La muerte ya no existe
En este día de la Conmemoración de todos los fieles difuntos, hacemos memoria
de aquellos que nos precedieron en la muerte; oramos por ellos y les pedimos
que intercedan por nosotros.
Al invitarnos a entrar en este intercambio de oraciones que
nos une a los difuntos, la liturgia nos recuerda que nuestro Dios no es un Dios
de muertos, sino de vivos, como afirma Jesús mismo en el Evangelio de Mateo.
Podemos orar unos por otros más allá de las fronteras de la muerte precisamente
porque creemos que, más allá de la muerte, lo que nos espera es la vida y los
vivientes.
En el discurso del que hoy leemos un fragmento, Jesús
dirige a sus discípulos palabras que encarnan esta fe. Hace resonar también
aquellas palabras, pronunciadas siglos antes por el profeta Isaías, quien
anunciaba el fin del luto, de las lágrimas y de las humillaciones, y tuvo
incluso la audacia de afirmar que Dios hará desaparecer la muerte para siempre.
Nosotros, los cristianos que leemos estas líneas, creemos
que en Jesús la muerte “ha desaparecido”, que en Él las lágrimas son enjugadas
y que en Él la vida nos es dada desde ahora y nunca nos será quitada.
Porque el Evangelio nos enseña que la muerte no tuvo la última palabra, que
Jesús está vivo y que Él nos reserva un lugar junto a sí en el Reino del Padre.
“Que no se turbe su corazón.” ¿Cómo dejar que
estas palabras me sostengan en los tiempos de prueba?
“Nadie va al Padre sino por mí.” ¿Qué significan hoy para mí estas palabras de
Jesús?
Marie-Caroline Bustarret, théologienne, enseignante aux
facultés Loyola Paris
Primera lectura
Lam
3, 17-26
Es
bueno esperar en silencio la salvación del Señor
Lectura del libro de las Lamentaciones.
HE perdido la paz,
me he olvidado de la dicha;
me dije: «Ha sucumbido mi esplendor
y mi esperanza en el Señor».
Recordar mi aflicción y mi vida errante
es ajenjo y veneno;
no dejo de pensar en ello,
estoy desolado;
hay algo que traigo a la memoria,
por eso esperaré:
Que no se agota la bondad del Señor,
no se acaba su misericordia;
se renuevan cada mañana,
¡qué grande es tu fidelidad!;
me digo: «¡Mi lote es el Señor,
por eso esperaré en él!».
El Señor es bueno para quien espera en él,
para quien lo busca;
es bueno esperar en silencio
la salvación del Señor.
Palabra de Dios.
Salmo
Sal
129, 1b-2. 3-4. 5-6. 7. 8 (R.: 1b; cf. 5)
R. Desde lo hondo a ti
grito, Señor.
O
bien:
R. Espero en el
Señor, espero en su palabra.
V. Desde lo hondo a ti
grito, Señor;
Señor, escucha mi voz;
estén tus oídos atentos
a la voz de mi súplica. R.
V. Si llevas cuenta de
los delitos, Señor,
¿quién podrá resistir?
Pero de ti procede el perdón,
y así infundes temor. R.
V. Mi alma espera en el
Señor,
espera en su palabra;
mi alma aguarda al Señor,
más que el centinela la aurora. R.
V. Aguarde Israel al
Señor,
como el centinela la aurora;
porque del Señor viene la misericordia,
la redención copiosa. R.
V. Y él redimirá a
Israel
de todos sus delitos. R.
Segunda lectura
Rom
6, 3-9
Andemos
en una vida nueva
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos.
HERMANOS:
¿Saben ustedes que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados
en su muerte?
Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que
Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también
nosotros andemos en una vida nueva.
Pues si hemos sido incorporados a él en una muerte como la suya, lo seremos
también en una resurrección como la suya; sabiendo que nuestro hombre viejo fue
crucificado con Cristo, para que fuera destruido el cuerpo de pecado, y, de
este modo, nosotros dejáramos de servir al pecado; porque quien muere ha
quedado libre del pecado.
Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él; pues sabemos
que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte
ya no tiene dominio sobre él.
Palabra de Dios.
Aclamación
¡Felices los que mueren en el Señor!
Que descansen de sus fatigas,
Porque sus obras los acompañan.
Evangelio
Jn
14, 1-6
En
la casa de mi Padre hay muchas moradas
Lectura del santo Evangelio según san Juan.
EN aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«No se turbe su corazón, crean en Dios y crean también en mí. En la casa de mi
Padre hay muchas moradas; si no, se lo habría dicho, porque me voy a
prepararles un lugar. Cuando vaya y les prepare un lugar, volveré y los llevaré
conmigo, para que donde estoy yo estén también ustedes. Y adonde yo voy, ya
saben el camino». Tomás le dice:
«Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?».
Jesús le responde:
«Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí».
Palabra del Señor.
1
1. La memoria que salva y une
Hoy la
Iglesia peregrina vuelve su mirada hacia la Iglesia que ya ha partido. No es un
día de tristeza, sino de comunión y esperanza. Recordamos a nuestros seres
queridos no como sombras del pasado, sino como miembros vivos del Cuerpo de
Cristo, que ya reposan en la paz del Señor.
El Libro de las Lamentaciones nos coloca en la voz de quien ha
experimentado el dolor, la pérdida, la soledad… pero también la certeza de que “el
Señor es bueno con quienes esperan en Él”. Así se abre paso una esperanza
que nace en medio de la oscuridad, una fe que no se deja aplastar por la
muerte.
En este
Año Jubilar, el Papa nos invita a ser “peregrinos de la esperanza”,
también en el terreno del dolor. Peregrinar significa caminar hacia una meta. Y
nuestra meta, dice San Pablo, es participar de la resurrección de Cristo. Por
eso la conmemoración de los difuntos no mira hacia la nada, sino hacia el
cielo, donde la comunión no se interrumpe, sino que se transforma.
2. En Cristo, la muerte ha sido vencida
San
Pablo, en su carta a los Romanos, nos recuerda: “Si hemos sido incorporados
a Cristo por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una
resurrección semejante.”
Esta es la gran verdad que el mundo necesita escuchar: la muerte no tiene la
última palabra. En el Bautismo fuimos sumergidos en la muerte de Cristo,
pero para renacer a una vida nueva. La tumba no es el punto final; es el umbral
hacia la eternidad.
Cuando contemplamos
la cruz, comprendemos que el amor de Dios ha descendido hasta los infiernos del
sufrimiento humano para llenarlos de luz. Jesús no eliminó la muerte; la transfiguró.
No abolió el dolor; le dio sentido. No suprimió las lágrimas; las convirtió en fuente
de consuelo.
Por eso, cuando decimos que “la muerte no existe”, no negamos la experiencia
humana de perder a alguien, sino que afirmamos, desde la fe, que la muerte
ha sido vaciada de poder. Cristo resucitado ha abierto para nosotros una
morada eterna, “donde no habrá ya luto ni llanto ni dolor”.
3. “No se turbe su corazón”
En el
Evangelio de Juan, Jesús pronuncia unas de las palabras más tiernas y
consoladoras:
“No se turbe su corazón. Crean en Dios y crean también en mí.”
Dios no nos pide entender la muerte; nos pide confiar. Como hijos que no
comprenden todo, pero se abandonan en brazos del Padre.
Jesús no
nos promete una vida sin lágrimas, pero sí una meta segura: “Voy a
prepararles un lugar.” Estas palabras son un juramento de amor eterno.
Cuando sentimos el vacío por la ausencia de quienes amamos, podemos repetir: “Tienen
un lugar junto a Él… y Él me prepara el mío también.”
