lunes, 3 de noviembre de 2025

4 de noviembre del 2025: martes de la trigésima primera semana del tiempo ordinario- I- San Carlos Borromeo, Obispo

 Santo del día:

San Carlos Borromeo

1538-1584.

«Predicad con vuestro ejemplo y vuestra moral», recomendaba el célebre arzobispo de Milán, quien aplicó con celo las decisiones del Concilio de Trento durante veinte años. Canonizado en 1610.

 


La búsqueda de Dios

(Lc 14,15-24) ¿Qué puede ser más frustrante que recibir un rechazo o una muestra de indiferencia cuando uno arde en deseos de compartir algo esencial?

El señor de la parábola quiere dar, pero las personas de su primer círculo tienen otras cosas que hacer antes que recibir lo que él ha preparado para ellas.

Lucas se une aquí a la meditación de Pablo en la primera lectura de ayer: en Jesús, Dios busca por todas partes —en Israel y más allá— a quien quiera recibir su amor y su perdón, un perdón escandaloso.

Jean-Marc Liautaud, Fondacio

 


Primera lectura


Rom 12, 5-16a


Existimos en relación con los otros miembros

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos.


HERMANOS:
Nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada cual existe en relación con los otros miembros.
Teniendo dones diferentes, según la gracia que se nos ha dado, deben ejercerse así: la profecía, de acuerdo con la regla de la fe; el servicio, dedicándose a servir; el que enseña, aplicándose a la enseñanza; el que exhorta, ocupándose en la exhortación; el que se dedica a distribuir los bienes, hágalo con generosidad; el que preside, con solicitud; el que hace obras de misericordia, con gusto.
Que el amor de ustedes no sea fingido; aborreciendo lo malo, apéguense a lo bueno.
Ámense cordialmente unos a otros; que cada cual estime a los otros más que a sí mismo; en la actividad, no sean negligentes; en el espíritu, manténganse fervorosos, sirviendo constantemente al Señor.
Que la esperanza los tenga alegres; manténganse firmes en la tribulación, sean asiduos en la oración; compartan las necesidades de los santos; practiquen la hospitalidad.
Bendigan a los que los persiguen; bendigan, sí, no maldigan.
Alégrense con los que están alegres; lloren con los que lloran.
Tengan la misma consideración y trato unos con otros, sin pretensiones de grandeza, sino poniéndose al nivel de la gente humilde. No se tengan por sabios.

Palabra de Dios.

 

Salmo

Sal 130, 1bcde. 2. 3

R. Guarda mi alma en la paz, junto a ti, Señor.

V. Señor, mi corazón no es ambicioso,
ni mis ojos altaneros;
no pretendo grandezas
que superan mi capacidad. 
R.

V. Sino que acallo y modero mis deseos,
como un niño en brazos de su madre;
como un niño saciado
así está mi alma dentro de mí. 
R.

V. Espere Israel en el Señor
ahora y por siempre. 
R.

 

Aclamación

R. Aleluya, aleluya, aleluya.
V. Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados —dice el Señor—, y yo los aliviaré. R.

 

Evangelio

Lc 14, 15-24

Sal por los caminos y senderos, e insísteles hasta que entren y se llene mi casa

Lectura del santo Evangelio según san Lucas.

EN aquel tiempo, uno de los comensales dijo a Jesús:
«¡Bienaventurado el que coma en el reino de Dios!».
Jesús le contestó:
«Un hombre daba un gran banquete y convidó a mucha gente; a la hora del banquete mandó a su criado a avisar a los convidados:
“Vengan, que ya está preparado”.
Pero todos a una empezaron a excusarse.
El primero le dijo:
“He comprado un campo y necesito ir a verlo. Dispénsame, por favor”.
Otro dijo:
“He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlas. Dispénsame, por favor”.
Otro dijo:
“Me acabo de casar y, por ello, no puedo ir”.
El criado volvió a contárselo a su señor. Entonces el dueño de casa, indignado, dijo a su criado:
“Sal aprisa a las plazas y calles de la ciudad y tráete aquí a los pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los cojos”.
El criado dijo:
“Señor, se ha hecho lo que mandaste, y todavía queda sitio”.
Entonces el señor dijo al criado:
“Sal por los caminos y senderos, e insísteles hasta que entren y se llene mi casa.
Y les digo que ninguno de aquellos convidados probará mi banquete”».

Palabra del Señor.

 

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1. Introducción: Un banquete al que todos estamos invitados

Las lecturas de este martes nos introducen en un doble movimiento del alma cristiana: la entrega generosa al servicio dentro de la comunidad y la apertura humilde a la invitación divina al banquete del Reino. San Pablo, en la Carta a los Romanos (12,5-16), nos recuerda que la fe no se vive en soledad, sino en comunión; y el Evangelio (Lc 14,15-24) nos muestra a Dios como un anfitrión alegre que no se cansa de invitar, incluso cuando muchos se excusan.
Ambas lecturas confluyen en un mismo mensaje: ser cristiano es vivir en relación —con Dios, con los demás, con la misión—, formando un solo cuerpo, una sola mesa, un solo espíritu de comunión.

En este marco jubilar, donde el Papa nos llama a ser “peregrinos de la esperanza”, esta Palabra nos invita a revisar nuestras actitudes comunitarias y nuestra disponibilidad para participar del banquete de la vida eterna, que ya comienza aquí, en cada gesto de amor, en cada servicio, en cada Eucaristía.


