¿No es verdad que a menudo nos acostumbramos
tanto a recibir, que se nos olvida agradecer a quienes nos sirven o nos hacen
un favor?
¿Y no ocurre lo mismo con Dios?
¿Acaso no es Él quien nos lo da todo: desde la fecundidad de la tierra hasta la
fuerza y la inteligencia para trabajar?
En nuestra celebración
comunitaria de este fin de semana —sea la Eucaristía o el culto dominical—, detengámonos
un momento para reconocer la bondad de Dios, para abrir el
corazón y dirigirle nuestra oración de alabanza y acción de gracias.
Primera lectura
Lectura del segundo
libro de los Reyes (5,14-17):
EN aquellos días, el sirio Naamán bajó y se bañó en el Jordán siete veces,
conforme a la palabra de Eliseo, el hombre de Dios, Y su carne volvió a ser
como la de un niño pequeño: quedó limpio de su lepra.
Naamán y toda su comitiva regresaron al lugar donde se encontraba el hombre de
Dios. Al llegar, se detuvo ante él exclamando:
«Ahora conozco que no hay en toda la tierra otro Dios que el de Israel. Recibe,
pues, un presente de tu siervo».
Pero Eliseo respondió:
«Vive el Señor ante quien sirvo, que no he de aceptar nada».
Y le insistió en que aceptase, pero él rehusó.
Naamán dijo entonces:
«Que al menos le den a tu siervo tierra del país, la carga de un par de mulos,
porque tu servidor no ofrecerá ya holocausto ni sacrificio a otros dioses más
que al Señor».
Palabra de Dios
Salmo
Sal 97,1.2-3ab.3cd-4
R/. El Señor revela a las naciones su salvación.
V/. Cantad al Señor un cántico nuevo,
porque ha hecho maravillas.
Su diestra le ha dado la victoria,
su santo brazo. R/.
V/. El Señor da a conocer su salvación,
revela a las naciones su justicia.
Se acordó de su misericordia y su fidelidad
en favor de la casa de Israel. R/.
V/. Los confines de la tierra han contemplado
la salvación de nuestro Dios.
Aclama al Señor, tierra entera;
gritad, vitoread, tocad. R/.
Segunda lectura
Lectura de la
segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo (2,8-13):
Querido hermano:
Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre ¡os muertos, nacido del linaje de
David, según mi evangelio, por el que padezco hasta llevar cadenas, como un
malhechor; pero la palabra de Dios no está encadenada.
Por eso lo aguanto todo por los elegidos, para que ellos también alcancen la
salvación y la gloria eterna en Cristo Jesús.
Es palabra digna de crédito:
Pues si morimos con él, también viviremos con él;
si perseveramos, también reinaremos con él;
si lo negamos, también él nos negará.
Si somos infieles, él permanece fiel,
porque no puede negarse a sí mismo.
Palabra de Dios
¿Cristo,
marca registrada?
Cuando
uno ya
está convencido de Jesucristo, cuando lo ha encontrado de
verdad y en Él descubre todo lo necesario para ser feliz
—el sentido de la vida, la salvación, la paz, la ausencia de miedo, incluso
ante la muerte—, es imposible no hablar de Él.
Es inevitable recordarlo a cada instante, tenerlo presente en cada pensamiento
y querer compartir con todos su proyecto, su Evangelio, lo que promete y
realiza.
Repito: eso es inevitable.
Cuando
alguien se
enamora de Jesús, cuando se apasiona por su Buena
Noticia, no puede permanecer indiferente. Toma en serio su
bautismo, vive con profundidad los sacramentos —sobre todo la Eucaristía—,
y siente una fuerza interior que lo impulsa a atraer a otros hacia Él y hacia
su comunidad de amigos: la Iglesia.
Un mundo con muchas marcas… pero sin memoria de Cristo
El gran problema de nuestro tiempo es que vivimos
en función de todo, menos de Aquel que puede darnos la vida eterna,
esa plenitud integral —cuerpo, alma y espíritu— que no tiene fecha de caducidad
y que comienza aquí, en esta tierra.
Con razón decía san Pablo:
“Para mí, vivir es Cristo” (Flp 1,21)
y también: “¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!” (1 Cor 9,16).
Vivimos en un mundo que busca sentido,
pero lo hace muchas veces en el lugar equivocado. Como decía una revista
francesa (Clés,
2013):
“Las marcas son nuestra nueva religión. Gracias a la
publicidad, han tomado dominio sobre todo: las palabras, los pensamientos, los
deseos. Después de haber contribuido a alterar el mundo, ahora se les atribuye
el poder de salvarlo.”
