viernes, 3 de octubre de 2025

4 de octubre del 2025: sábado de la 26a semana del tiempo ordinario-I- San Francisco de Asís

 

Santo del día:

San Francisco de Asís

1182-1226. «Acojan con humildad y caridad las fragantes palabras de nuestro Señor Jesucristo, obsérvenlas y pónganlas en práctica», recomendó el fundador de los Frailes Menores, canonizado en 1228.

 

 

Una alegría reorientada hacia Dios

(Lucas 10, 17-24) Alegría de los discípulos enviados por Jesús: los espíritus se les someten. Podemos alegrarnos de los frutos de nuestros proyectos, de nuestras misiones. Pero Jesús reorienta esta alegría. Su objeto no es el poder ejercido en la misión ni un éxito que nos pertenecería, sino que está orientada hacia un sujeto, hacia Aquel que es la fuente. Alegría de inscribir nuestras vidas y nuestros actos en el mismo actuar de Dios, que es su corazón.

Colette Hamza, xavière

 



Primera lectura

Bar 4, 5-12. 27-29
El mismo que les mandó las desgracias les mandará el gozo

Lectura del libro de Baruc.

¡ÁNIMO, pueblo mío,
que llevas el nombre de Israel!
Los vendieron a naciones extranjeras,
pero no para ser aniquilados.
Por la cólera de Dios contra ustedes,
los entregaron en poder del enemigo,
porque irritaron a su Creador,
sacrificando a demonios, no a Dios;
ustedes se olvidaron del Señor eterno,
del Señor que los había alimentado,
y afligieron a Jerusalén que los criaba.
Cuando ella vio que el castigo
de Dios se avecinaba, dijo:
Escuchen, habitantes de Sion,
Dios me ha cubierto de aflicción.
He visto que el Eterno ha mandado
cautivos a mis hijos y a mis hijas;
los había criado con alegría,
los despedí con lágrimas de pena.
Que nadie se alegre cuando vea
a esta viuda abandonada de todos.
Si ahora me encuentro desierta,
es por los pecados de mis hijos,
que se apartaron de la ley de Dios.
¡Ánimo, hijos! Griten a Dios,
los castigó pero se acordará de ustedes.
Si un día se empeñaron en alejarse de Dios,
vuélvanse a buscarlo con redoblado empeño.
El mismo que les mandó las desgracias
les mandará el gozo eterno de su salvación.

Palabra de Dios.

 

Salmo

Sal 68, 33-35. 36-37 (R.: 34a)

R. El Señor escucha a sus pobres.

V. Mírenlo, los humildes, y alégrense;
busquen al Señor, y revivirá su corazón.
Que el Señor escucha a sus pobres,
no desprecia a sus cautivos.
Alábenlo el cielo y la tierra,
las aguas y cuanto bulle en ellas. 
R.

V. Dios salvará a Sion,
reconstruirá las ciudades de Judá,
y las habitarán en posesión.
La estirpe de sus siervos la heredará,
los que aman su nombre vivirán en ella. 
R.

 

Aclamación

R. Aleluya, aleluya, aleluya.
V. Bendito seas, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has revelado los misterios del reino a los pequeños. R.

 

Evangelio

Lc 10, 17-24
Estén alegres porque sus nombres están inscritos en el cielo

Lectura del santo Evangelio según san Lucas.

EN aquel tiempo, los setenta y dos volvieron con alegría diciendo:
«Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre».
Jesús les dijo:
«Estaba viendo a Satanás caer del cielo como un rayo. Miren: les he dado el poder de pisotear serpientes y escorpiones y todo poder del enemigo, y nada les hará daño alguno.
Sin embargo, no estén alegres porque se les someten los espíritus; estén alegres porque sus nombres están inscritos en el cielo».
En aquella hora, se llenó de alegría en el Espíritu Santo y dijo:
«Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños.
Sí, Padre, porque así te ha parecido bien.
Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar».
Y, volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte:
«¡Bienaventurados los ojos que ven lo que ustedes ven! Porque les digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven, y no lo vieron; y oír lo que ustedes oyen, y no lo oyeron».

Palabra del Señor.

