lunes, 24 de noviembre de 2025

25 de noviembre del 2025: martes de la trigésima cuarta semana del tiempo ordinario- I


El refugio

(Lucas 21, 5-11) «¿Dónde encontrar apoyo cuando el mundo que nos rodea parece presa de la locura, cuando la precariedad de nuestras instituciones y de nuestras obras se hace dolorosamente evidente, cuando comprendemos que la realidad se nos escapa de las manos?

Jesús nos invita implícitamente a buscar en Dios nuestra estabilidad, a construir nuestra morada sobre la roca de su Palabra, a poner en Él nuestra esperanza.

¿Acaso no es Dios para nosotros “refugio y fuerza, un socorro siempre ofrecido en la angustia” (Sal 45 [46], 2)?

Emmanuelle Billoteau, ermite

 


Primera lectura

Dan 2, 31-45

Dios suscitará un reino que nunca será destruido, y acabará con todos los reinos

Lectura de la profecía de Daniel.

EN aquellos días, dijo Daniel a Nabucodonosor:
«Tú, oh rey, estabas mirando y apareció una gran estatua. Era una estatua enorme y su brillo extraordinario resplandecía ante ti, y su aspecto era terrible. Aquella estatua tenía la cabeza de oro fino, el pecho y los brazos de plata, el vientre y los muslos de bronce, las piernas de hierro, y los pies de hierro mezclado con barro.
Mientras estabas mirando, una piedra se desprendió sin intervención humana, chocó con los pies de hierro y barro de la estatua, y los hizo pedazos. Se hicieron pedazos a la vez el hierro y el barro, el bronce, la plata y el oro, triturados como paja de una era en verano; el viento los arrebató y desaparecieron sin dejar rastro. Y la piedra que había deshecho la estatua creció hasta hacerse una montaña enorme que ocupaba toda la tierra».
«Este era el sueño; ahora explicaremos al rey su sentido:
Tú, ¡oh rey, rey de reyes!, a quien el Dios del cielo ha entregado el reino y el poder, y el dominio y la gloria, y a quien ha dado todos los territorios habitados por hombres, bestias del campo y aves del cielo, para que reines sobre todos ellos, tú eres la cabeza de oro.
Te sucederá otro reino menos poderoso; después, un tercer reino de bronce, que dominará a todo el orbe.
Vendrá después un cuarto reino, fuerte como el hierro; como el hierro destroza y machaca todo, así destrozará y triturará a todos.
Los pies y los dedos que viste, de hierro mezclado con barro de alfarero, representan un reino dividido, aunque conservará algo del vigor del hierro, porque viste hierro mezclado con arcilla. Los dedos de los pies, de hierro y barro, son un reino a la vez poderoso y débil. Como viste el hierro mezclado con la arcilla, así se mezclarán los linajes, pero no llegarán a fundirse uno con otro, lo mismo que no se puede fundir el hierro con el barro.
Durante ese reinado, el Dios del cielo suscitará un reino que nunca será destruido, ni su dominio pasará a otro pueblo, sino que destruirá y acabará con todos los demás reinos, y él durará por siempre.
En cuanto a la piedra que viste desprenderse del monte sin intervención humana, y que destrozó el hierro, el bronce, el barro, la plata y el oro, esto significa lo que el Dios poderoso ha revelado al rey acerca del tiempo futuro.
El sueño tiene sentido y la interpretación es cierta».

Palabra de Dios.

 

Salmo

Dan 3, 57a. 58a. 59a. 60a. 61a (R.: 59b)

R. ¡Ensálcenlo con himnos por los siglos!

V. Criaturas todas del Señor, bendigan al Señor. R.

V. Cielos, bendigan al Señor. R.

V. Ángeles del Señor, bendigan al Señor. R.

V. Aguas del espacio, bendigan al Señor. R.

V. Ejércitos del Señor, bendigan al Señor. R.

 

Aclamación

R. Aleluya, aleluya, aleluya.
V. Sé fiel hasta la muerte —dice el Señor— y te daré la corona de la vida. R.

 

Evangelio

Lc 21, 5-11

No quedará piedra sobre piedra

Lectura del santo Evangelio según san Lucas.

EN aquel tiempo, como algunos hablaban del templo, de lo bellamente adornado que estaba con piedra de calidad y exvotos, Jesús les dijo:
«Esto que contemplan, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida».
Ellos le preguntaron:
«Maestro, ¿cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?».
Él dijo:
«Miren que nadie los engañe. Porque muchos vendrán en mi nombre diciendo: “Yo soy”, o bien: “Está llegando el tiempo”; no vayan tras ellos. Cuando oigan noticias de guerras y de revoluciones, no tengan pánico. Porque es necesario que eso ocurra primero, pero el fin no será enseguida».
Entonces les decía:
«Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países, hambres y pestes. Habrá también fenómenos espantosos y grandes signos en el cielo.

Palabra del Señor.

 

1

 

I. Introducción: cuando el mundo se sacude y buscamos un refugio

 

Queridos hermanos:

Hay momentos en los que sentimos que el mundo se desordena, que lo que era estable comienza a crujir, que lo seguro deja de serlo. Las instituciones se vuelven frágiles, los proyectos humanos parecen tambalear, la vida personal se sacude… y experimentamos un cierto desamparo.

Las lecturas de hoy, en este final de año litúrgico, nos colocan precisamente allí: en la pregunta por el refugio verdadero, en la necesidad de encontrar un lugar firme cuando todo parece incierto.

Hoy se nos formula una pregunta profunda: ¿dónde encontrar apoyo cuando la realidad se nos escapa?
Y nos da la clave: Jesús nos invita a apoyarnos en Dios como refugio, fuerza y esperanza.

Ese es también el gran mensaje para un Tiempo Jubilar: volver a la Roca que no se quiebra, volver a Dios como refugio.


