lunes, 13 de octubre de 2025

13 de octubre del 2025: lunes de la vigesimoctava semana del tiempo ordinario- I

 

El único signo

(Lucas 11, 29-32) El rechazo de Cristo a dar un signo distinto de su resurrección invita a cada uno a interrogarse sobre sus motivaciones cuando implora este tipo de manifestación. Si Jesús reprende a sus contemporáneos, es porque su demanda no sirve sino para aplazar el momento de tomar una decisión clara respecto a Él, y porque buscan ponerlo en una posición de fracaso para arruinar su misión.
Nos corresponde a nosotros preguntarnos si estamos dispuestos a poner nuestra confianza en Él, basándonos en su resurrección y en sus promesas.

Emmanuelle Billoteau, ermite

 


 

Primera lectura

Rom 1, 1-7

Por Cristo hemos recibido la gracia del apostolado, para suscitar la obediencia de la fe entre los gentiles

Comienzo de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos.

PABLO, siervo de Cristo Jesús, llamado a ser apóstol, escogido para el Evangelio de Dios, que fue prometido por sus profetas en las Escrituras Santas y se refiere a su Hijo, nacido de la estirpe de David según la carne, constituido Hijo de Dios en poder según el Espíritu de santidad por la resurrección de entre los muertos: Jesucristo nuestro Señor.
Por él hemos recibido la gracia del apostolado, para suscitar la obediencia de la fe entre todos los gentiles, para gloria de su nombre. Entre ellos se encuentran también ustedes, llamados de Jesucristo.
A todos los que están en Roma, amados de Dios, llamados santos, gracia y paz de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo.

Palabra de Dios.

 

Salmo

Sal 97, 1bcde. 2-3ab. 3c-4 (R.: 2a)

R. El Señor da a conocer su salvación.

V. Canten al Señor un cántico nuevo,
porque ha hecho maravillas.
Su diestra le ha dado la victoria,
su santo brazo. 
R.

V. El Señor da a conocer su salvación,
revela a las naciones su justicia.
Se acordó de su misericordia y su fidelidad
en favor de la casa de Israel. 
R.

V. Los confines de la tierra han contemplado
la salvación de nuestro Dios.
Aclama al Señor, tierra entera;
griten, vitoreen, toquen. 
R.

 

Aclamación

R. Aleluya, aleluya, aleluya.
V. No endurezcan hoy su corazón; escuchen la voz del Señor. R.

 

Evangelio

Lc 11, 29-32

A esta generación no se le dará más signo que el signo de Jonás

Lectura del santo Evangelio según san Lucas.

EN aquel tiempo, la gente se apiñaba alrededor de Jesús, y él se puso a decirles:
«Esta generación es una generación perversa. Pide un signo, pero no se le dará más signo que el signo de Jonás. Pues como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación.
La reina del Sur se levantará en el juicio contra los hombres de esta generación y hará que los condenen, porque ella vino desde los confines de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón, y aquí hay uno que es más que Salomón.
Los hombres de Nínive se alzarán en el juicio contra esta generación y harán que la condenen; porque ellos se convirtieron con la proclamación de Jonás, y aquí hay uno que es más que Jonás».

Palabra del Señor.

 

 

 

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1. Introducción: Una carta que sigue viva

San Pablo escribe a los cristianos de Roma, a quienes aún no conoce, con el corazón lleno de celo apostólico. Su carta es como una antesala de su visita: quiere prepararles el alma, iluminar su fe, fortalecer su esperanza y animarles a vivir la caridad.
La Carta a los Romanos es el gran compendio de su teología: la salvación no proviene de las obras de la ley, sino de la fe en Jesucristo. Es una carta de consuelo, porque proclama la presencia fiel de Dios en medio de nuestras debilidades. “Nada podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús” (Rm 8,39).
Hoy, en este Año Jubilar, también a nosotros nos llega esa carta: una carta escrita con tinta divina, dirigida a nuestro corazón creyente. Nos recuerda que la fe no es un sistema, sino una relación viva con Aquel que nos amó primero.


