Santo del día:
San Andrés Dung-Lac y sus compañeros
Siglos XVIII-XIX. Sacerdote
vietnamita, decapitado en 1839 por negarse a pisotear la cruz de Cristo. Fue
canonizado en 1988 junto con otros 116 compañeros, quienes murieron por su fe en
Vietnam.
La limosna como remedio
(Lucas 21,1-4) El gesto de la viuda expresa una disposición del corazón que Jesús alaba. Es la misma generosidad de Dios la que se manifiesta a través de su don. Cristo nos invita a mirar más allá de las apariencias y de lo cuantificable.
La mujer nos
permite comprender que todos tenemos algo para dar o transmitir, sea cual sea
nuestra sensación de pobreza (material, intelectual, afectiva…). Sabiendo que
la limosna forma parte de esos remedios para nuestras heridas que nos abren al
encuentro con Cristo.
Emmanuelle Billoteau, ermite
El año tercero del reinado de Joaquín, rey de Judá, llegó a Jerusalén Nabucodonosor, rey de Babilonia, y la asedió. El Señor entregó en su poder a Joaquín de Judá y todo el ajuar que quedaba en el templo; se los llevó a Senaar, y el ajuar del templo lo metió en el tesoro del templo de su dios. El rey ordenó a Aspenaz, jefe de eunucos, seleccionar algunos israelitas de sangre real y de la nobleza, jóvenes, perfectamente sanos, de buen tipo, bien formados en la sabiduría, cultos e inteligentes y aptos para servir en palacio, y ordenó que les enseñasen la lengua y literatura caldeas. Cada día el rey les pasaría una ración de comida y de vino de la mesa real. Su educación duraría tres años, al cabo de los cuales, pasarían a servir al rey. Entre ellos, había unos judíos: Daniel, Ananías, Misael y Azarías. Daniel hizo propósito de no contaminarse con los manjares y el vino de la mesa real, y pidió al jefe de eunucos que lo dispensase de esa contaminación.
El jefe de eunucos, movido por Dios, se compadeció de Daniel y le dijo: «Tengo miedo al rey, mi señor, que os ha asignado la ración de comida y bebida; si os ve más flacos que vuestros compañeros, me juego la cabeza.»
Daniel dijo al guardia que el jefe de eunucos había designado para cuidarlo a él, a Ananías, a Misael y a Azarías: «Haz una prueba con nosotros durante diez días: que nos den legumbres para comer y agua para beber. Compara después nuestro aspecto con el de los jóvenes que comen de la mesa real y trátanos luego según el resultado.»
Aceptó la propuesta e hizo la prueba durante diez días. Al acabar, tenían mejor aspecto y estaban más gordos que los jóvenes que comían de la mesa real. Así que les retiró la ración de comida y de vino y les dio legumbres. Dios les concedió a los cuatro un conocimiento profundo de todos los libros del saber. Daniel sabía además interpretar visiones y sueños. Al cumplirse el plazo señalado por el rey, el jefe de eunucos se los presentó a Nabucodonosor. Después de conversar con ellos, el rey no encontró ninguno como Daniel, Ananías, Misael y Azarías, y los tomó a su servicio. Y en todas las cuestiones y problemas que el rey les proponía, lo hacían diez veces mejor que todos los magos y adivinos de todo el reino.
Palabra de Dios
R/. A ti gloria y alabanza por los siglos
Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres, çbendito tu nombre santo y glorioso. R/.
Bendito eres en el templo de tu santa gloria. R/.
Bendito eres sobre el trono de tu reino. R/.
Bendito eres tú, que, sentado sobre querubines, sondeas los abismos. R/.
Bendito eres en la bóveda del cielo. R/.
EN aquel tiempo, Jesús, alzando los ojos, vio a unos ricos que echaban donativos en el tesoro del templo; vio también una viuda pobre que echaba dos monedillas, y dijo:
«En verdad les digo que esa pobre viuda ha echado más que todos, porque todos esos han contribuido a los donativos con lo que les sobra, pero ella, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir».
1
Hermanos
amados en el Señor:
Al
comenzar la última semana del año litúrgico, la Iglesia nos invita a entrar en
un clima de vigilancia,
de purificación interior
y de esperanza
escatológica, porque todo en la vida cristiana apunta hacia el
encuentro definitivo con Dios. Y en este Año Jubilar, en el que caminamos como
“Peregrinos de la
Esperanza”, la Palabra nos ofrece una brújula segura para
orientar la vida y también la memoria agradecida y orante por nuestros difuntos.
