sábado, 27 de diciembre de 2025

27 de diciembre del 2025: San Juan, apóstol y evangelista- Fiesta- Tercer día de la Octava de Navidad


Santo del día:

San Juan, apóstol y evangelista

Siglo I. Hermano de Santiago el Mayor, fue el único de los apóstoles presente en la crucifixión. Jesús le confió a María. Se le atribuyen el cuarto Evangelio y el Apocalipsis.

 

El momento en que Juan comprende

(1 Jn 1,1-4; Jn 20,2-8) Al celebrar al evangelista Juan, la Iglesia pone de relieve el testimonio fundacional de quienes vieron, oyeron y tocaron a Jesús. «El otro discípulo» queda en segundo plano detrás de Simón Pedro, pero su ardor y su atención son tan intensos que ve y cree: el sepulcro del Crucificado está vacío porque Él está vivo. Y esta vida eterna del Verbo, Juan comprende que estaba junto al Padre, desde el principio. Su alegría es anunciárnoslo por escrito.

Nicolas Tarralle, prêtre assomptionniste

 


Primera lectura

1 Jn 1, 1-4

Eso que hemos visto y oído se lo anunciamos

Comienzo de la primera carta del apóstol san Juan.

QUERIDOS hermanos:
Lo que existía desde el principio,
lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos,
lo que contemplamos y palparon nuestras manos
acerca del Verbo de la vida;
pues la Vida se hizo visible,
y nosotros hemos visto, damos testimonio y les anunciamos la vida eterna que estaba junto al Padre y se nos manifestó.
Eso que hemos visto y oído se lo anunciamos, para que estén en comunión con nosotros y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Les escribimos esto, para que nuestro gozo sea completo.

Palabra de Dios.

 

Salmo

Sal 96, 1-2. 5-6. 11-12 (R.: 12a)

R. Alégrense, justos, con el Señor.

V. El Señor reina, la tierra goza,
se alegran las islas innumerables.
Tiniebla y nube lo rodean,
justicia y derecho sostienen su trono. 
R.

V. Los montes se derriten como cera ante el Señor,
ante el Señor de toda la tierra;
los cielos pregonan su justicia,
y todos los pueblos contemplan su gloria. 
R.

V. Amanece la luz para el justo,
y la alegría para los rectos de corazón.
Alégrense, justos, con el Señor,
celebren su santo nombre. 
R.

 

Aclamación

R. Aleluya, aleluya, aleluya.
V. A ti, oh, Dios, te alabamos, a ti, Señor, te reconocemos; a ti te ensalza el glorioso coro de los apóstoles, Señor. R.

 

Evangelio

Jn 20, 1a. 2-8

El otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro

Lectura del santo Evangelio según san Juan.

EL primer día de la semana, María la Magdalena echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo:
«Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto».
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró.
Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.

Palabra del Señor

 

1

 

Hermanos y hermanas:

En estos días luminosos de Navidad, la Iglesia nos regala una figura entrañable: San Juan, el discípulo amado. Hoy no lo recordamos solo como escritor inspirado, sino como testigo: uno que se dejó alcanzar por Cristo de tal manera que su vida terminó convertida en anuncio.

1) “Lo que hemos visto y oído… y tocado”

San Juan abre su primera carta con una frase que parece un juramento de testigo: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos…”.

La fe cristiana no nace de ideas bonitas ni de teorías: nace de un Encuentro. Juan nos dice: “No te hablo de un recuerdo lejano; te hablo de una Vida real, concreta, que me salió al camino”. Y por eso añade el objetivo: “para que también ustedes estén en comunión con nosotros… y nuestra alegría sea completa”. La fe se vuelve comunión y se vuelve alegría.

En este Año Jubilar, esto es clave: somos peregrinos de esperanza no porque ignoremos las heridas del mundo, sino porque hemos encontrado a Alguien que vence la muerte y nos hace caminar de otro modo.

2) “Corrieron los dos…”

El Evangelio (Jn 20,2-8) es de una humanidad preciosa: Pedro y “el otro discípulo” corren. La fe también corre cuando ama. El amor no se resigna, no se queda cruzado de brazos, no se acostumbra a la tristeza.

Juan llega primero, mira, pero espera. Pedro entra. Y luego Juan entra, ve… y cree.

Aquí está el corazón del día: el momento en que Juan comprende. No ve a Jesús con los ojos; ve signos: vendas, el sudario, el orden silencioso del sepulcro. Y, sin embargo, su interior se abre a una certeza: “No está aquí, porque vive”. Juan entiende que el vacío del sepulcro no es ausencia: es presencia nueva.

A veces Dios actúa así en nuestra vida: no nos da “pruebas” como en un laboratorio, pero deja signos… y nos pide un salto: pasar del “solo mirar” al creer.

3) La fe no es solo información: es una mirada purificada

Muchos pueden “mirar” lo mismo y no comprender. Juan nos enseña que la fe es una forma de atención: un corazón tan despierto que, en medio de la confusión, detecta lo esencial.

Esto tiene un eco muy actual: vivimos saturados de noticias, de ruido, de ansiedad. Y el riesgo es terminar viendo todo… pero sin entender nada, sin esperanza, sin sentido. Juan nos invita a una fe que es también sanación interior: aprender a leer la vida con los ojos de Dios.

Hoy, el Señor podría estar preguntándonos:

·        ¿Qué “sepulcro vacío” estoy frente a ti, que tú interpretas como fracaso, cuando puede ser inicio?

·        ¿Qué “vendas” estás mirando con desesperanza, cuando podrían ser señales de que el Resucitado ya pasó por ahí?

·        ¿Qué prisa o qué miedo te impiden entrar y creer?

4) María en sábado: la Madre que guarda y acompaña la fe

Y como hoy hacemos también memoria de María en sábado, mirémosla como la mujer de la fe discreta y fuerte. María no aparece en el sepulcro en este evangelio, pero está en el trasfondo de toda la historia: es la que enseñó a los discípulos a guardar la Palabra, a esperar cuando no se entiende, a permanecer cuando otros huyen.

María nos educa para una fe que no necesita espectáculo. Ella sabe reconocer a Dios en lo pequeño: un pesebre, una casa de Nazaret, una cruz, un silencio… y también un sepulcro vacío.

