lunes, 24 de noviembre de 2025

24 de noviembre del 2025: lunes de la 34a semana del tiempo ordinario-I- San Andres Dung Lac, presbítero y compañeros, mártires, memoria obligatoria


Santo del día:

San Andrés Dung-Lac y sus compañeros

Siglos XVIII-XIX. Sacerdote vietnamita, decapitado en 1839 por negarse a pisotear la cruz de Cristo. Fue canonizado en 1988 junto con otros 116 compañeros, quienes murieron por su fe en Vietnam.


La limosna como remedio

(Lucas 21,1-4) El gesto de la viuda expresa una disposición del corazón que Jesús alaba. Es la misma generosidad de Dios la que se manifiesta a través de su don. Cristo nos invita a mirar más allá de las apariencias y de lo cuantificable. 

La mujer nos permite comprender que todos tenemos algo para dar o transmitir, sea cual sea nuestra sensación de pobreza (material, intelectual, afectiva…). Sabiendo que la limosna forma parte de esos remedios para nuestras heridas que nos abren al encuentro con Cristo.

Emmanuelle Billoteau, ermite




Primera lectura
Comienzo de la profecía de Daniel (1,1-6.8-20):

El año tercero del reinado de Joaquín, rey de Judá, llegó a Jerusalén Nabucodonosor, rey de Babilonia, y la asedió. El Señor entregó en su poder a Joaquín de Judá y todo el ajuar que quedaba en el templo; se los llevó a Senaar, y el ajuar del templo lo metió en el tesoro del templo de su dios. El rey ordenó a Aspenaz, jefe de eunucos, seleccionar algunos israelitas de sangre real y de la nobleza, jóvenes, perfectamente sanos, de buen tipo, bien formados en la sabiduría, cultos e inteligentes y aptos para servir en palacio, y ordenó que les enseñasen la lengua y literatura caldeas. Cada día el rey les pasaría una ración de comida y de vino de la mesa real. Su educación duraría tres años, al cabo de los cuales, pasarían a servir al rey. Entre ellos, había unos judíos: Daniel, Ananías, Misael y Azarías. Daniel hizo propósito de no contaminarse con los manjares y el vino de la mesa real, y pidió al jefe de eunucos que lo dispensase de esa contaminación.
El jefe de eunucos, movido por Dios, se compadeció de Daniel y le dijo: «Tengo miedo al rey, mi señor, que os ha asignado la ración de comida y bebida; si os ve más flacos que vuestros compañeros, me juego la cabeza.»
Daniel dijo al guardia que el jefe de eunucos había designado para cuidarlo a él, a Ananías, a Misael y a Azarías: «Haz una prueba con nosotros durante diez días: que nos den legumbres para comer y agua para beber. Compara después nuestro aspecto con el de los jóvenes que comen de la mesa real y trátanos luego según el resultado.»
Aceptó la propuesta e hizo la prueba durante diez días. Al acabar, tenían mejor aspecto y estaban más gordos que los jóvenes que comían de la mesa real. Así que les retiró la ración de comida y de vino y les dio legumbres. Dios les concedió a los cuatro un conocimiento profundo de todos los libros del saber. Daniel sabía además interpretar visiones y sueños. Al cumplirse el plazo señalado por el rey, el jefe de eunucos se los presentó a Nabucodonosor. Después de conversar con ellos, el rey no encontró ninguno como Daniel, Ananías, Misael y Azarías, y los tomó a su servicio. Y en todas las cuestiones y problemas que el rey les proponía, lo hacían diez veces mejor que todos los magos y adivinos de todo el reino.

Palabra de Dios


Salmo
Dn 3,52.53.54.55.56

R/.
 A ti gloria y alabanza por los siglos

Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres, çbendito tu nombre santo y glorioso. R/.

Bendito eres en el templo de tu santa gloria. R/.

Bendito eres sobre el trono de tu reino. R/.

Bendito eres tú, que, sentado sobre querubines, sondeas los abismos. R/.

Bendito eres en la bóveda del cielo. R/.