Hoy
celebramos, además, la memoria
obligatoria de San Andrés Dũng-Lạc y sus 116 compañeros mártires de Vietnam,
testigos luminosos de lo que significa entregarlo todo por Cristo. Ellos
vivieron, como la viuda del Evangelio, la lógica del don total, del amor que se
expresa sin cálculos.
En
este espíritu, acogemos las lecturas de hoy.
1. Daniel y la fidelidad
probada (Dn 1,1-6.8-20): la santidad como identidad, no como comodidad
La
primera lectura nos habla de jóvenes deportados a Babilonia, privados de su
tierra, de su idioma, de su cultura, de su templo. Podían haberse asimilado a
la lógica del imperio para sobrevivir. Sin embargo, Daniel y sus compañeros “decidieron firmemente no contaminarse”
(Dn 1,8).
Esta
frase refleja una actitud profundamente actual:
la santidad no nace en
tiempos cómodos, sino en decisiones interiores tomadas en contextos difíciles.
Ellos permanecieron fieles a su identidad, incluso cuando todo alrededor les
sugería renunciar.
El
Año Jubilar nos pide esa misma fortaleza interior:
– discernir lo que contamina nuestra fe,
– optar por Dios incluso cuando parece costoso,
– mantener identidad cristiana aún en un ambiente adverso.
Y
aquí recordamos a nuestros difuntos: muchos de ellos también conocieron
pruebas, crisis, momentos de oscuridad, decisiones difíciles, y aun así
guardaron semillas de fe, gestos de bondad, luchas silenciosas que solo Dios
conoce y valora.
2. Cántico de Daniel 3: un
canto en medio del fuego
El
salmo responsorial de hoy es el cántico de los jóvenes arrojados al horno. Un
fuego real los rodea, pero el fuego no destruye su confianza.
El canto se convierte en refugio.
La fidelidad se vuelve alabanza.
En
este cántico vibra una teología profunda:
cuando Dios está presente,
el fuego purifica, pero no consume; prueba, pero no destruye.
Este
canto nos abre una puerta para interceder por los difuntos:
la tradición de la Iglesia ve en el “fuego purificador” una imagen del paso
hacia la plena comunión con Dios. Hoy ponemos a nuestros hermanos difuntos en
ese misterio de amor que purifica, sana y embellece el alma para presentarla
digna ante el rostro de Cristo.
3. “La limosna como remedio”:
la viuda del Evangelio (Lc 21,1-4)
El
Evangelio nos presenta a la viuda
pobre, figura de una libertad interior admirable. Su gesto es
pequeño, pero su corazón es grande. Da “dos moneditas”, pero en realidad da “todo lo que tenía para vivir”.
Podemos
decir así
que la limosna es un remedio porque nos libera de la dependencia del ego, nos
cura de la herida del miedo, y nos abre a la confianza en Dios y a la ternura
hacia el hermano.
La
viuda, aunque pobre, no se
cree incapaz de dar. Sabe que tiene algo que entregar. Y este
es un punto pastoral precioso:
todos tenemos algo para
ofrecer: un gesto, una palabra, un tiempo, un perdón, una oración, una escucha,
una caricia espiritual, una sonrisa, una ayuda material, un abrazo que
sostiene…
Incluso cuando nos sentimos vacíos, heridos o pobres.
Esta
mujer revela que el valor de la vida no se mide por la abundancia, sino por la
capacidad de amar.
Mientras el mundo aplaude lo cuantificable, Jesús mira la profundidad del
corazón.
4. Del gesto de la viuda al
testimonio de los mártires vietnamitas
La
memoria de San Andrés Dũng-Lạc y sus compañeros nos proporciona una lectura
amplificada del Evangelio.
Ellos vivieron la misma lógica de la viuda:
no dieron lo que sobraba,
sino la vida entera.
Muchos eran padres de familia, catequistas, artesanos, sacerdotes sencillos,
jóvenes y ancianos. No dieron grandes discursos; ofrecieron lo que tenían: su
fidelidad a Cristo.
El
martirio es la “limosna suprema”, porque es el don total de la existencia.
Su sangre derramada es como la ofrenda humilde de la viuda: aparentemente
insignificante ante los ojos del mundo, pero infinita para Dios.