2. Obedecer desde el amor, no desde el temor

San Pablo usa una palabra fuerte: obedecer a la fe. Pero no se trata de una obediencia servil, sino de una adhesión libre y amorosa. El que cree en Cristo elige seguirlo con confianza.
En la vida cotidiana obedecemos muchas reglas —las de tránsito, las leyes laborales, los reglamentos sociales—, pero el creyente está llamado a una obediencia distinta: la obediencia del corazón.
El Espíritu Santo, dice Pablo, ora dentro de nosotros, incluso cuando nuestras palabras son torpes o confusas (Rm 8,26). Es el Espíritu quien nos enseña a obedecer amando, a seguir sin miedo, a confiar aun cuando no entendemos.
Esta obediencia interior es la semilla de toda vida cristiana auténtica. En tiempos de confusión moral y relativismo, obedecer la voz de Cristo es un acto profético. Es creer que su Evangelio no oprime, sino que libera; no ata, sino que humaniza.


3. Jesús, el signo suficiente

El Evangelio de hoy (Lc 11,29-32) nos presenta a Jesús rechazando la exigencia de “una señal del cielo”. La gente de su tiempo, como muchos hoy, quería pruebas visibles: milagros espectaculares, signos innegables.
Pero Jesús responde con firmeza: “A esta generación no se le dará más señal que la de Jonás”.
El signo no está en el cielo ni en las estrellas, sino en su propia persona. En Él, Dios se ha hecho carne, palabra viva, gesto de amor. Quien mira a Cristo crucificado y resucitado no necesita más pruebas.
Él es el signo supremo de la misericordia, el rostro visible del Padre invisible. Quien lo acoge con fe, experimenta la salvación. Quien lo rechaza, se queda ciego aun viendo milagros.


4. La fe como misión: del signo recibido al testimonio ofrecido

El texto nos recuerda también tres ejemplos: los ninivitas que escucharon a Jonás, la reina de Saba que buscó la sabiduría de Salomón, y Naamán que creyó a Eliseo. Todos ellos eran extranjeros, “paganos”, pero fueron capaces de abrir su corazón a la palabra de Dios.
El Evangelio quiere decirnos que muchas veces los “lejanos” son más receptivos que los “cercanos”. Los misioneros lo saben bien: donde hay pobreza y corazón sencillo, hay más apertura al Evangelio.
Por eso, en este mes misionero, el Señor nos invita a pasar del signo recibido al testimonio ofrecido. Si Jesús es para nosotros el signo del amor de Dios, debemos ser nosotros, para el mundo, el signo vivo de su misericordia.
Una sonrisa, una visita al enfermo, una palabra de esperanza, una oración por los difuntos, un Rosario rezado en familia… todos son signos sencillos, pero llenos del Espíritu que mueve montañas.


5. Orar por los difuntos: esperanza que no defrauda

En este camino jubilar, traemos al altar el recuerdo de nuestros difuntos. Ellos ya no caminan con nosotros visiblemente, pero siguen siendo parte del cuerpo de Cristo, unidos en la comunión de los santos.
La Carta a los Romanos nos lo asegura: “Si morimos con Cristo, también viviremos con Él”. Por eso nuestra oración no es de desesperanza, sino de confianza. Pedimos al Señor que purifique sus almas y los reciba en su casa eterna.
El Rosario, rezado con fe, es también una oración por ellos: cada misterio es una flor ofrecida al cielo, un lazo de amor que une tierra y eternidad.


6. Conclusión: el signo somos nosotros

Queridos hermanos: no pidamos señales del cielo. El signo está en nosotros, cuando vivimos el Evangelio con alegría, cuando obedecemos por amor, cuando perdonamos, cuando oramos con fe, cuando amamos sin medida.
La Reina de Saba viajó desde lejos para escuchar la sabiduría de Salomón; nosotros tenemos a Cristo más cerca que nuestro propio corazón. Él es el signo suficiente, el amor visible, la señal del Reino que ya está entre nosotros.
Que el Espíritu Santo, que ora en nuestro interior, nos ayude a ser también signos de esperanza en este Año Jubilar. Y que María, Reina del Santo Rosario y Estrella de la Evangelización, nos enseñe a decir con confianza: “Hágase en mí según tu palabra”.