 

1

 

1. Introducción: la alegría que viene de lo alto

Hermanos y hermanas, hoy la Palabra de Dios nos invita a reflexionar sobre la verdadera fuente de nuestra alegría. Los discípulos vuelven entusiasmados porque los demonios se les someten, porque sus misiones parecen dar fruto. Pero Jesús les corrige con suavidad: “No se alegren de que los espíritus se les sometan; alégrense más bien de que sus nombres estén escritos en el cielo” (Lc 10,20).
Esta enseñanza es particularmente actual en este Año Jubilar de la Esperanza, en el que la Iglesia nos invita a volver al corazón de lo esencial: no enorgullecernos de nuestros logros humanos, sino vivir la certeza de ser amados y salvados por Dios.

2. Primera lectura: la esperanza que brota de la humildad

El libro de Baruc (Bar 4,5-12.27-29) muestra a un pueblo en el exilio que, en medio de sus lágrimas, recibe un mensaje de consuelo: Dios no los ha olvidado, Él volverá a reunirlos y a consolarlos. Aquí encontramos un eco de la enseñanza de Jesús: la verdadera alegría no está en dominar, sino en saber que Dios es fiel, incluso en medio de la prueba.
El pueblo experimenta dolor, pero se abre a la esperanza: “El que les mandó la desgracia, les enviará también la alegría eterna con su salvación”.

3. El salmo responsorial: Dios escucha a los humildes

El salmo 68 proclama: “El Señor escucha a los pobres”. Y añade: “Que lo busquen los humildes y se alegren su corazón”.
La clave está en la humildad: el corazón humilde encuentra la alegría no en el poder, sino en la comunión con Dios. Es un eco perfecto de la corrección que Jesús da a sus discípulos.

4. El Evangelio: alegría inscrita en el cielo

El Evangelio de Lucas nos muestra a Jesús que reorienta la mirada de sus discípulos. La misión tiene frutos, pero no es un motivo de vanagloria. La alegría cristiana es mucho más profunda: consiste en sabernos inscritos en el corazón de Dios.
En un mundo donde se mide el valor por el éxito, la fama o los números, Jesús nos recuerda que nuestra verdadera identidad y dignidad están en ser hijos de Dios.

5. San Francisco de Asís: el ejemplo del discípulo humilde

Hoy recordamos también a san Francisco de Asís, cuya vida encarna de modo luminoso esta enseñanza. Francisco no buscó poder ni prestigio, sino identificarse con Cristo pobre y humilde. Su alegría estaba en saberse amado por Dios y en reconocer a toda criatura como hermano y hermana.
Francisco supo ver en la creación un reflejo de la bondad de Dios, y en los pobres, la presencia misma de Cristo. Su vida es una invitación a la humildad y a la alegría auténtica, aquella que no pasa porque no depende de los aplausos humanos, sino de estar escritos en el cielo.

6. La memoria de María en sábado: la alegría de la fe confiada

Cada sábado la Iglesia recuerda a la Virgen María, modelo de fe y de discipulado. María nos enseña a reorientar la alegría: ella no se enaltece por ser la Madre del Mesías, sino que proclama: “Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador” (Lc 1,47). Su alegría está centrada en Dios y no en sí misma.
En ella aprendemos a alegrarnos no por lo que hacemos, sino por lo que Dios hace en nosotros.

7. Aplicación en el marco del Año Jubilar

Este Jubileo nos invita a redescubrir la alegría profunda de la fe. Muchas veces corremos el riesgo de medir nuestra vida eclesial o pastoral por el éxito visible: cuántos vienen a Misa, cuántos participan, cuántos “me gusta” reciben nuestras publicaciones. Jesús hoy nos recuerda que lo que cuenta es que nuestros nombres estén escritos en el cielo.
La verdadera esperanza nace de sabernos peregrinos hacia esa patria eterna, donde la alegría no tiene fin.

8. Conclusión: un compromiso de vida

Hermanos, que esta liturgia nos renueve en la alegría verdadera:

  • La alegría de sabernos amados por Dios.
  • La alegría de pertenecer a una comunidad de fe.
  • La alegría de seguir el ejemplo de María y de san Francisco en la humildad y en la confianza.
  • La alegría de saber que nuestra vida está inscrita en el cielo.

Que la Virgen María, Estrella de la Evangelización, y san Francisco de Asís, el hermano universal, nos guíen en este camino jubilar hacia la verdadera alegría que solo Dios da.

