Santo del día:
San Ignacio de Antioquía
Siglos I-II. «Perseverad
en la armonía y la oración común», escribió este anciano obispo de
Antioquía a los cristianos de su tiempo. Según la tradición, murió mártir en
Roma.
A los ojos de Dios
(Lucas 12, 1-7) « No teman »: una palabra sobre la cual
vale la pena detenerse en estos tiempos turbios.
Quizás podamos hacer el inventario de los miedos que nos carcomen, para
presentarlos a la fuerza sanadora del Espíritu.
Sin olvidar meditar lo que, en la línea del profeta Isaías, Jesús nos dice
sobre el valor que tenemos a los ojos de Dios, que nos ve como personas únicas
(cf. Isaías 43,4).
Son palabras que pueden transformar duraderamente
nuestra vida, cualesquiera sean sus altibajos.
Emmanuelle Billoteau, ermite
Primera lectura
Abrahán creyó
a Dios y le fue contado como justicia
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos.
HERMANOS:
¿Qué diremos que obtuvo Abrahán, nuestro padre según la carne?
Si Abrahán fue justificado en virtud de las obras, tiene un timbre de gloria,
pero no delante de Dios; pues, ¿qué dice la Escritura?
«Abrahán creyó a Dios y le fue contado como justicia».
A alguien que trabaja, el jornal no se le cuenta como gracia, sino como algo
debido; en cambio, a alguien que no trabaja, sino que cree en el que justifica
al impío, la fe se le cuenta como justicia.
Del mismo modo, también David proclama la bienaventuranza de aquel a quien Dios
le cuenta la justicia independientemente de las obras.
«Bienaventurados aquellos a quienes se les perdonaron sus maldades y les
sepultaron sus delitos; bienaventurado aquel a quien el Señor no le ha contado
el pecado».
Palabra de Dios.
Salmo
R. Tú eres mi
refugio,
me rodeas de cantos de liberación.
V. Dichoso el
que está absuelto de su culpa,
a quien le han sepultado su pecado;
dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta el delito
y en cuyo espíritu no hay engaño. R.
V. Había
pecado, lo reconocí,
no te encubrí mi delito;
propuse: «Confesaré al Señor mi culpa»,
y tú perdonaste mi culpa y mi pecado. R.
V. Alégrense,
justos, y gocen con el Señor;
aclámenlo los de corazón sincero. R.
Aclamación
V. Que tu
misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti. R.
Evangelio
Hasta los
cabellos de su cabeza están contados
Lectura del santo Evangelio según san Lucas.
EN aquel tiempo, miles y miles de personas se agolpaban.
Jesús empezó a hablar, dirigiéndose primero a sus discípulos:
«Cuidado con la levadura de los fariseos, que es la hipocresía, pues nada hay
cubierto que no llegue a descubrirse, ni nada escondido que no llegue a saberse.
Por eso, lo que digan en la oscuridad será oído a plena luz, y lo que digan al
oído en las recámaras se pregonará desde la azotea.
A ustedes les digo, amigos míos: no tengan miedo a los que matan el cuerpo, y
después de esto no pueden hacer más.
Les voy a enseñar a quién tienen que temer: teman al que, después de la muerte,
tiene poder para arrojar a la “gehenna”. A ese tienen que temer, se lo digo yo.
¿No se venden cinco pájaros por dos céntimos? Pues ni de uno solo de ellos se
olvida Dios.
Más aún, hasta los cabellos de su cabeza están contados.
No tengan miedo: valen más que muchos pájaros».
Palabra del Señor.
1
Creer más allá del cálculo,
confiar más allá del miedo
1. Introducción: el riesgo de
calcularlo todo
Vivimos en una época en que todo se mide, se
calcula, se programa. Desde la salud hasta la economía, desde las relaciones
hasta la fe. Queremos tenerlo todo bajo control, pero ese afán nos roba la
capacidad de confiar. Hoy, la Palabra de Dios nos invita a revisar si creemos
como Abraham, o si calculamos como los fariseos. Si caminamos con la
certeza de la fe, o con la preocupación de quien solo se apoya en sus propias
fuerzas.
En este Año Jubilar, en que peregrinamos
como hijos de la esperanza, se nos recuerda que la fe es un camino, no
un contrato; una relación de confianza, no una transacción de méritos.