Pidámosle hoy que nos enseñe a creer como Juan: con un corazón limpio, capaz de leer los signos y no rendirse.

5) Tres llamadas concretas para vivir el Jubileo con San Juan

1.    Volver al “primer amor”: no a la rutina religiosa, sino al encuentro vivo con Jesús. Hoy puedes decirle: “Señor, no quiero solo hablar de Ti; quiero escucharte otra vez”.

2.    Reconciliarse con la esperanza: no confundir realismo con pesimismo. El cristiano mira la cruz, sí, pero no se queda en ella: corre hacia la vida.

3.    Ser testigo: Juan escribe “para que ustedes tengan comunión y alegría”. Evangelizar no es imponer; es compartir vida.


Oración final

Señor Jesús, Verbo de la Vida,
como a San Juan, danos un corazón atento y ardiente:
que sepamos correr hacia Ti, entrar, ver y creer.
En este Año Jubilar, haznos testigos de esperanza,
capaces de anunciar con alegría que Tú estás vivo.
Y por intercesión de María, Madre fiel,
guarda nuestra fe cuando no entendamos,
y llévanos a la comunión y a la alegría completa.
Amén.

 

2

 

Hermanos y hermanas:

Hoy la Iglesia nos presenta a San Juan como un verdadero icono del amor. No se trata de un amor romántico o sentimental, sino de un amor espiritual, fiel y ardiente: el amor del discípulo que se dejó amar por Jesús y, por eso, aprendió a amar como Él.

1) “Corrieron los dos…”

El Evangelio es breve, pero está cargado de vida: Pedro y “el otro discípulo” corren al sepulcro. La fe, cuando ama, se mueve. La esperanza, cuando es verdadera, no se sienta a esperar que la vida cambie sola: sale, busca, se pone en camino.

Esa carrera dice mucho: Juan corre porque el amor lo empuja. A veces nosotros, en cambio, vivimos la fe sin prisa: como quien cumple, pero sin ardor. Hoy el Señor nos pregunta: ¿todavía hay en mí esa urgencia por Cristo? ¿O me he acostumbrado a vivir “a medias”, sin correr hacia Él?

2) Juan, el discípulo amado: corazón abierto

En su Evangelio, Juan suele llamarse a sí mismo: “el discípulo a quien Jesús amaba”. Eso no significa que Jesús amara menos a los otros; significa que Juan tenía el corazón especialmente receptivo. No es privilegio; es disponibilidad.

Y aquí está un mensaje precioso: Dios ama a todos, pero no todos nos dejamos amar igual. El amor de Cristo es un océano; la diferencia está en la capacidad del corazón que lo recibe.

En el Año Jubilar, esto es decisivo: si somos peregrinos de esperanza, es porque caminamos con el corazón ensanchado por el amor de Dios. La esperanza no nace del optimismo; nace de saberse amado.

3) Tres virtudes que el Evangelio ilumina

El texto nos deja ver, con sencillez, tres rasgos luminosos de Juan:

Primero: amor ardiente por Jesús.
Juan escucha la noticia del sepulcro vacío y corre. Su amor no es teórico: es práctico, inmediato. Quien ama al Señor no se queda paralizado; se acerca, se interesa, pregunta, busca.

Segundo: respeto y humildad.
Juan llega primero, mira… pero espera a Pedro. Reconoce el lugar del otro, respeta la autoridad, no se impone. Es una lección para la Iglesia de todos los tiempos: el amor a Jesús se prueba también en el respeto al hermano, en la paciencia, en la comunión.

Tercero: fe profunda.
Entra, ve… y cree. Todavía no ha visto al Resucitado, pero su fe lee los signos. No necesita controlar todo para confiar. Su interior está tan unido a Jesús, que el sepulcro vacío no lo hunde: lo abre a la certeza pascual.

4) “Vimos, oímos, tocamos”: la fe como testimonio y comunión

La primera lectura (1 Jn 1,1-4) completa el cuadro: Juan no solo cree; da testimonio. Habla de lo que ha visto, oído y tocado, para que nosotros entremos en comunión y tengamos una alegría completa.

Esto es evangelización auténtica: no proselitismo, sino contagio de vida. El que ha encontrado a Cristo no presume; comparte. El que ha sido amado no se encierra; se vuelve puente.

5) María en sábado: aprender a creer y a guardar

En esta memoria mariana, miremos a María como la gran maestra de la interioridad. Ella también “corrió” a su manera: no con los pies al sepulcro, sino con el corazón fiel a Dios, guardando la Palabra, permaneciendo cuando el dolor era oscuro.

María enseña a la Iglesia a sostener la fe cuando todavía no se ve todo claro. Juan “ve y cree”; María “guarda y espera”. Dos caminos que se abrazan: fe que corre y fe que permanece.

En el Jubileo, María nos acompaña como Madre de esperanza: nos toma de la mano para que no nos cansemos, para que no abandonemos el camino, para que no nos quedemos “afuera” del misterio.

6) Examen del corazón: tres preguntas para hoy

San Juan nos deja una interpelación concreta. Preguntémonos con sinceridad:

·        ¿Mi amor por el Señor me mueve, me hace buscarlo, orar, servir, volver a empezar… o me he vuelto lento por dentro?

·        ¿Mi amor se traduce en respeto, en comunión, en humildad, o vivo compitiendo, imponiéndome, juzgando?

·        ¿Mi fe confía sin exigir pruebas, o solo creo cuando todo sale como quiero?

7) Invitación jubilar: ensanchar el corazón para recibir más amor

Celebrar a San Juan en la octava de Navidad es escuchar a Jesús decirnos: “Yo también quiero que seas mi amado discípulo”. No por títulos, sino por cercanía. El Señor no reparte amor en cuotas pequeñas: lo derrama. Pero espera un corazón abierto.

Hoy el Jubileo puede empezar de una manera sencilla y real: pidiéndole a Dios un corazón más grande, capaz de recibir más amor y, por eso, capaz de amar más.


Oración final

Señor Jesús,
tu Corazón rebosa amor por todos.
Hazme dócil a tu amor como San Juan:
que corra hacia Ti con deseo verdadero,
que respete a mis hermanos con humildad,
y que crea en tus promesas sin exigir pruebas.

