MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO PARA LA 56 JORNADA MUNDIAL DE LAS COMUNICACIONES SOCIALES
Escuchar con los oídos del corazón
Queridos hermanos y hermanas:
El año pasado reflexionamos sobre
la necesidad de “ir y ver” para descubrir la realidad y poder contarla a partir
de la experiencia de los acontecimientos y del encuentro con las personas. Siguiendo
en esta línea, deseo ahora centrar la atención sobre otro verbo, “escuchar”,
decisivo en la gramática de la comunicación y condición para un diálogo
auténtico.
En efecto, estamos perdiendo la
capacidad de escuchar a quien tenemos delante, sea en la trama normal de las
relaciones cotidianas, sea en los debates sobre los temas más importantes de la
vida civil. Al mismo tiempo, la escucha está experimentando un nuevo e
importante desarrollo en el campo comunicativo e informativo, a través de las
diversas ofertas de podcast y chat audio,
lo que confirma que escuchar sigue siendo esencial para la comunicación humana.
A un ilustre médico, acostumbrado a
curar las heridas del alma, le preguntaron cuál era la mayor necesidad de los
seres humanos. Respondió: “El deseo ilimitado de ser escuchados”. Es un deseo
que a menudo permanece escondido, pero que interpela a todos los que están
llamados a ser educadores o formadores, o que desempeñen un papel de
comunicador: los padres y los profesores, los pastores y los agentes de
pastoral, los trabajadores de la información y cuantos prestan un servicio
social o político.
Escuchar con los oídos del corazón
En las páginas bíblicas aprendemos
que la escucha no sólo posee el significado de una percepción acústica, sino
que está esencialmente ligada a la relación dialógica entre Dios y la
humanidad. «Shema’ Israel - Escucha, Israel» (Dt 6,4),
el íncipit del primer mandamiento de la Torah se propone continuamente en la
Biblia, hasta tal punto que san Pablo afirma que «la fe proviene de la escucha»
(Rm 10,17). Efectivamente, la iniciativa es de Dios que nos habla,
y nosotros respondemos escuchándolo; pero también esta escucha, en el fondo,
proviene de su gracia, como sucede al recién nacido que responde a la mirada y
a la voz de la mamá y del papá. De los cinco sentidos, parece que el
privilegiado por Dios es precisamente el oído, quizá porque es menos invasivo,
más discreto que la vista, y por tanto deja al ser humano más libre.
La escucha corresponde al estilo
humilde de Dios. Es aquella acción que permite a Dios revelarse como Aquel que,
hablando, crea al hombre a su imagen, y, escuchando, lo reconoce como su
interlocutor. Dios ama al hombre: por eso le dirige la Palabra, por eso
“inclina el oído” para escucharlo.
El hombre, por el contrario, tiende
a huir de la relación, a volver la espalda y “cerrar los oídos” para no tener
que escuchar. El negarse a escuchar termina a menudo por convertirse en
agresividad hacia el otro, como les sucedió a los oyentes del diácono Esteban,
quienes, tapándose los oídos, se lanzaron todos juntos contra él (cf. Hch 7,57).
Así, por una parte está Dios, que
siempre se revela comunicándose gratuitamente; y por la otra, el hombre, a
quien se le pide que se ponga a la escucha. El Señor llama explícitamente al
hombre a una alianza de amor, para que pueda llegar a ser plenamente lo que es:
imagen y semejanza de Dios en su capacidad de escuchar, de acoger, de dar
espacio al otro. La escucha, en el fondo, es una dimensión del amor.
Por eso Jesús pide a sus discípulos
que verifiquen la calidad de su escucha: «Presten atención a la forma en
que escuchan» (Lc 8,18); los exhorta de ese modo después de
haberles contado la parábola del sembrador, dejando entender que no basta
escuchar, sino que hay que hacerlo bien. Sólo da frutos de vida y de salvación
quien acoge la Palabra con el corazón “bien dispuesto y bueno” y la custodia
fielmente (cf. Lc 8,15). Sólo prestando atención a
quién escuchamos, qué escuchamos y cómo escuchamos
podemos crecer en el arte de comunicar, cuyo centro no es una teoría o una
técnica, sino la «capacidad del corazón que hace posible la proximidad»
(Exhort. ap. Evangelii gaudium, 171).
