martes, 5 de agosto de 2025

6 de agosto del 2025: Fiesta de la Transfiguración del Señor-C

 

La Transfiguración del Señor

La fiesta de la Transfiguración del Señor celebra el día en que, en el monte Tabor, Cristo Jesús, ante sus apóstoles Pedro, Santiago y Juan, manifestó su gloria de Hijo amado del Padre, en presencia de Moisés y Elías, dando testimonio de la Ley y de los Profetas.

 


Una oración que abre los ojos

(Lucas 9, 28b-36) Lucas es el único que menciona la oración de Jesús llevando consigo a sus discípulos.

Una oración que lo transforma y dice algo de su divinidad.
Una oración que abre los ojos y los oídos de los discípulos.
Entonces lo descubren como Hijo del Padre, en una relación única con Él.
Esto los prepara para la desfiguración de la Cruz y los abre a la dimensión pascual y de éxodo de toda existencia humana.
Esa experiencia solo puede ser acogida a través de la oración.

Emmanuelle Billoteau, ermite

 


Primera lectura

Dan 7, 9-10. 13-14

Su vestido era blanco como nieve

Lectura de la profecía de Daniel.

MIRÉ y vi que colocaban unos tronos. Un anciano se sentó.
Su vestido era blanco como nieve,
su cabellera como lana limpísima;
su trono, llamas de fuego; sus ruedas, llamaradas;
un río impetuoso de fuego brotaba y corría ante él.
Miles y miles lo servían, millones estaban a sus órdenes.
Comenzó la sesión y se abrieron los libros.
Seguí mirando. Y en mi visión nocturna
vi venir una especie de hijo de hombre
entre las nubes del cielo.
Avanzó hacia el anciano y llegó hasta su presencia.
A él se le dio poder, honor y reino.
Y todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvieron.
Su poder es un poder eterno, no cesará.
Su reino no acabará.

Palabra de Dios.

 

Salmo

Sal 96, 1-2. 5-6. 9 (R.: 1a. 9b)

R. El Señor reina, Altísimo sobre toda la tierra.

V. El Señor reina, la tierra goza,
se alegran las islas innumerables.
Tiniebla y nube lo rodean,
justicia y derecho sostienen su trono. 
R.

V. Los montes se derriten como cera ante el Señor,
ante el Señor de toda la tierra;
los cielos pregonan su justicia,
y todos los pueblos contemplan su gloria. 
R.

V. Porque tú eres, Señor,
Altísimo sobre toda la tierra,
encumbrado sobre todos los dioses
R.

 

Aclamación

R. Aleluya, aleluya, aleluya.
V. Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escúchenlo. R.

 

Evangelio

Lc 9, 28b-36

Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió

Lectura del santo Evangelio según san Lucas.


EN aquel tiempo, tomó Jesús a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto del monte para orar. Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de resplandor.
De repente, dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que, apareciendo con gloria, hablaban de su éxodo, que él iba a consumar en Jerusalén.
Pedro y sus compañeros se caían de sueño, pero se espabilaron y vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él.
Mientras estos se alejaban de él, dijo Pedro a Jesús:
«Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».
No sabía lo que decía.
Todavía estaba diciendo esto, cuando llegó una nube que los cubrió con su sombra. Se llenaron de temor al entrar en la nube.
Y una voz desde la nube decía:
«Este es mi Hijo, el Elegido, escúchenlo».
Después de oírse la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por aquellos días, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.

Palabra del Señor.

 


1


Homilía para la Fiesta de la Transfiguración del Señor

“Este es mi Hijo amado: escúchenlo” (Mc 9,7)

 

Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

Hoy la Iglesia nos lleva de la mano hasta lo alto de un monte santo, el Tabor, para contemplar un misterio que resplandece con luz celestial: la Transfiguración del Señor. Y en este Año Jubilar, en el que somos llamados a ser Peregrinos de la Esperanza, este misterio se convierte en un faro luminoso que nos alienta, nos orienta y nos recuerda hacia dónde vamos y en quién hemos puesto nuestra fe.