María, Madre fiel,
enséñame a guardar la Palabra y a perseverar en la esperanza.

San Juan, apóstol y evangelista,
ruega por nosotros.
Jesús, en Ti confío.
Amén.

 

 

27 de diciembre:

San Juan, Apóstol y Evangelista — Fiesta
Principios del siglo I–c. 101
Santo patrono de fabricantes de armas, comerciantes de arte, autores, cesteros, encuadernadores, libreros, editores, carniceros, fabricantes de velas, compositores, redactores, grabadores, amistades, vidrieros, funcionarios públicos, cosechas, litógrafos, notarios, pintores, fabricantes de papel, impresores, talabarteros, estudiosos, escultores, teólogos y vinicultores.
Invocado contra quemaduras, epilepsia, problemas de los pies, tormentas de granizo y envenenamientos.

 


Cita:


Pedro se volvió y vio que lo seguía el discípulo a quien Jesús amaba, el mismo que en la cena se había recostado sobre su pecho y le había dicho: «Maestro, ¿quién es el que te va a entregar?». Al verlo Pedro, dijo a Jesús: «Señor, ¿y éste?». Jesús le respondió: «Si quiero que permanezca hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme». Por eso se divulgó entre los hermanos el rumor de que aquel discípulo no moriría; pero Jesús no le dijo que no moriría, sino: «Si quiero que permanezca hasta que yo venga, ¿a ti qué?». Éste es el discípulo que da testimonio de estas cosas y las ha escrito, y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero. Hay, además, muchas otras cosas que hizo Jesús; si se escribieran una por una, pienso que ni el mundo entero podría contener los libros que se escribirían.
~Juan 21,20–25

 

Reflexión:


San Juan Apóstol se distingue de los demás apóstoles en muchos aspectos. Se cree que es el autor del Evangelio de San Juan, de tres cartas del Nuevo Testamento —1, 2 y 3 Juan— y del libro del Apocalipsis. En el Evangelio que se le atribuye, no se refiere a sí mismo como “Juan”, sino como “el discípulo a quien Jesús amaba” (Jn 13,23; 19,26; 20,2; 21,7). La tradición sostiene que sobrevivió a los demás apóstoles, muriendo alrededor del año 101. Es el único apóstol que murió por causas naturales en lugar de martirio. Su estilo de escritura es místico, reflexivo y contemplativo, e incluye un simbolismo muy rico. Su Evangelio y sus cartas se centran en el amor divino y en la intimidad a la que estamos llamados: amar y dejarnos amar por Dios.

Se sabe poco sobre los antecedentes de Juan, más allá de lo que mencionan los Evangelios. Lo más probable es que fuera de Cafarnaúm o de Betsaida, justo al norte del mar de Galilea. Era pescador, junto con su padre, Zebedeo, y su hermano, Santiago. Era amigo y compañero de pesca de Simón y Andrés. La madre de Juan era Salomé, quien podría haber sido hermana de la Virgen María, lo que haría que Juan y Santiago fueran primos de Jesús.

Es probable que Juan fuera discípulo del otro primo de Jesús, Juan el Bautista, y fue el Bautista quien señaló a Juan y a Andrés a Jesús: «Al día siguiente, Juan estaba de nuevo allí con dos de sus discípulos, y al ver pasar a Jesús dijo: “He ahí el Cordero de Dios”. Los dos discípulos oyeron lo que dijo y siguieron a Jesús» (Jn 1,35–37). Unos versículos más adelante leemos: «Andrés, el hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído a Juan y habían seguido a Jesús». El otro discípulo no se nombra, pero la mayoría de los estudiosos creen que se trataba de Juan, amigo de Andrés.

Los Evangelios de Mateo y Marcos comparten una versión similar de la llamada de Juan. En ambas versiones, Jesús se encuentra con Simón y Andrés echando la red en el mar. Los llama y ellos lo siguen inmediatamente. Luego Jesús camina un poco más, ve a Santiago y a Juan remendando las redes con su padre Zebedeo, los llama, y ellos dejan a su padre y siguen a Jesús de inmediato. La versión de Lucas añade más detalles y difiere ligeramente. Jesús se sube a la barca de Simón y le dice que eche la red para pescar. Él lo hace, a pesar de no haber pescado nada en toda la noche, y atrapan tantos peces que Simón y los hombres de la barca tienen que llamar a sus amigos —Santiago, Juan y Zebedeo— para que los ayuden. Después de eso, Andrés, Simón, Santiago y Juan se convierten en seguidores de Jesús.

Una vez que Jesús llamó a todos sus apóstoles, a Santiago y a Juan les puso el nombre de “Boanerges, es decir, hijos del trueno” (Mc 3,17). Esta designación pudo deberse a que eran excesivamente celosos. Por ejemplo, le preguntaron a Jesús si debían hacer bajar fuego del cielo para consumir un pueblo samaritano que no los quiso acoger (Lc 9,54), y ellos, junto con su madre, pidieron sentarse a la derecha y a la izquierda de Jesús en su Reino (Mt 20,20–23).

Aunque los Doce acompañan a Jesús durante todo su ministerio público, Pedro, Santiago y Juan emergen como sus compañeros más cercanos. De manera notable, Jesús lleva únicamente a estos tres discípulos con Él en momentos importantes de su vida y ministerio: cuando resucita a la hija de Jairo, cuando se transfigura en gloria y durante la agonía en el huerto. Marcos 13,3 también relata que Pedro, Andrés, Santiago y Juan tuvieron una conversación privada con Jesús sobre las señales del fin de los tiempos.

Después de que Juan y Andrés se convierten en seguidores de Jesús, Juan no vuelve a ser mencionado en su Evangelio hasta la Última Cena, cuando se recuesta sobre el pecho de Jesús (Jn 13,23–25), un gesto que simboliza el amor profundo de Juan por Cristo. Luego Juan entra en el huerto de Getsemaní con Pedro y Santiago mientras Jesús ora en agonía. Tras presenciar el arresto y el juicio de Jesús, Juan es el único apóstol que permanece al pie de la cruz junto a la Madre de Jesús. Los demás huyeron por miedo. Allí Jesús confió su Madre al cuidado de Juan: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» y «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,26–27). Después de la Resurrección, Juan corrió al sepulcro antes que Pedro cuando María Magdalena informó a ambos de que había visto al Señor resucitado. Juan esperó a Pedro y le permitió entrar primero en el sepulcro (Jn 20,2–8). Finalmente, Juan está presente en la pesca milagrosa después de la Resurrección (Jn 21,7.20–24). En esa aparición, Pedro preguntó específicamente a Jesús qué le sucedería a Juan. Jesús respondió: «Si quiero que permanezca hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme». Esta respuesta llevó a los discípulos a creer que Juan no moriría.

