Ir hasta el final
(Romanos 13,8-10; Lucas
14,25-33) En Lucas, Jesús ya ha pedido a sus discípulos que renuncien
a promoverse a sí mismos o a protegerse para poder seguirlo (Lc 9,23-25). Aquí
advierte a la multitud que no basta con ponerse en camino: hay que prepararse
para ir hasta el final.
Pablo nos presenta la cara positiva de esta elección: el desafío consiste en ir
hasta el final de la lógica del amor. Esto exigirá, nos advierte Lucas,
renuncias a veces “cruciales”.
Jean-Marc Liautaud, Fondacio
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Primera lectura
Rom
13, 8-10
La
plenitud de la ley es el amor
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos.
HERMANOS:
A nadie le deban nada, más que el amor mutuo; porque el que ama ha cumplido el
resto de la ley. De hecho, el «no cometerás adulterio, no matarás, no robarás,
no codiciarás», y cualquiera de los otros mandamientos, se resume en esto:
«Amarás a tu prójimo como a ti mismo».
El amor no hace mal a su prójimo; por eso la plenitud de la ley es el amor.
Palabra de Dios.
Salmo
Sal
111, 1b-2. 4-5. 9 (R.: 5a)
R. Dichoso el que se
apiada y presta.
O
bien:
R. Aleluya.
V. Dichoso quien
teme al Señor
y ama de corazón sus mandatos.
Su linaje será poderoso en la tierra,
la descendencia del justo será bendita. R.
V. En las
tinieblas brilla como una luz
el que es justo, clemente y compasivo.
Dichoso el que se apiada y presta,
y administra rectamente sus asuntos. R.
V. Reparte limosna
a los pobres;
su caridad dura por siempre
y alzará la frente con dignidad. R.
Aclamación
R. Aleluya, aleluya,
aleluya.
V. Si los ultrajan por
el nombre de Cristo, bienaventurados ustedes, porque el Espíritu de Dios reposa
sobre ustedes. R.
Evangelio
Lc
14, 25-33
Aquel
que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío
Lectura del santo Evangelio según san Lucas.
EN aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo:
«Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus
hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser
discípulo mío.
Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío.
Así, ¿quién de ustedes, si quiere construir una torre, no se sienta primero a
calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla?
No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de
él los que miran, diciendo:
“Este hombre empezó a construir y no pudo acabar”.
¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar
si con diez mil hombres podrá salir al paso del que lo ataca con veinte mil?
Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir
condiciones de paz.
Así pues, todo aquel de entre ustedes que no renuncia a todos sus bienes no
puede ser discípulo mío».
Palabra del Señor.
1
1. Introducción: Ir hasta el final… del amor y de
la esperanza
El
Evangelio de hoy nos coloca ante una de las frases más exigentes y, a la vez,
más liberadoras de Jesús: «El que no carga con su cruz y viene en pos de mí,
no puede ser mi discípulo» (Lc 14,27).
No se trata de una invitación al sufrimiento por sí mismo, sino de una llamada
a la madurez del amor. En este Año Jubilar, donde los Papas nos recuerdan
que somos “peregrinos de la esperanza”, la Palabra nos pide perseverar
en el camino, sin claudicar cuando el amor se hace difícil, cuando el servicio
cansa o cuando la enfermedad golpea a quienes amamos.
“Llegar
hasta el final”, no es
simplemente avanzar, sino decidir amar hasta las últimas consecuencias,
con la fuerza del Evangelio y la ternura de Cristo.
2. Primera lectura: La deuda que nunca se salda
San
Pablo, en Romanos 13, nos ofrece la clave positiva de este discipulado radical:
“No
tengan con nadie otra deuda que la del amor mutuo.”
La única
deuda que el cristiano no puede saldar es amar más. En un mundo donde
todo se compra y se mide, Pablo nos recuerda que el amor evangélico es
gratuito, creativo, inagotable.
Amar “hasta el final”, como Jesús en la cruz, significa cumplir toda la Ley.
No se trata de normas, sino de relaciones transformadas por la misericordia.
Quien ama
verdaderamente ya no necesita leyes externas, porque la caridad interior lo
conduce con sabiduría y justicia. El que ama, dice Pablo, “no hace daño al
prójimo”. Por eso, en nuestras comunidades, especialmente frente al dolor
de los enfermos, el amor debe traducirse en gestos concretos: visitas, escucha,
acompañamiento, oración.
El amor que sana no es sentimentalismo, sino presencia fiel.
3. Evangelio: Amar implica renunciar
El
Evangelio de Lucas nos sitúa en un momento de decisión. Jesús va camino a
Jerusalén, hacia su entrega total, y las multitudes lo siguen fascinadas. Pero
Él les advierte: “El que no renuncia a todos sus bienes no puede ser mi
discípulo”.
No es una
exigencia para pocos, sino la condición de todo creyente que quiere seguir al
Señor sin ataduras.
La verdadera libertad cristiana no está en tener menos cosas, sino en no
dejar que las cosas nos posean.
