sábado, 22 de noviembre de 2025

22 de noviembre del 2025: sábado de la trigésima tercera semana del tiempo ordinario-I- Memoria obligatoria de Santa Cecilia, virgen y mártir

 

Santo del día:

Santa Cecilia

Siglos II y III. Esta joven, perteneciente a una prominente familia romana, fue venerada desde temprana edad como mártir. Patrona de los músicos.

 

Los gestos de la vida eterna

Lucas 20, 27-40

Creer en la resurrección es creer que el amor de Dios es más fuerte que la muerte. Rechazar la resurrección, como hicieron los saduceos, es encerrar a Dios dentro de nuestros límites humanos. En Jesús resucitado, Dios nos abre un futuro. Desde ahora, la vida eterna comienza en cada gesto de fe, de perdón y de caridad. No permanezcamos inmóviles por nuestros miedos. Sembremos la paz, la alegría y la esperanza a nuestro alrededor.

Jean-Paul Musangania, prêtre assomptionniste

 


Primera lectura

1 Mac 6, 1-13

Por las desgracias que hice en Jerusalén, muero de tristeza

Lectura del primer libro de los Macabeos.

EN aquellos días, el rey Antíoco recorría las provincias del norte cuando se enteró de que había en Persia una ciudad llamada Elimaida, famosa por su riqueza en plata y oro, con un templo lleno de tesoros: escudos dorados, lorigas y armas depositadas allí por Alejandro el de Filipo, rey de Macedonia, primer rey de los griegos.
Antíoco fue allá e intentó apoderarse de la ciudad y saquearla; pero no pudo, porque los de la ciudad, dándose cuenta de lo que pretendía, salieron a atacarlo.
Antíoco tuvo que huir y emprendió apesadumbrado el viaje de vuelta a Babilonia.
Cuando él se encontraba todavía en Persia, llegó un mensajero con la noticia de que la expedición militar contra Judea había fracasado y que Lisias, que en un primer momento se había presentado como caudillo de un poderoso ejército, había huido ante los judíos; estos, sintiéndose fuertes con las armas, pertrechos y el enorme botín de los campamentos saqueados, habían derribado la abominación de la desolación construida sobre el altar de Jerusalén, habían levantado en torno al santuario una muralla alta como la de antes y habían hecho lo mismo en Bet Sur, ciudad que pertenecía al rey.
Al oír este informe, el rey se asustó y se impresionó de tal forma que cayó en cama y enfermó de tristeza, porque no le habían salido las cosas como quería.
Allí pasó muchos días, cada vez más triste. Pensó que se moría, llamó a todos sus Amigos y les dijo:
«El sueño ha huido de mis ojos y estoy abrumado por las preocupaciones, y me digo: “¡A qué tribulación he llegado, en qué violento oleaje estoy metido, yo, que era feliz y querido cuando era poderoso! Pero ahora me viene a la memoria el daño que hice en Jerusalén, robando todo el ajuar de plata y oro que había allí, y enviando gente que exterminase sin motivo a los habitantes de Judea. Reconozco que por eso me han venido estas desgracias. Ya ven, muero de tristeza en tierra extranjera”».

Palabra de Dios.

 

Salmo

Sal 9, 2-3. 4 y 6. 16 y 19 (R.: cf. 15c)

R. Gozaré con tu salvación, Señor.

V. Te doy gracias, Señor, de todo corazón,
proclamando todas tus maravillas;
me alegro y exulto contigo,
y toco en honor de tu nombre, oh Altísimo. 
R.

V. Porque mis enemigos retrocedieron,
cayeron y perecieron ante tu rostro.
Reprendiste a los pueblos, destruiste al impío
y borraste para siempre su apellido. 
R.

V. Los pueblos se han hundido en la fosa que hicieron,
su pie quedó prendido en la red que escondieron.
Él no olvida jamás al pobre,
ni la esperanza del humilde perecerá. 
R.

 

Aclamación

R. Aleluya, aleluya, aleluya.
V. Nuestro Salvador, Cristo Jesús, destruyó la muerte, e hizo brillar la vida por medio del Evangelio. R.

