entonces, sobre todo entre las personas cultas. Pero esta especie de cosmovisión naturalista no le satisface, le deja vacío, le preocupa, pero sin que esta preocupación denote todavía un estado religioso (negativo):
"A los dieciocho años yo creía lo que los así llamados hombres cultos de aquel tiempo creían…Aceptaba en todo su rigor la hipótesis monástica y mecanicista. Creía que todo estaba sometido a "leyes" y que el mundo era una cadena férrea de causas y efectos, que la ciencia llegaría un día a esclarecer. Yo hallaba todo esto muy triste y muy aburrido" .
El relato de su conversión, escrito en 1909, lo publicó Claudel mucho más tarde, el año 1913, es decir, veintisiete años después de su conversión. ¿Se deben dar a la publicidad semejantes experiencias sublimes e íntimas? ¿Tiene el público derecho a ser informado, para que algunos se sientan reafirmados en su nostalgia de Dios, en su hambre de verdad? Claudel no ha sido capaz de silenciar el carismático suceso, o coserlo en el forro como Pascal; conocía de antemano los reparos que iba a despertar, los supone también en Gide y le escribe precavidamente: "Puede creerme que esto (la publicación) me ha resultado sumamente difícil. Pero me lo habían pedido hombres, a quienes no tenía derecho de negar esta súplica. Hay cosas más importantes que un sentimiento de vergüenza"
Por tanto, el cristiano está obligado a dar "testimonio" de su experiencia espiritual, nadie ha tomado esta obligación más en serio que Claudel. Cuando un cristiano (y esto concierne también al escritor que se ha hecho cristiano) puede informarnos de forma verosímil sobre la realidad de la gracia, aviva de este modo en otros la llama de la fe –quizá oculta- y les ayuda en su camino hacia la salvación. Una salvación que, inconscientemente, sí anhelan. Así vence Claudel todo retraimiento, desecha la discreción que nos impide hacer públicos tales sucesos. Sabe que "para un gran número de hombres, tenidos por indiferentes, el carecer de Dios es causa de hondos sufrimientos. Es una horrible desgracia dejarles morir de hambre cuando hay pan para todos"
El escritor se hace apóstol, como Pablo sufre una "violencia" que le acosa desde su conversión y que ya no le deja en paz. El asalto que tiene lugar en la hora de la gracia no pierde eficacia ni intensidad; la primera impresión es que el arte en lo sucesivo debe ser ofrendado a Dios. En una conversación, consignada por Gide en su diario el año 1905, dijo Claudel:
"Durante largo tiempo, unos dos años, no he escrito nada; creía mi deber sacrificar el arte por la religión. ¡Mi arte! Sólo Dios pudo medir lo tremendo de esta oblación. Estuve salvado, al convencerme de que arte y religión no tienen por qué originar en nosotros ningún antagonismo; que, por así decirlo, deben estar en la vertical el uno del otro, y que su lucha es el sustento de nuestra vida"
Volvamos de nuevo a la conversión de Claudel:
"Había olvidado completamente todo lo que respecta a la religión, y en este campo me encontraba en el estado de ignorancia de un salvaje. Una primera vislumbre de la verdad penetró en mí al leer los libros de un gran poeta, para el que guardo un agradecimiento eterno; él ha jugado un papel destacado en la conformación de mi pensamiento: se trata de Arthur Rimbaud…Por primera vez abrieron estos libros una brecha en mi cárcel materialista, y me comunicaron la impresión vívida, casi física, de lo sobrenatural. Mi estado habitual de aturdimiento y desesperación siguió, sin embargo, inmutable. Este era el desgraciado muchacho que el 25 de diciembre de 1886 se dirigía a Notre Dame de París, para asistir a la misa solemne de Navidad. Por entonces había empezado yo a escribir y creía poder hallar en las ceremonias católicas, que contemplaba con un presuntuoso diletantismo, un aliciente apropiado y materia para un par de artículos decadentes. En este estado de ánimo, empujado y codeado por la multitud, oía con mediano gusto la Misa mayor. Después, como no tenía nada mejor que hacer, volví a las vísperas. Los niños de la escolanía vestidos de blanco y los alumnos del Seminario Menor de Saint-Nicolas-du-Chardonnet que les ayudaban empezaban a cantar lo que después sabría que era el Magnificat. Yo me encontraba entre la muchedumbre cerca del segundo pilar a la entrada del coro, a la derecha de la sacristía. Y entonces fue cuando se produjo el hecho que domina toda mi vida. En un instante mi corazón fue tocado y creí.
Creí con una tal fuerza de adhesión, con una tal conmoción de todo mi ser, con tal convicción, con tal certeza, que no dejó lugar a ninguna clase de duda; desde entonces, todos los libros, todos los razonamientos, todos los avatares de una vida agitada, no han podido debilitar mi fe, y, a decir verdad, ni tocarla siquiera. Tuve de repente un sentimiento lacerante de la inocencia, de la infancia eterna de Dios, una revelación inefable. Las numerosas veces que he intentado después reconstruir los minutos que siguieron a este instante extraordinario, tropiezo con una serie de elementos que entonces formaron un único rayo, una única arma, de la que se sirvió la divina Providencia para tocar el corazón de una pobre criatura desesperada y abrirse camino hacia él. ¡Qué dichosos son los hombres que tienen fe¡ ¿Si fuera verdad? ¡Es verdad! Dios existe, está ahí. Es alguien, un ser personal, como yo. Me ama, me llama. Rompí a llorar y a sollozar, y el canto adorable del Adeste contribuyó también a mi