El
cristiano que camina entre lágrimas no se desespera, porque sabe que su vida
está escondida con Cristo en Dios. Esa es nuestra certeza jubilar: somos
peregrinos de esperanza, no prisioneros del pasado.
4. La comunión que atraviesa la muerte
La
liturgia de este día nos enseña algo profundamente hermoso: la comunión de
los santos.
Oramos por los difuntos, y ellos interceden por nosotros. En el corazón de Dios
no hay distancias. El amor traspasa el velo del tiempo y de la muerte.
En cada Eucaristía, el cielo y la tierra se tocan. La mesa del altar es el puente
invisible donde los vivos y los muertos se encuentran en Cristo.
Qué
consuelo tan grande saber que nuestras oraciones alcanzan a quienes amamos y
que sus oraciones nos acompañan a nosotros. La muerte, lejos de separarnos, nos
reúne en el misterio del amor eterno de Dios.
5. Peregrinos de esperanza en medio del duelo
En este
Año Jubilar, cuando el mundo parece vivir tantas sombras —guerras, violencia,
desarraigo, soledad—, la fe en la resurrección es más urgente que nunca.
No basta con decir que creemos en la vida eterna; debemos vivir con
esperanza, como hombres y mujeres que saben que el amor no termina con la
muerte.
El que vive en Cristo, aun muriendo, vive. Y quien ama con el amor de Cristo, permanece
para siempre.
Quizás
hoy llevas en el corazón nombres que ya no responden en esta tierra: padres,
hermanos, amigos, pastores, bienhechores. No los llames ausentes: están vivos
en Dios, más cerca que nunca, y esperan el día en que todos nos reencontremos
en la casa del Padre.
6. Oración final: abandono confiado a la Virgen
María
Madre de
los vivos,
tú que guardaste en silencio el dolor del Calvario
y esperaste con fe la aurora de la resurrección,
acoge en tus brazos a todos los hijos que parten de esta vida.
Muéstranos
el rostro de tu Hijo glorioso
cuando el cansancio del camino nos incline al suelo.
Enséñanos a llorar con esperanza
y a creer que en el corazón de Dios no hay tumbas,
sino caminos abiertos hacia la luz.
Virgen
María, estrella del cielo,
consuela a quienes lloran, fortalece a los que esperan,
y guía a tus hijos, peregrinos de esperanza,
hasta la morada que Cristo nos prepara
en el amor eterno del Padre.
Amén.
2
1. Una memoria que ilumina la noche
Hoy la
Iglesia, madre sabia y compasiva, se reviste de silencio y esperanza. No
celebramos la muerte, sino la vida que no termina. No nos detenemos en
las sombras del dolor, sino que alzamos los ojos al horizonte del cielo.
Recordamos a nuestros difuntos como peregrinos que nos precedieron y que ahora
caminan en la plenitud de la luz. Ellos son parte viva de la comunión de los
santos, donde el amor no se interrumpe y la oración sigue siendo un puente
entre el cielo y la tierra.
El
profeta de las Lamentaciones nos introduce en el misterio de la fe que
resiste al sufrimiento. “Mi alma está lejos de la paz... pero esto
recapacitaré en mi corazón y cobraré esperanza: las misericordias del Señor no
se agotan.”
He ahí la esencia de este día: la esperanza como acto de fe en medio del
llanto. No se trata de negar el dolor de las separaciones, sino de dejar
que la promesa de Dios nos abrace. En medio del duelo, la fe nos enseña que las
lágrimas no son el final, sino el bautismo del alma en la ternura de Dios.
2. El amor que no conoce fronteras
El salmo
responsorial canta:
“Caminaré
en presencia del Señor en el país de los vivos.”
Qué
declaración de confianza. El salmista ha conocido el peligro y la angustia,
pero no se queda atrapado en la desesperación. Ha descubierto que Dios es justo
y compasivo, que guarda a los sencillos y sostiene al que está caído.