Lectura del santo evangelio según san Lucas (21,1-4):

EN aquel tiempo, Jesús, alzando los ojos, vio a unos ricos que echaban donativos en el tesoro del templo; vio también una viuda pobre que echaba dos monedillas, y dijo:
«En verdad les digo que esa pobre viuda ha echado más que todos, porque todos esos han contribuido a los donativos con lo que les sobra, pero ella, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir».

Palabra del Señor



1

 

Hermanos amados en el Señor:

Al comenzar la última semana del año litúrgico, la Iglesia nos invita a entrar en un clima de vigilancia, de purificación interior y de esperanza escatológica, porque todo en la vida cristiana apunta hacia el encuentro definitivo con Dios. Y en este Año Jubilar, en el que caminamos como “Peregrinos de la Esperanza”, la Palabra nos ofrece una brújula segura para orientar la vida y también la memoria agradecida y orante por nuestros difuntos.

Hoy celebramos, además, la memoria obligatoria de San Andrés Dũng-Lạc y sus 116 compañeros mártires de Vietnam, testigos luminosos de lo que significa entregarlo todo por Cristo. Ellos vivieron, como la viuda del Evangelio, la lógica del don total, del amor que se expresa sin cálculos.

En este espíritu, acogemos las lecturas de hoy.


1. Daniel y la fidelidad probada (Dn 1,1-6.8-20): la santidad como identidad, no como comodidad

La primera lectura nos habla de jóvenes deportados a Babilonia, privados de su tierra, de su idioma, de su cultura, de su templo. Podían haberse asimilado a la lógica del imperio para sobrevivir. Sin embargo, Daniel y sus compañeros “decidieron firmemente no contaminarse” (Dn 1,8).

Esta frase refleja una actitud profundamente actual:
la santidad no nace en tiempos cómodos, sino en decisiones interiores tomadas en contextos difíciles.
Ellos permanecieron fieles a su identidad, incluso cuando todo alrededor les sugería renunciar.

El Año Jubilar nos pide esa misma fortaleza interior:
– discernir lo que contamina nuestra fe,
– optar por Dios incluso cuando parece costoso,
– mantener identidad cristiana aún en un ambiente adverso.

Y aquí recordamos a nuestros difuntos: muchos de ellos también conocieron pruebas, crisis, momentos de oscuridad, decisiones difíciles, y aun así guardaron semillas de fe, gestos de bondad, luchas silenciosas que solo Dios conoce y valora.


2. Cántico de Daniel 3: un canto en medio del fuego

El salmo responsorial de hoy es el cántico de los jóvenes arrojados al horno. Un fuego real los rodea, pero el fuego no destruye su confianza.
El canto se convierte en refugio. La fidelidad se vuelve alabanza.

En este cántico vibra una teología profunda:
cuando Dios está presente, el fuego purifica, pero no consume; prueba, pero no destruye.

Este canto nos abre una puerta para interceder por los difuntos:
la tradición de la Iglesia ve en el “fuego purificador” una imagen del paso hacia la plena comunión con Dios. Hoy ponemos a nuestros hermanos difuntos en ese misterio de amor que purifica, sana y embellece el alma para presentarla digna ante el rostro de Cristo.


3. “La limosna como remedio”: la viuda del Evangelio (Lc 21,1-4)

El Evangelio nos presenta a la viuda pobre, figura de una libertad interior admirable. Su gesto es pequeño, pero su corazón es grande. Da “dos moneditas”, pero en realidad da “todo lo que tenía para vivir”.


Podemos decir así que la limosna es un remedio porque nos libera de la dependencia del ego, nos cura de la herida del miedo, y nos abre a la confianza en Dios y a la ternura hacia el hermano.

La viuda, aunque pobre, no se cree incapaz de dar. Sabe que tiene algo que entregar. Y este es un punto pastoral precioso:
todos tenemos algo para ofrecer: un gesto, una palabra, un tiempo, un perdón, una oración, una escucha, una caricia espiritual, una sonrisa, una ayuda material, un abrazo que sostiene…
Incluso cuando nos sentimos vacíos, heridos o pobres.

Esta mujer revela que el valor de la vida no se mide por la abundancia, sino por la capacidad de amar.
Mientras el mundo aplaude lo cuantificable, Jesús mira la profundidad del corazón.