Así es: vivimos marcados por las marcas.
Ellas nos definen, nos encuadran, nos limitan. Y sin darnos cuenta, nos
impiden mirar hacia otro horizonte: el de la marca registrada
del cielo, la única que no pasa de moda, la que nos identifica desde el
bautismo: ser
cristianos.
Una anécdota que lo dice todo
Cuentan que en Francia, un niño de ocho años fue llevado al
bautismo. Por su edad, podía responder las preguntas del sacerdote.
En un momento, el sacerdote le preguntó:
—“¿Quieres ser cristiano?”
Y el niño, con total naturalidad, respondió:
—“No, padre… yo quiero ser Messi.”
Una respuesta simpática, sí, pero también profundamente
reveladora de nuestra época.
El fútbol —como otros ídolos modernos— se ha convertido en una religión
paralela, capaz de movilizar pasiones y violencias. Jóvenes que
se matan por una camiseta o una hinchada… ¿No será que hemos olvidado lo
esencial?
¿Y tú? ¿Has olvidado a Cristo?
Quizás te hayas olvidado un poco de Jesús.
Tal vez seas indiferente con Él, no lo tomes en serio, o lo consideres solo un
personaje más, un fundador más de una religión entre tantas.
¿Cómo saberlo?
La prueba no está solo en si vas o no a misa —aunque eso también importa—, sino
en si
permites que Él transforme tu vida.
Ser de Cristo es dejar que Él cambie tu mentalidad, tu manera de actuar, tu
modo de mirar a los demás.
Es abandonar
el egoísmo, la soberbia, la dureza de corazón, y crecer en
humildad, comprensión, perdón y ternura.
Y —permíteme decirlo— la ternura no es debilidad ni falta
de hombría: es el estilo mismo de Dios. La ternura no
afemina, diviniza.
Acuérdate de Jesucristo
En la segunda lectura de este domingo, san Pablo le dice a
su discípulo Timoteo:
“Acuérdate de Jesucristo.”
Y en el Evangelio, Jesús lamenta el olvido de los nueve
leprosos que, una vez curados, se fueron sin volver.
Solo uno —un samaritano— regresó a dar gracias.
Los otros, apenas sanos, “se abrieron del parche”, como decimos en Colombia, y
desaparecieron.
Solo el décimo comprendió que la verdadera fe consiste en la gratitud,
en volver a los pies de Cristo para adorarlo y reconocer que todo viene de Él.
La palabra clave aquí es olvido.
Olvidamos a Cristo, olvidamos dar gracias, olvidamos hacer memoria de los dones
recibidos.
Y así, el nombre de Jesús se va vaciando de sentido, se convierte en una
palabra más, en una abstracción sin carne ni compasión.
Haz memoria, y vivirás
¿En qué situación estás tú?
¿Recuerdas las maravillas que Dios ha hecho en tu vida?
¿Fortaleces tu fe recordando su amor?
¿O eres de los que viven anestesiados por la rutina, la publicidad y las modas?
El padre Luc Fritz lo dice con fuerza:
“La acción de gracias solo se abre a quien hace memoria de
los dones recibidos.”
Haz memoria.
Recuerda.
Detente y reconoce.
Solo así escucharás de labios del Señor esas palabras que cambiaron la vida del
samaritano:
“Levántate y vete; tu
fe te ha salvado.”
Aproximación psicológica al texto del Evangelio
Aprender a decir “gracias”
Agradecer nos acerca a
Dios.
Habla de nuestra humildad y de la conciencia de nuestra dependencia.
Este segundo lunes de
octubre (10) se celebra en Canadá el Día de Acción de Gracias;
y un poco más al sur, en los Estados Unidos, se celebra también el Thanksgiving,
aunque con su propia tradición y aproximadamente un mes más tarde.
Pero, ¿cuál es el
origen de esta fiesta de la Acción de Gracias?
Sus raíces se hunden en las antiguas celebraciones de la cosecha,
donde los pueblos rendían honor a la Tierra Madre. En realidad,
era una forma de agradecer a Dios por la fecundidad del suelo y por los frutos
recibidos.
Recuerdo, cuando estuve
en Camerún —en esa África pobre, seca y a veces árida—, cuánto me conmovía la
alegría y la devoción de los cristianos durante sus fiestas de acción de
gracias. Bailaban, cantaban y rezaban con gratitud por las primicias
de la tierra. Aunque las cosechas fueran escasas, uno podía ver
en el rostro de los mafas —la etnia con la que compartí mi misión—
una disposición natural para agradecer al Dios de sus ancestros, al Creador del
mundo, por sus bendiciones.