2. “Espíritu de equipo”: una Iglesia de dones compartidos

San Pablo utiliza una imagen que sigue siendo actual: la comunidad cristiana como un cuerpo vivo y diverso, donde cada miembro tiene su lugar, su función, su carisma. “Tenemos dones diferentes según la gracia que se nos ha dado”, dice (Rom 12,6).
No todos hacemos lo mismo, pero todos servimos al mismo Señor. Esta visión eclesial nos salva del individualismo, del protagonismo y de la rivalidad; nos introduce en una espiritualidad de comunión y corresponsabilidad.

En el fondo, Pablo nos enseña que el cristiano no es un solista, sino parte de una sinfonía divina. Dios, como un gran director de orquesta, armoniza los distintos instrumentos para que la melodía de su Reino suene con belleza.
Cada don —enseñar, animar, servir, consolar, administrar, orar, acoger— tiene sentido sólo si se pone al servicio de los demás. No hay “talentos inútiles” en la Iglesia, sino dones dormidos que esperan ser despertados.

Por eso, este texto nos invita hoy a mirar a nuestras familias, amigos, comunidades y benefactores: todos formamos parte de este cuerpo espiritual. Cada uno, desde su lugar, contribuye al bien común con lo que tiene: su tiempo, su fe, su oración, su generosidad.
El cristiano maduro no pregunta “qué gano yo con esto”, sino “a quién puedo servir con lo que soy”.


3. “Invitados sorprendidos”: la parábola del banquete

El Evangelio según san Lucas nos presenta a Jesús en un ambiente cotidiano: una comida. Allí, ante quienes discutían sobre los primeros lugares, Él revela cómo es el Reino: una fiesta a la que todos son invitados, pero que no todos aceptan.

Los invitados principales —símbolo de los que se creen seguros, autosuficientes o demasiado ocupados— rechazan la invitación con excusas “respetables”: el trabajo, los negocios, la familia. No son malas cosas en sí, pero se convierten en obstáculo cuando desplazan a Dios del centro.
Las excusas suenan tan actuales como entonces: “No tengo tiempo”, “ya voy después”, “cuando me jubile”, “cuando solucione mis problemas”…
Pero el Reino de Dios no es “para después”; el banquete está servido hoy. La salvación no es un acontecimiento lejano, sino una gracia presente: el encuentro con Cristo en lo cotidiano.

El anfitrión, que representa a Dios Padre, no se desanima; amplía la invitación: llama a los pobres, cojos, ciegos, lisiados, a los que nadie tiene en cuenta. Esos “invitados sorpresa” son el signo de la misericordia.
Así es Dios: no se rinde ante nuestro desinterés, sino que sale a los caminos para llenar su casa de rostros nuevos, corazones abiertos y vidas transformadas.


4. San Carlos Borromeo: pastor de unidad y servicio

Celebramos hoy la memoria de San Carlos Borromeo, obispo y reformador. Fue uno de los grandes protagonistas del Concilio de Trento, un pastor que devolvió a la Iglesia la conciencia de ser “cuerpo de Cristo” al servicio de todos.
No buscó glorias humanas ni títulos honoríficos; reformó seminarios, impulsó la catequesis, acompañó a los enfermos durante la peste en Milán, poniendo en riesgo su propia vida.
En él se cumple la palabra de Pablo: “Contribuyan a las necesidades de los santos; practiquen la hospitalidad; alegrense con los que se alegran, lloren con los que lloran” (Rom 12,13-15).

San Carlos es un ejemplo luminoso del “espíritu de equipo” al que alude San Pablo. Fue un hombre que no trabajó solo, sino junto a sacerdotes, religiosos y laicos, en comunión con toda la Iglesia.
En este Año Jubilar, su figura nos recuerda que la santidad no es elitista ni solitaria: es una misión compartida, una santidad en red, hecha de colaboración y humildad.


5. Aplicación actual: comunidad y misión

Este Evangelio y esta carta nos invitan a revisar dos actitudes esenciales en nuestra vida cristiana:

1.    La apertura al otro.
La fe se vive en comunidad. No podemos encerrarnos en un cristianismo “de sillón”. Cada familia, cada grupo parroquial, cada benefactor tiene un papel en la construcción del Reino. La Iglesia crece cuando todos colaboramos con lo que somos y tenemos.

2.    La disponibilidad para Dios.
¿Cuántas veces hemos pospuesto su invitación? ¿Cuántas veces hemos dicho “no puedo ahora”? El banquete del Evangelio es la Eucaristía, donde Cristo nos alimenta con su Cuerpo y su Sangre. Si tenemos tiempo para todo menos para Él, nuestras prioridades necesitan conversión.

El Reino de Dios es una fiesta abierta: nadie está excluido, pero solo entran los que se dejan encontrar. En ese banquete hay lugar para los pobres, para los enfermos, para los que dudan, para los que buscan, para los que un día se alejaron y hoy desean volver.


6. Conclusión y oración final

Queridos hermanos, hoy damos gracias por todos los que, con su fe y su generosidad, mantienen viva la comunidad: familiares, amigos, benefactores. Ellos son expresión concreta del amor providente de Dios.
Pidamos también la intercesión de San Carlos Borromeo, para que aprendamos a servir con alegría, sin esperar recompensa; a formar equipo con Dios, a trabajar en comunión, y a no poner excusas cuando Él nos llama a su mesa.