4. Del gesto de la viuda al testimonio de los mártires vietnamitas

La memoria de San Andrés Dũng-Lạc y sus compañeros nos proporciona una lectura amplificada del Evangelio.
Ellos vivieron la misma lógica de la viuda:
no dieron lo que sobraba, sino la vida entera.
Muchos eran padres de familia, catequistas, artesanos, sacerdotes sencillos, jóvenes y ancianos. No dieron grandes discursos; ofrecieron lo que tenían: su fidelidad a Cristo.

El martirio es la “limosna suprema”, porque es el don total de la existencia.
Su sangre derramada es como la ofrenda humilde de la viuda: aparentemente insignificante ante los ojos del mundo, pero infinita para Dios.


5. Lecturas aplicadas al Año Jubilar: donarse es sanar

El Año Jubilar nos recuerda que Dios ofrece remedios espirituales que curan las heridas del alma. Entre ellos, la tradición siempre ha subrayado la limosna, junto con la oración y el ayuno.

¿Por qué la limosna cura?

– Porque nos libera del aplauso y del ego.
– Porque devuelve al otro su dignidad.
– Porque nos hace semejantes a Cristo.
– Porque nos permite sentirnos parte activa en la construcción del Reino.
– Porque nos enseña que dar es sanar y compartir es encontrar sentido.

Y también porque nos reconcilia con nuestras pobrezas:
cuando damos desde la escasez, descubrimos que Dios se convierte en nuestra verdadera abundancia.


6. Luz para los difuntos: la limosna que permanece más allá de la muerte

La limosna es también clave para nuestra intercesión por los difuntos. Dice la Escritura que
“la limosna libra de la muerte” (Tb 4,10),
no porque compre el cielo, sino porque dispone el corazón a la misericordia divina.

En el final del año litúrgico, y en el espíritu del Jubileo, nuestra oración por los difuntos es una forma de dar:
– damos nuestra fe en su nombre,
– damos nuestro amor para quienes ya no pueden expresarlo,
– damos nuestro perdón para quienes pudieron herirnos,
– damos nuestra gratitud para quienes nos hicieron bien,
– damos sufragios que los acompañen en su entrada plena a la gloria.

La limosna espiritual más alta es orar por los muertos, porque es un acto de amor que trasciende el tiempo.


7. Aplicación para la vida diaria

Hoy la Palabra nos invita a preguntarnos:

– ¿Qué puedo dar, aunque me sienta pobre?
– ¿Qué heridas necesita sanar la limosna del corazón?
– ¿Qué fidelidades debo retomar, como Daniel?
– ¿Qué fuegos estoy viviendo, y cómo alabar en medio de ellos?
– ¿Qué gestos de amor puedo ofrecer por mis difuntos para ayudarlos en su camino hacia la luz?

La viuda pobre, Daniel y los jóvenes del horno, los mártires vietnamitas… todos gritan hoy un mismo mensaje:
la vida se cura dándola.
Nada que entreguemos por amor se pierde.


8. Conclusión mariana

Terminemos nuestro camino de reflexión poniendo los ojos en la Virgen María, la Mujer que ofreció todo: su cuerpo, su tiempo, su maternidad, su dolor, su esperanza. Ella es la viuda pobre que lo dio todo, la discípula que conserva la identidad en la prueba, la mártir del corazón que acompaña a sus hijos en la noche del mundo.

A Ella confiamos a nuestros difuntos,
a Ella encomendamos nuestros gestos humildes de limosna y amor,
y a Ella le pedimos que nos enseñe a vivir este Año Jubilar como peregrinos del don, peregrinos de la esperanza.

Amén.



2

Queridos hermanos:

Nos acercamos ya al final del año litúrgico, cuando la Iglesia, con sabiduría maternal, dirige nuestra mirada hacia la definitiva soberanía de Dios, hacia el cumplimiento de la historia y hacia nuestra esperanza más profunda: la vida eterna. En este espíritu jubilar, de gracia que desborda, hoy elevamos una oración especial por todos nuestros difuntos, aquellos que nos han precedido en el camino de la fe, y a quienes encomendamos a la misericordia del Señor.