 

 

2

 

Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis

 

1. Introducción: ojos para ver, oídos para oír

Queridos hermanos, hoy Jesús nos dice en el Evangelio (Lc 10,23-24): “Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis; porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis y no lo vieron”.
Estas palabras encierran una bienaventuranza singular: no se trata de los ojos del cuerpo, sino de los ojos del corazón. Muchos vieron a Jesús, pero no creyeron en Él; otros, en cambio, con ojos de fe, lo reconocieron como el Hijo de Dios.
En este Año Jubilar de la Esperanza, estas palabras son para nosotros: somos “doblemente bienaventurados” porque, aunque no lo vemos con los ojos del cuerpo, lo recibimos vivo en la Eucaristía y lo encontramos habitando en nuestra alma por la gracia.


2. Primera lectura: Dios que transforma el duelo en alegría

En Baruc (4,5-12.27-29) escuchamos un mensaje de consuelo: “El que os envió la desgracia, os enviará con Él la alegría eterna y la salvación”.
La fe no nos ahorra las pruebas, pero nos da una mirada distinta para verlas. Los exiliados de Israel no veían la liberación, pero la esperaban; sus ojos interiores miraban más allá del castigo hacia la misericordia.
Así también nosotros, en medio de nuestras dificultades personales y pastorales, estamos llamados a mirar con ojos de fe el actuar de Dios que está obrando, aunque todavía no se vea.


3. El Salmo responsorial: “El Señor jamás desoye al pobre”

El Salmo 68 (69) nos ofrece el tono espiritual que une las lecturas: “Se alegrarán al ver al Señor los que sufren; quienes buscan a Dios tendrán más ánimo”.
Este canto de esperanza no oculta el dolor, pero proclama que Dios escucha a los humildes y reconstruye la vida de su pueblo.
Aquí encontramos la clave de la alegría que Jesús enseña en el Evangelio: no se trata del triunfo ni del poder, sino de la certeza de ser escuchados y amados por Dios.
En este Jubileo, el Salmo nos llama a tres actitudes:

1.    Buscar al Señor: con corazón sincero y oración perseverante.

2.    Dejarse reconstruir: permitiendo que Dios sane las ruinas interiores.

3.    Escuchar el clamor de los pobres: convirtiéndonos en signos concretos de la misericordia divina.

El salmista, María y Francisco comparten esta visión: la verdadera alegría brota de saberse pequeño, escuchado y sostenido por el amor de Dios.


4. Evangelio: la bienaventuranza de ver y oír

El Evangelio presenta a Jesús dirigiéndose “en privado” a sus discípulos: los felicita porque son testigos de algo que los antiguos esperaban con ansias.
Pero el comentario que inspira nuestra reflexión nos invita a dar un paso más: hoy somos aún más bendecidos porque Jesús no solo está delante de nosotros, sino dentro de nosotros.
La Eucaristía, la Palabra, la vida sacramental y la presencia del Espíritu Santo hacen que Cristo habite en nuestra alma. La fe nos da “ojos” para verlo allí, en lo profundo del corazón.


5. San Francisco de Asís: ver a Cristo en todo

San Francisco encarna de manera luminosa esta enseñanza. No sólo veía a Cristo en la Eucaristía, sino en los pobres, en los leprosos, en la naturaleza entera. Tenía “ojos de fe” para descubrir al Creador en cada criatura.
Su vida fue una búsqueda permanente de esa “presencia de Dios” en todo y de la conversión interior que abre los ojos y el corazón. En este Jubileo, Francisco nos recuerda que no basta con hablar de Dios: hay que percibirlo, adorarlo y seguirlo con radicalidad.


6. La Virgen María: ojos de fe y corazón creyente

Cada sábado honramos a María, la primera discípula, que “guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2,19). Ella no comprendía todo lo que sucedía, pero lo veía con ojos de fe.
Por eso pudo proclamar: “Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador”. Su alegría está centrada en Dios y no en sí misma.
En ella aprendemos a reconocer a Cristo, no sólo en lo extraordinario, sino en lo escondido y cotidiano.