Después de la Ascensión de Jesús, Juan está entre los reunidos en el cenáculo que reciben al Espíritu Santo en Pentecostés (Hch 1,13; 2,1–4). En Hechos 3,1–11, Juan y Pedro realizan una curación milagrosa de un hombre lisiado en el templo, lo que da pie al poderoso discurso de Pedro a la multitud. En Hechos 4, los sacerdotes, el jefe de la guardia del templo y los saduceos detienen a Juan y a Pedro durante una noche en prisión. Al día siguiente, ambos dan testimonio valientemente de Jesús ante los sumos sacerdotes, afirmando su deber de obedecer a Dios antes que a los hombres. Luego las autoridades los dejaron libres por temor a la multitud. En Hechos 8,14, justo después del martirio de Esteban, Pedro y Juan son enviados a Samaria para orar por los nuevos creyentes, a fin de que reciban el Espíritu Santo. Esta es la última mención de Juan en los Hechos de los Apóstoles.

Aunque no existe documentación fiable sobre dónde viajó y ejerció su ministerio Juan después de Samaria, la mayoría de los estudiosos cree que él y la Virgen María se trasladaron a Éfeso, en la actual Turquía, y que Juan pasó el resto de su vida cuidándola y evangelizando por Asia Menor, que corresponde a lo que hoy es el oeste de Turquía. Esta creencia se apoya especialmente en las cartas del Apocalipsis dirigidas a siete iglesias que muy probablemente él ayudó a fundar: Éfeso (Ap 2,1–7), Esmirna (Ap 2,8–11), Pérgamo (Ap 2,12–17), Tiatira (Ap 2,18–29), Sardes (Ap 3,1–6), Filadelfia (Ap 3,7–13) y Laodicea (Ap 3,14–22). Recorrer a pie estas ciudades, una tras otra, suponía un trayecto de aproximadamente 400 millas rodeando el oeste de Asia Menor.

Una tradición afirma que, durante el reinado del emperador Domiciano (81–96), Juan fue arrestado y arrojado a una caldera de aceite hirviendo. Al quedar milagrosamente ileso, muchos testigos se convirtieron a la fe. Luego el emperador lo desterró por un año a la isla de Patmos, donde se cree que tuvo visiones místicas y las escribió en el libro del Apocalipsis: «Yo, Juan, hermano de ustedes, que comparto con ustedes la tribulación, el Reino y la perseverancia en Jesús, me encontraba en la isla llamada Patmos por haber proclamado la Palabra de Dios y por haber dado testimonio de Jesús» (Ap 1,9). El Apocalipsis es un texto apocalíptico lleno de visiones simbólicas complejas y vívidas que describen la batalla final entre el bien y el mal y el triunfo de Dios. Ofrece mensajes a siete iglesias de Asia Menor, presenta profecías sobre el fin de los tiempos, la segunda venida de Cristo y el establecimiento de los cielos nuevos y la tierra nueva, proporcionando un final esperanzador y triunfante al mensaje bíblico cristiano.

Las tres cartas atribuidas a Juan —1 Juan, 2 Juan y 3 Juan— se centran en el amor, la verdad y la fraternidad cristiana. Juan describe a Dios como Amor y exhorta al lector a una vida cristiana auténtica. Advierte contra los falsos maestros, subraya la importancia de seguir las enseñanzas de Cristo y anima la labor de los predicadores itinerantes y la responsabilidad de las comunidades de acogerlos.

Hoy, cerca de Éfeso, existe un lugar de peregrinación llamado “Meryem Ana Evi” (Casa de María), que se cree que fue la casa donde vivieron Juan y la Virgen María y desde donde la Madre de Dios fue asunta al cielo. Otra tradición afirma que ella fue asunta al cielo cerca de Jerusalén. Juan vivió hasta una edad avanzada, murió por causas naturales y fue sepultado cerca de Éfeso, en lo que hoy son las ruinas de la basílica de San Juan, en Selçuk.

Juan fue verdaderamente el discípulo amado de Cristo, lo permaneció a lo largo de su dilatada vida terrena y lo será por siempre en el cielo. Una antigua historia, ocurrida poco después de la muerte de San Juan, dice que al final de su vida repetía continuamente a su comunidad: «Hijitos míos, ámense unos a otros». La vida de Juan puede resumirse en el amor. Dios es amor. Debemos amar a Dios y debemos amarnos unos a otros. El amor lo es todo. Contempla este amor que San Juan tuvo por su Señor y ruega a él, pidiéndole que interceda por ti para que tu amor a Dios y a los demás crezca grandemente.

Oración:


San Juan Apóstol, a edad temprana escuchaste la llamada de Jesús a seguirlo y la aceptaste de buena gana. Durante su ministerio, creciste en un amor profundo y místico por tu Señor, y ese amor aumentó a lo largo de tu vida. Te ruego que ores por mí, para que este amor puro y santo crezca en mi vida, de modo que pueda compartir ese amor con los demás. San Juan Apóstol, ruega por mí. Jesús, en Ti confío.

  

jueves, 25 de diciembre de 2025

26 de diciembre del 2025: San Esteban, protomártir- Fiesta -segundo día de la Octava de Navidad

 

Santo del día:

San Esteban

Siglo I. «Hombre lleno de fe y del Espíritu Santo», fue uno de los siete diáconos elegidos por los Apóstoles. Murió lapidado, pidiendo a Dios perdón a sus verdugos. Primer mártir de la Iglesia.

 

Reunión celestial

(Hechos 6, 8-10; 7, 54-60; Mateo 10, 17-22) Al celebrar a san Esteban al día siguiente de la Natividad, la Iglesia recuerda que la sabiduría del Espíritu del Padre, atravesando la ceguera de los hombres, conduce a la gloria de Jesús. Es cierto: el horizonte humano del Niño —como el de los discípulos— es una furia de muerte marcada por gritos y traiciones. Pero el nacimiento en la tierra del Hijo de Dios hace posible el nacimiento en el cielo de un hijo de hombre: el discípulo imita y se une a su Maestro.”