1. La fidelidad que sostiene en los tiempos difíciles

Lectura: Daniel 1,1-6.8-20

El libro de Daniel nos muestra hoy a cuatro jóvenes —Daniel, Ananías, Misael y Azarías— viviendo en un tiempo de crisis, deportación y ruptura. Jerusalén ha caído, el Templo ha sido profanado, el pueblo ha perdido todo… menos lo que verdaderamente importa: la fidelidad al Dios vivo.

El rey Nabucodonosor les ofrece otra cultura, otra mesa, otro modo de pensar. Pero Daniel “resolvió firmemente no contaminarse” (Dn 1,8). Esta expresión es preciosa: define la decisión interior de un creyente que, aun en medio de la confusión, sabe a quién pertenece y qué voz desea seguir.

En medio de un mundo que cambia aceleradamente, en medio de dolores personales, pérdidas, crisis nacionales y familiares, el Señor nos invita a la misma resolución interior:
permanecer fieles, no contaminarnos con lo que apaga la fe, no negociar aquello que nos sostiene por dentro.

Y esto los hace fecundos: el texto concluye diciendo que Dios les concedió sabiduría, inteligencia y discernimiento superior a todos. La fidelidad trae luz, incluso cuando el entorno es oscuro.

En este Año Jubilar, en que somos llamados “Peregrinos de la Esperanza”, contemplamos a Daniel y sus amigos como compañeros de camino. Ellos no esperaron tiempos perfectos para ser fieles; la fidelidad los hizo libres en tierra extraña.


2. El fuego que no quema: un canto de alabanza en medio de la prueba

Salmo: Daniel 3 (Cántico de los jóvenes en el horno)

La liturgia nos invita a rezar con uno de los cantos más bellos de toda la Escritura:
“Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres…”

Este himno es entonado por jóvenes que, por ser fieles, fueron arrojados al fuego ardiente. Y, sin embargo, el fuego no los consume.

Este pasaje, en clave jubilar, nos habla de lo que sucede en el alma creyente:
la prueba no destruye; la fe no se derrite; la esperanza no perece.
Más aún: en la hoguera nace un canto.

Muchos de nuestros difuntos pasaron por el fuego de la enfermedad, del miedo, de las preocupaciones o de la soledad. También ellos, en su propia carne, conocieron la fragilidad humana.

Hoy los ponemos en manos de Aquel que entra con nosotros en el horno, del Dios que no abandona, del Señor que camina al lado del que sufre.

El salmo es también un anticipo del cielo: un canto de todos los resucitados.
Nuestros difuntos están llamados a ese canto, y por ellos hoy intercedemos.


3. La verdad de lo pequeño: Dios mira el corazón

Evangelio: Lucas 21,1-4

Jesús observa a la viuda pobre que echa dos moneditas. Los demás dan “de lo que les sobra”, pero ella, “de su indigencia, dio todo lo que tenía para vivir”.

Aquí se revela un rasgo maravilloso del corazón de Cristo:
Él no se fija en la cantidad, sino en el amor con que se da.

Mientras el mundo mira apariencias, Jesús mira el centro de la vida: el don total, incluso cuando parece insignificante. La viuda no ofrece solo dinero; ofrece su confianza, su vida, su dependencia absoluta de Dios.

En este evangelio encontramos un consuelo profundo para quienes sufren por sus difuntos:
Muchos de ellos quizá no tuvieron grandes obras visibles, quizá no fueron perfectos, quizá no vivieron una fe extraordinaria; sin embargo, Dios mira el corazón, y allí encuentra pequeños actos de bondad, gestos escondidos, sacrificios silenciosos, luchas interiores que solo Él conoce.

La viuda pobre nos enseña que la santidad muchas veces es diminuta, pero verdadera.
Y Dios no olvida nada de lo que se ofrece con amor.


4. Luz para nuestros difuntos: esperanza que no defrauda

Hoy, en este Año Jubilar, proclamamos que la misericordia de Dios es más grande que toda nuestra debilidad. Al recordar a nuestros difuntos, no hacemos un ejercicio de tristeza, sino un acto profundo de fe:
creemos en la resurrección, creemos en la victoria del amor sobre la muerte, creemos que Cristo —el Resucitado— ha ido a preparar un lugar para ellos y para nosotros.

El final del año litúrgico nos recuerda que todo termina en Dios:
la historia, la creación, nuestras búsquedas, nuestros dolores, nuestras dudas.
Todo encuentra su plenitud en Él.