 

Evangelio

Lc 20, 27-40

No es Dios de muertos, sino de vivos

Lectura del santo Evangelio según san Lucas.

EN aquel tiempo, se acercaron algunos saduceos, los que dicen que no hay resurrección, y preguntaron a Jesús:
«Maestro, Moisés nos dejó escrito: “Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer pero sin hijos, que tome la mujer como esposa y dé descendencia a su hermano”. Pues bien, había siete hermanos; el primero se casó y murió sin hijos. El segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete, y murieron todos sin dejar hijos. Por último, también murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete la tuvieron como mujer».
Jesús les dijo:
«En este mundo los hombres se casan y las mujeres toman esposo, pero los que sean juzgados dignos de tomar parte en el mundo futuro y en la resurrección de entre los muertos no se casarán ni ellas serán dadas en matrimonio. Pues ya no pueden morir, ya que son como ángeles; y son hijos de Dios, porque son hijos de la resurrección.
Y que los muertos resucitan, lo indicó el mismo Moisés en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: “Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos».
Intervinieron unos escribas:
«Bien dicho, Maestro».
Y ya no se atrevían a hacerle más preguntas.

Palabra del Señor.

 

 

Homilía

 

“El Dios que quiere la vida: de los remordimientos a la esperanza”

 

En este sábado en que la Iglesia nos invita a mirar a María, la humilde sierva del Señor que guardaba todo en su corazón, y a Santa Cecilia, patrona de los músicos, símbolo de pureza, belleza interior y fidelidad al Evangelio hasta el martirio, la Palabra nos conduce por un camino espiritual hermoso y exigente: del remordimiento que paraliza, al Dios que resucita; del fracaso humano, a la esperanza que no defrauda; del miedo ante la muerte, a la certeza del amor eterno del Padre.

Celebramos esta Eucaristía dentro del Año Jubilar, peregrinando como hijos que buscan renovar la esperanza. Hoy el Señor nos enseña que la esperanza cristiana no es ingenuidad, sino una fuerza que nace del Dios que hace nuevas todas las cosas.


1. El remordimiento que destruye: Antioco y la pedagogía de Dios

(1M 6,1-13)

El texto de los Macabeos nos presenta al rey Antioco Epífanes, símbolo de soberbia, violencia y poder desmedido. Ha perseguido al pueblo de Dios, ha profanado lo sagrado, ha cometido injusticias, y al final —como nos recuerda la Escritura— cae en un profundo vacío interior. Sus éxitos se derrumban, su poder lo abandonó y solo queda un dolor que lo devora por dentro.

La lectura es directa y sin anestesia:
el mal nunca tiene la última palabra; quien hiere a Dios y a su pueblo termina siendo herido por su propio pecado.

Pero aparece un matiz importante: Antioco no solo sufre las consecuencias externas de su maldad…
sufre el peso del remordimiento.

El remordimiento no es la conversión.
El remordimiento encierra, aplasta, paraliza.
Produce desesperanza, no vida.

Por eso Antioco se consume. La Escritura dice que “el dolor de su corazón lo hizo enfermar”. No hay apertura a la misericordia, solo tristeza por haberse equivocado. No hay fe, solo orgullo herido. No hay confianza en Dios, solo autodestrucción.

Y aquí aparece la enseñanza jubilar para nosotros:

El Señor no quiere que vivamos del remordimiento estéril, sino del arrepentimiento que abre a la vida nueva.
El jubileo nos llama a soltar el miedo al pasado y dejarnos abrazar por el Dios que perdona.


2. Saduceos, trampas y falsas seguridades: cuando la fe se reduce a conceptos

(Lc 20,27-40)

En el Evangelio, los saduceos —grupo religioso, aristocrático, acomodado— se acercan a Jesús con una trampa disfrazada de teología. No creen en la resurrección y, para ridiculizar la fe, inventan un caso imposible, casi grotesco: una mujer que ha tenido siete maridos, todos hermanos entre sí. ¿De quién será esposa en la vida eterna?

Jesús no cae en el juego.
No entra en discusiones estériles.
Jesús devuelve la mirada al corazón del Evangelio:

“Dios no es Dios de muertos, sino de vivos;
porque para Él todos viven”.

