16 de junio del 2019: Domingo de la Santísima Trinidad (C)


El Dios único

En Dios, está el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Los tres están estrechamente unidos en el amor. Juntos, ellos nos sostienen y nos guían hacia su Reino, país de plena alegría y felicidad.
El misterio de la Santísima Trinidad que celebramos hoy no tiene nada de enigma para ser descifrado. Él es una verdad que Jesús nos ha revelado y que estamos invitados a acoger en la Fe y la Acción de Gracias.




Lectura del santo evangelio según san Juan 16, 12-15

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir.
Él me glorificará, porque recibirá de mí lo que os irá comunicando.
Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo anunciará.



A guisa de introducción

Bella complicidad para nuestra salvación

Quién no ha vivido jamás una bella complicidad (¿o camaradería?) con amigos, un novio (a) o esposo (a), un colega de trabajo?  Ya sea para realizar un proyecto, preparar un acontecimiento importante, o simplemente para darle una sorpresa a alguien, o todavía aún para hacerla partícipe de un secreto. Vivir una bella complicidad con otras personas, se constituye en una de las experiencias más beneficiosas para el corazón. Esos guiños de ojo que dicen todo hacen sonreír la vida y crean una comunión de espíritu fuera de lo común. Basada en la confianza, la complicidad amplía los efectos de las acciones de emprendimiento (de las empresas).

Imagínense ahora esto en Dios. No solamente la complicidad existe en Él, sino que ella subsiste desde siempre. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son inseparables y ellos viven un desafío extraordinario: hacer entrar la humanidad en su comunión de amor, como si su felicidad o alegría plena dependiera de nuestra respuesta. Después del Hijo que ha realizado el proyecto de salvación de su Padre, el Espíritu Santo en adelante está trabajando, haciéndose cómplice del Hijo…y en consecuencia del Padre.

Juntas, las personas de la Trinidad viven una bella complicidad para obtener nuestra salvación. Pero, aún todavía más, ellas desean compartir esta complicidad con nosotros y hacerla nacer entre nosotros. En adelante, nosotros somos hermanos en Jesucristo, llegamos a ser Hijos del Padre en el Espíritu.

¡La Trinidad vista bajo este ángulo, tiene cómo darnos el gusto de vivir una bella complicidad… con Dios!

¡Bendecida semana!



Aproximación psicológica al texto del Evangelio:

Una identidad que le pertenece bien a la Trinidad

Un poco antes, Jesús había dicho: “Es para su provecho (les conviene) que yo me vaya, en efecto, si yo no me voy, el Paráclito no vendrá para estar con ustedes” (Juan 16,7).

La Revelación permanecería incompleta mientras el Espíritu  fuera solamente entendido como la “fuerza de Dios”, sino también era necesario que fuera comprendido como una persona en igual categoría y o condición que el Hijo y el Padre.

Y este descubrimiento solo sería posible con la ausencia de Jesús. En los primeros años que siguieron a la partida de Jesús, los creyentes no discernían todavía con claridad, la identidad del Espíritu. En este sentido, Pablo parece emplear indiferentemente las expresiones “en Cristo” y “en el Espíritu”.

Pero poco a poco, el Espíritu llegará a ser aquel que permitirá comprender la verdadera identidad de Jesús: “Nadie puede decir que Jesús es Señor sino es por el Espíritu Santo” (1 Corintios 12,3). Ahora, si el Espíritu permite descubrir a Jesús, entonces el Espíritu es distinto a Él, y Él (el Espíritu) tiene su propia identidad y su propio papel (rol).

Entonces, así uno puede captar (o comprender) la complementariedad de las 3 personas en la Historia de Salvación. Es el Padre, quien prepara la grande fiesta para todos sus hijos. Es el Hijo quien viene a revelar este proyecto del Padre o al menos a recordarlo e invitar a prepararse. Es el Espíritu quien viene a sensibilizar al hombre sobre Dios y ayudarle a reconocer el Hijo en la persona de Jesús.