Oración final:

Señor Jesús,
Tú que has preparado para nosotros el banquete de la vida eterna,
enséñanos a reconocer tu invitación en cada momento del día.
No permitas que las preocupaciones o los intereses del mundo
nos impidan responderte con prontitud y alegría.
Haz de tu Iglesia un cuerpo unido,
donde cada miembro sirva con amor, sin rivalidad ni cansancio.

Que, guiados por el ejemplo de San Carlos Borromeo,
aprendamos a trabajar en equipo,
a cuidar a los pobres y a los olvidados,
y a vivir siempre como peregrinos de la esperanza.

Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.

 

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1. Introducción: Dios que busca y que invita

El Evangelio de este día (Lc 14,15-24) nos presenta a Dios como un anfitrión generoso que ha preparado un banquete, imagen del Reino, y que invita a todos a participar. Sin embargo, muchos de los primeros invitados se excusan.
Este rechazo no desanima al Señor: Él sigue buscando, invitando, insistiendo, porque su amor no conoce cansancio ni fronteras.

Sobre este texto,alguien lo expresó bellamente:

En Jesús, Dios busca por todas partes —en Israel y más allá— a quien quiera recibir su amor y su perdón escandaloso.”

Así es nuestro Dios: un buscador incansable, un amante que no se resigna a nuestra ausencia.
Y en este tiempo jubilar, Él vuelve a llamarnos, para renovar nuestra esperanza y recordarnos que su mesa tiene lugar para todos, especialmente para los que el mundo ha dejado fuera.


2. Primera lectura (Rm 12,5-16): Vivir como un solo cuerpo

San Pablo, en la primera lectura, nos ofrece un espejo de lo que significa responder al amor que busca. Nos recuerda que somos “un solo cuerpo en Cristo, y cada uno es miembro de los demás” (v.5).
Esta imagen de comunión y servicio complementa el Evangelio: Dios invita al banquete, y nosotros somos parte de ese cuerpo que lo prepara y lo comparte.

Pablo enumera actitudes concretas:

  • “Amen con sinceridad”;
  • “Sean afectuosos los unos con los otros”;
  • “Contribuyan a las necesidades de los santos”;
  • “Alégrense con los que se alegran y lloren con los que lloran”.

Ser cristiano, entonces, no es solo “aceptar la invitación”, sino convertirse en instrumento de esa invitación, en prolongación visible de la misericordia de Dios.
Cada carisma, cada gesto de bondad, cada oración y ayuda material de nuestros benefactores, son señales de ese mismo Espíritu que hace de la Iglesia una comunidad viva, unida y servidora.

Pablo no habla de una comunidad ideal, sino real: diversa, frágil, pero llena de gracia. Es el mismo “espíritu de equipo” que meditábamos ayer: una Iglesia donde nadie sobra y todos aportan, y donde cada don —ya sea oración, tiempo, generosidad o consuelo— edifica el Reino.


3. Salmo 130: El alma serena del que confía

El Salmo de hoy es una joya de humildad y confianza:

Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros;
no pretendo grandezas que superan mi capacidad.”

El salmista nos enseña que la verdadera grandeza está en saberse pequeño en manos de Dios, como un niño en brazos de su madre.
Frente a las excusas del Evangelio —“tengo tierras, tengo bueyes, tengo compromisos”—, el salmo propone otra actitud: la de quien descansa su alma en Dios, sin querer controlarlo todo.

Esta serenidad interior es la que nos dispone a aceptar la invitación divina. Solo quien se deja abrazar puede entrar al banquete del Reino.
Por eso, el Salmo 130 es la respiración de esta liturgia: nos recuerda que Dios busca corazones humildes, no agendas llenas.


4. Evangelio (Lc 14,15-24): La búsqueda obstinada del Amor

El Evangelio desarrolla la parábola del gran banquete. El dueño de casa, imagen del Padre, prepara con esmero una fiesta y manda a su siervo —símbolo de Cristo— a convocar a los invitados.
Pero los primeros, los que parecían “más cercanos”, lo rechazan con excusas. No lo hacen por maldad, sino por distracción. Sus corazones están llenos de “sus cosas”: negocios, campos, relaciones.
No tienen tiempo para Dios.

Este drama es actual:

  • Cuando el trabajo absorbe la oración,
  • Cuando el entretenimiento desplaza la Eucaristía,
  • Cuando los proyectos personales suplantan el servicio.

No es pecado tener responsabilidades; el problema es dejar que nos roben el encuentro con el Señor.
El Evangelio nos confronta: ¿Cuántas veces hemos pospuesto su llamada con buenas razones que esconden una tibieza interior?

Pero aquí brilla el rostro misericordioso del Padre: Él no cierra la puerta, sino que abre más la invitación.
Envía a su siervo a los caminos, a las plazas, a buscar a los pobres, lisiados, ciegos y cojos. Es decir, a los que nadie suele invitar, a los que no cuentan.
El Reino se convierte así en una fiesta de la inclusión, en un banquete de los últimos que serán primeros.