II. La Palabra de Dios: dos luces complementarias

Hoy la liturgia nos da dos textos que se iluminan mutuamente:

1. Daniel: la verdad sobre los “reinos de barro”

(Dn 2,31-45)

Daniel nos presenta un mundo que parece sólido y poderoso, representado en la gran estatua del sueño de Nabucodonosor:
– cabeza de oro,
– pecho de plata,
– vientre de bronce,
– piernas de hierro,
– pies de hierro y barro.

En apariencia todo es grandeza; en el fondo, todo es fragilidad.
Una sola piedra —no cortada por mano humana— basta para derribar lo que parecía eterno.

El mensaje es claro:
ningún imperio construido solo por manos humanas permanece; solo el Reino de Dios es indestructible.

Este texto nació para sostener la fe del pueblo perseguido. Y hoy sigue sosteniendo la nuestra:
cuando la realidad parece escapar de nuestras manos, la historia no escapa de las manos de Dios.


2. El Evangelio: Jesús revela lo que realmente permanece

(Lc 21,5-11)

Los discípulos están embelesados ante la belleza del templo. Era el orgullo nacional, el símbolo de la identidad del pueblo elegido.
Pero Jesús, con mirada profética, declara:

“Vendrán días en que no quedará piedra sobre piedra”.

¿Es mala noticia?
No.
Es la purificación de la esperanza.

Jesús invita a mirar más allá de las estructuras humanas —incluso de las religiosas— para descubrir que lo eterno no son las piedras, sino el Dios vivo.

Después enumera signos que podrían generar miedo: guerras, terremotos, hambres, persecuciones…
Pero la intención de Jesús no es atemorizar, sino enseñar dónde encontrar refugio.

Nada de eso debe paralizar al creyente; más bien, debe purificar su mirada para apoyarse solo en Dios.


III. Punto central del Evangelio: Dios es nuestro refugio y nuestra estabilidad

Todo esto  lo podemos resumir en una frase luminosa:
“Jesús nos invita a buscar en Dios nuestra estabilidad, a construir nuestra morada sobre la roca de su Palabra, a poner en Él nuestra esperanza.”

Cuando el mundo parece enloquecer…
cuando los medios hablan solo de crisis…
cuando la Iglesia misma vive purificaciones dolorosas…
cuando nuestras familias atraviesan pruebas…
cuando nuestros propios corazones están inquietos…

el Señor nos dice lo que decía el Salmo 45:

“Dios es nuestro refugio y nuestra fuerza:
socorro siempre a mano en los peligros.”

El refugio no es un lugar donde huimos de la realidad, sino donde la realidad encuentra su sentido.
El refugio es Dios mismo.
Y en Él encontramos tres certezas:

1.    Refugio: nadie puede arrancarnos de su mano.

2.    Fuerza: su gracia sostiene donde lo humano no alcanza.

3.    Esperanza: su Reino avanza incluso cuando parece oculto.


IV. Aplicación jubilar: construir sobre la roca, no sobre los pies de barro

En el Año Jubilar somos llamados a ser Peregrinos de la Esperanza.
Pero nadie puede peregrinar si su corazón está construido sobre arenas movedizas.

Por eso, esta Palabra nos invita a revisar sobre qué estamos edificando:

– ¿nuestro corazón está apoyado en la seguridad económica?
– ¿en el éxito? ¿en la salud? ¿en el reconocimiento?
– ¿en estructuras eclesiales que, si cambian, nos desorientan?
– ¿en relaciones humanas que pueden fallar?
– ¿en afectos hermosos pero frágiles?

El Jubileo es tiempo para reconocer que todo eso es bueno, pero no es Dios.

La piedra angular es Cristo.
La roca firme es su Palabra.
La estabilidad nace de la oración, la Eucaristía, la fidelidad cotidiana.

El Jubileo nos invita a decir:
“Señor, si todo se mueve, Tú eres mi estabilidad.
Si todo cambia, Tú eres mi refugio.
Si todo pasa, Tú permaneces.”


V. Intención orante: por los benefactores

Hoy nuestra comunidad quiere poner ante el altar a todos sus benefactores:
– quienes sostienen silenciosamente la misión evangelizadora;
– quienes prestan ayuda material, espiritual o pastoral;
– quienes permiten que la Iglesia siga siendo signo de esperanza;
– quienes con su generosidad, pequeña o grande, participan en la construcción del Reino.

A ellos les toca vivir muchas veces en medio de las mismas fragilidades del mundo.
Pero su servicio, su compartir y su entrega se vuelven piedras vivas, signos del Reino que no pasa.

Hoy pedimos por ellos:
que el Señor sea su refugio, su fuerza, su consuelo, su salud, su paz.
Que quien construye en el Reino reciba del Reino la plenitud de los dones.


VI. Conclusión espiritual: Jesús, nuestro refugio

Queridos hermanos:

La liturgia de hoy nos enseña que el cristiano no teme al movimiento de la historia, porque sabe dónde está su casa.
Como dice alguien:

“Encontramos nuestra estabilidad en Dios; Él es nuestro refugio.”

Que este último tramo del año litúrgico sea para nosotros un tiempo para volver a la roca firme de Cristo.

Y que, como peregrinos jubilares, podamos repetir desde lo más hondo del corazón:

“Jesús, Tú eres mi refugio.
En Ti pongo mi vida.
En Ti pongo mi esperanza.”

Amén.

 

 

2

 

Queridos hermanos:

Nos acercamos al final del año litúrgico, y la Palabra de Dios nos introduce decididamente en un clima espiritual que podría llamarse “vigilante”, “prudente”, “esperanzado”. No un clima de miedo ni amenaza, sino un tiempo para volver a colocar los cimientos de nuestra vida donde deben estar: en Dios, el Señor de la historia.

Hoy Daniel y Jesús nos enseñan algo decisivo: todo imperio humano, por fuerte que parezca, termina desmoronándose; solo el Reino de Dios permanece para siempre.