7. Aplicación al Año Jubilar: un llamado a la interioridad

Este Jubileo de la Esperanza nos invita a “peregrinar” hacia dentro: hacia el castillo interior del que hablaba santa Teresa de Ávila, donde Dios habita en la morada más profunda del alma.
Así como Simeón esperó toda su vida para ver al Mesías y al fin lo tuvo en sus brazos, nosotros tenemos la posibilidad cotidiana de tenerlo dentro, de recibirlo en la Eucaristía, de adorarlo en la oración.
El desafío es educar nuestros ojos y nuestro corazón para percibir esa presencia, incluso cuando la vida es difícil, incluso cuando el mundo parece no verlo.


8. Conclusión: abrir los ojos del corazón

Hermanos, pidamos hoy al Señor la gracia de tener ojos de fe y oídos atentos.
Que, como Simeón, podamos decir cada día: “Mis ojos han visto tu salvación”.
Que san Francisco nos enseñe a ver a Cristo en cada criatura y en cada hermano.
Que María nos enseñe a guardar y meditar para percibir la presencia de Dios en lo pequeño.
Y que este Año Jubilar renueve nuestra mirada interior, para que podamos decir:
no sólo hemos oído hablar de Cristo, sino que lo hemos encontrado dentro de nosotros y lo hemos visto con los ojos del corazón.

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4 de octubre:

San Francisco de Asís — Memoria

1182–1226
Patrono de los animales, los ecologistas, las familias, los encajeros, los comerciantes, los bordadores, la paz y los zoológicos.
Invocado contra morir en soledad y contra los incendios.
Canonizado por el papa Gregorio IX el 16 de julio de 1228.

 


Cita:

“Escuchen, mis señores, mis hijos y mis hermanos, y reciban con sus oídos mis palabras. Inclinen el oído de su corazón y obedezcan la voz del Hijo de Dios. Guarden sus mandamientos con todo el corazón y cumplan sus consejos con una mente perfecta. Alábenlo, porque Él es bueno, y ensálcenlo con sus obras, porque para eso los ha enviado por todo el mundo: para que, con la palabra y con la acción, den testimonio de su voz y hagan saber a todos que no hay otro Todopoderoso fuera de Él. Perseveren bajo la disciplina y la obediencia, y con buen propósito y firme voluntad cumplan lo que le han prometido. El Señor Dios se ofrece a ustedes como a sus hijos.”


~Extracto de una carta a sus frailes, por San Francisco


Reflexión:

San Francisco de Asís es, quizá, el santo más conocido y amado dentro de la Iglesia católica. Aunque muchos se sienten atraídos por su imagen como amante de los animales y de la naturaleza, él llegó a ser uno de los más grandes santos de la historia por una razón muy simple: fue un verdadero siervo del Dios Altísimo.

Francisco de Asís nació probablemente en el año 1181 en el pequeño pueblo de Asís, Italia, a unos 160 kilómetros al norte de Roma. Pertenecía a la clase mercantil; su padre era comerciante de finas sedas. En su juventud, Francisco era un joven alegre, sociable y el alma de las fiestas. Le gustaban las reuniones, el canto y la diversión, y llevaba una vida muy mundana.

Su padre deseaba que Francisco se uniera al negocio familiar, lo cual hizo sin entusiasmo. A Francisco le interesaban mucho más sus amigos y el placer que el trabajo, lo que provocaba frecuentes tensiones en casa.

Ya adulto joven, soñaba con hacer grandes cosas, pero esas “grandes cosas” estaban ligadas a los honores mundanos, no al servicio de Dios. Uno de sus mayores deseos era convertirse en caballero, y su familia compartía esa aspiración para elevar su posición social.

Alrededor del año 1202, su sueño de ser caballero comenzó a hacerse realidad. Fue provisto con una espléndida armadura, una espada y un caballo, y enviado a la guerra contra la vecina ciudad de Perugia. Una victoria en esa batalla le habría abierto la posibilidad de convertirse en cruzado en el ejército del Papa y, con ello, obtener el título de caballero.
Pero la batalla de Perugia fue breve y terminó con la captura y encarcelamiento de Francisco. Pasó un año en prisión, sufriendo junto a otros prisioneros, hasta que su padre pagó el rescate.