1. Una experiencia de cielo en medio del camino

La Transfiguración no fue una aparición aislada o un espectáculo divino. Fue un anticipo. Un “trailer” del cielo, por así decirlo. Jesús, en su infinita pedagogía, prepara a sus discípulos para el escándalo de la cruz mostrándoles anticipadamente la gloria que vendrá después del sufrimiento. ¡Qué bueno es Dios! Nos enseña no solo con palabras, sino con experiencias que tocan el alma.

Pedro, Santiago y Juan suben con Jesús. Ellos, como nosotros, eran débiles, temerosos, y a veces lentos para comprender. Pero Jesús no los abandona. Los lleva con Él, como también a nosotros, para mostrarles lo que muchas veces no comprendemos: que el dolor y la gloria no son opuestos, sino parte del mismo camino.

2. El rostro de Jesús brilla como el sol

El evangelio nos dice que el rostro de Jesús se transfiguró y sus vestidos se volvieron resplandecientes. En Él se manifiesta su divinidad, esa que estaba velada por su humanidad. Jesús no dejó de ser hombre en ese instante, pero nos mostró que en Él, Dios y hombre están unidos inseparablemente.

Este hecho tiene una implicación muy profunda para nuestra vida: también en nosotros hay una gloria escondida, una vocación de eternidad. Por el bautismo hemos sido hechos hijos en el Hijo. Estamos llamados, como dice san Pablo, a ser “transformados de gloria en gloria” (2 Cor 3,18). El cristiano no vive para esta tierra, sino para la gloria del cielo. Y esa gloria comienza a gestarse aquí, cuando vivimos en gracia, cuando amamos, cuando sufrimos con sentido, cuando perdonamos, cuando servimos.

3. Moisés y Elías: La Ley y los Profetas se cumplen en Cristo

El Señor no se aparece solo. Con Él están Moisés y Elías. Uno representa la Ley, el otro los Profetas. En Jesús se cumple todo lo que la historia de la salvación había anunciado. Él no vino a abolir nada, sino a darle plenitud (cf. Mt 5,17). La Palabra de Dios que escuchamos cada día no es letra muerta. Es una historia viva que desemboca en Cristo y que debe llegar hasta nosotros. Nuestra fe no nace de una fantasía ni de una moda, sino de un cumplimiento.

Es importante recordarlo hoy, cuando muchos cristianos parecen buscar experiencias emocionales o se dejan seducir por nuevas espiritualidades sin raíz. Pedro lo recuerda en su segunda carta (2 Pe 1,16-19): “no seguimos fábulas ingeniosamente inventadas, sino que fuimos testigos oculares de su grandeza”. ¡Qué claridad la de Pedro! Él lo vio, lo vivió, lo escuchó. Y por eso puede hablar con autoridad.

4. “Maestro, qué bueno es estar aquí…”: la tentación de quedarnos en el consuelo

Pedro, como tantos de nosotros, quedó embelesado ante la gloria. “Hagamos tres tiendas”, dijo. Quería quedarse allí, detenido en esa belleza. Y aunque su deseo era sincero, Jesús lo llevará de nuevo al camino, al valle, al sufrimiento. Porque el monte de la gloria no es la meta… es una estación de paso.

Hermanos, ¿no nos pasa lo mismo? Quisiéramos quedarnos en los momentos de consuelo, de fervor, de paz. Pero la vida cristiana no se vive solo en la cima. También hay que bajar del monte. Hay que volver al mundo, al compromiso, al testimonio, a la cruz cotidiana. Lo que hemos visto en el Tabor debe impulsarnos a vivir con esperanza en medio de nuestras luchas.

5. Una voz desde la nube: “Escúchenlo”

En la cima de la montaña se escucha la voz del Padre: “Este es mi Hijo amado; escúchenlo”. Es la misma voz del Bautismo, pero ahora dirigida a los discípulos. Y es también para nosotros. En un mundo lleno de ruidos, de opiniones, de ideologías, de confusión… Dios nos dice una sola cosa: “Escuchen a Jesús”.