Nicolas Tarralle, prêtre assomptionniste


Primera lectura

Hch 6, 8-10; 7, 54-59


Veo los cielos abiertos

Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles.

EN aquellos días, Esteban, lleno de gracia y poder, realizaba grandes prodigios y signos en medio del pueblo. Unos cuantos de la sinagoga llamada de los libertos, oriundos de Cirene, Alejandría, Cilicia y Asia, se pusieron a discutir con Esteban; pero no lograban hacer frente a la sabiduría y al espíritu con que hablaba.
Oyendo sus palabras se recomían en sus corazones y rechinaban los dientes de rabia. Esteban, lleno de Espíritu Santo, fijando la mirada en el cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús de pie a la derecha de Dios, y dijo:
«Veo los cielos abiertos y al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios».
Dando un grito estentóreo, se taparon los oídos; y, como un solo hombre, se abalanzaron sobre él, lo empujaron fuera de la ciudad y se pusieron a apedrearlo. Los testigos dejaron sus capas a los pies de un joven llamado Saulo y se pusieron a apedrear a Esteban, que repetía esta invocación:
«Señor Jesús, recibe mi espíritu».



Palabra de Dios.

 

Salmo

Sal 30, 3cd-4. 6 y 8ab. 16b y 17 (R.: 6a)

R. A tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu.

V. Sé la roca de mi refugio,
un baluarte donde me salve,
tú que eres mi roca y mi baluarte;
por tu nombre dirígeme y guíame. 
R.

V. A tus manos encomiendo mi espíritu:
tú, el Dios leal, me librarás;
tu misericordia sea mi gozo y mi alegría.
Te has fijado en mi aflicción. 
R.

V. Líbrame de mis enemigos que me persiguen;
haz brillar tu rostro sobre tu siervo,
sálvame por tu misericordia.
 R.

 

Aclamación

R. Aleluya, aleluya, aleluya.
V. Bendito el que viene en nombre del Señor; el Señor es Dios, él nos ilumina. R.

 

Evangelio

Mt 10, 17-22

No serán ustedes los que hablen, sino el Espíritu de su Padre

Lectura del santo Evangelio según san Mateo.

EN aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«¡Cuidado con la gente!, porque los entregarán a los tribunales, los azotarán en las sinagogas y los harán comparecer ante gobernadores y reyes por mi causa, para dar testimonio ante ellos y ante los gentiles.
Cuando los entreguen, no se preocupen de lo que van a decir o de cómo lo dirán: en aquel momento se les sugerirá lo que tienen que decir, porque no serán ustedes los que hablen, sino que el Espíritu de su Padre hablará por ustedes.
El hermano entregará al hermano a la muerte, el padre al hijo; se rebelarán los hijos contra sus padres y los matarán.
Y serán odiados por todos a causa de mi nombre; pero el que persevere hasta el final, se salvará».

Palabra del Señor.

 

1

 

Hermanos y hermanas:

La liturgia tiene una pedagogía fina, casi provocadora: ayer cantábamos “Gloria a Dios en el cielo” y hoy, sin cambiar de escenario espiritual, la Iglesia nos pone delante la sangre de un mártir. Como si dijera: el pesebre no es un adorno dulce; es una decisión de Dios que incomoda al mundo. La Navidad no es una postal: es una luz que entra en una historia real… y por eso despierta resistencias.

1. Del pesebre a la “reunión celestial”

San Esteban aparece en los Hechos como un hombre lleno de gracia y de poder, capaz de hacer el bien, hablar con claridad, y sostener la verdad sin odio (Hch 6,8). Pero lo que más impresiona no es su elocuencia, sino su final:
cuando todo se vuelve violencia, Esteban mira al cielo, ve la gloria de Dios y a Jesús de pie; y mientras lo apedrean, reza:

  • “Señor Jesús, recibe mi espíritu”
  • “Señor, no les tengas en cuenta este pecado” (Hch 7,59-60)

Ahí está el corazón de la fiesta: el discípulo imita y alcanza al Maestro. En la cruz, Jesús entregó su espíritu y perdonó; Esteban hace lo mismo. Y esa imitación no es teatro: es el fruto del Espíritu en una persona herida, presionada, amenazada… pero habitada por Dios.

2. La frase que une a Jesús y a Esteban: “En tus manos”

El salmo responsorial nos da la llave:
“En tus manos encomiendo mi espíritu” (Sal 31).
Es una oración para el que ya no controla nada: el enfermo que no puede dormir del dolor, la madre que no sabe cómo sostener la casa, el joven que batalla con ansiedad o depresión, el adulto que carga duelos silenciosos. Es la oración del que dice: “Señor, no entiendo todo, pero me confío a Ti”.

Y aquí el Jubileo se vuelve concreto: peregrinar con esperanza no es andar sin heridas; es caminar con heridas, pero con Dios. La esperanza cristiana no niega la noche: enciende una lámpara dentro de la noche.

3. “No se preocupen… el Espíritu hablará” (Mt 10,17-22)

En el Evangelio, Jesús no vende una fe cómoda: anuncia conflictos, tribunales, divisiones, rechazo. Pero también promete algo decisivo:
“No serán ustedes los que hablarán, sino el Espíritu de su Padre hablará por ustedes.”

A veces creemos que ser cristiano es tener siempre respuestas brillantes. Jesús nos enseña otra cosa: ser cristiano es permanecer fieles cuando las fuerzas flaquean, cuando la incomprensión aprieta, cuando la vida nos pone contra las cuerdas. “El que persevere hasta el final se salvará.” Perseverar no es “aguantar por orgullo”; es sostenerse en Dios.

Y esto ilumina a quienes sufren en el cuerpo y en el alma: hay días en que la “perseverancia” se parece a cosas pequeñas: levantarse, pedir ayuda, tomar el tratamiento, aceptar compañía, rezar aunque sea con una sola frase: “Señor, en tus manos.”