Cada uno de nosotros puede repetir esas palabras desde su historia personal: “El
Señor ha librado mi alma de la muerte.”
Esa liberación no siempre se manifiesta en curaciones o milagros visibles; a
veces se trata de un milagro más profundo: la libertad interior que da
la fe, la certeza de que ni siquiera la muerte puede separarnos del amor.
Y
precisamente en esa certeza nos introduce San Pablo:
“¿Quién
nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución,
el hambre, la desnudez, el peligro o la espada?... En todo esto vencemos
fácilmente por Aquel que nos amó.”
El
apóstol no niega el sufrimiento, pero proclama algo inaudito: la victoria
del amor.
Ninguna fuerza del universo, ni visible ni invisible, puede romper el vínculo
que une a Cristo con los suyos. Por eso la Iglesia ora hoy con serenidad: los
que amamos no se han ido, han sido acogidos en el corazón del Amor que no
muere.
3. Jesús ora por nosotros
El
Evangelio según san Juan nos deja oír una oración íntima de Jesús:
“Padre,
quiero que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy.”
Esta
súplica es una de las más tiernas del Evangelio. En ella palpita el deseo de
Cristo de que nadie se pierda, de que todos los que el Padre le confió
participen de su gloria.
Cada vez que recordamos a nuestros difuntos, podemos imaginar a Jesús pronunciando
esas mismas palabras sobre ellos: “Padre, los quiero conmigo.”
Y si Él los quiere junto a sí, ¿qué temor nos queda? ¿Qué duda puede resistir
al amor de quien venció la muerte?
En este
diálogo entre el Hijo y el Padre comprendemos el verdadero rostro de la
eternidad: no es un espacio lejano, sino la comunión perfecta con Dios. La vida
eterna no comienza después de la muerte; comienza cuando dejamos que el amor
de Cristo habite en nosotros.
Por eso
la conmemoración de los fieles difuntos es también una invitación a vivir ya
desde ahora con el corazón en el cielo. Quien ama como Jesús, quien
perdona, quien sirve, quien confía, ya camina en el país de los vivos.
4. La fe como acto de esperanza activa
En este
Año Jubilar, proclamado bajo el signo de la esperanza que no defrauda,
el recuerdo de nuestros difuntos adquiere un sentido misionero y profundo.
Ser “peregrinos de la esperanza” significa no resignarse ante la muerte, sino
anunciar la victoria del Resucitado en medio del mundo.
Los cristianos no negamos el dolor, pero lo habitamos con fe.
Sembramos oraciones sobre las tumbas, no para hablar con los muertos, sino para
proclamar que ellos viven en Dios y que nosotros seguimos su mismo camino.
El
Jubileo nos recuerda que la vida es don y tránsito: estamos de paso, pero hacia
una morada eterna. El corazón humano solo se aquieta cuando reposa en el Amor,
y ese Amor tiene un nombre: Jesucristo.
En Él
aprendemos que la verdadera memoria de los difuntos no es la nostalgia, sino la
acción de gracias: gracias por lo que fueron, por lo que nos dejaron, y
por la certeza de que volveremos a encontrarnos en el abrazo del Padre.
5. Caminar con esperanza
En un
mundo marcado por la violencia, la guerra y el miedo, los creyentes estamos
llamados a dar testimonio de esperanza.
Los cementerios no son lugares de derrota, sino de espera. Cada cruz plantada
sobre una tumba es un grito silencioso que proclama: “Creo en la
resurrección de la carne y en la vida eterna.”
Y cada lágrima derramada por amor es semilla de eternidad.
Hoy, más
que nunca, necesitamos hablar de la vida, del cielo, de la fidelidad de Dios.
Porque solo quien cree en el amor más allá de la muerte puede construir una
sociedad más humana aquí en la tierra.
6. Oración final – En las manos de María, Madre de
la Vida
Santa
María, Madre del Redentor,
que permaneciste junto a la cruz cuando la muerte parecía vencer,
enséñanos a creer en la aurora de la Resurrección.