2. Primera lectura: la fe antes
de las obras (Rom 4,1-8)
San Pablo nos presenta al patriarca Abraham
como modelo de quien creyó sin tener pruebas. Su confianza precede a las obras
y a los signos visibles de la alianza. “Le fue contado como justicia”, dice
Pablo, no porque Abraham hubiera hecho grandes hazañas, sino porque se dejó
amar gratuitamente por Dios.
Esa es la clave de toda vida espiritual: acoger
el don antes que fabricar el mérito. No somos salvados por lo que hacemos,
sino porque, aun siendo débiles, Dios nos mira con ternura y nos invita a
creer.
Esta es una lección de humildad y de libertad:
cuando dejamos de calcular y empezamos a confiar, la vida se vuelve gracia. La
fe se convierte en una apertura radical al amor que todo lo sostiene.
3. Evangelio: “No teman” (Lc
12,1-7)
Jesús, rodeado de multitudes, advierte contra “la
levadura de los fariseos”, esa hipocresía que corroe el alma y falsifica
la fe. La levadura —símbolo del fermento invisible— aquí es el orgullo
religioso que contamina el corazón.
El Señor nos invita a ser auténticos, sin
máscaras ni dobleces. La hipocresía, dice Jesús, termina por enfermarnos: es
como un cáncer que destruye la paz interior, o como una esquizofrenia
espiritual que nos divide por dentro. No se puede servir a Dios aparentando, ni
vivir el Evangelio escondiendo la verdad de lo que somos.
Y, al mismo tiempo, el Señor repite con ternura: “No
tengan miedo”. No teman a quienes matan el cuerpo, ni a las pruebas, ni a
las críticas, ni siquiera a la fragilidad. Dios conoce cada cabello de nuestra
cabeza, cada lágrima no derramada, cada dolor oculto. Si Él cuida de los
pajarillos y de la hierba del campo, ¿cómo no cuidará de sus hijos?
4. San Ignacio de Antioquía: la
fe que se entrega
Celebramos hoy a San Ignacio de Antioquía,
obispo y mártir del siglo I, discípulo directo de los apóstoles Pedro y Juan.
Camino al martirio en Roma, escribió cartas llenas de esperanza, donde
confesaba:
“Soy trigo de Dios; que sea molido por los dientes
de las fieras para ser pan puro de Cristo”.
Ignacio nos enseña que la fe verdadera no se
calcula: se entrega. Que el amor auténtico no se protege: se dona.
Y que el discípulo que confía en su Señor no teme al dolor, porque sabe que la
cruz es la puerta de la vida eterna.
Su testimonio ilumina hoy a quienes sufren —en el
alma o en el cuerpo—, porque él supo descubrir en el sufrimiento no un castigo,
sino una comunión con Cristo.
5. Aplicación actual: confiar en
medio del sufrimiento
Hermanos, hay entre nosotros muchos que cargan
dolores que no se ven: heridas del alma, ansiedad, soledad, enfermedad,
cansancio espiritual. Hoy el Señor repite: “No temas”. No temas confiar,
aunque no veas resultados. No temas abrir el corazón, aunque hayas sido herido.
La fe no elimina el sufrimiento, pero lo transfigura.
Lo que en un principio parece ruina, se convierte en semilla. Lo que duele hoy,
mañana florecerá en vida nueva. Creer es aceptar vivir en manos de Dios,
incluso cuando no comprendemos sus planes.
6. Dimensión jubilar y
penitencial
El Jubileo es tiempo de conversión interior.
Y convertirnos hoy significa pasar del cálculo a la confianza, de la
hipocresía a la verdad, del miedo a la esperanza. Es dejar que el Espíritu
Santo nos unifique por dentro, nos sane del orgullo y nos devuelva la transparencia
del alma.
En esta Eucaristía, elevemos nuestras manos vacías
—como Abraham— y ofrezcámosle a Dios lo que somos: nuestras dudas, temores,
heridas y pecados. Solo así podremos ser “peregrinos de esperanza”,
testigos de un Evangelio que libera, sana y reconcilia.
7. Oración final
Señor
Jesús,
Tú que conoces el corazón humano, líbranos de la levadura de la hipocresía y
del miedo.
Enséñanos a confiar como Abraham,
a creer sin calcular, a esperar sin ver.