5. San Carlos Borromeo: Pastor que buscó y sirvió

La figura de San Carlos Borromeo, cuya memoria hoy celebramos, ilumina esta parábola con su propia vida.
Hombre de profunda espiritualidad y de entrega pastoral, supo responder sin excusas al llamado de Dios.
Durante la peste que azotó Milán, mientras muchos huían, él se quedó, organizando hospitales, procesiones, ayuda material y espiritual.
Fue el buen siervo de la parábola, que no se contenta con su puesto, sino que sale a buscar a los heridos del camino.

San Carlos entendió que buscar a Dios es buscar también a los que Dios ama.
Y su testimonio nos recuerda que cada uno, desde su vocación —sacerdote, religioso, laico, benefactor o familia— puede colaborar en esa búsqueda divina, siendo manos extendidas del Padre que invita.


6. Intención orante: por familiares, amigos y benefactores

En este Año Jubilar, elevemos una oración especial por todos aquellos que, con su cercanía, sostienen nuestra misión:
por nuestras familias, que nos acompañan con su cariño y oración;
por nuestros amigos, que nos animan en la fe;
y por los benefactores, visibles o anónimos, que con generosidad ayudan a que el Evangelio siga llegando a los más pobres.

Señor, bendice a quienes, sin buscar recompensas,
hacen posible que otros sientan tu amor.
Recompénsalos con tu paz, protégelos en sus necesidades,
y haz de ellos testigos alegres del Reino.


7. Aplicación pastoral: Dios sigue buscando hoy

Dios sigue saliendo hoy a los caminos de nuestra historia.
No busca perfectos, sino disponibles.
Nos invita a redescubrir el valor de la Eucaristía como banquete de comunión, la fuerza de la caridad como respuesta al amor recibido, y la belleza de la vida compartida en familia y comunidad.

Cada misa es ese banquete: Dios nos invita, nos alimenta, nos envía.
Y nosotros, al salir, nos convertimos en mensajeros de su invitación:
ir a las plazas, a las redes, a los hogares, a los corazones cansados, y decir con alegría:
“Todo está preparado. Ven al banquete del Señor.”


8. Conclusión y oración final

Queridos hermanos, el Reino de Dios no se impone, se ofrece.
Y hoy, el Padre vuelve a buscarnos, no para reprocharnos, sino para sentarnos a su mesa.
No dejemos que nuestras ocupaciones sean excusas.
Respondamos con humildad, como el salmista: “Señor, mi alma está en calma y en silencio.”

Que San Carlos Borromeo interceda por nosotros para que, como él, sepamos buscar a Dios sirviendo, perdonando y amando.


Oración final

Señor Jesús,
Tú que sales a buscarnos por los caminos,
despierta en nosotros el deseo de aceptar tu invitación.

Que no nos distraigan las riquezas, los proyectos ni el cansancio.
Enséñanos a reconocer tu presencia en los pobres y los humildes,
y a compartir con alegría los dones que Tú nos das.

Bendice, Señor, a nuestras familias, amigos y benefactores.
Hazlos partícipes de tu mesa y de tu alegría eterna.

Que, en este Año Jubilar, seamos verdaderos peregrinos de la esperanza,
servidores de tu Reino y constructores de comunión.

Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.

 

 

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4 de noviembre:

San Carlos Borromeo, obispo — Memoria

1538–1584

Patrono de: huertos de manzanos, obispos, redactores del catecismo, catequistas, catecúmenos, seminaristas, fabricantes de almidón y directores espirituales.
Invocado contra: dolores abdominales, cólicos, enfermedades del estómago y úlceras.
Canonizado por: el Papa Paulo V el 1 de noviembre de 1610.



Cita:

Carísimos hermanos:
Si examinan atentamente lo que está escrito en la Antigua Ley sobre la excelencia y pureza de los sacerdotes y demás ministros del altar, y sobre la limpieza exterior del cuerpo, comprenderán con claridad cuán más excelentes y puros, cuán más libres de toda mancha y defecto, tanto del cuerpo como —más aún— del alma, deben ser los ministros y sacerdotes de la Ley del Evangelio.

Porque si comparamos el santísimo sacrificio de la Nueva Ley —el sacrificio del Cordero inmaculado, el sacrificio del Hijo de nuestro Dios y Señor ofrecido cada día en el altar a Dios Padre por nuestros pecados— con aquellas víctimas irracionales sacrificadas en el Templo de Salomón en días determinados, ¿qué otra cosa es sino comparar la sombra con la realidad, la oscuridad con la luz, la tierra con el cielo, o más aún, los animales brutos con el Dios de los dioses, nuestro Salvador Jesucristo?

~ San Carlos Borromeo, a los sacerdotes recién ordenados



Reflexión

Carlos Borromeo nació en el Castillo de Arona, en el Ducado de Milán, dentro de una familia noble e influyente del norte de Italia. Su padre era el Conde de Arona, y su madre pertenecía a la poderosa familia Medici. Carlos fue el segundo de seis hijos. En las familias nobles de entonces, el primogénito heredaba los títulos y bienes, mientras que los demás hijos solían encaminarse a la vida eclesiástica, ocupando cargos como obispos o abades.