conmoción. Era una conmoción muy dulce, que iba, no obstante, acompañada de un sentimiento de terror, casi de espanto. Pues mis convicciones filosóficas seguían incólumes. Dios no les prestó atención y las abandonó a su destino; no veía motivo alguno para cambiarlas; la religión católica me seguía pareciendo una colección de estùpidas anécdotas; sus sacerdotes y sus fieles me inspiraban la misma aversión, que llegaba hasta el odio y el asco. El edificio de mis ideas y conocimientos no se vino abajo. Yo no descubría en él ninguna falta. Sólo había pasado una cosa, que yo había salido de él. Al joven y artista que yo era se le había revelado un nuevo ser poderoso con terribles exigencias; sin embargo, yo no supe conciliarlas con lo que me rodeaba. El estado de un hombre al que de un golpe se le arranca de su piel y se le transplanta a un cuerpo extraño, en un mundo para él desconocido, es la única comparación que podría ilustrar esta situación de total desconcierto. Lo que más contradecía a mis ideas e inclinaciones, precisamente eso tenía que ser verdad, precisamente eso debía orientarme quieras que no. ¡Ah! Pero al menos no, sin que yo pusiera toda la resistencia que estaba en mi mano. Esta resistencia duró cuatro años. Me atrevo a afirmar que me batí valientemente y que llevé la lucha hasta su fin sin ninguna trampa. No dejé nada por intentar. Empleé todas las posibilidades de defensa y, sin embargo, tuve que deponer una tras otra todas mis armas, no me valían para nada. Era la gran crisis de mi vida, aquella lucha espiritual a vida o muerte, de la que Arthur Rimbaud ha escrito: "La lucha espiritual es tan brutal como la pelea a muerte entre los hombres. ¡Dura noche! Todavía hierve la sangre seca sobre mi rostro". Los jóvenes que desechan su fe tan a la ligera no saben lo que cuesta, lo que hay que pagar por ella. El pensamiento del infierno y también el pensamiento de todas las bellezas y de todas las alegrías que retorno a la verdad, según creía yo, me obligaría a sacrificar, eran los que sobre todo me retenían.
No obstante, la misma noche de ese día memorable de Notre-Dame, una vez que hube vuelto a mi casa a través de las calles lluviosas que ahora me parecían muy extrañas, cogí una Biblia protestante que una amiga alemana había dado en tiempos a mi hermana Camilla, y, por primera vez, escuché el acento de esa voz tan dulce y tan inflexible que no ha cesado después de resonar en mi corazón. Yo sólo conocía la "sencilla" historia de Jesús a través de Renan y, fiándome de este impostor, ignoraba que Jesús se había llamado a sí mismo Hijo de Dios. Cada palabra, cada línea contradecía con una soberana sencillez las desvergonzadas afirmaciones del renegado y me abría los ojos. Si, confesé con el centurión: Jesús es el Hijo de Dios. Entre todos se ha dirigido a mí, a Paul, a mí me ha prometido su amor. Pero, al mismo tiempo, en caso de no estar dispuesto a seguirle, no me ha dejado otra alternativa que la condenación. ¡Ah, no hacia falta que me explicaran lo que era el infierno, yo había pasado en él mi "estación"! Esas pocas horas habían bastado para mostrarme que el infierno está dondequiera que Jesucristo no está. ¿Qué me importaba el resto del mundo en comparación de este nuevo ser maravilloso que acababa de revelárseme?- El hombre nuevo habla así en mí, pero el viejo se resistía con todas las fuerzas de que disponía y no quería saber nada de la vida que se abría ante él. ¿Debo confesarlo? En el fondo era la vergüenza delante de los demás hombres lo que más me impedía confesar abiertamente mis convicciones.
El pensamiento de proclamar mi fe ante todo el mundo, de decir a mis padres que el viernes quería ayunar, el pensamiento de declararme a mí mismo como uno de aquellos ridiculizados católicos, me causaba un sudor frío; la violencia que se me había hecho despertaba a veces en mì una verdadera indignación. Pero sentía sobre mí una mano firme. No conocía a ningún sacerdote. Entre mis amigos no había ni un solo católico, El estudio de la religión se había convertido en mi interés fundamental. De forma extraña, al mismo tiempo, se produjo el despertar del alma y de las facultades poéticas, con lo que cesaron mis prejuicios y mis miedos infantiles.
Por este tiempo escribí la primera redacción de mis dramas Cabeza de oro y La ciudad. Aunque permanecía alejado de los sacramentos, participaba ya de la vida de la Iglesia, por fin, volvía a respirar y la vida penetraba por todos mis poros".
Las anotaciones de Claudel (su Memorial) nos permiten, desde luego, reconocer que a la conversión momentánea siguen luchas interiores que se extienden a lo largo de cuatro años. Se trata de una especie de post-nacimiento espiritual, que sigue al verdadero nacimiento. La irrupción decisiva de Dios en la vida de Claudel ha sucedido, esta interrupción le ha transformado radicalmente, le ha expulsado de su antigua posición, pero todavía le queda por delante un largo y costoso camino: el camino de retorno a su Iglesia, a la práctica de la misa y de la confesión. Claudel, según su propia declaración, ha ofrecido una apasionada resistencia, hasta que por fin cedió.
El 25 de diciembre de 1890, bajo una "coacción interna, agotado y al borde de sus fuerzas", se somete Claudel a la "llamada de Dios" y se confiesa.
Finalmente termina pronunciando las siguientes palabras sobre la Iglesia: ¡Sea eternamente alabada esta Madre grande y majestuosa, en cuyo regazo lo he aprendido todo!