En la escala de su camino espiritual, el hombre está llamado a recorrer estas 3 grandes etapas de la Revelación de Dios:

 Algunos se muestran sensibles al Padre de la vida, a la vez revelado y escondido en su universo.

Otros despiertan a la fe por el itinerario sorprendente y emotivo del hombre-Jesús, por su compromiso en la liberación integral del ser humano.

 Otros, aun, nacen a la vida espiritual, entrando en contacto con el dinamismo vital que ellos sienten emerger de su propia profundidad.

Parafraseando a San Pablo, uno podría decir: Hay diversidad de caminadas, procesos, recorridos “pero es el mismo Espíritu”, diversidad de responsabilidades o compromisos “pero es el mismo Señor”, diversas sensibilidades espirituales, “pero es el mismo Dios quien produce todo en todos” (1 Corintios 12, 4-6).

Tal cual aparece el misterio de la Trinidad: un Dios que uno descubre creador y bueno (Padre), que viene a nosotros por su compromiso en la historia (Hijo), a quien lo encontramos en la interioridad (Espíritu).



Reflexión Central:

Tan lejos y tan cerca

Hablar de Dios, es siempre difícil y peligroso. Voltaire que era más bien agnóstico y fuertemente anticlerical, decía que Dios ha hecho el hombre a su imagen y que éste le ha bien correspondido…o, en otras palabras: "Dios ha hecho al hombre a su imagen y semejanza, pero el hombre también ha procedido así con él."

Cuando hoy, uno todavía ve, gente retomando el camino de la guerra, a la que se llama “guerra santa”, para defender su concepción de Dios y la moral que se desprende de ella, hay motivos, razones para inquietarse.

Dios tiene todos los nombres, es bien sabido. Cuando Moisés pregunta a Dios su
nombre, la voz le responde: “Yo soy Yahvé”, “Yo soy el que soy”. En el fondo, Dios, es el misterio mismo, aquel que no se puede nombrar pero que es necesario nombrar a pesar de todo. El bandido esconde su identidad, y cubre su cara. Él utiliza dos falsos nombres para que no se le identifique. Su verdadero nombre y el alias, pues, decir su nombre, es revelar un secreto. Es por eso que uno detesta (o le fastidia, o le parece raro) que alguien que no conocemos nos llame por nuestro primer nombre. En el nombre personal (pronom, como dicen los franceses), hay una intimidad, y decimos “nuestra (mi) intimidad no pertenece a todo el mundo”.

Hoy en día, la gente dice su nombre. Pero si en una librería o un supermercado, usted quiere hablarle a Carlos o a Andrea, le dirán que hay cuatro Carlos u 4 Andreas.

Hoy festejamos el bellísimo nombre de Dios. Dios, es, como diría yo, su nombre de familia, su apellido o todavía más, su nombre en general. Uno sabe bien que hay un Dios. Algunos son incrédulos y niegan la existencia de Dios. En general, la ciencia ha tirado por tierra su imagen de Dios, y las viejas creencias no cuadran con lo que se sabe ahora del universo. O bien, y es ya una reflexión más profunda, la existencia de Dios no puede ir a la par con las dificultades de la vida, el sufrimiento, la muerte y sobre todo la injusticia y la desigualdad de los seres humanos. Estas personas, rechazan al Dios que nosotros hemos encerrado en lenguajes ya hechos: aquellos de los mitos interpretados al pie de la letra, o aquellos de la providencia buena de niños.

Y, por lo tanto, a pesar de la ciencia, a pesar de la rebeldía generalizada en occidente contra las religiones establecidas, la mayoría de la gente cree en Dios. La vida es tan misteriosa. Estamos inmersos en un universo tan amplio y tan complejo, donde el tiempo y el espacio se extienden totalmente, que es difícil comprender que todo esto no tenga razón de ser, de existir, y que todo solo sea fruto del azar por el solo el juego de fuerzas identificadas por la astrofísica.