5. Lecturas aplicadas al Año
Jubilar: donarse es sanar
El
Año Jubilar nos recuerda que Dios ofrece remedios
espirituales que curan las heridas del alma. Entre ellos, la
tradición siempre ha subrayado la limosna, junto con la oración y el ayuno.
¿Por
qué la limosna cura?
–
Porque nos libera del aplauso y del ego.
– Porque devuelve al otro su dignidad.
– Porque nos hace semejantes a Cristo.
– Porque nos permite sentirnos parte activa en la construcción del Reino.
– Porque nos enseña que dar
es sanar y compartir
es encontrar sentido.
Y
también porque nos reconcilia con nuestras pobrezas:
cuando damos desde la
escasez, descubrimos que Dios se convierte en nuestra verdadera abundancia.
6. Luz para los difuntos: la
limosna que permanece más allá de la muerte
La
limosna es también clave para nuestra intercesión por los difuntos. Dice la
Escritura que
“la limosna libra de la
muerte” (Tb 4,10),
no porque compre el cielo, sino porque dispone el corazón a la misericordia
divina.
En
el final del año litúrgico, y en el espíritu del Jubileo, nuestra oración por
los difuntos es una forma de dar:
– damos nuestra fe en su nombre,
– damos nuestro amor para quienes ya no pueden expresarlo,
– damos nuestro perdón para quienes pudieron herirnos,
– damos nuestra gratitud para quienes nos hicieron bien,
– damos sufragios que los acompañen en su entrada plena a la gloria.
La
limosna espiritual más alta es orar
por los muertos, porque es un acto de amor que trasciende el
tiempo.
7. Aplicación para la vida
diaria
Hoy
la Palabra nos invita a preguntarnos:
–
¿Qué puedo dar, aunque me sienta pobre?
– ¿Qué heridas necesita sanar la limosna del corazón?
– ¿Qué fidelidades debo retomar, como Daniel?
– ¿Qué fuegos estoy viviendo, y cómo alabar en medio de ellos?
– ¿Qué gestos de amor puedo ofrecer por mis difuntos para ayudarlos en su
camino hacia la luz?
La
viuda pobre, Daniel y los jóvenes del horno, los mártires vietnamitas… todos
gritan hoy un mismo mensaje:
la vida se cura dándola.
Nada que entreguemos por amor se pierde.
8. Conclusión mariana
Terminemos
nuestro camino de reflexión poniendo los ojos en la Virgen María, la Mujer que
ofreció todo: su cuerpo, su tiempo, su maternidad, su dolor, su esperanza. Ella
es la viuda pobre que lo dio todo, la discípula que conserva la identidad en la
prueba, la mártir del corazón que acompaña a sus hijos en la noche del mundo.
A
Ella confiamos a nuestros difuntos,
a Ella encomendamos nuestros gestos humildes de limosna y amor,
y a Ella le pedimos que nos enseñe a vivir este Año Jubilar como peregrinos del don,
peregrinos de la esperanza.
Amén.
Queridos hermanos:
Nos acercamos ya al final del año litúrgico, cuando la Iglesia, con sabiduría maternal, dirige nuestra mirada hacia la definitiva soberanía de Dios, hacia el cumplimiento de la historia y hacia nuestra esperanza más profunda: la vida eterna. En este espíritu jubilar, de gracia que desborda, hoy elevamos una oración especial por todos nuestros difuntos, aquellos que nos han precedido en el camino de la fe, y a quienes encomendamos a la misericordia del Señor.
1. La fidelidad que sostiene en los tiempos difíciles
Lectura: Daniel 1,1-6.8-20
El libro de Daniel nos muestra hoy a cuatro jóvenes —Daniel, Ananías, Misael y Azarías— viviendo en un tiempo de crisis, deportación y ruptura. Jerusalén ha caído, el Templo ha sido profanado, el pueblo ha perdido todo… menos lo que verdaderamente importa: la fidelidad al Dios vivo.
El rey Nabucodonosor les ofrece otra cultura, otra mesa, otro modo de pensar. Pero Daniel “resolvió firmemente no contaminarse” (Dn 1,8). Esta expresión es preciosa: define la decisión interior de un creyente que, aun en medio de la confusión, sabe a quién pertenece y qué voz desea seguir.