No escuchen tanto las voces del miedo, del odio, de la desesperanza. Escuchen a Jesús. Escuchen su Evangelio. Escuchen lo que les dice cada día en su Palabra, en la Eucaristía, en los pobres, en los hermanos. Escuchar a Jesús no es una opción, es una urgencia vital. Si lo escuchamos y lo seguimos, alcanzaremos también nosotros la gloria.

6. Bajar del monte… con fe y esperanza

Jesús prohíbe contar lo que han visto hasta después de su resurrección. ¿Por qué? Porque sin la cruz, la gloria no se entiende. Si no pasamos por el Viernes Santo, no comprendemos el Domingo de Pascua. Los apóstoles no entendieron en ese momento qué significaba “resucitar de entre los muertos”, pero lo comprendieron más tarde, cuando lo vieron con sus ojos y lo creyeron con el corazón.

Nosotros ya hemos visto el resplandor de la resurrección. Por eso sí podemos proclamar el misterio de la Transfiguración. Pero más aún: estamos llamados a vivir transfigurados, a dejar que el amor de Cristo transforme nuestras vidas, nuestras familias, nuestras comunidades.


Conclusión: Peregrinos de la esperanza, hacia la gloria

Queridos hermanos, en este Año Jubilar de la Esperanza, la Transfiguración del Señor nos recuerda que nuestra vocación última es la gloria del cielo, y que la esperanza no defrauda (Rm 5,5). Cristo ha querido mostrarnos un adelanto del cielo para que no claudiquemos en medio del camino.

Así que no te desanimes si sientes el peso de la vida, si ves oscuridad en el mundo, si las pruebas parecen nublar tu fe. Recuerda el Tabor. Recuerda que la última palabra no la tiene el dolor, sino la luz de Cristo glorioso.

¡Escucha al Hijo amado! ¡Síguelo con confianza! ¡Déjate transformar por Él! Porque si morimos con Él, con Él también resucitaremos. Y un día, en la gloria del cielo, comprenderemos plenamente lo que ahora apenas vislumbramos en la fe.

Amén.

 

2

 

Una oración que transforma y revela

 

Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

La liturgia de hoy nos invita a contemplar uno de los momentos más luminosos y a la vez más misteriosos del Evangelio: la Transfiguración del Señor en el monte. Es una escena cargada de gloria, de revelación, de belleza... pero sobre todo de oración.

Sí, de oración. Porque san Lucas —el único evangelista que lo destaca— nos recuerda que todo este acontecimiento comienza con Jesús subiendo al monte para orar (Lc 9,28). Y es en ese clima de oración donde sucede la transformación, donde se abren los ojos de los discípulos, donde el cielo toca la tierra.

1. Oración que transforma

El evangelio nos dice que “mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos se volvieron de una blancura deslumbrante”. Es decir, la oración no solo cambia las cosas; cambia al que ora. Jesús no se transfigura antes ni después, sino mientras oraba. Es en ese diálogo íntimo con el Padre donde se manifiesta su divinidad, su unidad con Dios, su gloria escondida.

Y esto tiene mucho que decirnos a nosotros. Porque si el mismo Jesús —el Hijo amado— ora… ¿cuánto más deberíamos nosotros vivir una vida orante, si queremos ser transformados en lo más profundo?

Hoy, en medio de tanto ruido, de prisas, de distracciones, el monte de la oración se vuelve indispensable. Quien ora, se transfigura. Quien no ora, se apaga. Sin oración, no hay luz en el rostro del cristiano.

2. Oración que abre los ojos

Los discípulos —Pedro, Santiago y Juan— suben al monte algo adormilados. Dice Lucas que “tenían mucho sueño”, y eso nos representa: muchas veces estamos adormecidos espiritualmente, cerrados a lo que Dios quiere mostrarnos. Pero cuando despiertan y abren los ojos, ven a Jesús en gloria y a Moisés y Elías conversando con Él.