Tras su liberación, Francisco enfermó gravemente durante varios meses. Tanto el cautiverio como la enfermedad lo afectaron profundamente, llevándolo a replantearse su vida. Sin embargo, en 1205 volvió a alistarse para otra guerra, en el ejército del Conde de Brienne, nuevamente equipado con caballo, espada y armadura.

Antes de llegar al combate, tuvo una visión que cambiaría su existencia. En ella escuchó una voz que le decía:
—“¿Quién puede darte más, el amo o el siervo? ¿El rico o el pobre?”
Francisco respondió:
—“¡El amo rico!”
Y la voz añadió:
—“Entonces, ¿por qué abandonas al Señor por el siervo, y al Dios de las riquezas infinitas por un pobre mortal?”
Aquella visión bastó para que Francisco regresara a Asís decidido a buscar la voluntad de Dios.

Durante el año siguiente, Francisco y su padre chocaban continuamente. Mientras su padre insistía en que fuera comerciante o caballero, Francisco dedicaba más tiempo a la oración y al servicio de los pobres, especialmente de los leprosos en un hospital cercano.
Un día, mientras oraba en la iglesia derruida de San Damián, escuchó la voz del cielo que le decía:
—“Ve y repara mi casa, que como ves, se está cayendo en ruinas.”
Francisco comenzó a restaurar físicamente esa iglesia, viviendo en soledad y oración constante.

El conflicto familiar llegó a su punto culminante en 1206, cuando tenía 25 años. Ante el obispo de Asís, Francisco renunció formalmente a su herencia, despojándose incluso de sus ropas y proclamando que desde ese momento solo Dios sería su Padre.
Durante los tres años siguientes, llevó una vida de pobreza, oración y servicio.

Al principio, muchos lo consideraron loco y lo ridiculizaron. Pero, con el tiempo, otros comenzaron a seguirlo.
Juntos rezaban, escuchaban la voz de Dios, servían a los pobres y reparaban iglesias abandonadas.

En 1209, el pequeño grupo contaba con doce hermanos. Decidieron redactar una Regla de vida y peregrinar a Roma para pedir la aprobación del Papa. Una vez obtenida la aprobación verbal, regresaron a Asís y se establecieron en la pequeña iglesia de la Porciúncula.
Desde allí, el hermano Francisco y sus frailes menores iniciaron su vida de oración y predicación misionera. Ya no reconstruían templos materiales, sino la Iglesia viva, el Cuerpo espiritual de Cristo.

Durante los diez años siguientes, la Orden de los Frailes Menores creció de doce a unos cinco mil hermanos, extendiéndose por Europa y tocando el corazón de multitudes.
Francisco predicaba incansablemente y fue instrumento de innumerables milagros. En 1223, el Papa aprobó por escrito la Regla definitiva de la orden, y Francisco entró en los últimos años de su vida.

En 1224, durante un retiro de cuarenta días, Francisco recibió el don de los estigmas, las heridas visibles de Cristo en sus manos, pies y costado.
Sus dos últimos años estuvieron marcados por el sufrimiento físico, diversas enfermedades y la pérdida de la vista.

El 4 de octubre de 1226, sin encontrar cura para sus males, murió rodeado de sus hermanos en la Porciúncula, donde había comenzado su vida de fraile menor.
Dos años después, el Papa Gregorio IX lo canonizó, y su legado continuó expandiéndose por toda la Iglesia.


Reflexión final:

San Francisco fue, sin duda, uno de los más grandes santos que jamás haya existido. Su grandeza no radicó en obras espectaculares, sino en su radical fidelidad a la voluntad de Dios.
Aunque parece imposible alcanzar las alturas de santidad que él logró, su vida nos demuestra que sí es posible.
Francisco abrazó la voluntad de Dios con un abandono total y un ardor constante, uniéndose profundamente a Cristo y haciendo grandes cosas en poco tiempo para Dios y su Iglesia.


Oración:

San Francisco, tú te enamoraste radicalmente de Dios y de su pueblo.
Abrazaste la pobreza, la oración, el sacrificio y toda forma de sufrimiento por amor a Cristo.
Te convertiste en un verdadero caballero del Reino de los Cielos.

Ruega por mí, para que pueda desprenderme de todo lo que me impide amar y servir a Dios,
y así imitar la vida que tú viviste.
San Francisco de Asís, ruega por mí.
Jesús, en Ti confío.

 

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