Y esto los hace fecundos: el texto concluye diciendo que Dios les concedió sabiduría, inteligencia y discernimiento superior a todos. La fidelidad trae luz, incluso cuando el entorno es oscuro.
En este Año Jubilar, en que somos llamados “Peregrinos de la Esperanza”, contemplamos a Daniel y sus amigos como compañeros de camino. Ellos no esperaron tiempos perfectos para ser fieles; la fidelidad los hizo libres en tierra extraña.
2. El fuego que no quema: un canto de alabanza en medio de la prueba
Salmo: Daniel 3 (Cántico de los jóvenes en el horno)
Este himno es entonado por jóvenes que, por ser fieles, fueron arrojados al fuego ardiente. Y, sin embargo, el fuego no los consume.
Muchos de nuestros difuntos pasaron por el fuego de la enfermedad, del miedo, de las preocupaciones o de la soledad. También ellos, en su propia carne, conocieron la fragilidad humana.
Hoy los ponemos en manos de Aquel que entra con nosotros en el horno, del Dios que no abandona, del Señor que camina al lado del que sufre.
3. La verdad de lo pequeño: Dios mira el corazón
Evangelio: Lucas 21,1-4
Jesús observa a la viuda pobre que echa dos moneditas. Los demás dan “de lo que les sobra”, pero ella, “de su indigencia, dio todo lo que tenía para vivir”.
Mientras el mundo mira apariencias, Jesús mira el centro de la vida: el don total, incluso cuando parece insignificante. La viuda no ofrece solo dinero; ofrece su confianza, su vida, su dependencia absoluta de Dios.
4. Luz para nuestros difuntos: esperanza que no defrauda
5. Aplicación pastoral: vivir como ofrenda
Así también estamos invitados en este Año Jubilar a renovar nuestro corazón, a devolverle a Dios lo que le pertenece, a entregarle nuestra vida entera, incluyendo el dolor por quienes ya partieron.
6. Conclusión mariana
Y como todo cristiano termina bien cuando se pone en manos de la Madre, hoy miramos a la Virgen Santísima, Estrella del Mar, guía segura en la noche de la fe.
Amén.
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24 de
noviembre:
San
Andrés Dung-Lac, Presbítero, y sus Compañeros Mártires — Memoria
Siglos XVII–XIX
Patronos de Vietnam
Canonizados por el Papa Juan Pablo II el 19 de junio de 1988.
Cita:
«Yo, Pablo, encadenado por el nombre de Cristo, deseo contarles las pruebas
que me afligen cada día, para que ustedes se inflamen de amor por Dios y se
unan conmigo en sus alabanzas, porque su misericordia es eterna. La prisión
aquí es una verdadera imagen del infierno eterno: a los crueles tormentos de
todo tipo —grilletes, cadenas de hierro, esposas— se añaden el odio, la
venganza, las calumnias, el lenguaje obsceno, las riñas, las acciones
perversas, los juramentos y maldiciones, así como la angustia y el dolor. Pero
el Dios que liberó a los tres jóvenes del horno ardiente está siempre conmigo;
Él me ha librado de estas tribulaciones y las ha vuelto dulces, porque su
misericordia es eterna. En medio de estos tormentos, que normalmente aterran a
otros, yo estoy, por la gracia de Dios, lleno de gozo y alegría, porque no
estoy solo: Cristo está conmigo.»
~ De una carta de San Pablo Le-Bao-Tinh, enviada a los estudiantes del
Seminario de Ke-Vinh en 1843
Reflexión
Entre los siglos XVII y XIX, se calcula que entre 130.000
y 300.000 hombres, mujeres y niños; obispos, sacerdotes y religiosos
sufrieron el martirio en Vietnam porque se negaron a renunciar a su fe
católica. Fueron arrestados, brutalmente torturados y asesinados. Sus torturas
fueron metódicas, diabólicas y diseñadas para causar el máximo dolor durante el
mayor tiempo posible. Para librarse de ese destino, bastaba con renunciar a la
fe, pisar un crucifijo o blasfemar contra Cristo. Si lo hacían, los tribunales
imperiales les concedían clemencia; si no, su sufrimiento aumentaba hasta la
muerte.