Resumido del libro Literatura y conversión


Paralelamente a este itinerario espiritual, inauguró su carrera literaria: a partir de 1887 frecuentó los "martes" de S. Mallarmé, leyó a W. Shakespeare, los trágicos griegos, Dante, Virgilio y F. Dostoievski.

Después de algunos ensayos, compuso sus primeros dramas: las versiones iniciales de Cabeza de oro(1890), La ciudad (1893) y La Jeune fille Violaine(versión de 1892), de inspiración simbolista. En 1893 ganó un concurso que lo habilitó para la carrera diplomática y su destino inicial fue el consulado de Boston. Escribió allí la primera versión de L´Echange, drama americano en tres actos, terminó la segunda versión de Cabeza de oro y reestructuró La Jeune fille Violaine, no representada hasta 1959.
Luego ocupó diversos puestos en China, donde escribió el ensayo Connaissance de l Est (1900) y un drama oriental, Le repos du septième jour (1896). En 1900 volvió a Francia por un año. Publicó L'Arbre(1901), que reunía sus cinco dramas anteriores, y comenzó Las musas, texto que abre las Cinco grandes odas (1910). Un retiro en un monasterio benedictino se saldó con la vuelta a las tentaciones del mundo. Embarcado en un transatlántico con destino a China, vivió una gran pasión que se reflejó en su drama Partición de mediodía (1906). En China, escribió su Art poétique (1907), obra capital que retomaba textos anteriores.