Sostén con tu Espíritu a quienes hoy sufren en el alma o en el cuerpo;
que en su dolor descubran tu amor más cercano.
Haznos transparentes como el agua limpia,
fieles como Ignacio de Antioquía,
y peregrinos de esperanza en este Año Jubilar,
anunciando con nuestra vida que Tú eres el Dios que nunca abandona.
Amén.
2
El valor de
cada vida a los ojos de Dios
1. Introducción: tiempos de miedo y esperanza
Vivimos
en tiempos convulsionados, donde el miedo se ha vuelto compañero de camino:
miedo al futuro, a la enfermedad, a la soledad, a la violencia, a perder lo
poco que tenemos.
Pero en medio de todo eso, el Evangelio de hoy —“No tengan miedo” (Lc 12,7)— suena como una
caricia del cielo. Es una palabra que atraviesa los siglos y que el Señor
pronuncia también para nosotros, “peregrinos
de la esperanza”, en este Año Jubilar que nos llama a confiar en la
fidelidad de Dios.
2. Primera lectura: fe, no cálculo (Rom 4,1-8)
San
Pablo nos recuerda a Abraham,
el padre de los creyentes, quien fue justificado no por sus obras, sino por su
fe. Abraham se atrevió a creer incluso cuando las promesas parecían imposibles.
La fe, por tanto, no nace del cálculo, sino de la confianza.
El creyente es aquel que se deja sostener, no aquel que pretende sostenerlo
todo.
Por eso, también hoy, el Espíritu nos invita a entregarle a Dios nuestros miedos —esos que
paralizan el alma— y permitir que su gracia sane nuestras heridas más hondas.
3. Evangelio: “No teman… ustedes valen mucho
más que los pájaros”
Jesús,
en el Evangelio, nos mira con ternura y nos recuerda cuánto valemos a los ojos de Dios.
Él no habla desde una teología fría, sino desde una experiencia de amor.
Cada uno de nosotros es único,
irrepetible, amado. Ninguna lágrima escapa a su mirada, ningún
sufrimiento pasa inadvertido.
Como
dice Isaías:
“Porque
tú vales mucho a mis ojos, porque yo te amo” (Is 43,4).
Esta
es la raíz de la fe: saberse amado incondicionalmente.
Cuando olvidamos ese amor, aparece la hipocresía, el miedo, el afán de
aparentar o controlar. Pero cuando nos sabemos amados, desaparece el miedo y nace la confianza.
4. “Inventario de los miedos”
Alguien
a la luz de estos textos, nos propone
algo muy concreto: hacer el
inventario de los miedos.
Es un ejercicio espiritual profundamente sanador:
·
¿A
qué le temo en realidad?
·
¿Qué
me impide confiar plenamente en Dios?
·
¿Qué
heridas del pasado me siguen condicionando?
Presentar
nuestros miedos al Espíritu
Santo es abrir espacio para su fuerza curativa.
El miedo no se elimina con fuerza de voluntad, sino con la certeza del amor. El
Espíritu no borra el miedo: lo
transforma en confianza.
5. San Ignacio de Antioquía: testigo del amor
que vence el miedo
Hoy
la Iglesia celebra a San
Ignacio de Antioquía, obispo y mártir, que escribió cartas
llenas de fuego y ternura mientras era llevado a Roma para morir por Cristo.
Decía:
“No
quiero ya los placeres de este mundo, deseo a Cristo… Soy trigo de Dios, molido
por los dientes de las fieras, para ser pan puro de Cristo.”
Él
no fue un héroe insensible al dolor, sino un creyente profundamente confiado en
el amor del Padre. Supo que a
los ojos de Dios, su vida tenía sentido, incluso en el
sufrimiento.
Su
testimonio ilumina hoy a quienes sufren en el alma y en el cuerpo: enfermos,
ancianos, depresivos, cansados, dolidos… Todos son valiosos para Dios. Ninguno
es olvido ni carga; cada uno es tesoro
en su corazón.
6. Dimensión jubilar y penitencial: sanar el
miedo, reconciliar el corazón
El
Año Jubilar
nos invita a abrir la puerta del alma al perdón y a la esperanza.
Y no hay conversión más profunda que esta: dejar de vivir en el miedo y comenzar a vivir en la
confianza.