1. Imperios: grandes, brillantes, pero frágiles

El libro de Daniel, escrito para sostener la fe en tiempos de persecución, nos presenta la imagen asombrosa de la estatua del sueño de Nabucodonosor:

– cabeza de oro,
– pecho y brazos de plata,
– vientre y muslos de bronce,
– piernas de hierro,
– pies mitad hierro, mitad barro.

Era una manera poética, simbólica, pero profundamente realista de describir la historia humana: imperios que parecen sólidos como el metal, pero que tarde o temprano quiebran por la fragilidad del barro.

Así sucedió en la Antigüedad con el imperio babilónico, el medo-persa, el griego y el romano. Todos tuvieron su gloria, su esplendor, sus conquistas… y todos cayeron.

Y entonces aparece “una piedra no cortada por mano humana”, que golpea la estatua y la pulveriza. Esa piedra —dirá Daniel— es el Reino eterno de Dios, que no pasa, que no depende de ejércitos, estrategias, finanzas o poder militar, sino que nace de la fidelidad del Señor.

Dios es el único Imperio indestructible.

La pregunta espiritual es evidente: ¿en qué estamos apoyando la vida? ¿Sobre el oro, la plata, el hierro… o sobre la Roca que es Cristo?

En este Año Jubilar, en que todos somos llamados a ser Peregrinos de la Esperanza, el Señor nos invita a revisar nuestras seguridades:
La salud, el dinero, los afectos, el trabajo, el prestigio, la comunidad…
Todo eso es hermoso y necesario.
Pero si convertimos esas realidades en cimientos absolutos, terminan rompiéndose como los pies de barro de la estatua.


2. Jesús señala la falsedad de lo “aparentemente eterno”

En el Evangelio, los discípulos están fascinados con la hermosura del templo de Jerusalén. Era el orgullo de la nación, la joya arquitectónica del pueblo santo. Para el corazón judío, ese edificio no podía desaparecer jamás.

Pero Jesús, con claridad profética, dice:

“Llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra”.

Con esto no destruye la esperanza del pueblo, sino que la purifica.
Nos revela que la eternidad no está hecha de piedras, sino de fe.
Que la presencia de Dios no se reduce a estructuras, por muy sagradas que sean.
Que lo humano, incluso lo religioso, puede desgastarse, perder brillo, transformarse.

Jesús advierte a los suyos sobre guerras, terremotos, traiciones, persecuciones. Es el lenguaje apocalíptico que tanto desconcierta, pero que servía para decir:
No tengan miedo. Dios gobierna la historia. Lo que parece fin, es comienzo. Lo que parece pérdida, es purificación.

La clave del Evangelio es esta frase que permanece como un sello espiritual para el final del año litúrgico:
“No tengan miedo. Todo esto tiene que suceder… pero ni un cabello de su cabeza perecerá.”


3. El apocalipsis no da miedo: da esperanza

Hoy, en pleno siglo XXI, los textos apocalípticos pueden sonar extraños: catástrofes, reinos que caen, guerras, señales en el cielo. Sin embargo, para los primeros cristianos —que sí vivían persecuciones, encarcelamientos, rechazo y muerte— este lenguaje no era terrorífico, sino consolador.

Era la manera de decir:
No estamos solos. Dios tiene la historia entre sus manos. Nada escapa a su providencia.

Y esa palabra sigue vigente para nosotros, que también experimentamos incertidumbre, cambios culturales, crisis eclesiales, tensiones sociales y económicas. Dios no ha abandonado su obra: sigue siendo el Señor del tiempo y de la eternidad.

Este es un mensaje clave del Año Jubilar: la esperanza cristiana no es ingenuidad, sino un acto heroico de confianza en un Dios cuyos planes superan nuestros cálculos.


4. En quién apoyarse… y por qué perseverar

Jesús concluye el Evangelio con una invitación esencial que atraviesa toda la Escritura: perseveren.

Perseverar cuando la fe es probada.
Perseverar cuando las estructuras humanas fallan.
Perseverar cuando la Iglesia vive sacudidas.
Perseverar cuando la vida personal pasa por noches oscuras.
Perseverar aunque no veamos resultados inmediatos.
Perseverar incluso cuando otros abandonan.

Porque la fidelidad —enseña Jesús— no nace del optimismo, sino del apoyo seguro en Dios.
Quien se apoya en Él, aunque tiemble la tierra, no cae.


5. Intención orante por los benefactores

En este día, el Señor nos invita de modo especial a dar gracias y orar por nuestros benefactores:
– los que sostienen la vida parroquial en silencio;
– los que con generosidad material y espiritual hacen posible que la evangelización continúe;
– los que nos ayudan a celebrar este Año Jubilar con frutos de esperanza;
– los que colaboran para que sigamos formando, acompañando, sirviendo y anunciando.

Muchas veces su ayuda no aparece en ningún libro contable, pero sí en el libro vivo de la fe de nuestra comunidad. Ellos, que como la viuda del Evangelio dan lo que tienen y lo que son, participan del Reino que no tiene fin.

Que este día sea acción de gracias por ellos y oración confiada para que el Señor bendiga su vida, su familia, su trabajo y su salud.
Que ningún acto de generosidad quede sin recompensa.
Que el Señor, que ve en lo secreto, les regale aquello que nadie más puede dar: la paz del corazón y la alegría del Evangelio.


6. Conclusión jubilar: Jesús, en Ti confío

Al acercarnos al fin del año litúrgico y contemplar la fragilidad de los “imperios” de nuestra vida, digamos al Señor con fe renovada:

Señor, queremos apoyarnos solo en Ti.
Que nuestro corazón no esté cimentado en barro, sino en la solidez de tu amor.
Que en este Año Jubilar, peregrinos de esperanza, sepamos discernir cuáles estructuras deben caer y cuál es la única que permanece: tu Reino eterno.