Ahora, nosotros decimos Dios, de buena manera, para designar el más allá de este mundo, el misterio de este mundo, lo inefable de este mundo. Nosotros designamos una presencia. Pues hay en el mundo una belleza, una armonía, yo oso apenas a decirlo, una sinfonía. Hay caídas de sol, ocasos que nos emocionan. Hay música, canciones, que nos hacen llorar. ¿Por qué es esto bello? ¿Por qué en una noche de luna, tenemos la impresión de estar suspendidos fuera del tiempo y del espacio? Un niño ríe y lloramos de emoción. Nos conmovemos en los museos ante las obras de arte, que nos hablan de otro mundo, donde el dinero y la utilidad no son más los únicos valores ni las únicas razones de ser.

Para evocar el misterio más allá de los misterios, para hablar del origen y de la fuente, para hablar de la roca estable o fija, más allá de la fragilidad de nuestra existencia, para decir lo infinito y la permanencia, para decir el más allá, la fuente de la energía y la luz absoluta, para designar lo absoluto, la justicia, la verdad, para esquematizar el más allá de nuestra propia vida cuando sea llegada la hora cuando se nos enterrará o se nos cremará, nosotros decimos DIOS.

Bien dicho, Dios es todo eso. Aquello que no somos, pero quisiéramos ser. Aquel al cual uno tiene miedo, aquel del cual uno se esconde, aquel a quien uno denuncia, aquel de quien se huye, pero también aquel a quien uno suplica y ora, cuando de repente nuestro conyugue nos deja o cuando se siente un dolor muy vivo en el pecho que recuerda la crisis que el padre ha conocido hace treinta años.

Es ya muy bello poder decir el nombre de Dios. Uno lo puede decir en blasfemia o como protagonista de chistes, y eso es terrible. En general entonces, no es Dios a quien uno no quiere, sino a aquellos que hablan de Él con mucho desparpajo, que mezclan a Dios en sus pequeñas combinaciones o shows de “stand up comedy” o que forjan prisiones o gulags en nombre de su doctrina. La mayoría de las veces, se dice el nombre de Dios con una extrema reverencia, y, sobre todo, ahora con el sentimiento de un olvido. Puesto que la vida es tan febril y tiene tanto para ofrecer. El trabajo, el estudio, el internet, la tele, la familia, los amigos, la febrilidad de los días, el celular, la Tablet o el compu, que no dejan de emitir sus sonidos que convocan, la huida incesante de la soledad. Uno se acuesta cansado y Dios no es más que un olvido, un recuerdo doloroso que viene subrepticiamente a la memoria, como ese amigo que sufre tanto y al cual no tengo tiempo de sostener y que permanece en el olvido, como aquella vieja tía, o como aquella persona que ha dejado su mensaje en el contestador y a la cual yo no llamo más.

No hay más bello nombre que el Dios. Es un nombre general. Yo diría, exagerando un poco, que es un nombre anónimo. Un nombre sin nombre. Un nombre genérico, como se dice de los medicamentos, un nombre clave secreta para todo, un nombre común que los seres humanos comparten entre las religiones, un nombre paraguas. Bajo este aspecto, es un nombre muy importante ya que él debería protegernos de las guerras. Dos hombres que quisieran matarse entre sí, dos naciones que quisieran destruirse mutuamente, deberían caer de rodillas ante Dios y pedir perdón de rodillas por haberse equivocado tanto. Si Dios es Dios, yo no puedo pedirle que destruya a mi hermano. Yo no puedo más que llorar y demandar la fuerza y la inteligencia de encontrarle una solución a mi conflicto. Ya que, ante Dios, fatalmente, todos somos hermanos, todos creados, todos a la espera de Él.

¿Por qué Dios es un nombre, una palabra que divide? ¿Un nombre que causa miedo y atiza el odio? ¿Qué hemos hecho del nombre de Dios para ir tan a la deriva, fuera de nosotros mismos, lejos de Él?