Presentemos
ante Dios nuestros miedos, ansiedades, heridas, culpas… No para esconderlos,
sino para ofrecerlos.
Porque el Jubileo no es una evasión, sino un renacer. Es dejar que la
misericordia nos sane desde dentro.
Solo quien se sabe amado puede perdonar, servir y vivir sin miedo.
7. Oración final
Señor
Jesús,
Tú que nos conoces uno a uno y nos llamas por nuestro nombre,
ayúdanos a mirar nuestra vida con tus ojos.
Libéranos de los miedos que nos aprisionan
y enséñanos a confiar en tu amor que nunca falla.
Sostén a quienes sufren en el alma y en el cuerpo,
a quienes han perdido la fe o la esperanza.
Derrama sobre nosotros la fuerza sanadora de tu Espíritu,
para que, purificados y reconciliados,
caminemos como peregrinos
de esperanza en este Año Jubilar.
Amén.
3
Vivir con
el alma a la luz: sinceridad e integridad ante Dios
1.
Introducción: la verdad que libera
El Evangelio
de hoy nos presenta una de las palabras más incómodas y más liberadoras de
Jesús:
“No hay
nada oculto que no llegue a manifestarse, ni nada secreto que no llegue a
conocerse”
(Lc 12,2).
En un tiempo
donde la apariencia se confunde con la verdad y la imagen vale más que el alma,
Jesús nos invita a vivir con transparencia
interior, con esa sinceridad que no necesita máscaras.
Él no busca
humillarnos, sino sanarnos
desde la raíz: porque solo quien se atreve a vivir en la verdad
puede experimentar la libertad de los hijos de Dios.
En este Año Jubilar de la Esperanza,
el Señor nos llama a una purificación interior: dejar de esconder lo que somos, para que su luz nos
transforme.
2.
Primera lectura: Abraham, el hombre que confió sin doblez (Rom 4,1-8)
San Pablo
continúa presentando a Abraham
como modelo de fe. No fue justificado por sus obras, sino por la confianza
desnuda en Dios. Abraham no aparentó; creyó
con el corazón entero.
Esa fe sin
doblez contrasta con la hipocresía que Jesús denuncia. Abraham se presentó ante
Dios con manos vacías, sin mérito, sin máscara. Por eso su fe fue considerada
justicia.
También
nosotros somos invitados a esa fe sincera: no una religiosidad de fachada, sino
una relación auténtica con el Dios que ve el corazón.
3.
Evangelio: nada oculto quedará en las sombras
Jesús acaba de
advertir a los discípulos:
“Cuídense de
la levadura de los fariseos, que es la hipocresía.”
Esa levadura
se infiltra lentamente en el alma, hasta deformarla. Es el deseo de parecer
buenos sin serlo, de mostrar virtudes que no habitan dentro. Pero el Señor lo
dice con claridad: todo
saldrá a la luz.
No es una
amenaza, sino un llamado a la coherencia. Porque la verdad tarde o temprano vence.
Y quien vive de apariencias termina prisionero del miedo: miedo a ser
descubierto, miedo a perder reputación, miedo a que los demás conozcan su
fragilidad.
Jesús, en
cambio, nos enseña a vivir sin miedo y sin doblez, con un corazón que no tiene
nada que esconder porque se sabe perdonado y amado.
4.
Mirarse con los ojos de Dios
La hipocresía
no solo engaña a los demás; nos
engaña a nosotros mismos. Podemos repetir oraciones, participar
en celebraciones, incluso hablar de Dios… y al mismo tiempo mantener rincones
oscuros en el alma donde la luz no entra.
Por eso, el
Señor nos invita a mirarnos con sus
ojos, no con los nuestros. Él ve en nosotros lo que ni siquiera
nosotros alcanzamos a ver. Y esa mirada no condena: cura, revela y renueva.
Vivir con
sinceridad ante Dios es reconocerse frágil, pero no hipócrita; pecador, pero no
doble. Quien se deja ver por Dios empieza a sanar por dentro.
5.
Integridad cristiana: ser lo mismo en la luz y en la sombra
La integridad
es la virtud de quien es el mismo en público y en privado.
No se trata de contarle al mundo nuestras caídas, sino de no ocultárselas a Dios,
y de no construir una fachada que sustituya el alma.
