26 de marzo del 2022: sábado de la tercera semana de Cuaresma


(Oseas 6, 1-6) A veces no bastan algunas buenas intenciones cuaresmales. Entonces debemos repetirnos a nosotros mismos: “¡Venid, volvamos al Señor!” Porque nuestro amor se distrae fácilmente con nimiedades. Dios nunca se cansa de esperarnos.


Primera lectura

Lectura de la profecía de Oseas (6,1-6):

VAMOS, volvamos al Señor.
Porque él ha desgarrado,
y él nos curará;
él nos ha golpeado,
y él nos vendará.
En dos días nos volverá a la vida
y al tercero nos hará resurgir;
viviremos en su presencia
y comprenderemos.
Procuremos conocer al Señor.
Su manifestación es segura como la aurora.
Vendrá como la lluvia,
como la lluvia de primavera
que empapa la tierra».
¿Qué haré de ti, Efraín,
qué haré de ti, Judá?
Vuestro amor es como nube mañanera,
como el rocío que al alba desaparece.
Sobre una roca tallé mis mandamientos;
los castigué por medio de los profetas
con las palabras de mi boca.
Mi juicio se manifestará como la luz.
Quiero misericordia y no sacrificio,
conocimiento de Dios, más que holocaustos.


Palabra de Dios

 

 

Salmo

Sal 50,3-4.18-19.20-21ab

R/.
 Quiero misericordia, y no sacrificios

V/. Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa;
lava del todo mi delito,
limpia mi pecado. R/.

V/. Los sacrificios no te satisfacen:
si te ofreciera un holocausto, no lo querrías.
El sacrificio agradable a Dios
es un espíritu quebrantado;
un corazón quebrantado y humillado,
tú, oh, Dios, tú no lo desprecias. R/.

V/. Señor, por tu bondad, favorece a Sión,
reconstruye las murallas de Jerusalén:
entonces aceptarás los sacrificios rituales,
ofrendas y holocaustos. R/.

 

 

Lectura del santo evangelio según san Lucas (18,9-14):

EN aquel tiempo, dijo Jesús esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás:
«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior:
“Oh, Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”.
El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “Oh, ¡Dios!, ten compasión de este pecador”.
Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».


Palabra del Señor

 

 

Dejar ir el orgullo

 

«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior:
“Oh, ¡Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano.

 

 Lucas 18:10– 11

 

 

El orgullo y la justicia propios son bastante feos. 

 

Este Evangelio contrasta al fariseo y su fariseísmo con la humildad del recaudador de impuestos. El fariseo se ve justo por fuera e incluso es lo suficientemente orgulloso como para hablar en su oración a Dios de lo bueno que es cuando dice que está agradecido de no ser como el resto de la humanidad. Ese pobre fariseo, poco sabe él que está bastante ciego a la verdad.

 

El recaudador de impuestos, en cambio, es veraz, humilde y sincero. Gritó: “Oh, ¡Dios!, ten compasión de este pecador”.
Jesús aclara que el recaudador de impuestos, con esta humilde oración, se fue a su casa justificado pero el fariseo no.

 

Cuando somos testigos de la sinceridad y humildad de otro, nos conmueve. Es una vista inspiradora de ver. Es difícil criticar a alguien que expresa su pecaminosidad y pide perdón. La humildad de este tipo puede conquistar incluso a los corazones más endurecidos.

 

¿Y qué me dices de ti? ¿Esta parábola está dirigida a ti? ¿Llevas la pesada carga de la justicia propia? Todos nosotros lo hacemos al menos hasta cierto punto. Es difícil llegar sinceramente al nivel de humildad que tenía este recaudador de impuestos. Y es muy fácil caer en la trampa de justificar nuestro propio pecado y, como resultado, volvernos a la defensiva y ensimismados. Pero todo esto es orgullo. El orgullo desaparece cuando hacemos dos cosas bien.

 

Primero, tenemos que entender la misericordia de Dios. Comprender la misericordia de Dios nos libera para apartar la vista de nosotros mismos y dejar de lado la justicia propia y la autojustificación. Nos libera de estar a la defensiva y nos permite vernos a nosotros mismos a la luz de la verdad. ¿Por qué? Porque cuando reconocemos la misericordia de Dios por lo que es, también nos damos cuenta de que incluso nuestros pecados no pueden alejarnos de Dios. De hecho, cuanto mayor es el pecador, ¡más merece ese pecador la misericordia de Dios! Entonces, comprender la misericordia de Dios en realidad nos permite reconocer nuestro pecado.

 

Reconocer nuestro pecado es el segundo paso importante que debemos dar si queremos que nuestro orgullo desaparezca. Tenemos que saber que está bien admitir nuestro pecado. No, no tenemos que pararnos en la esquina de la calle y decirles a todos los detalles de nuestro pecado. Pero tenemos que reconocerlo ante nosotros mismos y ante Dios, especialmente en el confesionario. Y, a veces, será necesario reconocer nuestros pecados ante los demás para poder pedirles perdón y misericordia. Esta profundidad de humildad es atractiva y gana fácilmente los corazones de los demás. Inspira y produce buenos frutos de paz y alegría en nuestros corazones.  

 

Así que no tengas miedo de seguir el ejemplo de este recaudador de impuestos. Trata de tomar su oración de hoy y decirla una y otra vez. ¡Que se convierta en tu oración y verás los buenos frutos de esta oración en tu vida!

 

 

Oh, Dios, ten piedad de mí, pecador. Oh, Dios, ten piedad de mí, pecador. Oh, Dios, ten piedad de mí, pecador. Jesús, en Ti confío.

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