Oración final

Señor Jesús,
signo del amor del Padre y fuente de toda esperanza,
te alabamos y bendecimos porque no nos dejas solos.
Haznos dóciles a tu Espíritu para obedecer desde el amor.
Que, en este Año Jubilar, seamos peregrinos de esperanza,
testigos de tu Evangelio en medio del mundo.

Acoge en tu misericordia a nuestros hermanos difuntos,
purifícalos y dales el descanso eterno.

Bendice nuestras familias, comunidades y misioneros,
y por intercesión de la Virgen del Rosario,
enséñanos a ser signos vivos de tu Reino.

Amén.

 

2

 

1. Introducción: Un signo que atraviesa los siglos

Desde los primeros días del cristianismo, los hombres y mujeres han buscado signos del poder y la presencia de Dios. También nosotros, cuando sufrimos o dudamos, pedimos señales: un milagro, una coincidencia, una palabra que confirme nuestra fe.
El Evangelio de hoy nos recuerda que el signo ya fue dado: Jesús mismo, crucificado y resucitado. Su resurrección es la respuesta definitiva a toda búsqueda humana.
Por eso, en este Año Jubilar, el Señor nos llama a renovar nuestra confianza en Él, sin exigirle pruebas. La fe no se apoya en lo visible, sino en el amor que transforma el corazón.


2. El corazón que busca signos

El pueblo que rodeaba a Jesús no era indiferente: lo escuchaban, lo admiraban, pero querían algo más. “Danos una señal del cielo”, le pedían. Pero detrás de esa petición se escondía una trampa: no querían creer, sino justificar su incredulidad.
También hoy hay quienes piden pruebas para creer, milagros para aceptar la fe, argumentos para justificar el amor. Pero la fe comienza cuando dejamos de poner condiciones a Dios.
Jesús no rehúye nuestra necesidad de sentido; más bien, la purifica. Nos enseña que el verdadero signo no es algo que se mira, sino Alguien a quien se ama.


3. El signo de Jonás: muerte y renacimiento

Jesús menciona a Jonás: “Así como Jonás fue un signo para los ninivitas, lo será el Hijo del Hombre para esta generación”.
Jonás estuvo tres días en el vientre del pez, signo de la muerte y del descenso a las tinieblas. Luego fue liberado, signo de la vida nueva. Así también Cristo descenderá al sepulcro y resucitará al tercer día.
El único signo necesario es la Resurrección. En ella Dios nos dice: “He vencido la muerte. Confía.”
La fe pascual no necesita pruebas externas, porque brota del encuentro personal con el Resucitado que vive en nosotros. Cada Eucaristía es ese signo presente: Cristo vivo entre nosotros.


4. Entre la fe y la evasión

El texto evangélico nos invita a mirar nuestras propias actitudes. ¿Cuántas veces pedimos signos solo para posponer nuestra conversión?
Como aquellos contemporáneos de Jesús, podemos decir: “Si Dios me da esta señal, entonces creeré; si me sana, si me prospera, si me concede lo que pido...”
Pero eso no es fe, sino negociación espiritual. Jesús reprende esa actitud porque retrasa la decisión de confiar en Él. La fe madura no busca asegurarse; se lanza en los brazos de Dios.
El signo de Cristo resucitado nos pide una decisión: creer sin ver, amar sin condiciones, seguir sin garantías.