Cuando Carlos tenía siete años, comenzó el Concilio de Trento (1545), convocado para responder a la Reforma protestante y corregir los abusos dentro de la Iglesia. A los ocho años, su tío materno Juan Ángel Medici fue nombrado obispo y, tres años después, cardenal. Al cumplir nueve años, Carlos perdió a su madre; su padre volvió a casarse, y luego de enviudar, se casó nuevamente. A los doce años, Carlos recibió la tonsura, paso que lo encaminó oficialmente hacia la vocación eclesiástica.
Al mismo tiempo, otro de sus tíos le concedió el título de abad titular de los santos Gratiniano y Felino de Arona, cargo honorífico que le proporcionaba una renta estable. Con esos ingresos fue enviado a Milán para iniciar sus estudios de humanidades. A los dieciséis ingresó en la Universidad de Pavía, donde estudió derecho canónico y civil.

En 1558, a los diecinueve años, murió su padre. Carlos asumió la ardua tarea de ordenar la herencia familiar para que su hermano mayor pudiera ocupar el título de conde. Al concluir, su hermano Federico Borromeo asumió el condado, y Carlos regresó a Pavía, donde obtuvo su doctorado en derecho civil y canónico el 6 de diciembre de 1559.

Poco después, su vida dio un giro inesperado. En agosto de 1559 murió el Papa Paulo IV, y entre los cardenales electores se encontraba su tío Juan Ángel Medici, quien fue elegido Papa el día de Navidad de 1559, tomando el nombre de Pío IV.
El joven Carlos, con apenas 21 años, fue llamado a Roma por su tío, quien lo nombró cardenal, a pesar de que aún no era sacerdote. En una de las manifestaciones más claras del nepotismo eclesiástico de la época, el Papa confió a su sobrino múltiples responsabilidades: Secretario de Estado, administrador de la arquidiócesis de Milán, administrador de los Estados Pontificios y legado papal, entre otros cargos.

Durante los siguientes cuatro años, el cardenal Borromeo trabajó intensamente y con responsabilidad, ganándose el respeto de muchos. Sin embargo, su verdadero interés estaba en concluir el Concilio de Trento, que había comenzado cuando él era niño. Convenció a su tío el Papa para que reanudara las sesiones, y así se celebraron las últimas siete entre 1562 y 1563. Aunque no pudo participar como obispo —pues aún no lo era—, desempeñó un papel decisivo tras bastidores, gracias a su formación jurídica y a su influencia en la curia romana.

En noviembre de 1562, una tragedia marcó su vida: su hermano Federico, el conde de Arona, murió repentinamente sin dejar descendencia. La familia Borromeo, sin heredero varón, estaba destinada a desaparecer. Por ello, muchos le suplicaron a Carlos que renunciara a la vida eclesiástica, regresara al estado laical, se casara y continuara el linaje familiar. Incluso el propio Papa Pío IV, su tío, lo alentó a hacerlo.

Pero en este momento de crisis, Carlos tomó la decisión que definiría su vida: consagrarse definitivamente a Dios. En secreto fue ordenado sacerdote, sin que el Papa lo supiera. Cuando su tío lo descubrió, aunque al principio se sintió decepcionado, acabó por respetar su decisión.
Carlos celebró su primera Misa en la solemnidad de la Asunción de María, en la Basílica de San Pedro, junto al sepulcro de los apóstoles. Tres meses después fue ordenado obispo en la Capilla Sixtina y, cinco meses más tarde, fue nombrado arzobispo de Milán, con apenas 25 años.


Reforma pastoral y celo apostólico

Aunque permaneció un tiempo en Roma, ayudando a implementar los decretos del Concilio de Trento, su corazón estaba ya en Milán. Allí encontró una arquidiócesis espiritualmente decaída, sin arzobispo residente durante casi ochenta años. Muchos sacerdotes estaban mal formados, los monasterios vivían con laxitud, la liturgia carecía de reverencia y el pueblo había abandonado en gran parte la práctica de la fe.

Durante diecinueve años, San Carlos se entregó con celo a una profunda reforma eclesial:

  • Fundó seminarios para la formación integral de los futuros sacerdotes.
  • Impulsó la catequesis de niños, jóvenes y adultos, creando la Cofradía de la Doctrina Cristiana.
  • Promovió la reverencia litúrgica y la devoción a los sacramentos.
  • Reavivó la vida religiosa y devolvió a los monasterios su espíritu original.
  • Visitó personalmente todas las parroquias de su vastísima arquidiócesis, incluso las más lejanas.
  • Distribuyó su fortuna entre los pobres y llevó una vida austera, de oración, penitencia y servicio.

Durante la peste que asoló Milán, no huyó ni se escondió, sino que se quedó para asistir a los enfermos, organizando hospitales y procesiones de penitencia. Caminaba descalzo por las calles llevando el Santísimo Sacramento para bendecir a los moribundos. Su testimonio conmovió a toda la ciudad, que redescubrió la fe bajo su guía.


Fruto del Concilio y ejemplo de santidad

San Carlos Borromeo encarnó el espíritu del Concilio de Trento. Si en un inicio había sido ejemplo del nepotismo y del privilegio eclesiástico, su conversión lo transformó en modelo de obispo santo, reformador y pastor.
Rechazó la comodidad del poder para abrazar el sacrificio del servicio. Donde antes había nobleza, ahora había humildad; donde hubo lujo, ahora había oración; donde hubo autoridad, ahora hubo obediencia y caridad.

Su celo pastoral y su amor por Cristo renovaron la Iglesia de Milán, inspirando a muchas diócesis de Europa. Por eso fue llamado “el obispo del Concilio de Trento hecho carne”.