Jesús nos pide revisar los afectos, las prioridades, incluso los vínculos
familiares cuando se interponen al Reino. No para negarlos, sino para
purificarlos en el amor divino.
Renunciar
—dice el Evangelio— no es destruir lo humano, sino ordenarlo al Amor mayor.
Así, cuando el discípulo “calcula la torre” o “evalúa la batalla”, no lo hace
para desistir, sino para discernir su fidelidad.
Seguir a Cristo no es improvisar: exige lucidez, decisión, perseverancia.
4. La lógica del amor: una cruz fecunda
Alguien
dice, comentando tanto la primera lectura como el evangelio, que Pablo habla de la lógica del amor y
Lucas de las renuncias cruciales.
Ambos aspectos se complementan: el amor verdadero siempre pasa por la cruz,
pero una cruz fecunda, no estéril.
El amor
que se mantiene firme en la enfermedad, que no se apaga en la prueba, que sigue
sirviendo cuando nadie agradece, es la medida del cristiano maduro.
Por eso hoy oramos por los enfermos: ellos son, muchas veces, los testigos
silenciosos de esa lógica del amor llevado hasta el final.
Su paciencia, su fe, su ofrenda unida a la cruz de Cristo sostienen a toda la
Iglesia.
En el
enfermo que sufre y persevera hay una homilía viva: una torre construida sobre
roca, una batalla librada con esperanza.
Ellos nos enseñan que el seguimiento de Cristo no se mide por la cantidad de
fuerzas, sino por la profundidad del amor con que seguimos adelante.
5. Dimensión jubilar: el amor que libera
En este
Año Jubilar, la Iglesia proclama la gracia del perdón y de la libertad
interior. Y esa libertad nace del amor que renuncia por amor.
Cuando perdonamos, cuando soltamos rencores, cuando cuidamos sin esperar
recompensa, vivimos la experiencia jubilar: un corazón libre de deudas,
libre para amar.
El
Jubileo nos invita a ir hasta el final de la esperanza, a no detenernos
ante las dificultades, sino a ver en ellas oportunidades de gracia.
Jesús no nos promete una vida fácil, sino un amor más grande que todo dolor.
Por eso, ante cada cruz, podemos repetir con San Pablo: “Nada puede
separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús” (Rm 8,39).
6. Aplicación pastoral y oración final
Queridos
hermanos, ser discípulos de Jesús en este tiempo es construir esa torre del
amor fiel, aun cuando falten ladrillos de reconocimiento o de fuerza. Es entrar
en la batalla contra el egoísmo, no con armas de poder, sino con la ternura de
Dios.
Hoy,
pongamos ante el Señor a nuestros hermanos enfermos, a quienes viven el
dolor físico o moral. Que su cruz se transforme en semilla de vida, que no se
sientan solos, que sientan la caricia del Padre a través de nuestra cercanía.
Oración
final:
Señor
Jesús, Tú que amaste hasta el extremo, enséñanos a amar sin medida.
Que nuestros cálculos humanos se rindan ante la lógica de tu cruz.
Sostén a los enfermos de nuestras comunidades y familias;
dales esperanza, paciencia y consuelo.
Haz que sus vidas sean lámparas que iluminen nuestro camino de fe.
Y a nosotros, discípulos tuyos, danos la gracia de seguirte hasta el final,
sin reservas, sin miedo, con la fuerza de tu Espíritu.
Amén.
2
1. Introducción: Amar con radicalidad, amar con libertad
El
Evangelio de hoy es, sin duda, uno de los más desconcertantes del Señor:
“Si
alguno viene a mí y no odia a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos,
a sus hermanos y hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser mi discípulo” (Lc 14,26).
¿Acaso
Jesús, que predicó el amor sin medida, puede pedirnos “odiar”?
No. En realidad, el Señor nos invita a amar con pureza y a liberarnos
de toda forma de amor posesivo, egoísta o condicionado.
La expresión “odiar” tiene aquí el sentido semita de “amar menos”, de poner
todo en su lugar, de amar a Dios primero, para poder amar de verdad a los
demás.
En este
Año Jubilar, cuando la Iglesia proclama la misericordia y la libertad interior
del creyente, Jesús nos enseña que no hay esperanza verdadera sin desapego,
ni amor auténtico sin renuncia.
2. “Santo odio”: amar rechazando lo que nos aparta
de Dios
Alguien
comentando este evangelio, habla de un concepto profundo: el “santo odio”.
Es decir, un rechazo radical de todo lo que obstaculiza el amor de Dios.
Jesús no pide que aborrezcamos a las personas, sino que rechacemos las
actitudes, los vínculos o las decisiones que nos apartan de su voluntad.
Pensemos
en un ejemplo actual: cuando un familiar o amigo nos invita a vivir de espaldas
a la fe, o a renunciar a los valores cristianos por comodidad o conveniencia,
amarle de verdad significará no ceder ante el mal, aunque duela.
Ese “odio santo” es en realidad una forma sublime de amor, porque
preferimos el bien de Dios al afecto fácil, la verdad al aplauso, la fidelidad
al compromiso superficial.