5. La misión: ser signo en medio del mundo

Los misioneros, a lo largo de los siglos, han llevado este mismo signo a los pueblos más lejanos. No predican milagros espectaculares, sino la fuerza de una cruz vacía y un sepulcro abierto.
Ellos confían en que el signo de la Resurrección sigue actuando en los corazones humildes, como en Nínive o en la Reina de Saba, que buscó la sabiduría de Salomón.
En este mes misionero y jubilar, el Señor nos recuerda que cada cristiano es también un signo: cuando perdonamos, cuando servimos, cuando acompañamos al que sufre, estamos proclamando con nuestra vida que Cristo vive.
Esa es la señal que el mundo necesita: testigos alegres, no creyentes que viven con miedo o dudas.


6. Orar por los difuntos: el signo de la esperanza

Hoy oramos por nuestros difuntos. En ellos se realiza el misterio de la fe: la muerte no tiene la última palabra.
Ellos ya participaron del signo de Jonás: pasaron por la oscuridad, pero esperan la luz del tercer día. Nuestra oración abre caminos de misericordia para ellos, y fortalece nuestra esperanza.
Rezar por los difuntos no es mirar al pasado, sino mirar hacia el futuro de Dios. Como dice San Pablo: “Nada podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús”.


7. Conclusión: La resurrección, nuestro único signo

Hermanos, el Señor no nos debe ninguna señal: ya nos ha dado la más grande, su resurrección.
El cristiano que comprende esto vive con serenidad, sin exigir milagros, sin perder la confianza.
Cada vez que rezamos el Rosario, meditamos ese signo: la Encarnación, la Cruz y la Resurrección de Jesús. En sus misterios encontramos la fe, la esperanza y el amor que sostienen toda misión cristiana.
No busquemos un signo nuevo; seamos nosotros mismos el signo del Cristo vivo en medio del mundo.


Oración final

Señor Jesús,
tú eres el único signo que basta a nuestro corazón.
Enséñanos a confiar en ti,
sin exigir pruebas ni milagros,
sino creyendo en el poder de tu Resurrección.

Que tu Espíritu nos convierta en signos vivos
de esperanza y misericordia en este Año Jubilar.

Acoge, Señor, a nuestros hermanos difuntos
en la paz de tu Reino,
donde ya no hay llanto ni muerte,
sino vida eterna contigo.

Por intercesión de María, Reina del Santo Rosario,
danos la gracia de anunciarte con alegría
y servirte con amor hasta el fin de nuestros días.

Amén.

 

3

 

1. Introducción: El signo que da sentido a la vida

En todos los tiempos, el corazón humano ha buscado signos: señales que confirmen el camino, que den certeza en medio de las dudas, que sirvan de respuesta a nuestras preguntas más hondas. También los contemporáneos de Jesús los pedían, con impaciencia y desconfianza. Pero el Señor responde con una claridad que atraviesa los siglos:

“Esta generación pide una señal, pero no se le dará otra que la de Jonás.” (Lc 11,29)

Jesús no niega la necesidad de signos, sino que nos revela cuál es el único signo definitivo: su propia vida, su muerte y su resurrección. En Él se concentra todo el amor del Padre y toda la sabiduría del cielo. No hay signo más grande, más luminoso, más transformador que el de la Cruz y el sepulcro vacío.


2. El signo que revela el misterio del amor

Un signo no es simplemente una prueba; es una acción que revela un misterio escondido. El signo de Jonás apuntaba a la Pascua de Cristo: tres días en las entrañas del pez, tres días en el corazón de la tierra. Jonás fue liberado para predicar la conversión; Cristo resucitó para ofrecernos la vida eterna.

La resurrección es la clave de todo discernimiento cristiano. Cada vez que dudamos o sufrimos, cada vez que pedimos una señal de Dios, la respuesta sigue siendo la misma: “Mira al Crucificado y al Resucitado; ahí está todo lo que necesitas saber.”

Ese signo nos enseña el camino: el amor que se entrega, el sacrificio que redime, la esperanza que no muere.


3. Discernir la vida a la luz del signo de Cristo

Todos enfrentamos decisiones: grandes o pequeñas, cotidianas o definitivas. A veces buscamos signos externos —una palabra, una coincidencia, un sueño— para orientarnos. Pero Jesús nos invita a mirar más profundo.