Es la oración de Jesús la que abre sus ojos. Es la intimidad con el Padre la que nos hace capaces de reconocer lo invisible. Y es entonces cuando descubren que Jesús no es solo su maestro humano… es el Hijo del Padre, está en comunión perfecta con el cielo, y conversa con aquellos que representan la Ley y los Profetas, es decir, con toda la historia de la salvación.

Queridos hermanos: ¿no necesitamos también nosotros que nuestra oración nos abra los ojos?
Ojos para ver a Cristo en la Eucaristía.
Ojos para reconocerlo en los pobres.
Ojos para ver su luz en medio de nuestras noches.

3. Una oración que prepara para la Cruz

La Transfiguración prepara a los discípulos para la desfiguración de la Cruz. Es decir, antes de que vean a Jesús ensangrentado, azotado y aparentemente vencido, el Señor les permite verlo glorioso, resplandeciente, vencedor.

El camino cristiano tiene ambas caras: la luz del Tabor y la oscuridad del Gólgota. La gloria y la cruz. Y si no pasamos tiempo en oración, si no subimos con Jesús al monte, nos escandalizaremos de la cruz cuando llegue.

La Transfiguración es un anuncio de la Pascua. En ella vemos el destino último de Cristo —y también el nuestro—: pasar por el sufrimiento para entrar en la gloria.

4. Una experiencia de éxodo

Moisés y Elías hablaban con Jesús, y san Lucas nos dice que conversaban acerca de su “éxodo, que iba a cumplirse en Jerusalén”. La palabra no es casual. Jesús no va simplemente a morir: va a hacer un éxodo, un paso, una liberación.

Como el pueblo de Israel pasó de la esclavitud a la libertad, Jesús pasará de la muerte a la vida, y en Él nosotros también somos liberados del pecado y llamados a la tierra prometida de la eternidad.

Este Año Jubilar nos recuerda que somos Peregrinos de la Esperanza. Y eso implica vivir nuestra vida como un éxodo, como una travesía, con los ojos fijos en la meta. La Transfiguración es como un oasis en el desierto: nos consuela, nos alimenta, nos renueva… pero no es el destino. La Pascua es el destino.

5. Una experiencia que solo se acoge en oración

“Esa experiencia solo puede ser acogida a través de la oración”. Y es verdad. La Transfiguración no se entiende desde la lógica del mundo, ni desde el poder, ni desde la eficiencia. Solo el corazón orante puede captar su profundidad.

Por eso hoy el Evangelio no nos invita a “hacer” muchas cosas… sino a subir al monte y orar con Jesús. A dejar que su luz toque nuestras sombras. A escuchar al Padre que nos dice: “Este es mi Hijo amado: escúchenlo”.


Conclusión: Subir, orar, escuchar, bajar transformados

Hermanos, en este día santo, el Señor nos invita al monte.
Nos invita a orar.
Nos invita a dejar que su gloria nos transforme.
Nos invita a mirar con fe lo que nos espera más allá de la cruz.

Como Pedro, tal vez quisiéramos quedarnos allí, acampar en lo alto y disfrutar de la luz. Pero el camino continúa. Hay que bajar del monte, llevar esa luz al valle, a nuestra vida cotidiana, a nuestras responsabilidades, a nuestra cruz.

Hoy Jesús nos dice: “No tengan miedo. Suban conmigo. Oren. Escúchenme. Yo les mostraré mi gloria… y les daré fuerzas para vivir su propio éxodo pascual”.

Amén.

 

***************


6 de agosto:

La Transfiguración del Señor — Fiesta

c. año 32

 


Cita bíblica:


Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro resplandecía como el sol, y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz. De pronto se les aparecieron Moisés y Elías conversando con Él. Entonces Pedro dijo a Jesús: “Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco: escúchenlo”.
~ Mateo 17, 1–5


Reflexión:

Los tres Evangelios sinópticos relatan el acontecimiento de la Transfiguración del Señor (Mateo 17,1–8; Marcos 9,2–8; Lucas 9,28–36). Justo antes de este episodio, los tres Evangelios narran el viaje de Jesús con sus discípulos a Cesarea de Filipo, situada aproximadamente a 50 kilómetros al norte del Mar de Galilea. Cesarea de Filipo era una ciudad predominantemente pagana de cultura griega, ocupada por los romanos. Allí se adoraba al dios griego Pan en una cueva considerada sin fondo, conocida comúnmente como "la puerta del inframundo" por su asociación con esa deidad pagana.