La pregunta de fondo no es con quién estaremos después de la muerte…
La pregunta verdadera es en quién confiamos mientras vivimos.

Quien cree en un Dios pequeño, reducido, limitado por nuestras categorías, nunca podrá entender la resurrección.
Pero quien se abre al misterio del Dios vivo, descubre que la resurrección no es un concepto, sino una promesa de amor.

La resurrección no se explica:
se cree, se espera, se abraza.

Por eso Jesús responde con una delicadeza impresionante:
la vida eterna supera toda imagen humana.
No es copia mejorada de esta vida; es una realidad nueva donde “ya no pueden morir”, porque participan de la vida misma de Dios.


3. María, mujer de esperanza; Santa Cecilia, mujer de fidelidad

Este sábado mariano, mientras contemplamos la escena del Evangelio, miramos también a María, la mujer que escuchó la promesa del ángel y creyó.
María no entendió todo… pero confió.
María no discutió… se abandonó.
María no pidió explicaciones… dijo “hágase”.

Ella es Peregrina de la Esperanza, modelo para este Año Jubilar:

  • Ella no se quedó atrapada en remordimientos:
    guardó en su corazón lo que no comprendía.
  • Ella no se perdió en discusiones sobre el más allá:
    se concentró en escuchar la Palabra y hacer la voluntad de Dios.
  • Ella vivió ya desde aquí la vida nueva, porque su alma estaba unida al Señor.

Y junto a María aparece hoy Santa Cecilia, virgen y mártir, joven romana que transformó su casa en lugar de oración, su matrimonio en testimonio, su muerte en canto.
Se dice de ella que “cantaba al Señor en su corazón” mientras el mundo la obligaba a callar.

María y Cecilia nos recuerdan:
la fe en la resurrección no es idea; es estilo de vida.
Es cantar incluso cuando hay oscuridad.
Es permanecer fiel incluso cuando cuesta.
Es transformar este mundo desde la belleza de Dios.


4. Un mensaje jubilar para hoy: Dios quiere la vida

En un tiempo donde hay miedo, angustia, desconfianza…
En un mundo atravesado por conflictos, violencia, guerras culturales, ideológicas y espirituales…
En nuestras propias historias donde a veces cargamos culpas, fracasos, heridas abiertas…

El Jubileo nos grita:

¡Dios no nos creó para la muerte sino para la vida!
¡Dios no nos quiere hundidos en remordimientos sino caminando hacia la misericordia!
¡Dios no nos quiere atrapados en discusiones, sino confiando en el Evangelio!

El cristiano no teme la muerte porque cree en el Dios que resucita.
El cristiano no se paraliza ante el fracaso porque cree en el Dios que perdona.
El cristiano no absolutiza lo pasajero porque ha puesto su tesoro en el cielo.

Hoy Jesús nos dice:

“Para Dios todos viven”.
Y agrega en silencio:
Y tú también vivirás.


5. ¿Qué nos pide el Señor en este día?

1.    Salir del remordimiento y entrar en la conversión verdadera.
No seguir como Antioco, consumiéndonos en la tristeza que no sana.

2.    Vivir como hijos de la resurrección.
Con esperanza, con serenidad, con fe que atraviesa las pruebas.

3.    Cantar como Santa Cecilia.
Hacer de nuestra vida un canto a Dios, incluso en los momentos difíciles.

4.    Caminar como María.
Guardar, contemplar, discernir, confiar.

5.    Ser peregrinos de la esperanza.
No quedarnos en las ruinas del pasado, sino caminar hacia la novedad que Dios prepara.


Oración final

Señor Jesús,
Dios de vivos y no de muertos,
rompe en nosotros el poder del remordimiento estéril
y abre nuestro corazón a la gracia del arrepentimiento verdadero.

En este sábado consagrado a tu Madre,
enséñanos a confiar como ella,
a caminar como ella,
a guardar tu Palabra sin miedo.

Por intercesión de Santa Cecilia,
danos un corazón que te cante,
una vida que te glorifique,
una fe que resucite cada día.

En este Año Jubilar,
haznos peregrinos de la esperanza,
hijos de la luz,
testigos de tu vida nueva,
constructores de un mundo que crea en la resurrección.