Jesús no busca
cristianos perfectos, sino coherentes.
El hipócrita teme la luz porque se ha acostumbrado a las sombras; el discípulo
auténtico se deja iluminar, aunque duela.
Cada confesión
sincera, cada examen de conciencia, cada acto de humildad es una victoria sobre
la falsedad. Y cada paso en la verdad nos prepara para el juicio de la misericordia,
donde todo será revelado… pero también purificado por el amor.
6.
San Ignacio de Antioquía: la transparencia del mártir
Hoy celebramos
a San Ignacio de Antioquía,
discípulo de los apóstoles y mártir de Cristo.
En sus cartas, escritas camino al martirio, se transparenta un alma sin
sombras:
“Soy trigo
de Dios; que sea molido por los dientes de las fieras para ser pan puro de
Cristo.”
Ignacio no
fingía fortaleza: vivía su fe con una sinceridad radical. Su deseo era reflejar
la verdad de Cristo incluso en el sufrimiento.
Su vida fue un testimonio de integridad, de esa pureza de corazón que no teme
ser conocida porque se ha entregado enteramente a Dios.
Él nos enseña
que la santidad no
consiste en no tener errores, sino en no esconderlos ante el amor de Dios.
7.
Dimensión jubilar y penitencial: vivir a la luz de la misericordia
En este Año Jubilar, el
Evangelio nos invita a revisar nuestras propias sombras.
¿Hay en mí algo que temo que salga a la luz? ¿He aprendido a confesar mi verdad
con humildad y confianza?
El Jubileo es
una gran oportunidad para vivir la
sinceridad reconciliada.
No se trata de exhibir nuestras culpas, sino de permitir que la misericordia penetre en los rincones
más cerrados del alma.
Solo quien se
deja iluminar por Cristo puede ser luz para los demás.
Solo quien ha vencido la hipocresía interior puede ser testigo creíble del
Evangelio.
8.
Conclusión: vivir cada día como si todo estuviera a la vista
Jesús nos
propone un ejercicio de conversión práctica:
vivir cada día como si todo
lo que llevamos dentro fuese visible para todos.
Si eso nos incomoda, es señal de que hay algo que necesita cambio.
La
transparencia no nos quita dignidad; nos devuelve libertad.
Y el alma libre es la que puede mirar al cielo sin miedo y decir con confianza:
“Señor, Tú lo sabes
todo, Tú sabes que te amo.”
9.
Oración final
Señor
Jesús,
Tú que ves lo escondido y conoces lo más profundo de mi corazón,
dame la gracia de la sinceridad y de la integridad.
Líbrame de la levadura de la hipocresía
y hazme transparente ante Ti y ante mis hermanos.
Que todo lo oscuro en mí sea iluminado por tu misericordia.
Enséñame a vivir cada día con un corazón limpio,
para que, cuando llegue el día de tu juicio,
nada tema, porque todo habrá sido redimido por tu amor.
Señor, cura
en mí las heridas del alma y del cuerpo,
y concede tu consuelo a todos los que sufren.
Haz de nosotros, en este Año Jubilar,
peregrinos sinceros, constructores de verdad,
testigos de tu luz que todo lo revela y todo lo transforma.
Amén.
🕊️ 17 de octubre:
San Ignacio de
Antioquía, obispo y mártir — Memoria
Siglo I (principios a mediados) – c. 107
Patrono de la Iglesia en
el Norte de África y el Mediterráneo Oriental
Invocado contra las
enfermedades de garganta
Cita:
“Escribo a todas las Iglesias para hacerles
saber que moriré gustosamente por Dios, si ustedes no se interponen en mi
camino. Les ruego: no me muestren una bondad inoportuna. Déjenme ser alimento
de las fieras, pues ellas son mi camino hacia Dios.
Soy trigo de Dios y pan de Cristo.
Rueguen a Cristo por mí, para que los animales sean el medio que me convierta
en víctima sacrificial para Dios.
Ningún placer terrenal, ningún reino de este mundo puede beneficiarme de manera
alguna. Prefiero la muerte en Cristo Jesús al poder sobre los confines más
lejanos de la tierra.”
— San
Ignacio, carta a los Romanos
🌿 Reflexión
Apenas
los Apóstoles recibieron el don del Espíritu Santo en Pentecostés, salieron de
Jerusalén a predicar el Evangelio y establecer la Iglesia.