Todos tenemos oídos, pero muchas
veces incluso quien tiene un oído perfecto no consigue escuchar a los demás.
Existe realmente una sordera interior peor que la sordera física. La escucha,
en efecto, no tiene que ver solamente con el sentido del oído, sino con toda la
persona. La verdadera sede de la escucha es el corazón. El rey Salomón, a pesar
de ser muy joven, demostró sabiduría porque pidió al Señor que le concediera
«un corazón capaz de escuchar» ( 1 Re 3,9). Y san Agustín
invitaba a escuchar con el corazón ( corde audire), a acoger las
palabras no exteriormente en los oídos, sino espiritualmente en el corazón: «No
tengan el corazón en los oídos, sino los oídos en el corazón» [1]. Y
san Francisco de Asís exhortaba a sus hermanos a «inclinar el oído del
corazón» [2].
La primera escucha que hay que
redescubrir cuando se busca una comunicación verdadera es la escucha de sí
mismo, de las propias exigencias más verdaderas, aquellas que están inscritas
en lo íntimo de toda persona. Y no podemos sino escuchar lo que nos hace únicos
en la creación: el deseo de estar en relación con los otros y con el Otro. No
estamos hechos para vivir como átomos, sino juntos.
La escucha como condición de la
buena comunicación
Existe un uso del oído que no es
verdadera escucha, sino lo contrario: el escuchar a escondidas. De hecho, una
tentación siempre presente y que hoy, en el tiempo de las redes sociales,
parece haberse agudizado, es la de escuchar a escondidas y espiar,
instrumentalizando a los demás para nuestro interés. Por el contrario, lo que
hace la comunicación buena y plenamente humana es precisamente la escucha de
quien tenemos delante, cara a cara, la escucha del otro a quien nos acercamos
con apertura leal, confiada y honesta.
Lamentablemente, la falta de
escucha, que experimentamos muchas veces en la vida cotidiana, es evidente
también en la vida pública, en la que, a menudo, en lugar de oír al otro, lo
que nos gusta es escucharnos a nosotros mismos. Esto es síntoma de que, más que
la verdad y el bien, se busca el consenso; más que a la escucha, se está atento
a la audiencia. La buena comunicación, en cambio, no trata de impresionar al
público con un comentario ingenioso dirigido a ridiculizar al interlocutor,
sino que presta atención a las razones del otro y trata de hacer que se
comprenda la complejidad de la realidad. Es triste cuando, también en la
Iglesia, se forman bandos ideológicos, la escucha desaparece y su lugar lo
ocupan contraposiciones estériles.
En realidad, en muchos de nuestros
diálogos no nos comunicamos en absoluto. Estamos simplemente esperando que el
otro termine de hablar para imponer nuestro punto de vista. En estas
situaciones, como señala el filósofo Abraham Kaplan [3], el
diálogo es un “duálogo”, un monólogo a dos voces. En la verdadera comunicación,
en cambio, tanto el tú como el yo están “en
salida”, tienden el uno hacia el otro.
Escuchar es, por tanto, el primer e
indispensable ingrediente del diálogo y de la buena comunicación. No se
comunica si antes no se ha escuchado, y no se hace buen periodismo sin la
capacidad de escuchar. Para ofrecer una información sólida, equilibrada y
completa es necesario haber escuchado durante largo tiempo. Para contar un
evento o describir una realidad en un reportaje es esencial haber sabido
escuchar, dispuestos también a cambiar de idea, a modificar las propias
hipótesis de partida.
En efecto, solamente si se sale del
monólogo se puede llegar a esa concordancia de voces que es garantía de una
verdadera comunicación. Escuchar diversas fuentes, “no conformarnos con lo
primero que encontramos” —como enseñan los profesionales expertos— asegura
fiabilidad y seriedad a las informaciones que transmitimos. Escuchar más voces,
escucharse mutuamente, también en la Iglesia, entre hermanos y hermanas, nos
permite ejercitar el arte del discernimiento, que aparece siempre como la
capacidad de orientarse en medio de una sinfonía de voces.