Tú que
guardaste en el corazón la promesa de tu Hijo
y fuiste testigo de su victoria sobre el sepulcro,
recoge nuestras lágrimas y transfórmalas en oración.
Acompaña
a nuestros seres queridos difuntos
en su encuentro con la misericordia del Padre;
muéstrales el rostro de Jesús, luz que no conoce ocaso.
Y a
nosotros, peregrinos de la esperanza,
ayúdanos a vivir con los ojos puestos en el cielo
y los pies firmes en el amor cotidiano.
Bajo tu
manto, Virgen de la Vida,
confiamos a quienes amamos,
para que, unidos contigo y con Cristo,
un día podamos cantar juntos en la eternidad:
“El amor de Dios es más fuerte que la muerte.”
Amén. ✝️
3
1. El dolor humano frente al misterio de la muerte
Cada año,
el 2 de noviembre, la Iglesia abre sus brazos como una madre que acoge a sus
hijos heridos por la nostalgia, la ausencia y el recuerdo. Hoy el altar se
llena de nombres: padres, madres, hijos, hermanos, amigos... todos aquellos que
nos han precedido en el viaje hacia el Padre.
No venimos solo a llorarlos, sino a celebrar la fe en la vida eterna.
En un mundo donde la muerte se teme o se disfraza, nosotros proclamamos con
serenidad: “El Señor es mi porción... bueno es esperar en silencio la
salvación del Señor” (Lam 3,26).
El
profeta de las Lamentaciones no niega la tristeza. Reconoce la soledad,
la oscuridad del alma, la pérdida de la paz. Pero, en medio de su llanto,
descubre una luz: “El amor del Señor no se acaba y su misericordia no se
agota.”
Esa es la primera enseñanza de este día: incluso en el duelo, Dios sigue siendo
fiel.
Su misericordia no se cansa de buscarnos. La fe no suprime el dolor, pero lo
transfigura en esperanza.
2. El salmo de la ternura divina
El Salmo
102 nos introduce en una atmósfera de compasión:
“El Señor
es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia.”
Este
salmo es un himno a la paternidad de Dios. El salmista contempla la fragilidad
humana —“el hombre, sus días son como la hierba”— y al mismo tiempo la
fidelidad eterna del Señor —“la misericordia del Señor dura por siempre para
los que le temen.”
Dios no nos trata como merecen nuestras faltas, sino según su bondad.
Por eso, incluso cuando lloramos a los difuntos, no lo hacemos con miedo sino
con confianza filial.
Sabemos que el Señor conoce de qué barro estamos hechos y que su justicia no es
venganza, sino ternura que purifica y acoge.
En el
contexto del Año Jubilar, este salmo nos recuerda que la misericordia es el
rostro del Padre. Es el corazón de la misión cristiana y el fundamento de
nuestra esperanza en la vida eterna.
3. Nadie vive para sí: la vida y la muerte pertenecen
al Señor
San
Pablo, en la carta a los Romanos, nos ofrece una visión profundamente
consoladora:
“Ninguno
de nosotros vive para sí mismo ni muere para sí mismo; si vivimos, vivimos para
el Señor; si morimos, morimos para el Señor.”
Estas
palabras son un canto a la pertenencia.
Nuestra vida no es un viaje solitario; es un camino acompañado, habitado por la
presencia de Cristo.
Y en la muerte, lejos de perderlo todo, nos encontramos definitivamente con Él.
En este
pasaje, Pablo nos recuerda que Cristo murió y resucitó para ser Señor de
vivos y muertos.
Eso significa que la comunión con Él no se rompe ni siquiera en el sepulcro.
Los que murieron en el amor del Señor no están ausentes, sino transformados.
Cuando oramos por ellos, no hablamos al vacío: dialogamos con el cielo.