Aplicación espiritual

Celebrar a San Carlos Borromeo es reconocer que la reforma de la Iglesia empieza en el corazón. Cada familia, cada comunidad, cada creyente está llamado a purificarse, a reencontrarse con su vocación, a revisar hábitos y prioridades.
La conversión no es solo para los demás: comienza en nosotros. Reformar la Iglesia exterior sin reformar la interior —la del alma— sería inútil.

Siguiendo su ejemplo, renovemos la fe en nuestras familias, en nuestros compromisos, en nuestras parroquias.
Seamos, como él, peregrinos de la esperanza: pastores unos de otros, reformadores de nuestra propia alma, servidores del Evangelio.


Oración

San Carlos Borromeo, tú naciste en medio del privilegio,
pero al ser ordenado te hiciste pobre de espíritu y siervo de Cristo.
Ruega por nosotros, para que sigamos tu ejemplo de entrega y reforma.

Enséñanos a trabajar por la renovación de la Iglesia,
comenzando por nuestro propio corazón y por nuestra familia.

Que todo lo que hagamos sea para la gloria de Dios
y la salvación de las almas.

San Carlos Borromeo, ruega por nosotros.
Jesús, en ti confío.

 

3 de noviembre del 2025: lunes de la trigésima primera semana del tiempo ordinario-I- San Martin de Porres, religioso

 

Santo del día:

San Martín de Porres

1579-1639. Enfermero en el convento de Lima (Perú), este terciario dominico mostró tal devoción a los enfermos y excluidos que el Papa Juan XXIII, quien lo canonizó en 1962, lo apodó “Martín de la Caridad”.

 

La danza de los regalos

(Lucas 14:12-14) Lucas, escribiendo para un público culto y acomodado, sabe que el intercambio de regalos puede volverse fácilmente repetitivo en círculos cerrados que no fortalecen los lazos sociales, sino que, por el contrario, tienden a aislarlos y sofocarlos. Atreverse a extender nuestra generosidad libremente a quienes no la corresponderán significa confiar en otro socio, Dios, cuya generosidad aguarda su turno para unirse al juego de dar. 

Jean-Marc Liautaud, Fondacio


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Memoria de San Martín de Porres · Año Jubilar “Peregrinos de la Esperanza”
Intención orante por los difuntos


1. Introducción: el valor del dar sin esperar

El Evangelio de hoy (Lc 14,12-14) es una provocación a nuestras costumbres sociales. Jesús, invitado a una comida en casa de uno de los principales fariseos, lanza una enseñanza que rompe los esquemas: “Cuando des un banquete, invita a los pobres, los lisiados, los cojos y los ciegos; y serás dichoso, porque ellos no tienen con qué pagarte, y así tendrás tu recompensa en la resurrección de los justos.”

En un mundo que mide casi todo en términos de intercambio y retribución, Jesús propone el camino del pago diferido, el de Dios: ayudar, amar, servir, sin esperar recompensa inmediata. En el Reino de Dios, el verdadero valor no se mide por lo que se gana, sino por lo que se entrega gratuitamente.

El apóstol Pablo, en la primera lectura (Rom 11,29-36), nos recuerda que “los dones y la llamada de Dios son irrevocables”. Es decir, Dios no retira su gracia aunque el hombre falle; su amor no sigue las reglas del mérito, sino las de la misericordia.


2. La lógica de la reciprocidad frente a la gratuidad del Evangelio

Existe una realidad humana: solemos actuar movidos por la reciprocidad. Si alguien me hace un favor, intento devolverlo; si invito, espero ser invitado. Esta dinámica, que puede parecer justa, se vuelve obstáculo cuando sustituye la gratuidad que caracteriza el amor evangélico. Jesús no condena la cortesía ni la buena educación, sino la mentalidad de cálculo, esa forma de dar esperando retorno.

La justicia humana funciona por conmutación: “te doy porque me das”. Pero la justicia divina funciona por compasión: “te doy porque te amo”. Y esa compasión no busca beneficio alguno, sino el bien del otro. En eso, Jesús no solo enseña con palabras: Él mismo se hizo don gratuito. Se sentó a la mesa con los fariseos, pero también con publicanos y pecadores. Se dejó invitar por ricos, pero su corazón estaba con los pobres. Y nunca adaptó sus convicciones al ambiente.


3. Jesús no deja sus principios en la puerta

Alguien señala algo esencial: Jesús podía entrar a la casa de los poderosos, pero no dejaba sus convicciones en la puerta. No se dejaba comprar ni silenciar por los privilegios. Hoy podríamos preguntarnos: ¿cuántas veces negociamos nuestros valores para agradar, para encajar, para ascender? ¿Cuántas veces bajamos el volumen de la verdad para evitar conflictos?

Jesús permanece libre y fiel: “Si tú me invitas, prepárate a invitar también a los pobres, porque yo no avanzo sin ellos”. Su fidelidad no es ideológica, sino profundamente humana y divina. La presencia de los pobres no es opcional para el discípulo: ellos son parte del Evangelio, el rostro visible del mismo Cristo.


4. San Martín de Porres: el rostro humilde del Evangelio

Hoy la Iglesia celebra la memoria de San Martín de Porres, hijo de un noble español y de una mujer afroperuana. Desde joven sintió el llamado al servicio y al cuidado de los más pobres. Ingresó como hermano en el convento dominico del Rosario en Lima, donde ejerció de portero, enfermero, barbero y confesor de los humildes.