Se dice que San Juan
Apóstol predicó primero en Jerusalén y luego en Asia Menor.
Dos de sus primeros discípulos fueron San
Policarpo, a quien San Juan nombró obispo de Esmirna, y su
querido amigo San Ignacio,
obispo de Antioquía, a quien hoy honramos.
Nada
se sabe con certeza sobre la vida temprana de Ignacio de Antioquía —también
llamado Ignacio Teóforo,
que significa “portador de Dios”—, pero en los siglos posteriores se escribió
mucho sobre él, probablemente a partir de la tradición oral.
Algunas tradiciones afirman que nació en Siria y que podría haber sido aquel
niño que Jesús puso en medio de los Doce cuando dijo:
“El
que reciba a un niño como este en mi nombre, a mí me recibe; y el que me recibe
a mí, no me recibe a mí, sino al que me envió” (Mc 9,37).
Otras tradiciones sostienen que nació más de una década después de la muerte y
resurrección de Jesús.
Una
de las primeras comunidades cristianas fundadas por los Apóstoles fue la de Antioquía, una de las
tres ciudades más grandes del Imperio Romano, junto con Alejandría (en el norte
de África) y Roma.
Antioquía era la capital de la provincia romana de Siria y un centro de
comercio, cultura y administración.
Los Hechos de los Apóstoles
señalan que
“fue
en Antioquía donde los discípulos recibieron por primera vez el nombre de
cristianos” (Hch 11,26).
Allí predicaron San Pablo
y San Bernabé, y la tradición sostiene que San Pedro fue el primer
obispo de Antioquía antes de trasladarse a Roma.
Hacia el año 66 d.C., siguiendo las instrucciones dejadas por San Pedro, Ignacio se convirtió en
el tercer obispo de
Antioquía, sirviendo en ese cargo durante aproximadamente cuarenta años.
🕊️ Tiempos de
persecución
La
primera gran persecución de los cristianos en el Imperio Romano ocurrió bajo el
emperador Nerón,
después del gran incendio de Roma en el año 64.
Esa persecución se centró principalmente en la ciudad de Roma y se cree que
cobró la vida de San Pedro
y San Pablo,
así como de muchos otros mártires romanos.
La
segunda gran persecución tuvo lugar bajo el emperador Domiciano (años 81–96).
Durante ese tiempo, Ignacio pastoreaba la Iglesia de Antioquía, y se dice que
logró mantener a su pueblo a salvo de la persecución gracias a su profunda vida
de oración y a sus severas penitencias.
La
tercera gran persecución
ocurrió bajo el emperador Trajano
(años 98–117).
Si los cristianos se negaban a ofrecer sacrificios a los dioses romanos, debían
ser ejecutados.
✝️ Camino al martirio
Alrededor
del año 107, el emperador Trajano pasó por Antioquía y se encontró con el
obispo Ignacio, un hombre respetado y conocido por todos como líder de los
cristianos.
Trajano lo interrogó acerca de su fe y le ordenó ofrecer sacrificios a los
dioses del Imperio.
Ignacio rehusó con firmeza y proclamó con valentía su fe en Cristo.
El emperador lo condenó a muerte con las siguientes palabras, registradas en el
relato de su martirio:
“Ordenamos
que Ignacio, quien afirma llevar dentro de sí al Crucificado, sea encadenado
por los soldados y llevado a la gran ciudad de Roma, para ser devorado por las
bestias, para satisfacción del pueblo.”
Ignacio
fue encadenado y llevado más
de 2.400 kilómetros por tierra y mar: desde Antioquía a través
de la actual Turquía, cruzando el mar Egeo, pasando por Grecia, luego por el
mar Jónico hasta Italia, y finalmente a pie hasta Roma.
El historiador eclesiástico del siglo IV, Eusebio, escribió:
“Mientras
realizaba su viaje por Asia bajo la más estricta vigilancia militar, fortalecía
las parroquias de las diversas ciudades donde se detenía mediante homilías
orales y exhortaciones, y les advertía, sobre todo, que se guardaran de las
herejías que comenzaban a difundirse, exhortándolos a mantenerse firmes en la
tradición de los apóstoles” (Historia
Eclesiástica, 3.36).