Y que en los momentos de cansancio, incertidumbre o prueba podamos repetir con los cristianos de todos los tiempos:

“Jesús, en Ti confío.”

Amén.

 

  

24 de noviembre del 2025: lunes de la 34a semana del tiempo ordinario-I- San Andres Dung Lac, presbítero y compañeros, mártires, memoria obligatoria


Santo del día:

San Andrés Dung-Lac y sus compañeros

Siglos XVIII-XIX. Sacerdote vietnamita, decapitado en 1839 por negarse a pisotear la cruz de Cristo. Fue canonizado en 1988 junto con otros 116 compañeros, quienes murieron por su fe en Vietnam.


La limosna como remedio

(Lucas 21,1-4) El gesto de la viuda expresa una disposición del corazón que Jesús alaba. Es la misma generosidad de Dios la que se manifiesta a través de su don. Cristo nos invita a mirar más allá de las apariencias y de lo cuantificable. 

La mujer nos permite comprender que todos tenemos algo para dar o transmitir, sea cual sea nuestra sensación de pobreza (material, intelectual, afectiva…). Sabiendo que la limosna forma parte de esos remedios para nuestras heridas que nos abren al encuentro con Cristo.

Emmanuelle Billoteau, ermite




Primera lectura
Comienzo de la profecía de Daniel (1,1-6.8-20):

El año tercero del reinado de Joaquín, rey de Judá, llegó a Jerusalén Nabucodonosor, rey de Babilonia, y la asedió. El Señor entregó en su poder a Joaquín de Judá y todo el ajuar que quedaba en el templo; se los llevó a Senaar, y el ajuar del templo lo metió en el tesoro del templo de su dios. El rey ordenó a Aspenaz, jefe de eunucos, seleccionar algunos israelitas de sangre real y de la nobleza, jóvenes, perfectamente sanos, de buen tipo, bien formados en la sabiduría, cultos e inteligentes y aptos para servir en palacio, y ordenó que les enseñasen la lengua y literatura caldeas. Cada día el rey les pasaría una ración de comida y de vino de la mesa real. Su educación duraría tres años, al cabo de los cuales, pasarían a servir al rey. Entre ellos, había unos judíos: Daniel, Ananías, Misael y Azarías. Daniel hizo propósito de no contaminarse con los manjares y el vino de la mesa real, y pidió al jefe de eunucos que lo dispensase de esa contaminación.
El jefe de eunucos, movido por Dios, se compadeció de Daniel y le dijo: «Tengo miedo al rey, mi señor, que os ha asignado la ración de comida y bebida; si os ve más flacos que vuestros compañeros, me juego la cabeza.»
Daniel dijo al guardia que el jefe de eunucos había designado para cuidarlo a él, a Ananías, a Misael y a Azarías: «Haz una prueba con nosotros durante diez días: que nos den legumbres para comer y agua para beber. Compara después nuestro aspecto con el de los jóvenes que comen de la mesa real y trátanos luego según el resultado.»
Aceptó la propuesta e hizo la prueba durante diez días. Al acabar, tenían mejor aspecto y estaban más gordos que los jóvenes que comían de la mesa real. Así que les retiró la ración de comida y de vino y les dio legumbres. Dios les concedió a los cuatro un conocimiento profundo de todos los libros del saber. Daniel sabía además interpretar visiones y sueños. Al cumplirse el plazo señalado por el rey, el jefe de eunucos se los presentó a Nabucodonosor. Después de conversar con ellos, el rey no encontró ninguno como Daniel, Ananías, Misael y Azarías, y los tomó a su servicio. Y en todas las cuestiones y problemas que el rey les proponía, lo hacían diez veces mejor que todos los magos y adivinos de todo el reino.

Palabra de Dios


Salmo
Dn 3,52.53.54.55.56

R/.
 A ti gloria y alabanza por los siglos

Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres, çbendito tu nombre santo y glorioso. R/.

Bendito eres en el templo de tu santa gloria. R/.

Bendito eres sobre el trono de tu reino. R/.

Bendito eres tú, que, sentado sobre querubines, sondeas los abismos. R/.

Bendito eres en la bóveda del cielo. R/.



Lectura del santo evangelio según san Lucas (21,1-4):

EN aquel tiempo, Jesús, alzando los ojos, vio a unos ricos que echaban donativos en el tesoro del templo; vio también una viuda pobre que echaba dos monedillas, y dijo:
«En verdad les digo que esa pobre viuda ha echado más que todos, porque todos esos han contribuido a los donativos con lo que les sobra, pero ella, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir».

Palabra del Señor



1

 

Hermanos amados en el Señor:

Al comenzar la última semana del año litúrgico, la Iglesia nos invita a entrar en un clima de vigilancia, de purificación interior y de esperanza escatológica, porque todo en la vida cristiana apunta hacia el encuentro definitivo con Dios. Y en este Año Jubilar, en el que caminamos como “Peregrinos de la Esperanza”, la Palabra nos ofrece una brújula segura para orientar la vida y también la memoria agradecida y orante por nuestros difuntos.

Hoy celebramos, además, la memoria obligatoria de San Andrés Dũng-Lạc y sus 116 compañeros mártires de Vietnam, testigos luminosos de lo que significa entregarlo todo por Cristo. Ellos vivieron, como la viuda del Evangelio, la lógica del don total, del amor que se expresa sin cálculos.

En este espíritu, acogemos las lecturas de hoy.


1. Daniel y la fidelidad probada (Dn 1,1-6.8-20): la santidad como identidad, no como comodidad

La primera lectura nos habla de jóvenes deportados a Babilonia, privados de su tierra, de su idioma, de su cultura, de su templo. Podían haberse asimilado a la lógica del imperio para sobrevivir. Sin embargo, Daniel y sus compañeros “decidieron firmemente no contaminarse” (Dn 1,8).

