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23 de abril del 2022: sábado de la Octava de Pascua


(Salmo 117 y Marcos 16, 9-15) ¿Por qué a veces es tan difícil aceptar una buena noticia, y más aún, la buena nueva? Sin embargo, tenemos todos los motivos para regocijarnos y dar gracias al Señor, porque “¡eterno es su amor!” Manifestémoslo sin demora a todos los que nos rodean.



Primera lectura

Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles (4,13-21):

EN aquellos días, los jefes del pueblo, los ancianos y los escribas, viendo la seguridad de Pedro y Juan, y notando que eran hombres sin letras ni instrucción, estaban sorprendidos. Reconocían que habían sido compañeros de Jesús, pero, viendo de pie junto a ellos al hombre que había sido curado, no encontraban respuesta. Les mandaron salir fuera del Sanedrín y se pusieron a deliberar entre ellos, diciendo:
«¿Qué haremos con estos hombres? Es evidente que todo Jerusalén conoce el milagro realizado por ellos, no podemos negarlo; pero, para evitar que se siga divulgando, les prohibiremos con amenazas que vuelvan a hablar a nadie de ese nombre».
Y habiéndolos llamado, les prohibieron severamente predicar y enseñar en el nombre de Jesús. Pero Pedro y Juan les replicaron diciendo:
«¿Es justo ante Dios que os obedezcamos a vosotros más que a él? Juzgadlo vosotros. Por nuestra parte no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído».
Pero ellos, repitiendo la prohibición, los soltaron, sin encontrar la manera de castigarlos a causa del pueblo, porque todos daban gloria a Dios por lo sucedido.


Palabra de Dios

 

 

Salmo

Salmo responsorial Sal 117,1.14-15.16-18.19-21

R/.
 Te doy gracias, Señor, porque me escuchaste

Dad gracias al Señor porque es bueno,
porque es eterna su misericordia.
El Señor es mi fuerza y mi energía,
él es mi salvación.
Escuchad: hay cantos de victoria
en las tiendas de los justos R/.

«La diestra del Señor es poderosa.
La diestra del Señor es excelsa».
No he de morir, viviré
para contar las hazañas del Señor.
Me castigó, me castigó el Señor,
pero no me entregó a la muerte. R/.

Abridme las puertas de la salvación,
y entraré para dar gracias al Señor.
Esta es la puerta del Señor:
los vencedores entrarán por ella.
Te doy gracias porque me escuchaste
y fuiste mi salvación. R/.



Lectura del santo evangelio según san Marcos (16,9-15):

JESÚS, resucitado al amanecer del primer día de la semana, se apareció primero a María Magdalena, de la que había echado siete demonios. Ella fue a anunciárselo a sus compañeros, que estaban de duelo y llorando.
Ellos, al oírle decir que estaba vivo y que lo había visto, no la creyeron.
Después se apareció en figura de otro a dos de ellos que iban caminando al campo.
También ellos fueron a anunciarlo a los demás, pero no los creyeron.
Por último, se apareció Jesús a los Once, cuando estaban a la mesa, y les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que lo habían visto resucitado.
Y les dijo:
«Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación».


Palabra del Señor


**********


“Por último, se apareció Jesús a los Once, cuando estaban a la mesa, y les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que lo habían visto resucitado.”

Marcos 16:14

 

¿Por qué los apóstoles no creyeron que Jesús había resucitado de entre los muertos? Habían visto tantos milagros asombrosos de primera mano de Jesús. Vivieron con Él día tras día durante tres años. Lo escucharon predicar y enseñar con perfecta autoridad y gracia. Y ahora, después de que Él resucitó de entre los muertos, sus corazones se endurecieron y no creyeron inmediatamente. Jesús tuvo que aparecerse a ellos y ofrecer esta prueba a sus propios ojos.

Esta lucha por la que pasaron los Apóstoles es muy común. Es la lucha de una dureza de corazón. Querían creer, pero no podían permitirse abrazar libremente la Resurrección con verdadera fe hasta que tuvieran alguna prueba. Poco sabían que todas las pruebas que necesitaban ya estaban dentro de ellos.

Muy a menudo somos invitados por Jesús a tener fe y creer en Él y aceptar muchas cosas como una cuestión de fe. El don de la fe es como una pequeña llama dentro de nuestros corazones que descuidadamente exponemos a los vientos. Este descuido permite que la llama de la fe se apague antes de que pueda crecer.

La meta de nuestro caminar cristiano es dejar que esa llama de fe se convierta en el fuego abrasador que Dios quiere. ¡Y es posible! Es completamente posible dejar que esa llama se vuelva tan absorbente que nada pueda apagarla. ¿Estamos dispuesto a hacer lo necesario para que esa llama brille intensamente? ¿Y cómo podemos hacer esto?

El camino hacia este fuego ardiente de la fe interior tiene que ver con la forma en que manejamos esa chispa que ya está allí. Tenemos que cuidar y nutrir esa pequeña llama. Tenemos que tratar los comienzos de nuestra fe con mucho cuidado. Debemos cuidarla y alimentarla para que crezca. Esto se hace, en parte, evitando el descuido en nuestra vida de oración.  

La oración es la clave para dejar crecer a Dios en nuestro interior. Él está allí, hablándonos y llamándonos a creer. Cada vez que dudamos o endurecemos nuestro corazón, exponemos esa pequeña llama a los elementos. Pero cada vez que nos enfocamos intensamente en esa llama, le permitimos crecer y arraigarse. Orar, escuchar, buscar, amar y creer son los caminos hacia la fe que Dios quiere regalarnos. Y si los Apóstoles hubieran dejado crecer ese don de la fe, plantado en lo más profundo, por un ablandamiento de sus corazones, habrían creído rápida y fácilmente que Jesús estaba vivo sin necesidad de verlo con sus propios ojos.

Reflexione, hoy, sobre el hecho de que no vemos a Cristo Resucitado de manera física, pero sí tenemos la misma capacidad que los Apóstoles para conocerlo y amarlo. 

¿Qué hace usted todos los días para que crezca este amor y conocimiento de Cristo? ¿Qué está haciendo en su propia vida de fe para permitir que esta llama se convierta en un fuego abrasador y consumidor? Comprométase de nuevo este día a la oración, ¡y observe cómo crece su fe en Cristo!

 

Señor, te amo y creo en ti. Ayúdame a avivar la llama de la fe plantada en mi corazón hasta convertirla en un fuego abrasador y consumidor. Ayúdame a conocerte y amarte para que este conocimiento y este amor me transformen. Purifica mi alma con este fuego y líbrame de toda dureza de corazón. Jesús, en Ti confío.

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