El verdadero discernimiento cristiano no consiste en preguntar: “¿Qué me conviene?” o “¿Qué me gusta más?”, sino en preguntar:

“¿Qué decisión me hace amar más, servir mejor, parecerme más a Cristo?”

Cada elección debería nacer del Evangelio. El signo del Hijo del Hombre nos enseña a decidir desde la Cruz, es decir, desde el amor que se dona. Si Cristo es el modelo, entonces la mejor decisión no es la más fácil, sino la más fiel; no la más cómoda, sino la más generosa; no la que evita el dolor, sino la que conduce a la vida plena.


4. El signo que transforma nuestras relaciones

El signo de Cristo no solo ilumina nuestras decisiones personales; también transforma nuestras relaciones. Cuando ponemos la vida, muerte y resurrección de Jesús como criterio de amor, dejamos de actuar desde el egoísmo o la conveniencia.

  • En la familia, significa perdonar aunque cueste.
  • En la comunidad, significa servir sin buscar reconocimiento.
  • En el trabajo, significa actuar con justicia y compasión.
  • En la misión, significa dar la vida por los demás, como hizo Él.

El signo de Cristo no se contempla desde lejos: se encarna en nosotros. Y cuando un cristiano vive así, se convierte también en signo de Dios para los demás.


5. El signo de la esperanza: orar por los difuntos

El signo de la resurrección ilumina incluso el misterio de la muerte. Por eso, en este día en que oramos por los difuntos, no lo hacemos con tristeza desesperada, sino con la esperanza de los redimidos.
Cristo descendió a la muerte y la venció; en Él, toda tumba se convierte en semilla de resurrección.
Cada vez que recordamos a nuestros seres queridos y los encomendamos al Señor, proclamamos nuestra fe en el signo que no muere: “Si morimos con Cristo, viviremos con Él.”

El Rosario, rezado con fe en este mes misionero y jubilar, nos hace recorrer los pasos de ese signo: los misterios de Cristo que son también los misterios de nuestra vida.


6. Misión: ser signos vivos en el mundo

Los misioneros de todos los tiempos no han llevado pruebas ni milagros espectaculares; han llevado el signo del amor crucificado. Con su vida, han mostrado al mundo que la verdadera grandeza consiste en servir.

También nosotros, desde nuestra realidad cotidiana, podemos ser signos de Dios:

  • un gesto de compasión,
  • una palabra de consuelo,
  • una oración por los que sufren,
  • una mano extendida al que está solo.

En este Año Jubilar, el Papa nos llama a ser peregrinos de esperanza. Serlo es precisamente eso: convertirnos en signos vivos de la misericordia de Dios para quienes caminan a oscuras.


7. Conclusión: No busquemos más signos

Jesús ya nos lo ha dado todo. No necesitamos otro signo que el de su amor entregado. Quien comprende la Cruz y la Resurrección ya tiene la brújula para cada decisión, la respuesta a cada duda, la paz en medio de cada tormenta.

Dejemos de pedir señales externas y aprendamos a leer la señal interior: la voz del Espíritu que susurra en el corazón y nos invita a amar más.
Quien mira al Resucitado con fe, encuentra la dirección correcta, aun en los caminos más oscuros.


Oración final

Señor Jesús,
Tú eres el signo del amor del Padre,
la luz que guía nuestras decisiones,
la fuerza que vence la muerte.

Enséñanos a mirar tu vida, tu cruz y tu resurrección
como la señal perfecta de tu voluntad.

Danos un corazón misionero,
capaz de amar sin medida y servir sin descanso.

Acoge en tu misericordia a nuestros hermanos difuntos,
y haznos vivir con la certeza
de que en Ti toda muerte florece en vida.

Que María, Reina del Santo Rosario,
nos acompañe en el camino de la fe,
y que este Año Jubilar nos encuentre
como verdaderos peregrinos de esperanza.

Amén.

 

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