Como
decía San Agustín: “Ama y haz lo que quieras, pero ama con el amor de Dios.”
Solo quien ama así puede desprenderse de los falsos amores que encadenan.
3. “Odiar la propia vida”: vencer al ego que impide
amar
Jesús
añade algo todavía más provocador: “Y aun su propia vida”.
No se trata de despreciarse, sino de combatir todo lo que en nosotros se
opone al amor.
“Odiar” la propia vida significa detestar el pecado que la deforma, la
vanidad que la envenena, el orgullo que la separa de Dios.
El
creyente maduro no huye de sí mismo, sino que mira con verdad su fragilidad y
la entrega a Cristo.
En ese sentido, el “odio santo” es un amor exigente hacia uno mismo: es el
rechazo de la mediocridad, del egoísmo, de las pasiones desordenadas.
Quien se ama con el amor de Dios, odia el pecado que lo esclaviza y busca
la conversión con esperanza.
Así lo
viven tantos enfermos en nuestras comunidades: en medio de su cruz, descubren
una fuerza interior que les hace amar más intensamente la vida, incluso
cuando el dolor parece derrotarlos. Ellos nos enseñan que el sufrimiento,
asumido con fe, puede ser purificación y ofrenda.
4. “Renunciar a todo”: la libertad de los hijos de
Dios
El
Evangelio concluye:
“El que
no renuncia a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo.”
No es un
llamado a la miseria, sino a la libertad interior.
Jesús no condena el uso de los bienes, sino el apego que los convierte en
ídolos.
El verdadero discípulo puede tener casa, trabajo, medios de vida… pero todo con
el corazón libre, sabiendo que solo Dios basta.
Por eso, la renuncia evangélica no empobrece, sino que ensancha el alma.
Quien suelta, gana; quien se desprende, recibe el ciento por uno.
Este es
el espíritu jubilar: renunciar a las cadenas interiores —resentimientos,
dependencias, apegos, miedos— para entrar en la alegría del perdón y de la
confianza.
El Jubileo es un gran ejercicio de “desposesión” para volver a ser dueños de lo
esencial: la gracia de Dios.
5. El amor más fuerte que todo amor humano
El
Evangelio no pide que amemos menos a los nuestros, sino que los amemos mejor.
Cuando Dios ocupa el primer lugar, todos los otros amores se ordenan, se
purifican y crecen.
El padre, la madre, el hijo o el amigo amado ya no son ídolos, sino hermanos
en Cristo.
Amar con el amor de Dios significa no poseer al otro, sino acompañarlo
hacia la plenitud.
Por eso, el discípulo de Jesús no se aferra: bendice, entrega, perdona y
confía.
El “odio
santo” se convierte, entonces, en la forma más perfecta de amar:
—Amar sin complicidad con el mal.
—Amar sin dependencia ni miedo.
—Amar hasta la cruz, con el corazón libre.
6. Aplicación pastoral: los enfermos, testigos del
amor purificado
Hoy
queremos orar especialmente por los enfermos de nuestras familias y
comunidades.
Muchos de ellos, en su silencio y en su debilidad, viven este Evangelio con
heroísmo.
Han aprendido a “odiar” su enfermedad, no por rechazo a la vida, sino para no
dejar que el dolor los aparte del amor.
Han sabido renunciar a lo que no pueden controlar y abandonarse en Dios,
con humildad y esperanza.
Ellos nos
enseñan que la verdadera fortaleza no está en resistirlo todo, sino en confiar
en el amor de Dios cuando todo parece perdido.
En cada hospital, en cada hogar donde alguien sufre, se predica esta homilía
viva del Evangelio: “Nada puede separarnos del amor de Cristo” (Rm
8,39).
7. Conclusión: Amar hasta el extremo
La
invitación de Jesús es radical: seguirlo sin condiciones.
No se puede amar a medias, ni creer con reservas, ni servir con cálculo.
El discipulado es un camino de liberación interior, donde aprendemos a
decir:
“Señor,
Tú y solo Tú bastas.”
Cuando el
alma alcanza esa certeza, todo cambia: los apegos se vuelven ofrendas, los
dolores se transforman en oración, las pérdidas se llenan de sentido.
Entonces comprendemos que “odiar” según el Evangelio es, en realidad,
aprender a amar con el amor de Dios.
8. Oración final
Señor
Jesús, Maestro y Amigo,
Tú que nos llamas a seguirte sin reservas,
enséñanos a amar con un corazón libre y puro.
Danos el valor de renunciar a todo lo que nos aparta de Ti,
y la sabiduría de poner cada amor en su justo lugar.
Te
pedimos por los enfermos, por quienes viven su cruz en silencio:
consuélalos con tu presencia,
fortalece su fe,
y haz que descubran en su dolor un camino de santidad.
Señor,
que sepamos amar a nuestros hermanos,
incluso cuando debemos corregirlos o poner límites,
con ese “odio santo” que es fidelidad al Evangelio.
Que nada
ni nadie nos aparte de Ti,
porque Tú eres nuestra única riqueza,
nuestra esperanza,
y la razón de todo amor verdadero.
Amén.
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