29 de diciembre del 2021: quinto día de la Octava de Navidad- Santo Tomás Becket

 

Testigo de la fe

Santo Tomás Becket (1117-1170).

 Leal durante mucho tiempo al rey Enrique II, cuyo libertinaje compartía, se convirtió radicalmente al convertirse en arzobispo de Canterbury. En abierto conflicto con su soberano, tuvo que exiliarse durante seis años. Fue asesinado en su catedral poco después de su regreso.

 

 

(Lucas 2, 22-35) Más allá de las decoraciones y las festividades de la temporada navideña, busquemos el verdadero rostro de Jesús; el mismo que refleja el amor del Padre que nos ama como a sus hijos. Quizás también debamos volver a aprender a maravillarnos ante la belleza y el desarmante candor de la niñez.

 


 

Primera lectura

Lectura de la primera carta del apóstol san Juan (2,3-11):

En esto sabemos que conocemos a Jesús: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: «Yo le conozco», y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él. Pero quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud. En esto conocemos que estamos en él. Quien dice que permanece en él debe vivir como vivió él. Queridos, no os escribo un mandamiento nuevo, sino el mandamiento antiguo que tenéis desde el principio. Este mandamiento antiguo es la palabra que habéis escuchado. Y, sin embargo, os escribo un mandamiento nuevo –lo cual es verdadero en él y en vosotros–, pues las tinieblas pasan, y la luz verdadera brilla ya. Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano está aún en las tinieblas. Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza. Pero quien aborrece a su hermano está en las tinieblas, camina en las tinieblas, no sabe a dónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos.

Palabra de Dios


Salmo

Sal 95,1-2a.2b-3.5b-6

R/. Alégrese el cielo, goce la tierra

Cantad al Señor un cántico nuevo,
cantad al Señor, toda la tierra;
cantad al Señor, bendecid su nombre. R/.

Proclamad día tras día su victoria.
Contad a los pueblos su gloria,
sus maravillas a todas las naciones. R/.

El Señor ha hecho el cielo;
honor y majestad lo preceden,
fuerza y esplendor están en su templo. R/.

 

 

Lectura del santo evangelio según san Lucas (2,22-35):

Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, corno dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones.» Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.»
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño.
Simeón los bendijo, diciendo a María su madre: «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.»

Palabra del Señor

 

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La profecía de Simeón


«Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.»

 Lucas 2: 29–32

 

 

En este, el quinto día de la octava de Navidad, se nos da el testimonio del profeta Simeón. A este santo hombre le fue prometido por Dios mediante una revelación personal que realmente vería, con sus propios ojos, al Salvador del mundo. 

 

A lo largo de su vida habría esperado este momento. Lo habría deseado y esperado. Y entonces, un día llegó el momento. Simeón se habría despertado ese día, siguiendo su rutina normal como cualquier otro día. Sin embargo, en el momento en que María y José llevaron a su Niño recién nacido al templo, Simeón supo en su corazón que este Niño era el Salvador prometido.

 

Sus palabras son poderosas. Él dice “Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador”.  En otras palabras, Simeón se dio cuenta de que su vida ahora estaba completa. Estaba listo para morir porque ahora había tenido el privilegio de ver realmente al Cristo. Sostuvo a Jesús en sus brazos y dio gloria al Padre por este momento.

 

Debemos esforzarnos por aprender del santo Simeón. No, no somos un profeta en el templo hace unos 2000 años, pero tenemos el privilegio de ver a Cristo todos los días de muchas maneras. El Niño que Simeón sostenía era Dios en verdad. Pero Él era Dios bajo el velo de la carne de un niño pequeño. Sin embargo, Simeón lo vio por quien era y se regocijó.

 

Debemos esforzarnos por percibir la presencia del Salvador a nuestro alrededor y regocijarnos con el gozo de Simeón. Cristo está presente en cada corazón que se le da a Dios, en cada sacramento de la Iglesia, en cada lectura de la Sagrada Escritura, y está especialmente presente para nosotros en nuestro corazón. 

 

Nuestro corazón debe ser ese templo en el que descubramos la presencia del Niño Jesús y debemos llevarlo a nuestra vida regocijándonos de lo cerca que está.  

 

Reflexione hoy sobre esa escena de Simeón tomando al Niño en sus manos y viendo al Salvador bajo el velo de la carne y los huesos de este Niño. Busque a Cristo de la misma manera que lo hizo Simeón y reflexione sobre las muchas formas en las que Él está presente ante Usted. Sepa que Él está cerca y que quiere llenar su vida con Su paz.

 

 

Señor, te agradezco por el gran testimonio del Profeta Simeón. Gracias por tu fidelidad a Simeón al permitirle verte como un niño pequeño. Que siempre imite su gran fe y te busque toda mi vida, esperando que vengas a mí de manera velada para que mi corazón se regocije en tu presencia. Jesús, en Ti confío.

 

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