Fue en ese contexto donde Jesús preguntó a sus discípulos quién pensaban ellos que era. Pedro respondió: “Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo”. Entonces Jesús lo bendijo y anunció su intención de edificar su Iglesia sobre Pedro, declarando: “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella…” (Mateo 16,16–18).

Después de este significativo diálogo, Jesús comenzó a revelar a sus discípulos su destino inminente: el viaje a Jerusalén para sufrir y morir. Pedro se opuso a esa revelación, y Jesús lo corrigió con firmeza, confrontando su pensamiento humano con la sabiduría divina (Mateo 16,22–23).

Este es el contexto de la Fiesta de la Transfiguración que celebramos hoy. Primero, Jesús proclamó la victoria de su Iglesia sobre el mal. Segundo, les anunció que esa victoria se alcanzaría a través de su propio sufrimiento y muerte. Si bien el primer mensaje es alentador, el segundo resulta difícil de aceptar. Según los Evangelios, Jesús permitió que sus discípulos reflexionaran durante aproximadamente una semana sobre estas enseñanzas, tiempo que seguramente fue difícil para ellos.

Comprendiendo su lucha interior, Jesús llevó a sus tres compañeros más cercanos —Pedro, Santiago y Juan— a un monte alto. Allí se transfiguró ante ellos, irradiando una luz blanca pura, conversando con Moisés y Elías, y recibiendo la confirmación de su identidad por parte del Padre.

Este acontecimiento fue probablemente un medio para fortalecer la fe de sus discípulos después de una semana de ponderar el sufrimiento y muerte anunciados por Jesús, junto con la exhortación de que ellos también debían seguirlo. La Transfiguración confirmó la divinidad de Jesús y su relación con las figuras veneradas de Moisés y Elías. Además, el Padre celestial lo reconoció públicamente como su Hijo divino, en quien se complace.

Después de la Resurrección y Ascensión de Jesús, estos tres Apóstoles compartieron su experiencia de la Transfiguración, fortaleciendo a otros en la fe. Esta historia sigue contándose hoy para fortalecernos a nosotros también, mientras cargamos nuestras propias cruces.

La Fiesta de la Transfiguración está estratégicamente situada cuarenta días antes de la Fiesta del Triunfo de la Cruz. Por lo tanto, la Transfiguración debe entenderse como una preparación para la Cruz de Cristo y para nuestra participación en ese triunfo. Según el Evangelio, estamos llamados a tomar nuestra cruz y seguir a Jesús, por la gloria del Padre, por el cumplimiento de su voluntad, y por el bien de la Iglesia, que siempre prevalecerá sobre las puertas del infierno.

Al celebrar hoy la Transfiguración, contempla este acontecimiento como un anticipo de la recompensa que te espera, y como una fuente de ánimo para soportar todos los sufrimientos por la victoria final de Cristo. La vida cristiana, como lo expresó el mismo Jesús, consiste en sufrir y morir por amor, con una esperanza inquebrantable. Al unir nuestras pruebas con la Cruz de Cristo, participamos de su gloriosa victoria por toda la eternidad.


Oración:

Señor mío, transfigurado en gloria,
Tú prometes sufrimiento y muerte a quienes te siguen,
pero también nos prometes la esperanza que aguarda a quienes perseveran.
Concédeme la gracia de soportar cada cruz en mi vida,
uniendo mis sufrimientos a los tuyos,
para que un día pueda participar de la gloria de la vida eterna en el Cielo.

Jesús, en Ti confío.

 

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