Por eso hoy oramos por los que se han marchado:
– para que el Señor los purifique,
– los sane,
– los introduzca en la luz,
– y los revista de gloria.

Y oramos también por nosotros:
para que vivamos como Daniel, como la viuda, como los jóvenes del horno: fieles, confiados, entregándonos completamente al Señor.


5. Aplicación pastoral: vivir como ofrenda

El final del año y la memoria de nuestros difuntos nos invitan a revisar el propio corazón:
– ¿Qué parte de nuestra vida ofrecida es auténtica?
– ¿Cuáles son nuestras “dos moneditas”?
– ¿Qué fidelidades pequeñas sostienen nuestra fe?
– ¿Qué cosas aún contaminan nuestra alma?

La viuda pobre no dio lo que le sobraba, sino lo mejor.
Daniel no negoció su identidad, sino que la preservó con decisión.
Los jóvenes en el horno, fieles a Dios, hallaron libertad en medio del fuego.

Así también estamos invitados en este Año Jubilar a renovar nuestro corazón, a devolverle a Dios lo que le pertenece, a entregarle nuestra vida entera, incluyendo el dolor por quienes ya partieron.


6. Conclusión mariana

Y como todo cristiano termina bien cuando se pone en manos de la Madre, hoy miramos a la Virgen Santísima, Estrella del Mar, guía segura en la noche de la fe.

Ella guardó todo en su corazón, incluso lo incomprensible.
Ella acompañó a su Hijo al pie de la cruz, y luego acompañó a la Iglesia naciente en la esperanza.

A Ella confiamos a nuestros difuntos, a Ella confiamos nuestras lágrimas, a Ella confiamos nuestro peregrinar jubilar.
Que María, Madre de la Esperanza, nos sostenga en la fe, nos tome de la mano y nos conduzca, junto a nuestros seres queridos, a la luz sin ocaso del Reino.


Amén.


************


24 de noviembre:

San Andrés Dung-Lac, Presbítero, y sus Compañeros Mártires — Memoria

Siglos XVII–XIX
Patronos de Vietnam
Canonizados por el Papa Juan Pablo II el 19 de junio de 1988.

 


Cita:


«Yo, Pablo, encadenado por el nombre de Cristo, deseo contarles las pruebas que me afligen cada día, para que ustedes se inflamen de amor por Dios y se unan conmigo en sus alabanzas, porque su misericordia es eterna. La prisión aquí es una verdadera imagen del infierno eterno: a los crueles tormentos de todo tipo —grilletes, cadenas de hierro, esposas— se añaden el odio, la venganza, las calumnias, el lenguaje obsceno, las riñas, las acciones perversas, los juramentos y maldiciones, así como la angustia y el dolor. Pero el Dios que liberó a los tres jóvenes del horno ardiente está siempre conmigo; Él me ha librado de estas tribulaciones y las ha vuelto dulces, porque su misericordia es eterna. En medio de estos tormentos, que normalmente aterran a otros, yo estoy, por la gracia de Dios, lleno de gozo y alegría, porque no estoy solo: Cristo está conmigo.»


~ De una carta de San Pablo Le-Bao-Tinh, enviada a los estudiantes del Seminario de Ke-Vinh en 1843


Reflexión

Entre los siglos XVII y XIX, se calcula que entre 130.000 y 300.000 hombres, mujeres y niños; obispos, sacerdotes y religiosos sufrieron el martirio en Vietnam porque se negaron a renunciar a su fe católica. Fueron arrestados, brutalmente torturados y asesinados. Sus torturas fueron metódicas, diabólicas y diseñadas para causar el máximo dolor durante el mayor tiempo posible. Para librarse de ese destino, bastaba con renunciar a la fe, pisar un crucifijo o blasfemar contra Cristo. Si lo hacían, los tribunales imperiales les concedían clemencia; si no, su sufrimiento aumentaba hasta la muerte.