Por eso, la oración por los difuntos no es un rito melancólico, sino un acto de
esperanza activa, una expresión concreta de la comunión de los santos.
En el
marco del Año Jubilar, esta palabra nos llama a vivir con los ojos puestos en
la eternidad.
Todo lo que hacemos —amar, perdonar, servir, sufrir, acompañar— tiene un valor
eterno, porque todo lo hacemos para el Señor.
4. El juicio del amor
El
Evangelio de Mateo nos presenta una de las escenas más sobrecogedoras del Nuevo
Testamento: el juicio final.
Jesús se sienta como Rey y Pastor, separando a las ovejas de las cabras, no
según los títulos, los méritos humanos ni las apariencias, sino según el amor
vivido.
“Tuve
hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, era forastero y me
recibiste...”
El
criterio del juicio es la caridad.
Cada gesto de compasión hacia los pequeños es un acto de amor a Cristo mismo.
Y cada indiferencia hacia el sufriente es una herida en su rostro.
Esta
escena no busca infundir miedo, sino despertar conciencia. Nos revela
que el camino hacia el cielo pasa por el prójimo.
Quien ama al hermano, ya camina hacia la gloria; quien ignora al hermano, se
aleja de Dios.
Los
difuntos que recordamos hoy, especialmente aquellos que vivieron en el amor, ya
participan de la alegría de este Reino preparado desde la creación del mundo.
Y nosotros, aún peregrinos, estamos llamados a vivir el juicio del amor aquí
y ahora, cada día, en lo cotidiano.
5. Peregrinos de esperanza: el amor que no muere
La
Conmemoración de los Fieles Difuntos no es un final, sino una continuidad.
Ellos, nuestros hermanos, siguen caminando con nosotros desde la eternidad.
Nos preceden en la luz, interceden por nosotros, y esperan nuestro encuentro en
la casa del Padre.
En este
Año Jubilar, el Papa nos invita a redescubrir la esperanza como virtud activa.
Esperar no es cruzarse de brazos: es confiar, trabajar, servir y amar sabiendo
que el amor tiene la última palabra.
Cada lágrima ofrecida por fe, cada sacrificio escondido, cada oración
pronunciada con amor, se convierte en semilla de eternidad.
Por eso,
hermanos, no temamos a la muerte.
El amor de Dios es más fuerte que la tumba.
Y el rostro del Juez que nos espera es el del Buen Pastor, el mismo que nos
dice: “Ven, bendito de mi Padre, hereda el Reino preparado para ti.”
6. Oración final: en las manos de la Virgen María
Santa
María Virgen,
Madre de los vivos y consuelo de los que lloran,
hoy te encomendamos a todos nuestros difuntos.
A los que recordamos con nombre y rostro,
y a tantos olvidados que solo Dios conoce.
Tú que
estuviste de pie junto a la cruz,
sostén nuestra fe cuando la sombra de la muerte se hace presente.
Enséñanos a creer, como tú,
que el amor del Padre es más fuerte que cualquier oscuridad.
Acoge
bajo tu manto a quienes partieron de esta vida,
purifica sus corazones en la ternura de Dios
y llévalos a la alegría eterna del cielo.
Y a
nosotros, peregrinos de la esperanza,
guíanos hacia tu Hijo Jesús,
para que, cuando llegue nuestro día,
podamos escuchar de sus labios:
“Ven, bendito de mi Padre, hereda el Reino.”