Esta frase refleja una actitud profundamente actual:
la santidad no nace en tiempos cómodos, sino en decisiones interiores tomadas en contextos difíciles.
Ellos permanecieron fieles a su identidad, incluso cuando todo alrededor les sugería renunciar.

El Año Jubilar nos pide esa misma fortaleza interior:
– discernir lo que contamina nuestra fe,
– optar por Dios incluso cuando parece costoso,
– mantener identidad cristiana aún en un ambiente adverso.

Y aquí recordamos a nuestros difuntos: muchos de ellos también conocieron pruebas, crisis, momentos de oscuridad, decisiones difíciles, y aun así guardaron semillas de fe, gestos de bondad, luchas silenciosas que solo Dios conoce y valora.


2. Cántico de Daniel 3: un canto en medio del fuego

El salmo responsorial de hoy es el cántico de los jóvenes arrojados al horno. Un fuego real los rodea, pero el fuego no destruye su confianza.
El canto se convierte en refugio. La fidelidad se vuelve alabanza.

En este cántico vibra una teología profunda:
cuando Dios está presente, el fuego purifica, pero no consume; prueba, pero no destruye.

Este canto nos abre una puerta para interceder por los difuntos:
la tradición de la Iglesia ve en el “fuego purificador” una imagen del paso hacia la plena comunión con Dios. Hoy ponemos a nuestros hermanos difuntos en ese misterio de amor que purifica, sana y embellece el alma para presentarla digna ante el rostro de Cristo.


3. “La limosna como remedio”: la viuda del Evangelio (Lc 21,1-4)

El Evangelio nos presenta a la viuda pobre, figura de una libertad interior admirable. Su gesto es pequeño, pero su corazón es grande. Da “dos moneditas”, pero en realidad da “todo lo que tenía para vivir”.


Podemos decir así que la limosna es un remedio porque nos libera de la dependencia del ego, nos cura de la herida del miedo, y nos abre a la confianza en Dios y a la ternura hacia el hermano.

La viuda, aunque pobre, no se cree incapaz de dar. Sabe que tiene algo que entregar. Y este es un punto pastoral precioso:
todos tenemos algo para ofrecer: un gesto, una palabra, un tiempo, un perdón, una oración, una escucha, una caricia espiritual, una sonrisa, una ayuda material, un abrazo que sostiene…
Incluso cuando nos sentimos vacíos, heridos o pobres.

Esta mujer revela que el valor de la vida no se mide por la abundancia, sino por la capacidad de amar.
Mientras el mundo aplaude lo cuantificable, Jesús mira la profundidad del corazón.


4. Del gesto de la viuda al testimonio de los mártires vietnamitas

La memoria de San Andrés Dũng-Lạc y sus compañeros nos proporciona una lectura amplificada del Evangelio.
Ellos vivieron la misma lógica de la viuda:
no dieron lo que sobraba, sino la vida entera.
Muchos eran padres de familia, catequistas, artesanos, sacerdotes sencillos, jóvenes y ancianos. No dieron grandes discursos; ofrecieron lo que tenían: su fidelidad a Cristo.

El martirio es la “limosna suprema”, porque es el don total de la existencia.
Su sangre derramada es como la ofrenda humilde de la viuda: aparentemente insignificante ante los ojos del mundo, pero infinita para Dios.


5. Lecturas aplicadas al Año Jubilar: donarse es sanar

El Año Jubilar nos recuerda que Dios ofrece remedios espirituales que curan las heridas del alma. Entre ellos, la tradición siempre ha subrayado la limosna, junto con la oración y el ayuno.

¿Por qué la limosna cura?

– Porque nos libera del aplauso y del ego.
– Porque devuelve al otro su dignidad.
– Porque nos hace semejantes a Cristo.
– Porque nos permite sentirnos parte activa en la construcción del Reino.
– Porque nos enseña que dar es sanar y compartir es encontrar sentido.

Y también porque nos reconcilia con nuestras pobrezas:
cuando damos desde la escasez, descubrimos que Dios se convierte en nuestra verdadera abundancia.


6. Luz para los difuntos: la limosna que permanece más allá de la muerte

La limosna es también clave para nuestra intercesión por los difuntos. Dice la Escritura que
“la limosna libra de la muerte” (Tb 4,10),
no porque compre el cielo, sino porque dispone el corazón a la misericordia divina.

En el final del año litúrgico, y en el espíritu del Jubileo, nuestra oración por los difuntos es una forma de dar:
– damos nuestra fe en su nombre,
– damos nuestro amor para quienes ya no pueden expresarlo,
– damos nuestro perdón para quienes pudieron herirnos,
– damos nuestra gratitud para quienes nos hicieron bien,
– damos sufragios que los acompañen en su entrada plena a la gloria.

La limosna espiritual más alta es orar por los muertos, porque es un acto de amor que trasciende el tiempo.


7. Aplicación para la vida diaria

Hoy la Palabra nos invita a preguntarnos:

– ¿Qué puedo dar, aunque me sienta pobre?
– ¿Qué heridas necesita sanar la limosna del corazón?
– ¿Qué fidelidades debo retomar, como Daniel?
– ¿Qué fuegos estoy viviendo, y cómo alabar en medio de ellos?
– ¿Qué gestos de amor puedo ofrecer por mis difuntos para ayudarlos en su camino hacia la luz?

La viuda pobre, Daniel y los jóvenes del horno, los mártires vietnamitas… todos gritan hoy un mismo mensaje:
la vida se cura dándola.
Nada que entreguemos por amor se pierde.


8. Conclusión mariana

Terminemos nuestro camino de reflexión poniendo los ojos en la Virgen María, la Mujer que ofreció todo: su cuerpo, su tiempo, su maternidad, su dolor, su esperanza. Ella es la viuda pobre que lo dio todo, la discípula que conserva la identidad en la prueba, la mártir del corazón que acompaña a sus hijos en la noche del mundo.