En marzo de 1533, algunos registros indican que un misionero europeo llamado I-nê-khu (Ignacio, posiblemente sacerdote) comenzó a predicar el Evangelio en Nam Định, en el norte de Vietnam. En 1550 llegó un sacerdote dominico al sur de Vietnam, y entre 1615 y 1627 llegaron los jesuitas. Entre estos primeros jesuitas, los padres Alexandre de Rhodes y Antoine Marquez, procedentes de Aviñón (Francia), tuvieron el mayor impacto al iniciar el primer programa formal de evangelización. Llegaron en 1627 y para 1630 ya informaban 6.000 conversiones. Aunque fueron expulsados dos veces, completaron una versión romanizada del alfabeto vietnamita y publicaron un catecismo y otros libros litúrgicos que permitieron comunicar la fe en lengua local. Para 1660, se estimaba que había 100.000 católicos en Vietnam, gracias en gran parte a la formación de laicos catequistas que transmitían la fe a sus compatriotas.

Con el rápido crecimiento del cristianismo, surgieron sospechas entre los señores feudales y miembros del gobierno. El cristianismo cuestionaba prácticas centrales de la cultura vietnamita: el budismo, el confucianismo y el culto a los antepasados. Además, creció el temor de que los europeos quisieran colonizar Vietnam. A medida que el miedo y la ira de los señores feudales aumentaban, comenzaron las persecuciones. Los registros completos de todos los mártires se han perdido. Andrés de Phú Yên, un catequista vietnamita de 19 años, es considerado el primer mártir. En 1644, el mandarín local recibió órdenes de expulsar a los jesuitas y detener la propagación de la “tonta doctrina” católica. Andrés fue arrestado en casa del Padre de Rhodes y obligado a renunciar a su fe. No lo hizo. Fue golpeado, pero irradiaba alegría. Fue condenado a morir ahorcado. Aunque su nombre no aparece en la canonización de 1988, fue beatificado en marzo del 2000 y es venerado como el proto-mártir de Vietnam.

Entre 1659 y 1802, la Iglesia en Vietnam comenzó a organizarse. En 1658 se fundó la Sociedad de Misiones Extranjeras de París y se enviaron dos obispos para formar dos diócesis. Poco después, siete catequistas vietnamitas fueron ordenados sacerdotes, se fundó una comunidad religiosa femenina, se construyeron parroquias y en 1670 se celebró el primer sínodo en Vietnam. Durante los siguientes 70 años, la Iglesia floreció con solo persecuciones y martirios menores.

En 1742, el Papa Benedicto XIV emitió una constitución apostólica que prohibía el culto a los antepasados y los ritos confucianos en las iglesias nacientes de China, Japón y Vietnam. Esta restricción provocó una terrible ola de persecuciones. El tribunal imperial la vio como un ataque a la cultura y la identidad nacionales. En los siguientes 60 años, al menos 30.000 católicos vietnamitas fueron martirizados. Para 1802, había tres diócesis y unos 320.000 católicos.

En 1802, el emperador Gia Long unificó el norte y el sur de Vietnam y concedió libertad religiosa a los cristianos, en gran parte porque el obispo Pigneau de Béhaine lo apoyó para llegar al trono. No obstante, su sucesor, Minh Mạng, reanudó las persecuciones en 1825. Aunque envió una delegación a Francia para resolver el conflicto y expulsar a los misioneros, fue ignorado. Los siguientes emperadores, Thiệu Trị y Tự Đức, intensificaron las persecuciones. En 1868, Tự Đức promulgó un severo decreto dividiendo a la población entre “buenos ciudadanos” —los que seguían las religiones tradicionales— y “malos ciudadanos” —los cristianos—. Entre 1820 y 1883, al menos 100.000 cristianos vietnamitas fueron martirizados.

En medio de estas persecuciones nació Trần An Dũng, en una familia pobre no cristiana. A los doce años, su familia se trasladó a Hanoi en busca de trabajo. Allí conoció a un catequista vietnamita que le ofreció comida, refugio y formación en la fe. Fue bautizado, tomó el nombre de Andrés, se hizo catequista y luego estudió teología. Fue ordenado sacerdote el 18 de marzo de 1823, a los 28 años. Su ministerio condujo a muchos a Cristo; vivía en ayuno, sencillez y rectitud moral.