4. Dos imágenes para llevar al corazón

  • He escuchado decir a algunos médicos que hay dolores del cuerpo que se ven, y dolores del alma que se esconden. A veces la persona más sonriente es la que más lucha por dentro. La comunidad cristiana está llamada a ser lugar donde uno no tiene que fingir: donde puede decir “me duele” sin ser juzgado.
  • Y otra imagen: una vela enciende otra sin perder su fuego. Esteban, al morir perdonando, no apaga su vida: la entrega. La esperanza funciona así: se comparte. En tu casa, en tu trabajo, en tu comunidad, tu fe puede ser esa vela para alguien que hoy está en tinieblas.

5. ¿Qué nos enseña San Esteban hoy?

1.    Mirar al cielo sin escapar de la tierra: Esteban no huye de la realidad; la atraviesa con una mirada mayor.

2.    Perdonar no es justificar: es no permitir que el mal me convierta en lo que detesto.

3.    La Iglesia nace misionera y perseguida, pero nunca derrotada: porque su fuerza no está en la piedra del agresor, sino en el Espíritu del Padre.

4.    El sufrimiento puede ser lugar de encuentro con Cristo: no porque Dios “quiera” el dolor, sino porque Dios no nos abandona en el dolor.

 

Oración final (por quienes sufren en el cuerpo y en el alma)

Señor Jesús,
que en la Navidad te hiciste cercano y vulnerable,
mira a tus hijos e hijas que hoy sufren:
los enfermos, los que padecen dolores persistentes,
los que viven cansancio, soledad, duelo, ansiedad o depresión,
los que cargan heridas antiguas y luchas silenciosas.

Como san Esteban, queremos decirte:
“En tus manos encomiendo mi espíritu.”
Danos tu Espíritu para perseverar,
para pedir ayuda cuando haga falta,
para sostener al que se cae,
para perdonar sin amargura,
y para caminar como peregrinos de esperanza en este Año Jubilar.

Que María, Madre del Niño Dios,
nos cobije en nuestras noches;
y que san Esteban, mártir fiel,
interceda por nosotros. Amén.

 

2

 

Hermanos y hermanas:

Apenas ayer cantábamos la alegría de la Navidad, y hoy la Iglesia nos coloca ante el testimonio de San Esteban, el primer mártir. No es una contradicción: es una enseñanza. El Niño del pesebre es Rey, y por eso su luz no deja indiferente al mundo. La fe verdadera consuela, sí… pero también confronta; trae paz al corazón, y a veces despierta rechazo afuera.

 

1) Del Evangelio a la vida: “Cuidado con los hombres…”

Jesús avisa con claridad: “Los entregarán a los tribunales… los azotarán… serán llevados ante gobernadores y reyes por mi causa, para dar testimonio” (Mt 10,17-18).
Estas palabras describen, casi como una fotografía, lo que vivió Esteban. La Iglesia no nos engaña con un cristianismo “sin cruz”. En este Año Jubilar, peregrinar con esperanza no significa caminar sin conflictos, sino caminar con Cristo incluso cuando el camino se vuelve duro.

 

2) Un detalle precioso de la primera comunidad

La Iglesia naciente en Jerusalén era diversa: había judíos “hebreos” y judíos “helenistas”, marcados por culturas distintas. Y en medio de esa diversidad apareció una herida concreta: algunas viudas quedaban descuidadas en el reparto de alimentos.
¿Y qué hace la Iglesia? No se resigna ni se divide: discierne y organiza la caridad. Nacen los siete diáconos. Esteban aparece ahí: como servidor, como hombre de comunidad, como alguien que no busca protagonismo sino fidelidad.

Esto es muy actual: muchas crisis comienzan por pequeñas negligencias. Pero cuando la Iglesia se deja guiar por el Espíritu, los problemas se vuelven ocasión de madurez.

 

3) Quién era Esteban: fe, Espíritu y valentía

De Esteban se dice que estaba lleno de fe y del Espíritu Santo, y que hacía “prodigios” (Hch 6,8). Pero su mayor “prodigio” no fue un milagro externo: fue la firmeza interior.
Cuando lo enfrentan, responde con sabiduría; cuando lo acusan, no devuelve odio; cuando lo condenan, mantiene el corazón en Dios.

Y aquí muchos pueden reconocerse: hay personas que no están siendo “apedreadas” con piedras, pero sí con palabras, con indiferencia, con injusticias, con burlas, con presiones en la familia o en el trabajo por vivir la fe con coherencia.

 

4) La hora del martirio: entregar el espíritu y perdonar

Lo más conmovedor de Esteban es que muere como Jesús:

·        “Señor Jesús, recibe mi espíritu”

·        “Señor, no les tengas en cuenta este pecado” (Hch 7,59-60)

Aquí el Salmo se vuelve carne: “En tus manos encomiendo mi espíritu” (Sal 31).
Esto tiene una fuerza especial para nuestra intención orante de hoy: por quienes sufren en el cuerpo y en el alma. A veces, cuando el dolor aprieta, la oración se reduce a una frase sencilla, casi un suspiro:
“Señor, en tus manos.”
Y esa frase, dicha con fe, puede ser un acto de valentía tan grande como un discurso.

 

5) El “fruto” del martirio: lo que parecía derrota se volvió misión

Humanamente, la muerte de Esteban parecía una tragedia: se desató una persecución y la comunidad se dispersó. Pero esa dispersión llevó el Evangelio más allá de Jerusalén: Judea, Samaría… y después el mundo.
Dios no quiere el mal, pero no permite que el mal tenga la última palabra. De lo que parecía ruina, Dios sacó expansión; de la herida, sacó anuncio.

Aquí se entiende una verdad que sostiene la esperanza: Dios puede sacar un bien mayor incluso de nuestras noches, sin romantizar el sufrimiento, pero sin desesperar. En clave jubilar: la esperanza cristiana no es optimismo ingenuo, es la certeza de que Dios trabaja incluso cuando nosotros solo vemos piedras.

 

6) Aplicación para hoy: persecuciones pequeñas y cruces grandes

Hoy muchos cargan cruces visibles (enfermedad, limitaciones, tratamientos, dolor crónico) y otros cargan cruces invisibles (depresión, ansiedad, duelo, heridas afectivas, soledad).
La fiesta de San Esteban nos dice tres cosas muy concretas:

1.    No estás solo: Cristo te acompaña en el tribunal, en la sala de espera, en el insomnio, en la angustia.

2.    No te dejes gobernar por el miedo: Jesús lo anunció, pero también prometió el Espíritu.

3.    No desperdicies tu cruz: entrégasela a Dios. Él puede convertirla en bendición para otros, en testimonio, en compasión más grande.