Sin temor a
equivocarme, creo que todo ser humano lleva inscrita en su
alma una tendencia natural a agradecer, a reconocer que la
vida, antes que conquista, es don.
La gratitud en la
experiencia humana y bíblica
¿No es cierto que,
cuando estamos enfermos o cuando esperamos con ansiedad el resultado de un
examen médico, nos volvemos espontáneamente hacia el Señor para pedirle su ayuda
y su fuerza?
Los diez leprosos del Evangelio de este domingo se encontraban, sin duda, en
esa misma actitud cuando clamaron:
“¡Jesús, Maestro, ten
piedad de nosotros!”
Y su súplica fue
escuchada: los
diez fueron purificados.
Sin embargo, solo uno, alabando a Dios, volvió
a agradecer a Cristo.
Cuando una necesidad o
un deseo son satisfechos, solemos alegrarnos. Pero dar gracias no
siempre nos nace de modo espontáneo.
Vivimos rodeados de dones:
·
el
planeta y su belleza,
·
las
riquezas de la naturaleza,
·
la
diversidad de culturas,
·
nuestras
familias y amigos,
·
la
inteligencia humana, capaz de descubrir y transformar el universo…
La lista es larga.
Pero, ¿todo esto nos conduce realmente a reconocer al Autor de tanto bien? ¿Nos
lleva a elevar una acción de gracias sincera hacia Aquel que es la fuente de
todo don, el
Señor mismo?
Un milagro que transforma
más allá de la piel
El relato evangélico de
hoy es, en apariencia, una historia de milagro: diez enfermos suplican, Jesús
los escucha, pronuncia una palabra de poder y ellos quedan curados. Pero lo que
distingue este relato es el final.
Solo uno de los diez leprosos —un extranjero, un samaritano— “vuelve
glorificando a Dios en voz alta”.
Las traducciones suelen
decir “vuelve alabando a Dios”, pero podríamos también traducirlo así:
“Reorientó su vida
hacia Jesús, celebrando la grandeza del Dios que lo había tocado”.
Y Jesús, sorprendido,
pregunta:
“¿No quedaron limpios
los diez? ¿Dónde están los otros nueve?”
No se trata de un
reclamo por falta de buena educación, como si Jesús estuviera dolido porque no
le dieron las gracias.
No
es una lección de modales.
Lo que está en juego es algo infinitamente más profundo: la
experiencia interior del encuentro con Dios que transforma la existencia.
¿Qué vivió aquel
leproso distinto de los otros?
Podríamos decir, parafraseando una famosa canción, que tuvo una “experiencia
religiosa”, pero en el sentido más verdadero: experimentó en lo más
hondo el
amor personal de Dios hacia él.
Se sintió envuelto por una ternura y una gracia que lo hicieron llorar de
alegría.
Por eso canta. Por eso vuelve. Por eso se postra a los pies de Jesús.
Su curación corporal se convierte en una resurrección interior.
Cuando Jesús le dice:
“Levántate y vete; tu
fe te ha salvado”,
le está diciendo: “Permanece en pie, vive de lo que has descubierto, camina con
esta nueva libertad interior.”
El verdadero milagro no
fue la piel limpia, sino la vida renovada.
El misterio de la libertad y
la fe que libera
¿Por qué solo uno
volvió y no los otros nueve?
El Evangelio señala que ese único agradecido era samaritano,
alguien considerado impuro, casi un enemigo religioso.
Su historia nos recuerda que la gracia no se detiene ante los límites
humanos, y que muchas veces quienes son
despreciados tienen el corazón más abierto a Dios.
El misterio de la
libertad humana está aquí.
Solo cuando uno ha pasado por la enfermedad aprende a valorar la salud.
Solo quien ha sufrido la oscuridad sabe apreciar la luz.
Solo quien ha llorado en la noche comprende el milagro del amanecer.
Aprender a vivir es, de
algún modo, aprender a levantarse después de caer.
Y en cada levantarse se nos ofrece la posibilidad de decidir:
¿me abro al llamado de la vida con una fe total o prefiero seguir prisionero de
mi noche interior?
La
fe, misteriosamente, es liberadora.
Es la capacidad de ver más allá de la herida, de creer que la vida no termina
en la lepra, ni en la cruz, ni en el dolor.