Es deber de todos los creyentes, redescubrir con humildad el nombre y el camino de Dios. Nuestro reto o tarea no es destruir el Dios de los otros, de vencerlo, de contradecirlo. Así, por ejemplo, los antiguos creían que cada ciudad tenía su propio dios protector. Si una ciudad vencía a otra, la ciudad vencedora imponía su Dios a la ciudad vencida. Y es así como la guerra ha tomado tintes o características divinas.

Verdaderamente, Voltaire tenía razón. Nuestro desafío o reto no es vencer al islam, a los evangélicos o evangelistas o a los budistas. Nuestra tarea consiste en aprender a buscar juntos la fidelidad a Dios.

Después de haber dicho esto, pregúntese ¿cómo habla usted a Dios? ¿Habla usted vagamente como desentendido? ¿Dios es para usted un extraño al cual no se atreve hablarle? Mire la liturgia. En general, ella se dirige al Padre, por el Hijo, en el Espíritu. Cuan seguido nosotros decimos: “Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Como era en el principio, ahora y siempre por los siglos de los siglos. Amén”

Es una fórmula extraordinaria. Ella no dice simplemente Dios. Ella se inscribe en un orden relacional. Ella nombra a Dios de tres maneras: Padre, Hijo, Espíritu. Habiendo nombrado las tres personas, vuelve al singular y dice: como era en el principio, ahora y siempre. La fórmula engloba el pasado, el presente y el futuro, pero habla de Dios en singular, Padre, Hijo, Espíritu.

Es fácil hablarle a Dios como Padre, padre y madre (como le ha gustado afirmar a un sector de la teología latinoamericana) entendámoslo, ya que Dios es la fuente de la existencia. Nosotros le debemos la vida a nuestros padres, y a pesar que nos peleemos o discutamos con ellos, sabemos que ellos permanecerán siendo siempre nuestros padres, en las alegrías o en las penas, en lo mejor y en lo peor.

Dios es la fuente del ser. Existe en la tradición bíblica imágenes terribles del padre y de Dios. Imágenes degradantes, así como hay padres y madres indignos. Pero también hay en la tradición bíblica imágenes grandiosas de paternidad, de Dios Padre y Madre, que transpiran la ternura y la bondad.

Para nosotros Jesús, es la imagen del Hijo. Es una imagen compuesta ya que en la 1ª lectura se nos habla de la Sabiduría, esta Sabiduría de Dios presente desde la creación y que se divierte jugando con los humanos y la creación:

yo estaba junto a él, como aprendiz,
yo era su encanto cotidiano,
todo el tiempo jugaba en su presencia:
jugaba con la bola de la tierra,
gozaba con los hijos de los hombres.»

(Proverbios 8,30-31)

Qué bella imagen! Cuando el evangelio de Juan habla de la Sabiduría, emplea la palabra Verbo o Palabra. Él dice de Jesús: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Juan 1,14). Cuando Jesús habla de Él mismo, se identifica como el Hijo. Es por ello que nosotros decimos de Dios que Él es Padre, Hijo y Espíritu. Nosotros podríamos decir Padre, Verbo y Espíritu. Pero Verbo o Palabra, o Sabiduría son palabras relativamente abstractas. Hijo es más diciente o significativa. Esta palabra nos habla de la proximidad de Dios. El Padre es fuente y origen. El Hijo es hermano y semejante. Él es cercanía, compañerismo. Con los hermanos se vive una experiencia fabulosa, una experiencia difícil y a veces traumatizante, pero, al fin y al cabo, una relación de igualdad y de complicidad.

Con toda seguridad que a los más jóvenes se les dice demasiado que son inexpertos, inmaduros, durante su infancia. Cuando lleguen a la edad adulta, ellos tendrán su revancha. Orar al Hijo, es orar a Dios presente en medio de nosotros, es descubrir en Jesús la proximidad de Dios, su amor a la humanidad, su filantropía, como se dice en griego.