Su vida fue una parábola viviente del Evangelio de hoy: compartió sin esperar recompensa. San Martín transformó el claustro en un hospital y la escoba en instrumento de caridad. Sus manos, que curaban heridas, limpiaban también los pisos del convento con la misma alegría. Nunca buscó honores; su felicidad consistía en servir y amar, especialmente a quienes no podían devolverle nada.

Su ejemplo interpela a nuestras comunidades: ¿cuánto de nuestro apostolado está movido por amor puro y cuánto por interés o reconocimiento? En el Año Jubilar, San Martín nos enseña a convertir el servicio en alabanza y la humildad en misión.


5. Aplicación jubilar: gratuidad, justicia y esperanza

En este Año Jubilar “Peregrinos de la Esperanza”, el Evangelio de hoy nos invita a revisar nuestras actitudes. Peregrinar es también liberarse del peso del cálculo, de la obsesión por el mérito, de la búsqueda de prestigio. La Iglesia jubilar es la Iglesia del don gratuito:

  • Una Iglesia que invita a todos a la mesa: pobres, migrantes, enfermos, olvidados.
  • Una comunidad que no espera agradecimientos, sino que sirve por amor.
  • Un pueblo que confía en la recompensa eterna, no en los aplausos del momento.

Jesús nos pide vivir con el corazón desprendido. Lo que damos a los pobres no se pierde: se transforma en capital de eternidad, porque ellos serán nuestros anfitriones en el Reino.


6. Intención orante por los difuntos: la gratitud que permanece

En este mes de noviembre, la Iglesia reza por todos los fieles difuntos. Recordamos con amor a quienes ya no están, pero que siguen vivos en Dios. Ellos no pueden recompensarnos, pero nuestras oraciones son una forma de amor gratuito: una manera de decir “gracias” más allá de la muerte.

Así como Jesús nos enseña a dar sin esperar retorno, también rezamos por los difuntos sin esperar nada a cambio, confiando en la misericordia divina. En la comunión de los santos, el amor no se interrumpe; simplemente cambia de forma.


7. Conclusión: permanecer fieles en medio de quienes piensan distinto

El cristiano auténtico, no es quien defiende valores de palabra, sino quien permanece de pie —a veces solo— en medio de quienes piensan distinto. Jesús, en casa de los fariseos, fue ese hombre de pie. San Martín, en una sociedad racista y clasista, fue ese hombre de pie.

Ser fiel a Dios en medio de un mundo que negocia principios es el milagro diario del Evangelio. No se trata de juzgar, sino de testimoniar. En la historia, los santos no ganaron por número, sino por coherencia.


8. Oración final

Señor Jesús,
que nos invitas a servir con gratuidad,
haznos desprendidos de todo cálculo y conveniencia.
Que nuestra caridad no dependa del mérito ni del interés,
sino que refleje tu amor libre y generoso.

Por intercesión de San Martín de Porres,
enséñanos a amar sin medida,
a sonreír mientras servimos,
y a encontrar en los pobres el rostro de tu bondad.

Recibe a nuestros hermanos difuntos en tu morada de paz,
donde el amor es recompensa y la esperanza se cumple.
Y en este Año Jubilar,
haznos peregrinos que avanzan con las manos vacías
pero el corazón lleno de gratitud.

Amén.


Frase para meditar:

“Dios no paga con monedas de este mundo; su pago es la eternidad de su amor.”

 

3 de noviembre:

San Martín de Porres, religioso — Memoria opcional
1579–1639
Patrono de los afroamericanos, personas birraciales, barberos, hospedadores, pobres, Perú, trabajadores de salud pública, escuelas públicas, televisión, y de la justicia social e interracial.
Canonizado por el papa Juan XXIII el 6 de mayo de 1962.




Cita

Cierto de que merecía un castigo más severo por sus pecados que los demás, pasaba por alto sus peores ofensas. Fue incansable en sus esfuerzos por reformar al delincuente y se desvelaba junto a los enfermos para consolarlos. A los pobres les proporcionaba comida, ropa y medicinas. Hizo todo lo posible por cuidar a los jornaleros pobres, negros y mulatos, despreciados entonces como esclavos, la escoria de la sociedad de su tiempo. El pueblo sencillo le llamó “Martín de la caridad”. Excusaba las faltas de los demás y perdonaba las más amargas injurias, convencido de que él merecía castigos mucho más severos a causa de sus propios pecados.


~De la homilía de canonización de San Juan XXIII.


Reflexión

En 1532, los exploradores españoles llegaron al actual Perú y capturaron al emperador inca Atahualpa, marcando el inicio del dominio español en la región. Apenas cinco años después, el papa Pablo III publicó una bula lamentando los informes de que muchos generales españoles actuaban como tiranos y saqueadores, oprimiendo cruelmente a los pueblos indígenas. Robaban su plata y su oro, les quitaban sus tierras, los forzaban a trabajar como esclavos y los trataban como seres subhumanos. En 1542, España estableció el Virreinato del Perú, formalizando su control político sobre el territorio.