 

Conclusión y oración

Hermanos, celebremos a San Esteban no solo admirándolo, sino dejándonos contagiar por su fe: servir, testimoniar, perdonar, confiar.

Oremos:

Señor Jesús,
Tú que naciste en humildad y reinaste desde la cruz,
mira a los que sufren en el cuerpo y en el alma.
Dales alivio, fortaleza, buena compañía,
y la gracia de decir cada día: “En tus manos encomiendo mi espíritu.”

Danos el Espíritu Santo para no responder al mal con mal,
para perseverar cuando el corazón flaquea,
y para ser testigos tuyos con mansedumbre y valentía.

San Esteban, mártir fiel,
ruega por nosotros.
Jesús, en Ti confiamos.
Amén.

 

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26 de diciembre:

San Esteban, el Primer Mártir — Fiesta
Principios del siglo I – c. 33–36
Santo patrono de los monaguillos, constructores, fabricantes de ataúdes, diáconos, caballos, albañiles y canteros.
Invocado contra los dolores de cabeza.

 


Cita:
«¡Pueblo de dura cerviz, incircuncisos de corazón y de oídos! Ustedes siempre se oponen al Espíritu Santo; son igual que sus antepasados. ¿A cuál de los profetas no persiguieron sus antepasados? Dieron muerte a los que anunciaban la venida del Justo, del cual ustedes ahora se han hecho traidores y asesinos. Ustedes recibieron la ley transmitida por medio de ángeles, pero no la observaron».
Al oír esto, se enfurecieron y rechinaban los dientes contra él. Pero él, lleno del Espíritu Santo, miró fijamente al cielo y vio la gloria de Dios y a Jesús de pie a la derecha de Dios, y dijo: «Miren, veo los cielos abiertos y al Hijo del Hombre de pie a la derecha de Dios». Pero ellos gritaron con fuerte voz, se taparon los oídos y se abalanzaron todos a una contra él. Lo sacaron fuera de la ciudad y comenzaron a apedrearlo. Los testigos dejaron sus mantos a los pies de un joven llamado Saulo. Mientras apedreaban a Esteban, él clamaba: «Señor Jesús, recibe mi espíritu». Luego cayó de rodillas y gritó con fuerte voz: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado»; y dicho esto, se durmió.

~Hechos 7,51–60

 

Reflexión

San Esteban, a quien honramos hoy, es el primer mártir cristiano, por lo que recibe el título único de “Protomártir”. Todo lo que sabemos sobre san Esteban proviene de los Hechos de los Apóstoles, capítulos 6–7. Su nombre es de origen griego, lo cual sugiere que era un judío helenista. No se conoce nada más sobre la vida temprana de Esteban. Aparece en el escenario dentro de la Iglesia primitiva en Jerusalén, donde fue elegido como diácono para ayudar a asegurar la distribución justa de las provisiones diarias dentro de la comunidad cristiana, a fin de liberar a los Apóstoles de esa responsabilidad.

Mientras Jesús caminaba por la tierra, su comunidad de seguidores se convirtió en una comunidad muy unida. Para poder dedicarse a seguir a Jesús a tiempo completo, algunos de sus discípulos atendían las necesidades de toda la comunidad (véase Lucas 8,3). Después de que Jesús ascendió al Cielo y envió el Espíritu Santo, los Apóstoles permanecieron en Jerusalén, y la comunidad de creyentes continuó profundizando su vida comunitaria. Comían juntos, celebraban la Eucaristía y compartían sus recursos económicos entre sí.

La comunidad de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma, y nadie consideraba suya propia ninguna de sus posesiones, sino que lo tenían todo en común. Con gran poder los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús, y todos gozaban de gran estima. No había entre ellos ningún necesitado, porque quienes poseían campos o casas los vendían, llevaban el dinero de lo vendido y lo ponían a los pies de los apóstoles, y se distribuía a cada uno según su necesidad (Hechos 4,32–35).

La comunidad de Jerusalén, en sus inicios, estaba compuesta tanto por judíos hebreos como por judíos helenistas. Los judíos hebreos eran originarios de Judea y hablaban principalmente arameo como lengua común. Se adherían estrechamente a las costumbres judías tradicionales y utilizaban el hebreo en las prácticas religiosas. Los judíos helenistas, por lo general, hablaban griego y estaban influenciados por la cultura griega, debido a su asimilación en la sociedad grecorromana más amplia a lo largo del Imperio romano. Tanto los helenistas como los hebreos se convertían a Cristo y vivían como un solo pueblo unido en Jerusalén. Sin embargo, al parecer persistían prejuicios: «Por aquellos días, al crecer el número de los discípulos, los helenistas se quejaron contra los hebreos, porque sus viudas eran descuidadas en la distribución diaria» (Hechos 6,1).

Como los Apóstoles decidieron dedicarse a la oración y a la predicación de la Palabra, pidieron a la comunidad que eligiera a «siete varones de buena reputación, llenos de Espíritu y de sabiduría» (Hechos 6,3). Luego los Apóstoles los asignaron a la tarea de supervisar la distribución diaria de provisiones. Los Apóstoles oraron e impusieron las manos sobre estos siete hombres, ordenándolos como los primeros diáconos de la Iglesia. Ellos eran: «Esteban, varón lleno de fe y del Espíritu Santo; también Felipe, Prócoro, Nicanor, Timón, Pármenas y Nicolás de Antioquía, prosélito» (Hechos 6,5). Algunas tradiciones antiguas identifican a Esteban como el mayor y el líder de los demás, convirtiéndolo en lo que llegó a conocerse como “arcediano”. Esteban probablemente era griego, por lo que pudo haber sido elegido, en parte, para ayudar a asegurar que las mujeres helenistas, especialmente las viudas, recibieran su parte en la distribución diaria.