Pero, ¿por qué afrontar el esfuerzo
que requiere la escucha? Un gran diplomático de la Santa Sede, el cardenal
Agostino Casaroli, hablaba del “martirio de la paciencia”, necesario para
escuchar y hacerse escuchar en las negociaciones con los interlocutores más
difíciles, con el fin de obtener el mayor bien posible en condiciones de
limitación de la libertad. Pero también en situaciones menos difíciles, la
escucha requiere siempre la virtud de la paciencia, junto con la capacidad de
dejarse sorprender por la verdad — aunque sea tan sólo un fragmento de la
verdad— de la persona que estamos escuchando. Sólo el asombro permite el
conocimiento. Me refiero a la curiosidad infinita del niño que mira el mundo
que lo rodea con los ojos muy abiertos. Escuchar con esta disposición de ánimo
—el asombro del niño con la consciencia de un adulto— es un enriquecimiento,
porque siempre habrá alguna cosa, aunque sea mínima, que puedo aprender del
otro y aplicar a mi vida.
La capacidad de escuchar a la
sociedad es sumamente preciosa en este tiempo herido por la larga pandemia.
Mucha desconfianza acumulada precedentemente hacia la “información oficial” ha
causado una “infodemia”, dentro de la cual es cada vez más difícil hacer
creíble y transparente el mundo de la información. Es preciso disponer el oído
y escuchar en profundidad, especialmente el malestar social acrecentado por la
disminución o el cese de muchas actividades económicas.
También la realidad de las
migraciones forzadas es un problema complejo, y nadie tiene la receta lista
para resolverlo. Repito que, para vencer los prejuicios sobre los migrantes y
ablandar la dureza de nuestros corazones, sería necesario tratar de escuchar
sus historias, dar un nombre y una historia a cada uno de ellos. Muchos buenos
periodistas ya lo hacen. Y muchos otros lo harían si pudieran. ¡Alentémoslos!
¡Escuchemos estas historias! Después, cada uno será libre de sostener las
políticas migratorias que considere más adecuadas para su país. Pero, en
cualquier caso, ante nuestros ojos ya no tendremos números o invasores
peligrosos, sino rostros e historias de personas concretas, miradas,
esperanzas, sufrimientos de hombres y mujeres que hay que escuchar.
Escucharse en la Iglesia
También en la Iglesia hay mucha necesidad
de escuchar y de escucharnos. Es el don más precioso y generativo que podemos
ofrecernos los unos a los otros. Nosotros los cristianos olvidamos que el
servicio de la escucha nos ha sido confiado por Aquel que es el oyente por
excelencia, a cuya obra estamos llamados a participar. «Debemos escuchar con
los oídos de Dios para poder hablar con la palabra de Dios» [4]. El
teólogo protestante Dietrich Bonhoeffer nos recuerda de este modo que el primer
servicio que se debe prestar a los demás en la comunión consiste en
escucharlos. Quien no sabe escuchar al hermano, pronto será incapaz de escuchar
a Dios [5].
En la acción pastoral, la obra más
importante es “el apostolado del oído”. Escuchar antes de hablar, como exhorta
el apóstol Santiago: «Cada uno debe estar pronto a escuchar, pero ser lento
para hablar» (1,19). Dar gratuitamente un poco del propio tiempo para escuchar
a las personas es el primer gesto de caridad.
Hace poco ha comenzado un proceso
sinodal. Oremos para que sea una gran ocasión de escucha recíproca. La comunión
no es el resultado de estrategias y programas, sino que se edifica en la
escucha recíproca entre hermanos y hermanas. Como en un coro, la unidad no
requiere uniformidad, monotonía, sino pluralidad y variedad de voces,
polifonía. Al mismo tiempo, cada voz del coro canta escuchando las otras voces
y en relación a la armonía del conjunto. Esta armonía ha sido ideada por el
compositor, pero su realización depende de la sinfonía de todas y cada una de
las voces.
Conscientes de participar en una
comunión que nos precede y nos incluye, podemos redescubrir una Iglesia
sinfónica, en la que cada uno puede cantar con su propia voz acogiendo las de
los demás como un don, para manifestar la armonía del conjunto que el Espíritu
Santo compone.
Roma, San Juan de Letrán, 24 de
enero de 2022, Memoria de san Francisco de Sales.
Francisco
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