En 1835, el Padre Andrés fue arrestado, pero sus feligreses lo rescataron con donaciones de la Sociedad Misionera Francesa. Cambió su apellido a Lạc para protegerse y se trasladó a otra región. En 1839 fue arrestado nuevamente, junto al Padre Pedro Thi, a quien visitaba para confesarse. Fueron rescatados, pero arrestados de nuevo poco después. La tercera vez fueron brutalmente torturados; ambos se negaron a renunciar a su fe y fueron decapitados el 21 de diciembre de 1839 en Hanoi. Su nombre representa a los 117 mártires canonizados y a los innumerables otros que permanecen anónimos.

En 1874 se firmó el Tratado de Saigón, que entregó el control del sur de Vietnam a Francia. En 1884, el Tratado de Huế redujo al emperador vietnamita a un papel ceremonial, mientras Francia asumía la administración interna, las fuerzas militares y la política exterior. Aunque muchos vietnamitas se rebelaron, el dominio francés creó un entorno más seguro para los católicos y puso fin a los edictos de persecución estatal. Persistieron algunos abusos, pero más locales. A menudo, los católicos eran asociados con los colonizadores franceses, y la resistencia al colonialismo se desbordaba sobre ellos.

Además de los 130.000 a 300.000 mártires entre 1630 y 1886, innumerables católicos sufrieron como "confesores", es decir, padecieron persecuciones sin llegar al martirio. Muchos huyeron a bosques o montañas, o se exiliaron a otros países, viviendo con miedo constante. Otros fueron marcados con las palabras “tà đạo” (“religión falsa”) en la cara. Sus casas y bienes fueron confiscados, y aldeas enteras destruidas.

En 1954, Francia abandonó Vietnam tras su derrota en Dien Bien Phu. Un régimen comunista tomó el norte y se formó una república en el sur. Hubo migraciones masivas de católicos hacia el sur para evitar persecuciones. Tras la caída de Saigón en 1975, el comunismo dominó todo el país: se confiscaron propiedades, se restringió la actividad religiosa, sacerdotes y religiosas fueron encarcelados y se discriminó a los laicos católicos.

La memoria de hoy honra a 117 mártires, beatificados en diferentes grupos: 64 en 1900, 8 en 1906, 20 en 1909 y 25 en 1951. En 1988, San Juan Pablo II canonizó al grupo completo, simbolizando también a los incontables mártires no registrados. Aunque el gobierno comunista no envió delegados, miles de vietnamitas exiliados llenaron la Plaza de San Pedro. El grupo incluía 96 vietnamitas, 11 españoles y 10 franceses: 8 obispos, 50 sacerdotes y 59 laicos. Entre los laicos había incluso una niña de nueve años: Santa Inés Lê Thị Thành.

Al honrar esta inmensa nube de testigos que entregaron su vida en un entorno brutal y cruel, soportando algunos de los peores tormentos de la historia, recordamos que, sin importar lo difícil que sea la vida o lo que debamos soportar, vale la pena cuando se entrega por Cristo.

Uno de los mártires fue el Padre Jean-Théophane Vénard, conocido gracias a Santa Teresita del Niño Jesús, que lo consideraba un hermano espiritual y guardaba sus cartas. Concluyamos con una frase suya que Teresita copió y atesoró:
«No encuentro nada en la tierra que pueda hacerme verdaderamente feliz; los deseos de mi corazón son demasiado grandes, y nada de lo que el mundo llama felicidad puede satisfacerlos. Para mí, el tiempo pronto será ya no más; mis pensamientos están fijos en la Eternidad. Mi corazón está lleno de paz, como un lago tranquilo o un cielo sin nubes. No lamento esta vida en la tierra. Tengo sed del Agua de la Vida Eterna».


Oración

San Andrés Dũng-Lạc, San Pablo Le-Bao-Tinh, San Pedro Thi, Santa Inés Lê Thị Thành, San Jean-Théophane Vénard y todos los mártires vietnamitas, conocidos y desconocidos: les agradezco su testimonio de amor, su fidelidad a Cristo frente a torturas tan brutales y el don de su intercesión desde el Cielo. Rueguen por mí, y especialmente por la Iglesia en Vietnam, para que todos seamos fieles a Cristo hasta la muerte, sin contar el costo, entregándolo todo en imitación de ustedes. Mártires de Vietnam, rueguen por mí. Jesús, en Ti confío.


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