La Eucaristía: escuela de
gratitud
La vida no siempre es
fácil. Pero precisamente por eso, cada vez que nos reunimos como comunidad
creyente —en torno al altar, en la Eucaristía—, celebramos la
más sublime Acción de Gracias.
Eucaristía significa eso: dar
gracias.
Y en ella reconocemos que todo lo que tenemos y somos es don:
el amor de Dios Padre, la entrega de su Hijo Jesús y la presencia vivificante
del Espíritu Santo.
Hoy, al alzar los ojos,
contemplemos la belleza de lo que nos rodea y digamos, con el corazón lleno de
fe:
“Gracias, Señor, por
todo lo que me das.
Gracias por tu amor que me sana, por tu presencia que me levanta,
por tu Hijo Jesús que me salva y por tu Espíritu que me enseña a amar.”
REFLEXIÓN CENTRAL:
¡Saber decir gracias!
Creo que todos
conocemos dos tipos de personas que, por decirlo en nuestro argot popular, nos
resultan muy “cansonas”, aunque a la vez simpáticas.
El primer tipo es el de las personas “saludables” como una lechuga: saludan a
toda hora, y si te ven tres veces en el día, las tres veces te dicen “hola” o
“buenos días”. Además, siempre tienen un “gracias” en la boca,
para todo y a toda hora.
A muchos, el primer grupo de personas, nos parecen
empalagosas, incluso incómodas, porque nos hemos acostumbrado tanto a la
indiferencia y al desagradecimiento, que lo que debería ser normal —la cortesía
y la gratitud— nos resulta extraño o exagerado.
Si nos detuviéramos a
pensar un poco, descubriríamos que esas personas no están equivocadas ni son
“anormales” por saludar o agradecer constantemente.
¡Cuántas relaciones de amistad o de familia se hieren, se enfrían o incluso se
rompen definitivamente por falta de una actitud de acogida, de amor espontáneo
o de gratitud sincera!
Piénselo: tal vez ese compañero de trabajo, aquel vecino o aquel antiguo amigo
con el que ya no se habla, solo necesitaba una palabra amable o un “gracias” en
el momento oportuno.
Leí hace poco en un
comentario del Evangelio que hay dos cosas que más impiden el crecimiento de
nuestras relaciones y comunidades:
1.
Creerse “quién sabe
quién”,
o la “vaca que más leche da”.
2.
Dar por hecho que los
demás son como los imaginamos, sin darles la oportunidad de mostrarse tal
como son, dejándonos influir por los juicios ajenos.
A esas dos actitudes
nefastas podemos añadir otras dos: la indiferencia y la ingratitud.
Y ahora me pregunto:
¿usted dice “gracias” con frecuencia? Tal vez lo hace una vez de cada diez…
Decir “gracias” al portero, al mensajero, al telefonista, a su esposo o esposa,
a su hijo, a su madre, a su amigo.
¡Qué diferente sería nuestra vida cotidiana si la palabra “gracias” se
convirtiera en una costumbre del alma!
La plenitud de la fe es
precisamente la acción de gracias.
La palabra griega para acción de gracias es Eucaristía.
Celebrar la Eucaristía —la Santa Misa— es dar gracias a Dios Padre por el don
de la vida, de la esperanza y de la resurrección en Jesucristo, su Hijo.
Como dice san Pablo a Timoteo: “Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre
los muertos” (2 Tim 2,8).
En la primera lectura
de hoy, Naamán, general sirio curado de la lepra, quiere ofrecer un regalo a
Eliseo.
Pero el profeta lo rechaza, porque quiere destacar la gratuidad de Dios:
los milagros no se compran, ni son mérito humano.
Naamán, agradecido, se lleva entonces unas fanegadas de tierra de Israel para
poder orar al Dios verdadero en su país.
Es una imagen preciosa del corazón agradecido: quien reconoce el don, quiere
seguir unido al Dador.
No hay una “receta”
para dar gracias, pero el Evangelio nos muestra que el leproso samaritano
supo anteponer el corazón a la ley.
Antes que cumplir el rito, se volvió para agradecer.
¡Cuánto bien nos haría en la Iglesia hacer lo mismo!
Mostrar más acogida, más apertura, más ternura… antes que aplicar fríamente la
norma.
Abrir el corazón antes que levantar el dedo.
Jesús le dice al
agradecido: “Levántate y vete; tu fe te ha salvado”.
De los diez curados, solo uno fue verdaderamente transformado.
Los diez recuperaron la salud del cuerpo, pero solo uno recibió la sanación
del alma.
Diez pieles quedaron limpias… pero solo un corazón vio entreabrirse el cielo.

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