Es por eso que no hay amor de Dios que no se deba traducir en amor al otro. Es fácil proyectar Dios en lo más lejano, fuera de nosotros, lejos de nosotros, para demandarle luego que intervenga en nuestras querellas humanas. Es mucho más difícil y exigente reconocerle como nuestro semejante, como el Dios que se abaja, renunciando al poder, haciéndose uno de los nuestros. Orar al Hijo, es a la vez, orar al Todo-Poderoso e identificarse con el servidor, con aquel que ha renunciado al poder divino para hacerse obediente hasta la muerte.

Orar al Hijo, es experimentar a la vez la alegría y el orgullo del compañerismo, y la renuncia al poder. La Revolución francesa ha proclamado la libertad, la igualdad y la fraternidad. La libertad es fácil. La igualdad es más exigente. Y sin igualdad, la fraternidad es una ilusión. Con el Hijo, entramos en el campo si exigente de la fraternidad que exige la igualdad. Fraternidad e igualdad con Dios, pero también, indisociablemente, con los hermanos en humanidad.

Cuando oramos a Dios, decimos Padre, Hijo y Espíritu. Si el Padre representa la fuente y la exterioridad, la trascendencia, si el Hijo representa la solidaridad, la fraternidad, el Espíritu representa entonces la interioridad.

Nada más íntimo que la respiración, que el aire de nuestros pulmones. Es bien esto, la presencia del Espíritu en nosotros. Él nos inspira. El Evangelio de Juan dice que Él nos conducirá a la Verdad completa (total, plena).

Hay tantas cosas para comprender en la vida, y nos es necesario rumiar las cosas sin cesar en nuestro espíritu antes de descubrir, entender el sentido.

Yo he pasado demasiado tiempo, invirtiendo horas en crucigramas o juegos complicados, y con seguridad, no se trata más que de juegos (pasatiempos), pero, aún más, cuánto tiempo nos es necesario para decodificar una palabra de amor o de cólera que alguien nos ha dicho.

Bob Dylan cantaba: “How many roads must a man walk down before they call him a man?” (…) The answer is blowing in the wind.”  (¿Cuántos caminos debe un hombre caminar antes que le llamen un hombre?” (…) La respuesta está flotando en el viento. Lo que quiere decir que hace falta tiempo para comprender que el otro soy yo mismo.

¡Toda una vida no basta!
El Espíritu Santo, es la presencia de Dios en el fondo de sí mismo
y permite aclarar o iluminar el fondo del ser
y descifrar los claros-oscuros de la vida.
Es Él quien permite darles sentido y sabor
a las palabras de Jesús.
En Espíritu de luz y de verdad.
En Espíritu de libertad
que nos libera de palabras fijas y endurecidas.
En Espíritu de creatividad
que permite la imaginación y la danza.

Hemos hablado de Dios. Fuertemente bien, Dios en general. Si, cierto. Y nosotros lo compartimos con los creyentes del universo. Pero si entramos en relación íntima con Dios,
decimos Padre, Hijo y Espíritu,
o todavía Fuente, Fraternidad, Intimidad.
Origen, Igualdad, Identidad:
el Dios lejano, el Dios cercano, el Dios interior.

En su profesión de fe, la Iglesia no habla simplemente de modalidades de la presencia de Dios sino de tres personas en Dios, en conclusión, de Trinidad. Ella confiesa un solo Dios en tres personas. Entrar en relación con Dios es más importante que hablar de Él. Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo.


Reflexión 2


La Trinidad no es un rompecabezas

«Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena." 
(Juan 6,12-13)


La Trinidad es un misterio que «atormenta», y no solamente hoy, a muchos   hombres, cristianos y no cristianos. Una especie de rompecabezas.
El caso es que nos dejamos atrapar en una especie de ejercicio trivial de álgebra: uno igual a tres.
No es ciertamente con el gancho de la lógica como podemos abordar este misterio. Hay que afrontarlo, más bien, desde un punto de vista existencial.
Un conocido escritor francés — Jean Claude Barreau— ha presentado una interpretación extraordinariamente sugestiva, aun cuando no sea muy nueva, del misterio trinitario, pero lo ha hecho precisamente desde una perspectiva existencial. Intentemos resumirla brevemente.
El hombre auténtico, verdadero y completo, vive en tres dimensiones: vertical, horizontal y profunda.
Podemos expresarlo todo en tres términos:
— sobre
— en torno
— dentro