Amén.

 

 

 

22 de noviembre:

Santa Cecilia, Virgen y Mártir — Memoria

Finales del siglo II o comienzos del III

Patrona de la pureza corporal, los compositores, los lauderos, los mártires, la música, los músicos, los constructores de instrumentos musicales, los poetas y los cantantes.

 


Cita:


Almacio insistió: «Abandona tus delirios y adora a los dioses».
Cecilia respondió: «Eres tú quien está ciego. Eso que llamas dioses, nosotros lo vemos como simples piedras. Tócalos, y comprenderás lo que tus ojos no pueden ver».
Furioso, Almacio ordenó que la llevaran a su casa y la quemaran en un baño hirviendo. Sin embargo, ella lo sintió como un lugar fresco y reconfortante. Al oír esto, Almacio ordenó que la decapitaran allí mismo. El verdugo la golpeó tres veces, pero no logró decapitarla. La ley no permitía un cuarto intento. Por eso, la dejaron, medio viva. Durante los tres días siguientes, Cecilia distribuyó sus bienes a los pobres, predicó su fe y envió a los nuevos creyentes a Urbano para que los bautizara, diciendo: «Me han sido concedidos tres días para guiar estas almas hacia ti, y deseo que mi hogar se convierta en una iglesia». Tras tres días, murió. San Urbano y sus seguidores la enterraron con respeto, convirtiendo su casa en una iglesia, que sigue existiendo hasta hoy.


~de la Leyenda Dorada


Reflexión

Una antigua tradición sostiene que el papa Urbano I, que fue Sumo Pontífice aproximadamente entre los años 222 y 230, construyó una iglesia en Roma sobre la casa de una virgen mártir llamada Cecilia. Para el siglo V, la iglesia de Santa Cecilia en Trastevere había sido reconstruida o ampliada, al igual que ocurrió en los siglos IX y XVI. El hecho de que la mártir de hoy tuviera una iglesia levantada en su honor, justamente sobre el lugar donde vivió y murió, ayuda a explicar por qué ha sido tan venerada a lo largo de tantos siglos, a pesar de que se conoce muy poco sobre ella.

Lo único cierto sobre Santa Cecilia es que vivió, fue discípula de Cristo y murió mártir. Incluso el año de su muerte es discutido. Algunos lo sitúan tan temprano como en el gobierno del emperador Marco Aurelio (176–180); otros lo ubican más tarde, durante el reinado del emperador Alejandro Severo (222–235); y otros más, en algún punto intermedio. Aunque no contamos con datos históricos firmes, sí tenemos una inspiradora leyenda escrita hacia el siglo V en un texto llamado La Pasión de Santa Cecilia. En esa leyenda se basa esta reflexión.

Cecilia nació en una familia romana noble y acomodada, en una época en la que los emperadores y prefectos solían perseguir a los cristianos. Cecilia no solo era una cristiana de fe profunda: ayunaba, realizaba actos penitenciales y había consagrado su vida a Cristo como su único Esposo.

Siendo aún joven, su padre la dio en matrimonio a un noble llamado Valeriano, en contra de su voluntad. En aquel tiempo, las jóvenes no tenían la última palabra sobre su matrimonio. Como la mayoría de los romanos de su época, Valeriano practicaba las religiones paganas oficiales. Durante la boda, mientras sonaba la música, Cecilia entonaba en su corazón su propio himno: un canto de alabanza a Dios, una hermosa plegaria a su verdadero Esposo del Cielo. Por este detalle se la reconocería siglos después como patrona de los músicos.

Tras la ceremonia, antes de que Valeriano intentara consumar el matrimonio, Cecilia le reveló que era cristiana y que había hecho voto de virginidad para su Esposo celestial. Además, le dijo que Dios había enviado un ángel para custodiar su virginidad, y que este actuaría con severidad contra quien intentara violarla. Valeriano pidió ver a ese ángel, y Cecilia le explicó que solo había un camino: debía ir a ver al papa Urbano I, recibir instrucción catequética y ser bautizado. El papa Urbano, por entonces, vivía escondido en las catacumbas para evitar la persecución. Valeriano lo encontró, recibió instrucción, fue bautizado y, al regresar, no solo vio al ángel guardián, sino también cómo este colocaba sobre la cabeza de Cecilia una doble corona: lirios blancos por su pureza y rosas rojas por su martirio.