Amén. 🌹
🕊️ Día de los Fieles Difuntos – 2 de noviembre: Conmemoración de todos
los fieles difuntos
Cita bíblica:
“Luego se pusieron a orar, pidiendo que el pecado cometido fuera totalmente
borrado. El noble Judas exhortó al pueblo a mantenerse libre de pecado, porque
ellos mismos habían visto con sus propios ojos lo que había sucedido a causa
del pecado de los que habían caído. Entonces hizo una colecta entre todos sus
soldados, que ascendió a dos mil dracmas de plata, las cuales envió a Jerusalén
para ofrecer un sacrificio expiatorio. En esto actuó de manera excelente y noble,
ya que tenía en mente la resurrección; porque si no esperara que los que habían
caído resucitaran, habría sido inútil y necio orar por los muertos. Pero si lo
hizo teniendo en cuenta la espléndida recompensa que espera a los que han
muerto en piedad, fue un pensamiento santo y piadoso. Así hizo expiación por
los muertos, para que fueran absueltos de su pecado.”
(2 Macabeos 12, 42–46)
🌿 Reflexión:
Ayer, la
Iglesia celebró a aquellos hombres y mujeres que nos precedieron y que ahora
ven a Dios cara a cara en la visión beatífica. Aunque no todos estén
oficialmente canonizados, todos los que están en el cielo son santos y lo serán
por toda la eternidad, viviendo en perfecta comunión con Dios y entre ellos.
Allí habrá orden perfecto, conocimiento pleno, alegría, amor y felicidad
eternos.
Demasiado
a menudo, en esta vida perdemos de vista la eternidad. Nos preocupamos
excesivamente por el aquí y el ahora, y olvidamos volver nuestra mirada hacia
el cielo, preparándonos con plenitud para el día en que muramos y comparezcamos
ante Dios para nuestro juicio particular.
Hoy, al
conmemorar a todos los fieles difuntos, dirigimos nuestra mirada a aquellos
hombres y mujeres que han muerto en gracia, pero sin haber sido purificados
completamente de todo pecado venial y de las consecuencias del pecado.
El Catecismo de la Iglesia Católica lo explica así:
“Todos
los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente
purificados, tienen asegurada su salvación eterna; pero después de la muerte se
someten a una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar
en la alegría del cielo. La Iglesia da el nombre de Purgatorio a esta
purificación final de los elegidos, que es completamente distinta del castigo
de los condenados.”
(Catecismo, nn. 1030–1031)
🙏 Un doble enfoque para este día
El Día de
los Fieles Difuntos debe tener para cada uno de nosotros dos propósitos
principales.
Primero: este día es un llamado a orar
por quienes han muerto y están siendo purificados en su preparación final
para entrar en la visión beatífica.
Aunque Dios no necesita nuestras oraciones, es su voluntad divina que
participemos en la distribución de su gracia. Por eso, Él elige inspirarnos a
orar y luego responde a esas oraciones, haciéndonos instrumentos activos de su
gracia purificadora, tan necesaria para las almas de este mundo y del
Purgatorio.
Cuando
oramos por los difuntos —especialmente hoy—, Dios derrama sobre ellos todo lo
necesario para la purificación completa de sus almas.
La Santa Misa y nuestra participación en ella son particularmente
poderosas: abren las compuertas de la misericordia divina sobre nuestros seres
queridos que han muerto y aún no están completamente perfeccionados.
Tomemos
con seriedad este deber de orar por las “pobres almas”.
Una herejía secular muy común en nuestra cultura occidental dice que una
persona buena va inmediatamente al cielo al morir o que “se convierte en
ángel”.
Esa creencia, bien intencionada pero errónea, deja muchas almas sin oración.
Sepamos que esas almas dependen de nuestras oraciones, porque Dios quiere que
recemos por ellas y participemos amorosamente en su purificación.
Oremos,
pues, con fervor por esas almas.
Segundo: este día debe llevarnos también
a mirar hacia nuestra propia alma.
La conmemoración de los fieles difuntos nos recuerda la importancia de nuestra conversión
continua.
Todos estamos llamados a ser santos.
Y lo ideal es que nuestra meta central en esta vida sea llegar a ser santos
ahora, no esperar al Purgatorio para purificarnos.
Ser santo
hoy exige mucho de nosotros… en realidad, lo exige todo.