Como diácono, Esteban también predicaba la Palabra de Dios y realizaba muchos milagros. Varios judíos helenistas incluso debatieron con él en público, «pero no podían resistir la sabiduría y el Espíritu con que hablaba» (Hechos 6,10). Esto los irritó tanto que lo llevaron ante el Sanedrín, tal como habían hecho con Jesús. El Sanedrín era el máximo organismo religioso, judicial y legislativo dentro de la comunidad judía. Los cargos contra Esteban eran que hablaba contra el Templo y la Ley de Moisés. Mientras Esteban estaba ante el encolerizado Sanedrín, su rostro parecía el de un ángel.

Hechos 7,1–53 presenta un largo discurso que Esteban pronunció ante el Sanedrín. Es uno de los discursos más largos y significativos del Nuevo Testamento. En él, Esteban recorrió la historia de Israel desde Abraham hasta Salomón, quien construyó el Templo. Subrayó las acciones de Dios que tuvieron lugar fuera del Templo, así como la desobediencia recurrente de Israel. Sobre el Templo, dijo: «El Altísimo no habita en casas hechas por mano de hombre» (Hechos 7,48). En otras palabras, el Templo había sobrepasado su propósito. El Altísimo vino a nosotros en la Persona de Jesús, y Jesús es el Nuevo Templo y el Nuevo Sacerdote que se ofreció a sí mismo como el Sacrificio Nuevo y Perpetuo. Esteban releyó y reinterpretó el Antiguo Testamento a la luz de Cristo. Fue de los primeros seguidores de Cristo en unir con claridad el Antiguo Testamento con el Nuevo Testamento que se iba desplegando. También se refirió a los miembros del Sanedrín y a quienes lo acusaban como «pueblo de dura cerviz».

Recordemos del juicio de Jesús que el Sanedrín, bajo la ocupación romana, no podía condenar a una persona a muerte. Los romanos se reservaban esa autoridad. En el caso de Esteban, sus acusadores estaban tan enfurecidos que lo arrastraron de inmediato fuera de la ciudad (probablemente por la puerta norte) y lo apedrearon hasta matarlo. Esta situación horrible, sin embargo, se volvió verdaderamente hermosa y gloriosa a causa de la fe de Esteban. Antes de ser arrastrado al lugar de su muerte, miró al Cielo y exclamó: «Miren, veo los cielos abiertos y al Hijo del Hombre de pie a la derecha de Dios» (Hechos 7,56). Cuando lo sacaron y comenzaron a apedrearlo, oró: «Señor Jesús, recibe mi espíritu» y «Señor, no les tengas en cuenta este pecado» (Hechos 7,59–60). Noten las semejanzas con Jesús, que clamó desde la Cruz: «Padre, perdónalos…» (Lucas 23,34) y «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lucas 23,46). Como autor del Evangelio y de los Hechos de los Apóstoles, resulta claro por esos pasajes que san Lucas pretendía establecer esta conexión.

Entre quienes consintieron en el martirio de san Esteban estaba el fariseo Saulo, que más tarde se convertiría, se convertiría en el gran Apóstol de los gentiles y sería conocido por su nombre romano: Pablo. Después de su conversión, san Pablo se apoyó en la enseñanza de san Esteban, la desarrolló y la profundizó, continuando la misión de aquel a quien ayudó a perseguir y matar. Es claro que la oración final de san Esteban fue escuchada por Dios y se aplicó de un modo especial a Saulo.

San Pablo escribiría más tarde en una carta a los Romanos: «Sabemos que Dios dispone todas las cosas para bien de los que lo aman, de los que han sido llamados conforme a su propósito» (Romanos 8,28). Nada más verdadero podría decirse del martirio de san Esteban. Al principio hubo gran temor y caos. «Aquel día se desató una gran persecución contra la Iglesia en Jerusalén, y todos se dispersaron por las regiones de Judea y Samaría, excepto los apóstoles» (Hechos 8,1). La comunidad cristiana tan unida se dispersó, huyendo para salvar la vida. En la sabiduría de Dios, esta dispersión se convirtió en el primer gran medio de evangelización. Los cristianos llevaron a Cristo dentro del templo de sus almas a gente de todas partes. Uno a uno, nuevos corazones se convirtieron, y la comunidad dispersa compartió con otros la Nueva Ley de Cristo.

Una tradición afirma que san Esteban fue enterrado en la localidad de Beit Jimal, a unas veinte millas al oeste de Jerusalén. Cuenta la leyenda que, en el año 415, un sacerdote llamado Luciano tuvo un sueño en el que se le reveló el lugar de sepultura de san Esteban. El sacerdote llevó sus restos de vuelta a Jerusalén, y algunos años después Esteban fue enterrado en el lugar de su martirio, en lo que hoy es la Iglesia de San Étienne (Esteban, en francés). En su libro La ciudad de Dios, san Agustín dice que algunas reliquias de san Esteban fueron llevadas a las «aguas de Tibilis», que muy probablemente estaban en el norte de África. Agustín relata luego muchas historias de milagros que ocurrieron en la vida de quienes entraron en contacto con sus reliquias.

Al honrar al protomártir de la Iglesia, medita la verdad profunda de que Dios siempre saca bien del sufrimiento cuando ese sufrimiento se une en oración a Cristo. En honor de san Esteban, al reflexionar sobre su vida y su muerte, trae a la mente cualquier sufrimiento que estés soportando. Ya sea físico, mental o emocional; causado por enfermedad, persecución o cualquier otra fuente, busca unirte a ti mismo y a tus sufrimientos a Cristo. Si parte de tu sufrimiento proviene de los pecados de otros, reza la oración que san Esteban rezó: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado». Y a lo largo de tu vida, reza con él: «Señor Jesús, recibe mi espíritu». Reza también pidiendo su intercesión, especialmente por el valor y la fortaleza para cumplir la voluntad de Dios en tu vida.


Oración:

San Esteban, fuiste agraciado para ser el primer seguidor de Cristo que fue martirizado por tu fe. No rehuíste la crueldad y el odio de tus perseguidores, sino que les dijiste la verdad y oraste para que fueran perdonados. Te ruego también que ores por mí, para que yo sea perdonado por los pecados que he cometido contra otros y te siga ofreciendo mi vida, de todo corazón, a Cristo cada día de mi vida. San Esteban, ruega por mí. Jesús, en Ti confío.

 

 

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