En marzo de 1533, algunos registros indican que un
misionero europeo llamado I-nê-khu (Ignacio, posiblemente sacerdote)
comenzó a predicar el Evangelio en Nam Định, en el norte de Vietnam. En 1550
llegó un sacerdote dominico al sur de Vietnam, y entre 1615 y 1627 llegaron los
jesuitas. Entre estos primeros jesuitas, los padres Alexandre de Rhodes y
Antoine Marquez, procedentes de Aviñón (Francia), tuvieron el mayor impacto
al iniciar el primer programa formal de evangelización. Llegaron en 1627 y para
1630 ya informaban 6.000 conversiones. Aunque fueron expulsados dos veces,
completaron una versión romanizada del alfabeto vietnamita y publicaron un
catecismo y otros libros litúrgicos que permitieron comunicar la fe en lengua
local. Para 1660, se estimaba que había 100.000 católicos en Vietnam,
gracias en gran parte a la formación de laicos catequistas que transmitían la
fe a sus compatriotas.
Con el rápido crecimiento del cristianismo,
surgieron sospechas entre los señores feudales y miembros del gobierno. El
cristianismo cuestionaba prácticas centrales de la cultura vietnamita: el
budismo, el confucianismo y el culto a los antepasados. Además, creció el temor
de que los europeos quisieran colonizar Vietnam. A medida que el miedo y la ira
de los señores feudales aumentaban, comenzaron las persecuciones. Los registros
completos de todos los mártires se han perdido. Andrés de Phú Yên, un
catequista vietnamita de 19 años, es considerado el primer mártir. En 1644, el
mandarín local recibió órdenes de expulsar a los jesuitas y detener la
propagación de la “tonta doctrina” católica. Andrés fue arrestado en casa del
Padre de Rhodes y obligado a renunciar a su fe. No lo hizo. Fue golpeado, pero
irradiaba alegría. Fue condenado a morir ahorcado. Aunque su nombre no aparece
en la canonización de 1988, fue beatificado en marzo del 2000 y es
venerado como el proto-mártir de Vietnam.
Entre 1659 y 1802, la Iglesia en Vietnam comenzó a
organizarse. En 1658 se fundó la Sociedad de Misiones Extranjeras de París
y se enviaron dos obispos para formar dos diócesis. Poco después, siete
catequistas vietnamitas fueron ordenados sacerdotes, se fundó una comunidad
religiosa femenina, se construyeron parroquias y en 1670 se celebró el primer
sínodo en Vietnam. Durante los siguientes 70 años, la Iglesia floreció con
solo persecuciones y martirios menores.
En 1742, el Papa Benedicto XIV emitió una
constitución apostólica que prohibía el culto a los antepasados y los ritos
confucianos en las iglesias nacientes de China, Japón y Vietnam. Esta
restricción provocó una terrible ola de persecuciones. El tribunal imperial la
vio como un ataque a la cultura y la identidad nacionales. En los siguientes 60
años, al menos 30.000 católicos vietnamitas fueron martirizados. Para
1802, había tres diócesis y unos 320.000 católicos.
En 1802, el emperador Gia Long unificó el
norte y el sur de Vietnam y concedió libertad religiosa a los cristianos, en
gran parte porque el obispo Pigneau de Béhaine lo apoyó para llegar al
trono. No obstante, su sucesor, Minh Mạng, reanudó las persecuciones en
1825. Aunque envió una delegación a Francia para resolver el conflicto y
expulsar a los misioneros, fue ignorado. Los siguientes emperadores, Thiệu
Trị y Tự Đức, intensificaron las persecuciones. En 1868, Tự Đức
promulgó un severo decreto dividiendo a la población entre “buenos ciudadanos”
—los que seguían las religiones tradicionales— y “malos ciudadanos” —los
cristianos—. Entre 1820 y 1883, al menos 100.000 cristianos vietnamitas
fueron martirizados.
En medio de estas persecuciones nació Trần An
Dũng, en una familia pobre no cristiana. A los doce años, su familia se
trasladó a Hanoi en busca de trabajo. Allí conoció a un catequista vietnamita
que le ofreció comida, refugio y formación en la fe. Fue bautizado, tomó el
nombre de Andrés, se hizo catequista y luego estudió teología. Fue ordenado
sacerdote el 18 de marzo de 1823, a los 28 años. Su ministerio condujo a
muchos a Cristo; vivía en ayuno, sencillez y rectitud moral.
En 1835, el Padre Andrés fue arrestado, pero sus
feligreses lo rescataron con donaciones de la Sociedad Misionera Francesa.