A Ella confiamos a nuestros difuntos,
a Ella encomendamos nuestros gestos humildes de limosna y amor,
y a Ella le pedimos que nos enseñe a vivir este Año Jubilar como peregrinos del don, peregrinos de la esperanza.

Amén.



2

Queridos hermanos:

Nos acercamos ya al final del año litúrgico, cuando la Iglesia, con sabiduría maternal, dirige nuestra mirada hacia la definitiva soberanía de Dios, hacia el cumplimiento de la historia y hacia nuestra esperanza más profunda: la vida eterna. En este espíritu jubilar, de gracia que desborda, hoy elevamos una oración especial por todos nuestros difuntos, aquellos que nos han precedido en el camino de la fe, y a quienes encomendamos a la misericordia del Señor.


1. La fidelidad que sostiene en los tiempos difíciles

Lectura: Daniel 1,1-6.8-20

El libro de Daniel nos muestra hoy a cuatro jóvenes —Daniel, Ananías, Misael y Azarías— viviendo en un tiempo de crisis, deportación y ruptura. Jerusalén ha caído, el Templo ha sido profanado, el pueblo ha perdido todo… menos lo que verdaderamente importa: la fidelidad al Dios vivo.

El rey Nabucodonosor les ofrece otra cultura, otra mesa, otro modo de pensar. Pero Daniel “resolvió firmemente no contaminarse” (Dn 1,8). Esta expresión es preciosa: define la decisión interior de un creyente que, aun en medio de la confusión, sabe a quién pertenece y qué voz desea seguir.

En medio de un mundo que cambia aceleradamente, en medio de dolores personales, pérdidas, crisis nacionales y familiares, el Señor nos invita a la misma resolución interior:
permanecer fieles, no contaminarnos con lo que apaga la fe, no negociar aquello que nos sostiene por dentro.

Y esto los hace fecundos: el texto concluye diciendo que Dios les concedió sabiduría, inteligencia y discernimiento superior a todos. La fidelidad trae luz, incluso cuando el entorno es oscuro.

En este Año Jubilar, en que somos llamados “Peregrinos de la Esperanza”, contemplamos a Daniel y sus amigos como compañeros de camino. Ellos no esperaron tiempos perfectos para ser fieles; la fidelidad los hizo libres en tierra extraña.


2. El fuego que no quema: un canto de alabanza en medio de la prueba

Salmo: Daniel 3 (Cántico de los jóvenes en el horno)

La liturgia nos invita a rezar con uno de los cantos más bellos de toda la Escritura:
“Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres…”

Este himno es entonado por jóvenes que, por ser fieles, fueron arrojados al fuego ardiente. Y, sin embargo, el fuego no los consume.

Este pasaje, en clave jubilar, nos habla de lo que sucede en el alma creyente:
la prueba no destruye; la fe no se derrite; la esperanza no perece.
Más aún: en la hoguera nace un canto.

Muchos de nuestros difuntos pasaron por el fuego de la enfermedad, del miedo, de las preocupaciones o de la soledad. También ellos, en su propia carne, conocieron la fragilidad humana.

Hoy los ponemos en manos de Aquel que entra con nosotros en el horno, del Dios que no abandona, del Señor que camina al lado del que sufre.

El salmo es también un anticipo del cielo: un canto de todos los resucitados.
Nuestros difuntos están llamados a ese canto, y por ellos hoy intercedemos.


3. La verdad de lo pequeño: Dios mira el corazón

Evangelio: Lucas 21,1-4

Jesús observa a la viuda pobre que echa dos moneditas. Los demás dan “de lo que les sobra”, pero ella, “de su indigencia, dio todo lo que tenía para vivir”.

Aquí se revela un rasgo maravilloso del corazón de Cristo:
Él no se fija en la cantidad, sino en el amor con que se da.

Mientras el mundo mira apariencias, Jesús mira el centro de la vida: el don total, incluso cuando parece insignificante. La viuda no ofrece solo dinero; ofrece su confianza, su vida, su dependencia absoluta de Dios.

En este evangelio encontramos un consuelo profundo para quienes sufren por sus difuntos:
Muchos de ellos quizá no tuvieron grandes obras visibles, quizá no fueron perfectos, quizá no vivieron una fe extraordinaria; sin embargo, Dios mira el corazón, y allí encuentra pequeños actos de bondad, gestos escondidos, sacrificios silenciosos, luchas interiores que solo Él conoce.

La viuda pobre nos enseña que la santidad muchas veces es diminuta, pero verdadera.
Y Dios no olvida nada de lo que se ofrece con amor.


4. Luz para nuestros difuntos: esperanza que no defrauda

Hoy, en este Año Jubilar, proclamamos que la misericordia de Dios es más grande que toda nuestra debilidad. Al recordar a nuestros difuntos, no hacemos un ejercicio de tristeza, sino un acto profundo de fe:
creemos en la resurrección, creemos en la victoria del amor sobre la muerte, creemos que Cristo —el Resucitado— ha ido a preparar un lugar para ellos y para nosotros.

El final del año litúrgico nos recuerda que todo termina en Dios:
la historia, la creación, nuestras búsquedas, nuestros dolores, nuestras dudas.
Todo encuentra su plenitud en Él.

Por eso hoy oramos por los que se han marchado:
– para que el Señor los purifique,
– los sane,
– los introduzca en la luz,
– y los revista de gloria.

Y oramos también por nosotros:
para que vivamos como Daniel, como la viuda, como los jóvenes del horno: fieles, confiados, entregándonos completamente al Señor.


5. Aplicación pastoral: vivir como ofrenda

El final del año y la memoria de nuestros difuntos nos invitan a revisar el propio corazón:
– ¿Qué parte de nuestra vida ofrecida es auténtica?
– ¿Cuáles son nuestras “dos moneditas”?
– ¿Qué fidelidades pequeñas sostienen nuestra fe?
– ¿Qué cosas aún contaminan nuestra alma?