Aunque algunos misioneros defendieron los derechos de los nativos, mucha de la crueldad continuó. El rey Felipe II, consciente del caos, intentó intervenir, pero con poco éxito. En 1581, decidió enviar a su mejor obispo al Perú: el futuro San Toribio de Mogrovejo, quien transformaría la nueva nación en los siguientes veinticinco años. De ese mismo contexto surgieron cinco grandes santos peruanos: Toribio de Mogrovejo, Rosa de Lima, Juan Macías, Francisco Solano y el santo que hoy honramos, Martín de Porres.

Martín de Porres y Velázquez nació en Lima, virreinato del Perú, dos años antes de la llegada de San Toribio como nuevo arzobispo, y treinta y siete años después de la fundación del virreinato. Su padre era español; su madre, una esclava liberada de ascendencia africana o indígena. Según las costumbres del tiempo, eso hacía de Martín un hijo ilegítimo y mestizo, marcado con el humillante apelativo de “mulato”. Tuvo una hermana dos años menor.

Después del nacimiento de su hermana, su padre, avergonzado por el color de piel de sus hijos, abandonó a la familia. La madre, Ana, los crió sola ganándose la vida lavando ropa. La familia vivía en la pobreza. Gracias a la labor evangelizadora de los misioneros españoles, los nativos y los esclavos africanos fueron instruidos en la fe y bautizados. No se conservan muchos datos sobre la formación religiosa de Martín, pero se sabe que desde niño amó profundamente a Dios y a los pobres.

Una anécdota cuenta que, cuando su madre lo enviaba al mercado a comprar alimentos, Martín los regalaba por el camino a los necesitados. A los doce años, su madre no pudo seguir alimentándolo, y lo envió a una escuela donde vivió y estudió un tiempo. Luego fue acogido por un barbero-cirujano, quien le enseñó su oficio. En aquella época, los barberos eran también los practicantes más comunes de la medicina: usaban sus habilidades con las cuchillas no solo para cortar cabello, sino también para realizar pequeñas cirugías. Martín se enamoró de ese oficio, pues le permitía sostenerse y servir a los demás.

Durante su aprendizaje, su vida de oración se intensificó. Pasaba horas en vela ante Dios, buscando una unión más profunda con Él. Admiraba mucho a los dominicos de Lima, pero la ley española prohibía que personas de raza mixta fueran admitidas como religiosos profesos. Sin embargo, su deseo era tan ardiente que acudió al convento del Santo Rosario y pidió ser aceptado como hermano donado (no profeso). El superior accedió.

Durante los siguientes ocho años, Martín vivió como dominico, vistiendo el hábito y sirviendo en los oficios más humildes: cortaba el cabello a los frailes, cocinaba, limpiaba, lavaba la ropa y atendía a los enfermos con sus conocimientos médicos. Su humildad, ternura y caridad impresionaban a todos. Por eso fue puesto a cargo de las limosnas que la comunidad repartía a los pobres.

Aunque algunos seguían despreciándolo por su origen, quienes tenían un corazón cristiano reconocían su santidad. Ocho años después, el superior decidió ignorar las leyes discriminatorias y le pidió profesar los votos como dominico a los 24 años. Martín obedeció. Durante la siguiente década, su vida espiritual creció más aún. Pasaba largas horas ante el Santísimo Sacramento, desarrolló una tierna devoción por la Virgen María y practicó severas penitencias.

Un día, cuando el convento atravesaba dificultades económicas, el superior buscaba cosas para vender, y Martín exclamó con sinceridad: “Yo soy solo un pobre mulato… véndame a mí.”

A los 34 años, fue nombrado enfermero del convento, cargo que desempeñó por 25 años, hasta su muerte. Aplicó su saber médico con éxito, pero pronto se vio que sus curaciones iban acompañadas de poder sobrenatural. Se multiplicaban los milagros. Sin embargo, lo que más conmovía era su humildad y compasión. Recogía a los enfermos de la calle y los llevaba al convento, incluso a los más rechazados. Aunque algunos frailes protestaron, su amor era tan contagioso que las quejas cesaron.

Su fama se extendió por todo Lima. Se le atribuían bilocaciones, apariciones en lugares distantes, curaciones prodigiosas, incluso el don de hablar con los animales. Fundó un hogar para huérfanos, y diariamente pedía limosnas por la ciudad para repartirlas entre los pobres y los frailes. Algunos testigos lo vieron rodeado de luz o levitando durante la oración. Los más sabios acudían a pedirle consejo, pues tenía el don de leer los corazones.

Tras su muerte, los milagros se multiplicaron. Veinticinco años después, su cuerpo fue hallado incorrupto.

San Martín de Porres nació en la pobreza y el rechazo, pero esas pruebas solo aumentaron su virtud. Su alma estaba tan unida a Dios que Él obraba maravillas a través de él. Hoy, al honrar a este humilde hermano dominico, pensemos en lo que en nuestra vida nos causa ira o desánimo. San Martín enfrentó muchas tentaciones así, pero las transformó en oportunidades de gracia. Que él nos inspire a hacer lo mismo, para que Dios convierta cada cruz en fuente de amor abundante.


Oración

San Martín de Porres, tu pobreza y rechazo no te impidieron buscar el amor de Dios.
Ese amor te llenó de virtudes y de un profundo cariño por el pueblo de Dios.
Ruega por mí, para que aprenda de tu humildad
y persevere en la oración,
de modo que Dios pueda hacer grandes cosas en mí y a través de mí,
para bien del mundo.

San Martín de Porres, ruega por mí.
Jesús, en Ti confío.


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