Cambió su apellido a Lạc para protegerse y se trasladó a otra región. En
1839 fue arrestado nuevamente, junto al Padre Pedro Thi, a quien
visitaba para confesarse. Fueron rescatados, pero arrestados de nuevo poco
después. La tercera vez fueron brutalmente torturados; ambos se negaron a
renunciar a su fe y fueron decapitados el 21 de diciembre de 1839 en
Hanoi. Su nombre representa a los 117 mártires canonizados y a los innumerables
otros que permanecen anónimos.
En 1874 se firmó el Tratado de Saigón, que
entregó el control del sur de Vietnam a Francia. En 1884, el Tratado de Huế
redujo al emperador vietnamita a un papel ceremonial, mientras Francia asumía
la administración interna, las fuerzas militares y la política exterior. Aunque
muchos vietnamitas se rebelaron, el dominio francés creó un entorno más seguro
para los católicos y puso fin a los edictos de persecución estatal.
Persistieron algunos abusos, pero más locales. A menudo, los católicos eran
asociados con los colonizadores franceses, y la resistencia al colonialismo se
desbordaba sobre ellos.
Además de los 130.000 a 300.000 mártires entre 1630
y 1886, innumerables católicos sufrieron como "confesores", es decir,
padecieron persecuciones sin llegar al martirio. Muchos huyeron a bosques o
montañas, o se exiliaron a otros países, viviendo con miedo constante. Otros
fueron marcados con las palabras “tà đạo” (“religión falsa”) en la cara.
Sus casas y bienes fueron confiscados, y aldeas enteras destruidas.
En 1954, Francia abandonó Vietnam tras su derrota
en Dien Bien Phu. Un régimen comunista tomó el norte y se formó una
república en el sur. Hubo migraciones masivas de católicos hacia el sur para
evitar persecuciones. Tras la caída de Saigón en 1975, el comunismo dominó todo
el país: se confiscaron propiedades, se restringió la actividad religiosa, sacerdotes
y religiosas fueron encarcelados y se discriminó a los laicos católicos.
La memoria de hoy honra a 117 mártires,
beatificados en diferentes grupos: 64 en 1900, 8 en 1906, 20 en 1909 y 25 en
1951. En 1988, San Juan Pablo II canonizó al grupo completo, simbolizando
también a los incontables mártires no registrados. Aunque el gobierno comunista
no envió delegados, miles de vietnamitas exiliados llenaron la Plaza de San
Pedro. El grupo incluía 96 vietnamitas, 11 españoles y 10 franceses: 8
obispos, 50 sacerdotes y 59 laicos. Entre los laicos había incluso una niña de
nueve años: Santa Inés Lê Thị Thành.
Al honrar esta inmensa nube de testigos que
entregaron su vida en un entorno brutal y cruel, soportando algunos de los
peores tormentos de la historia, recordamos que, sin importar lo difícil que
sea la vida o lo que debamos soportar, vale la pena cuando se entrega por
Cristo.
Uno de los mártires fue el Padre Jean-Théophane
Vénard, conocido gracias a Santa Teresita del Niño Jesús, que lo
consideraba un hermano espiritual y guardaba sus cartas. Concluyamos con una
frase suya que Teresita copió y atesoró:
«No encuentro nada en la tierra que pueda hacerme verdaderamente feliz; los
deseos de mi corazón son demasiado grandes, y nada de lo que el mundo llama felicidad
puede satisfacerlos. Para mí, el tiempo pronto será ya no más; mis pensamientos
están fijos en la Eternidad. Mi corazón está lleno de paz, como un lago
tranquilo o un cielo sin nubes. No lamento esta vida en la tierra. Tengo sed
del Agua de la Vida Eterna».
Oración
San
Andrés Dũng-Lạc, San Pablo Le-Bao-Tinh, San Pedro Thi, Santa Inés Lê Thị Thành,
San Jean-Théophane Vénard y todos los mártires vietnamitas, conocidos y
desconocidos: les agradezco su testimonio de amor, su fidelidad a Cristo frente
a torturas tan brutales y el don de su intercesión desde el Cielo. Rueguen por
mí, y especialmente por la Iglesia en Vietnam, para que todos seamos fieles a
Cristo hasta la muerte, sin contar el costo, entregándolo todo en imitación de
ustedes. Mártires de Vietnam, rueguen por mí. Jesús, en Ti confío.


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