La viuda pobre no dio lo que le sobraba, sino lo mejor.
Daniel no negoció su identidad, sino que la preservó con decisión.
Los jóvenes en el horno, fieles a Dios, hallaron libertad en medio del fuego.

Así también estamos invitados en este Año Jubilar a renovar nuestro corazón, a devolverle a Dios lo que le pertenece, a entregarle nuestra vida entera, incluyendo el dolor por quienes ya partieron.


6. Conclusión mariana

Y como todo cristiano termina bien cuando se pone en manos de la Madre, hoy miramos a la Virgen Santísima, Estrella del Mar, guía segura en la noche de la fe.

Ella guardó todo en su corazón, incluso lo incomprensible.
Ella acompañó a su Hijo al pie de la cruz, y luego acompañó a la Iglesia naciente en la esperanza.

A Ella confiamos a nuestros difuntos, a Ella confiamos nuestras lágrimas, a Ella confiamos nuestro peregrinar jubilar.
Que María, Madre de la Esperanza, nos sostenga en la fe, nos tome de la mano y nos conduzca, junto a nuestros seres queridos, a la luz sin ocaso del Reino.


Amén.


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24 de noviembre:

San Andrés Dung-Lac, Presbítero, y sus Compañeros Mártires — Memoria

Siglos XVII–XIX
Patronos de Vietnam
Canonizados por el Papa Juan Pablo II el 19 de junio de 1988.

 


Cita:


«Yo, Pablo, encadenado por el nombre de Cristo, deseo contarles las pruebas que me afligen cada día, para que ustedes se inflamen de amor por Dios y se unan conmigo en sus alabanzas, porque su misericordia es eterna. La prisión aquí es una verdadera imagen del infierno eterno: a los crueles tormentos de todo tipo —grilletes, cadenas de hierro, esposas— se añaden el odio, la venganza, las calumnias, el lenguaje obsceno, las riñas, las acciones perversas, los juramentos y maldiciones, así como la angustia y el dolor. Pero el Dios que liberó a los tres jóvenes del horno ardiente está siempre conmigo; Él me ha librado de estas tribulaciones y las ha vuelto dulces, porque su misericordia es eterna. En medio de estos tormentos, que normalmente aterran a otros, yo estoy, por la gracia de Dios, lleno de gozo y alegría, porque no estoy solo: Cristo está conmigo.»


~ De una carta de San Pablo Le-Bao-Tinh, enviada a los estudiantes del Seminario de Ke-Vinh en 1843


Reflexión

Entre los siglos XVII y XIX, se calcula que entre 130.000 y 300.000 hombres, mujeres y niños; obispos, sacerdotes y religiosos sufrieron el martirio en Vietnam porque se negaron a renunciar a su fe católica. Fueron arrestados, brutalmente torturados y asesinados. Sus torturas fueron metódicas, diabólicas y diseñadas para causar el máximo dolor durante el mayor tiempo posible. Para librarse de ese destino, bastaba con renunciar a la fe, pisar un crucifijo o blasfemar contra Cristo. Si lo hacían, los tribunales imperiales les concedían clemencia; si no, su sufrimiento aumentaba hasta la muerte.

En marzo de 1533, algunos registros indican que un misionero europeo llamado I-nê-khu (Ignacio, posiblemente sacerdote) comenzó a predicar el Evangelio en Nam Định, en el norte de Vietnam. En 1550 llegó un sacerdote dominico al sur de Vietnam, y entre 1615 y 1627 llegaron los jesuitas. Entre estos primeros jesuitas, los padres Alexandre de Rhodes y Antoine Marquez, procedentes de Aviñón (Francia), tuvieron el mayor impacto al iniciar el primer programa formal de evangelización. Llegaron en 1627 y para 1630 ya informaban 6.000 conversiones. Aunque fueron expulsados dos veces, completaron una versión romanizada del alfabeto vietnamita y publicaron un catecismo y otros libros litúrgicos que permitieron comunicar la fe en lengua local. Para 1660, se estimaba que había 100.000 católicos en Vietnam, gracias en gran parte a la formación de laicos catequistas que transmitían la fe a sus compatriotas.

Con el rápido crecimiento del cristianismo, surgieron sospechas entre los señores feudales y miembros del gobierno. El cristianismo cuestionaba prácticas centrales de la cultura vietnamita: el budismo, el confucianismo y el culto a los antepasados. Además, creció el temor de que los europeos quisieran colonizar Vietnam. A medida que el miedo y la ira de los señores feudales aumentaban, comenzaron las persecuciones. Los registros completos de todos los mártires se han perdido. Andrés de Phú Yên, un catequista vietnamita de 19 años, es considerado el primer mártir. En 1644, el mandarín local recibió órdenes de expulsar a los jesuitas y detener la propagación de la “tonta doctrina” católica. Andrés fue arrestado en casa del Padre de Rhodes y obligado a renunciar a su fe. No lo hizo. Fue golpeado, pero irradiaba alegría. Fue condenado a morir ahorcado. Aunque su nombre no aparece en la canonización de 1988, fue beatificado en marzo del 2000 y es venerado como el proto-mártir de Vietnam.

Entre 1659 y 1802, la Iglesia en Vietnam comenzó a organizarse. En 1658 se fundó la Sociedad de Misiones Extranjeras de París y se enviaron dos obispos para formar dos diócesis. Poco después, siete catequistas vietnamitas fueron ordenados sacerdotes, se fundó una comunidad religiosa femenina, se construyeron parroquias y en 1670 se celebró el primer sínodo en Vietnam. Durante los siguientes 70 años, la Iglesia floreció con solo persecuciones y martirios menores.

En 1742, el Papa Benedicto XIV emitió una constitución apostólica que prohibía el culto a los antepasados y los ritos confucianos en las iglesias nacientes de China, Japón y Vietnam. Esta restricción provocó una terrible ola de persecuciones. El tribunal imperial la vio como un ataque a la cultura y la identidad nacionales. En los siguientes 60 años, al menos 30.000 católicos vietnamitas fueron martirizados. Para 1802, había tres diócesis y unos 320.000 católicos.