Ser santo aquí y ahora significa buscar con diligencia todo apego pecaminoso en
nuestra alma y destruirlo. Significa buscar constantemente la misericordia de
Dios, confesar nuestros pecados, recibir el perdón y cambiar de vida
completamente.
No es tarea pequeña.
🌸 Comprender el purgatorio a la
luz de los santos místicos
Una de
las mejores formas de entender el Purgatorio es estudiar las enseñanzas de los
grandes maestros de la vida espiritual, especialmente San Juan de la Cruz
y Santa Teresa de Ávila.
Estos dos doctores de la Iglesia escribieron ampliamente sobre el proceso por
el cual un alma avanza hacia la unión divina, también llamada matrimonio
espiritual.
Santa
Teresa describe este camino mediante siete moradas interiores, a través
de las cuales el alma avanza hacia una purificación cada vez más profunda,
hasta llegar a la séptima morada —el aposento más interior—, donde ocurre la
unión con Dios y el alma queda completamente purificada de todo lo que no es
Él.
Solo las almas que alcanzan esta unión plena durante su vida y mueren en ese
estado evitarán la purificación del Purgatorio.
San Juan
de la Cruz, con un lenguaje distinto, habla del mismo proceso.
Describe dos grandes purificaciones que atraviesa el alma en su camino hacia la
perfección:
la noche oscura de los sentidos, donde se purifican todos los apetitos y
deseos corporales,
y la noche oscura del espíritu, donde el intelecto, la memoria y la
voluntad son purificados por la perfección de la fe, la esperanza y la caridad.
Antes de
la primera purificación, el alma se halla en el camino purgativo;
entre ambas purificaciones, se encuentra en el camino iluminativo;
y, tras completar la segunda, entra en el camino unitivo o matrimonio
místico, equivalente a la séptima morada de Santa Teresa.
✨ La santidad, misión exclusiva de
toda vida cristiana
La razón
de exponer esta visión general del proceso de santificación es subrayar que la
perfección es un camino largo, difícil, pero necesario, que debe cumplirse
en esta vida o en la próxima.
Cada persona debe comprender que la santidad personal no es una opción
ni un ideal reservado a unos pocos, sino la misión principal y exclusiva
de todo creyente.
Cuando la
santidad se convierte en la prioridad de la vida, todo lo demás se ordena:
crecen las virtudes, aumenta el amor por la familia y los amigos, se cumplen
mejor los deberes, y Dios es plenamente glorificado.
🌹 Conclusión: nuestra misión de
esperanza
Hoy, al
participar en esta conmemoración de todos los fieles difuntos, comprometámonos
primero a orar por quienes han muerto y aún necesitan purificación.
El Purgatorio es el acto final de misericordia de Dios, una expresión de
su amor ardiente y purificador.
Nuestras oraciones abren las compuertas de ese amor sobre quienes más lo
necesitan.
Mientras
oramos por ellos, oremos también por nosotros mismos, y reflexionemos sobre
cuánto deseamos ser transformados en santos vivos.
Aunque el camino hacia la unión divina no sea rápido ni fácil, vale la pena
recorrerlo.
Haz de esa unión con Dios tu misión exclusiva en la vida, y ten la certeza de
que, si lo haces, nunca te arrepentirás.
🙏 Oración
Santísima
Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo:
Por la intercesión de la Bienaventurada Virgen María, de todos los ángeles
y santos,
te ruego derrames tu Divina Misericordia sobre todo pecador y sobre cada
alma del Purgatorio.
Purifícalas a todas, especialmente a mis familiares y amigos difuntos,
y llévalas a la plenitud de tu belleza y esplendor.
Derrama
también tu misericordia sobre mi pobre alma,
líbrame de todo pecado y de todo apego al pecado.
Aumenta mis virtudes y atrae mi corazón hacia la unión contigo, mi Dios.
Ángeles y
santos de Dios, rogad por nosotros.
Jesús, en Ti confío. ✝️