Como cristiano recién convertido, Valeriano compartió su fe con su hermano Tiburcio, quien también se convirtió y fue bautizado. Ambos se involucraron activamente en la comunidad cristiana clandestina, dedicándose, entre otras obras de misericordia, a dar sepultura a los mártires. Su caridad llamó la atención del prefecto Almacio, quien les ordenó ofrecer sacrificio al dios romano Júpiter. Al negarse, un oficial llamado Máximo recibió la orden de decapitarlos. Cuando Máximo intentó cumplirla, tuvo una visión celestial que lo convirtió de inmediato. Tras confesar su fe, él también fue martirizado con Valeriano y Tiburcio, y Cecilia los enterró.

Poco después, Cecilia fue arrestada. El prefecto Almacio trató de convencerla de salvar su vida ofreciendo sacrificio a los dioses romanos, pero ella se negó. Temiendo una reacción pública si la ejecutaba abiertamente —ya que era muy querida en la comunidad— ordenó que la llevaran a su casa, la encerraran en el baño y llenaran el lugar de vapor hirviente, de modo que pareciera un accidente doméstico. La muerte no llegó. Enfurecido, Almacio ordenó que la decapitaran. El soldado enviado la golpeó una, dos y tres veces, pero no logró matarla. La ley impedía un cuarto golpe, por lo que la dejaron morir lentamente.

Cecilia permaneció viva durante tres días. En ese tiempo, la comunidad cristiana acudió a su casa. Ella distribuyó sus bienes a los pobres y donó su hogar al papa para que lo convirtiera en un lugar de culto. Al final, el dolor fue tan intenso que ya no podía hablar. Entonces, en honor a Dios, levantó su pulgar y dos dedos para representar la Santísima Trinidad, y con su otra mano levantó un dedo para representar la única naturaleza divina.

Tras su muerte, fue enterrada en la catacumba de San Calixto, y el papa Urbano transformó su casa en una iglesia. Siglos después, en el año 821, el papa Pascual I trasladó sus restos desde la catacumba hasta la iglesia que Urbano había construido y que luego fue ampliada. En 1599, con ocasión del jubileo, el cardenal Paolo Emilio Sfrondati ordenó exhumar su cuerpo, hallándolo milagrosamente incorrupto. Su tumba se halla hoy bajo el altar mayor, coronada por un sarcófago de mármol del artista Stefano Maderno, quien aseguró haber visto su cuerpo incorrupto. La escultura reproduce fielmente lo que observó: vestida con seda y oro, el rostro vuelto hacia el suelo, tres dedos en una mano manifestando la Trinidad y un dedo en la otra confesando la única divinidad.

A pesar del carácter legendario de su historia, Dios ha usado a Santa Cecilia para inspirar a innumerables fieles a lo largo de los siglos. No cabe duda de que los detalles de su vida se transmitieron oralmente por generaciones antes de ser consignados por escrito. Su nombre fue incluido en el Canon Romano (Plegaria Eucarística I), junto a otros mártires y santos romanos. La basílica de Santa Cecilia en Trastevere sigue siendo hasta hoy un lugar de profunda veneración, a donde muchos acuden para orar, pedir su intercesión y contemplar la imagen de su joven cuerpo martirizado, aguardando la resurrección final junto a Cristo, su divino Esposo.


Oración

Santa Cecilia:
En una época del Imperio romano en la que seguir a Cristo era ilegal y significaba la pena de muerte, tú te aferraste sin miedo a tu divino Esposo. Tu valentía y tu amor convirtieron a tu esposo y a su hermano, y tu martirio continúa inspirando a muchos hoy.

Ruega por mí, para que jamás tema ningún tipo de sufrimiento causado por mi fe, sino que siga tu ejemplo y entregue mi vida por amor a Dios y a los demás.

Santa Cecilia, Virgen y Mártir, ruega por mí.
Jesús, en Ti confío.

 

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