En 1802, el emperador Gia Long unificó el norte y el sur de Vietnam y concedió libertad religiosa a los cristianos, en gran parte porque el obispo Pigneau de Béhaine lo apoyó para llegar al trono. No obstante, su sucesor, Minh Mạng, reanudó las persecuciones en 1825. Aunque envió una delegación a Francia para resolver el conflicto y expulsar a los misioneros, fue ignorado. Los siguientes emperadores, Thiệu Trị y Tự Đức, intensificaron las persecuciones. En 1868, Tự Đức promulgó un severo decreto dividiendo a la población entre “buenos ciudadanos” —los que seguían las religiones tradicionales— y “malos ciudadanos” —los cristianos—. Entre 1820 y 1883, al menos 100.000 cristianos vietnamitas fueron martirizados.

En medio de estas persecuciones nació Trần An Dũng, en una familia pobre no cristiana. A los doce años, su familia se trasladó a Hanoi en busca de trabajo. Allí conoció a un catequista vietnamita que le ofreció comida, refugio y formación en la fe. Fue bautizado, tomó el nombre de Andrés, se hizo catequista y luego estudió teología. Fue ordenado sacerdote el 18 de marzo de 1823, a los 28 años. Su ministerio condujo a muchos a Cristo; vivía en ayuno, sencillez y rectitud moral.

En 1835, el Padre Andrés fue arrestado, pero sus feligreses lo rescataron con donaciones de la Sociedad Misionera Francesa. Cambió su apellido a Lạc para protegerse y se trasladó a otra región. En 1839 fue arrestado nuevamente, junto al Padre Pedro Thi, a quien visitaba para confesarse. Fueron rescatados, pero arrestados de nuevo poco después. La tercera vez fueron brutalmente torturados; ambos se negaron a renunciar a su fe y fueron decapitados el 21 de diciembre de 1839 en Hanoi. Su nombre representa a los 117 mártires canonizados y a los innumerables otros que permanecen anónimos.

En 1874 se firmó el Tratado de Saigón, que entregó el control del sur de Vietnam a Francia. En 1884, el Tratado de Huế redujo al emperador vietnamita a un papel ceremonial, mientras Francia asumía la administración interna, las fuerzas militares y la política exterior. Aunque muchos vietnamitas se rebelaron, el dominio francés creó un entorno más seguro para los católicos y puso fin a los edictos de persecución estatal. Persistieron algunos abusos, pero más locales. A menudo, los católicos eran asociados con los colonizadores franceses, y la resistencia al colonialismo se desbordaba sobre ellos.

Además de los 130.000 a 300.000 mártires entre 1630 y 1886, innumerables católicos sufrieron como "confesores", es decir, padecieron persecuciones sin llegar al martirio. Muchos huyeron a bosques o montañas, o se exiliaron a otros países, viviendo con miedo constante. Otros fueron marcados con las palabras “tà đạo” (“religión falsa”) en la cara. Sus casas y bienes fueron confiscados, y aldeas enteras destruidas.

En 1954, Francia abandonó Vietnam tras su derrota en Dien Bien Phu. Un régimen comunista tomó el norte y se formó una república en el sur. Hubo migraciones masivas de católicos hacia el sur para evitar persecuciones. Tras la caída de Saigón en 1975, el comunismo dominó todo el país: se confiscaron propiedades, se restringió la actividad religiosa, sacerdotes y religiosas fueron encarcelados y se discriminó a los laicos católicos.

La memoria de hoy honra a 117 mártires, beatificados en diferentes grupos: 64 en 1900, 8 en 1906, 20 en 1909 y 25 en 1951. En 1988, San Juan Pablo II canonizó al grupo completo, simbolizando también a los incontables mártires no registrados. Aunque el gobierno comunista no envió delegados, miles de vietnamitas exiliados llenaron la Plaza de San Pedro. El grupo incluía 96 vietnamitas, 11 españoles y 10 franceses: 8 obispos, 50 sacerdotes y 59 laicos. Entre los laicos había incluso una niña de nueve años: Santa Inés Lê Thị Thành.

Al honrar esta inmensa nube de testigos que entregaron su vida en un entorno brutal y cruel, soportando algunos de los peores tormentos de la historia, recordamos que, sin importar lo difícil que sea la vida o lo que debamos soportar, vale la pena cuando se entrega por Cristo.

Uno de los mártires fue el Padre Jean-Théophane Vénard, conocido gracias a Santa Teresita del Niño Jesús, que lo consideraba un hermano espiritual y guardaba sus cartas. Concluyamos con una frase suya que Teresita copió y atesoró:
«No encuentro nada en la tierra que pueda hacerme verdaderamente feliz; los deseos de mi corazón son demasiado grandes, y nada de lo que el mundo llama felicidad puede satisfacerlos. Para mí, el tiempo pronto será ya no más; mis pensamientos están fijos en la Eternidad. Mi corazón está lleno de paz, como un lago tranquilo o un cielo sin nubes. No lamento esta vida en la tierra. Tengo sed del Agua de la Vida Eterna».


Oración

San Andrés Dũng-Lạc, San Pablo Le-Bao-Tinh, San Pedro Thi, Santa Inés Lê Thị Thành, San Jean-Théophane Vénard y todos los mártires vietnamitas, conocidos y desconocidos: les agradezco su testimonio de amor, su fidelidad a Cristo frente a torturas tan brutales y el don de su intercesión desde el Cielo. Rueguen por mí, y especialmente por la Iglesia en Vietnam, para que todos seamos fieles a Cristo hasta la muerte, sin contar el costo, entregándolo todo en imitación de ustedes. Mártires de Vietnam, rueguen por mí. Jesús, en Ti confío.


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