Comenzó entonces una nueva fase. Se casó con la hija de un arquitecto de Lyon, con la que tuvo cinco hijos. Después de una tercera estadía en China (1906 a 1909), se encaminó hacia la consagración tanto literaria como profesional. Fue nombrado cónsul en distintas ciudades europeas y luego fue destinado a las grandes embajadas: Tokio (1922 a 1926), Washington (1927 a 1933) y Bruselas (1933 a 1935).

Prosiguió su obra reservando el lirismo para la producción poética: La Cantate à trois voix (1913), la Corona benignitatis anni dei (1915) y La Messe là-bas(1919). Luego concibió un teatro menos interior y más orientado hacia la escena: El rehén (1911), El pan duro (1918) y El padre humillado (1920), una trilogía que es un contrapunto de la Orestíada de Esquilo. La monumental El zapato de raso (1928), obra barroca y suntuosa, marcó el apogeo de su creación poética y dramática. Compuso algunas obras de teatro experimental y, una vez retirado de la carrera diplomática, en 1935, publicó artículos y compuso aún algunos dramas, como L´Histoire de Tobie et de Sara(1938) y Le Ravissement de Scapin (1952).


Adaptación de algunas frases célebres del francés al Español de Paul Claudel:
“Yo no te amo, yo te prefiero!”

 

« No es necesario obligar a que los niños reciban o acojan la religión, es preciso que la atrapen o se contagien de ella en su ambiente así como uno se contagia de viruela”


“El presente es  todo aquello que el tiempo que nos circunda,  está introduciendo en la eternidad”


“Hay dos maneras de brillar: rechazando la luz o produciéndola”


“Para amar la humanidad es necesario verla desde lejos”


“Qué suerte más triste para un perro que no le pertenece a nadie”


“Usted que ve menos, que sabe menos, que vive menos, usted que afirma que usted vive, qué hace usted con la vida?”


“La vida comunitaria o en común es un arte muy difícil de aprender”


“El vino es el símbolo y el medio de la comunión social: la mesa ubicada entre todos los convidados establece el mismo nivel y la copa que circula alrededor nos permite con nuestros vecinos  penetrarnos de indulgencia, de comprensión y de simpatía”.


“Dios ha hecho al hombre y el pecado lo ha contrahecho”


“No hay nada en el cielo ni en la tierra que el amor no sea capaz de dar”.


“Es la guerra la que nos ha enseñado a amar lo que no nos pertenece y a contar por nada lo que poseemos”.


“Un gran vino no es obra de un solo hombre, él es el resultado de una constante y refinada tradición. Hay más de 1000 años de historia dentro de un viejo flacón”.


“Yo tengo una memoria excelente pero yo no me acuerdo de las cosas como ellas son”


“Dios no ha venido para suprimir el sufrimiento, e igualmente no ha venido para explicarlo, sino que ha venido para llenarlo de su presencia”.


“No es el tiempo que  falta, es nosotros quien le faltamos”


“Mucha gente cree tener el gusto clásico cuando no tienen más que el gusto burgués”


“Nuestra resurrección no está totalmente en el futuro, ella también está en nosotros, ella comienza, ella ha comenzado ya”


“Hay dos maneras de envejecer:  dejando que el espíritu se imponga sobre la carne, o  dejando que la carne  domine al Espíritu”


“Cuando se ha renunciado a todos los placeres de la existencia, queda todavía aquel de levantarse de la mesa después de una comida aburrida”.


“Hay ojos que reciben la luz y hay ojos que la dan”


“Cuando se  retira el verbo de la frase, ella pierde su sentido. Quien niega la unidad,  niega el número que resulta. Quien no cree ya más en Dios, no cree más en nada ”.


“El hombre no ha sido hecho por él mismo, ni para él mismo, mas por Dios y para Dios”


“El hombre ha sido puesto  por Dios en medio de la naturaleza para perfeccionarla y para ofrecérsela”


“Todo el mundo no está hecho para ser feliz”


“Hay algo más triste que perder la  la vida y  es la razón de vivir, más triste que perder sus bienes, es perder su esperanza”.


“Hacer la luz, pobre gente, es más difícil que hacer oro”



REFERENCIAS:


http://primeraluz.org/index.php?option=com_content&view=article&id=511:paul-claudel&catid=81:conversiones&Itemid=458


http://www.evene.fr/citations/paul-claudel


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