Sobre
su camino al martirio, el propio Ignacio escribió:
“Desde
Siria hasta Roma lucho contra fieras, por tierra y por mar, de noche y de día,
estando encadenado entre diez leopardos, es decir, un grupo de soldados que
solo empeoran cuando son bien tratados.”
💌 Cartas que alimentan
la fe
Al
llegar a Esmirna,
punto intermedio en su viaje, su querido amigo San Policarpo salió a su encuentro y besó las cadenas que lo
ataban.
Durante su paso por Esmirna y en otras paradas, Ignacio escribió siete cartas maravillosas
que aún se conservan, dirigidas a las Iglesias de Éfeso, Magnesia, Trales, Roma,
Filadelfia, Esmirna y una carta personal a San Policarpo.
Aunque
estas cartas no forman parte del Nuevo Testamento, reflejan la misma
profundidad espiritual y el mismo amor pastoral que las cartas paulinas.
El papa Benedicto XVI
llamó a estas cartas un
“tesoro
precioso”,
diciendo:
“Al leer estos textos se percibe la frescura de la fe de una generación que aún
había conocido a los Apóstoles. En ellas se siente el amor ardiente de un
santo.”
(Audiencia general, 14 de
marzo de 2007).
🕊️ El deseo del mártir
Uno
de los sentimientos más conmovedores en estas cartas es el ardiente deseo de Ignacio de convertirse
en víctima de amor por Dios.
Expresa su anhelo interior de morir por Cristo y suplica a los cristianos de
Roma que no impidan su martirio, sino que le permitan ser
“alimento
de las fieras”.
Su
deseo fue cumplido: fue
devorado por los leones en el Anfiteatro Flavio de Roma,
testimoniando con su sangre la fe en Cristo que proclamó con su vida.
🕊️ Maestro de unidad y
defensor de la verdad
Ignacio
exhortó constantemente a las comunidades cristianas a rechazar las herejías
que atacaban a la joven Iglesia y a conservar la unidad en Cristo.
El cristianismo naciente vivía tensiones internas que amenazaban su cohesión, y
él, con espíritu de padre, les recordaba que la comunión es el signo de la verdadera fe.
Se
le considera el primero en llamar a la Iglesia “católica”, es decir, universal y plena.
También ofrece uno de los primeros testimonios sobre la Eucaristía, en su carta
a la Iglesia de Esmirna:
“La
Eucaristía es la carne de nuestro Salvador Jesucristo, carne que padeció por
nuestros pecados y que el Padre, en su bondad, resucitó de nuevo.”
✍️ Padres apostólicos y
herencia de fe
San Ignacio de Antioquía es uno de los tres Padres Apostólicos,
junto con San Policarpo de
Esmirna y San
Clemente de Roma (cuarto papa).
Estos tres santos, directamente vinculados a los Apóstoles, dejaron escritos
que constituyen el testimonio vivo de los orígenes de la fe.
Hoy
no solo honramos a San Ignacio, sino que damos
gracias a Dios por todos los primeros evangelizadores, obispos, mártires y
confesores que cimentaron la Iglesia con su fe, su sangre y su
amor.
🔥 Reflexión espiritual
Reflexionemos
hoy sobre el ferviente
deseo de San Ignacio de morir por Cristo.
Tal anhelo solo puede nacer de un alma que ha experimentado profundamente el
amor transformador de Jesús.
Para él, la muerte y el sufrimiento fueron la puerta a la gloria del cielo, y una vez que
comprendió lo que lo esperaba, lo
deseó con todo su ser.
Si
todavía no hemos alcanzado esa convicción interior, pidamos la gracia de descubrir lo que
este Padre Apostólico descubrió: que nada tiene más valor que vivir
y morir por Cristo.
🙏 Oración
San
Ignacio de Antioquía,
tú fuiste bendecido por participar en los primeros días de la Iglesia.
Fuiste tocado por Cristo, hiciste un compromiso radical de seguirlo,
serviste como obispo y moriste con alegría y valentía como mártir.
Ruega por
mí, para que yo descubra lo que tú descubriste
y crea lo que tú creíste,
de modo que también yo no desee otra cosa
que servir a la voluntad de Dios,
entregando mi vida como ofrenda de amor.
San
Ignacio de Antioquía, ruega por mí.
Jesús, en Ti confío.
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