A través de la dimensión vertical el hombre se pone en relación con lo que está «sobre» él: por ejemplo, el padre, la madre, los superiores y cualquier clase de autoridad. Reconoce los valores que están encarnados especialmente en el padre: obediencia, docilidad, dependencia, orden. Si acepta vivir en esta dimensión, el hombre es hijo. Si la rechaza radicalmente, se queda en adolescente, en una estéril rebeldía contra el padre, y se debate en una protesta confusa y anárquica.

La dimensión horizontal enlaza al hombre con aquello que se halla «en torno» a sí mismo: hermanos, hermanas, amigos, compañeros, todos sus semejantes, en suma. Los valores esenciales son los de fraternidad e igualdad. La persona que vive esta dimensión horizontal se convierte en hermano. Si la rechaza, se queda en un niño egoísta y caprichoso, cerrado en su pequeño mundo individual, únicamente preocupado por su propio bienestar (también espiritual), extraño a las exigencias del mundo que lo rodea, insensible a los problemas de la justicia.

Finalmente existe la dimensión interior, mediante la cual el hombre entra en relación y sintonía con lo que está «dentro» de sí mismo, con su ser profundo. Es el mundo del alma, del espíritu, de la intuición, de la creatividad. La persona descubre los valores de interioridad, silencio, reflexión, libertad, contemplación, poesía, llega a las propias fuentes subterráneas, a las propias raíces. Se convierte en un ser espiritual. Y, subrayémoslo bien, el espiritual no es una creatura que vive en las nubes, desencarnada. Es, sencillamente, un hombre profundo.

La persona privada de esta dimensión interior se condena a la superficialidad, a la vanidad, a la agitación exterior. Se queda en la superficie de todo.
Por consiguiente, el hombre completo debe vivir en relación con lo que está «sobre», «en torno» y «dentro» de él mismo.

Estas tres dimensiones hay que aceptarlas y desarrollarlas simultáneamente.
El que vive una sola dimensión, eliminando o minimizando las otras, viene a ser el «ser unidimensional» de Marcusse.

Así, el que es solamente «hijo» se inclina a asumir actitudes conservadoras, preocupado exclusivamente por el orden —o el desorden— constituido. No participa en las luchas por la justicia. No ama la novedad. No sabe mirar hacia adelante.

El que es solamente «hermano», se opondrá a los valores de disciplina, sacrificio y autoridad, además de los del espíritu (oración, adoración y silencio).

El que se limita a ser «espiritual» considerará el propio mundo interior como una cómoda evasión de los compromisos concretos por la transformación del amplio mundo. Será, en definitiva, un «emboscado».

Lo malo del mundo de hoy procede precisamente del hecho de que se presentan como opuestas, o mejor dicho en competencia, estas dimensiones, en vez de hacer que convivan para que mutuamente se completen y se ordenen armónicamente.

Pero ¿qué tiene que ver todo esto con la trinidad? Veámoslo. El creyente no se encuentra en Dios con un ser «unidimensional». Sino que lo ve en sus tres dimensiones fundamentales.

Así, abriendo el evangelio, el cristiano conoce a un Dios que está «sobre». Es el Padre. El Padre nuestro. Un Padre tierno, misericordioso, respetuoso de la libertad de sus hijos («padre» no paternalista). Siempre dispuesto a acoger al pródigo. Siempre dispuesto a perdonar.

Pero encuentra también a un Dios que, en Jesús, ha tomado un rostro humano, fraterno. Un Dios que está «en torno» a nosotros. Un Dios «hermano nuestro». «Tuve hambre» ...

Y, finalmente, Dios se encuentra también en la dimensión interior, en las profundidades de nuestro ser. Dios está «dentro» de nosotros. «Dios es más íntimo a mí que yo mismo» (San Agustín).

Por consiguiente, Dios es nuestro padre, nuestro hermano, nuestro espíritu.

En vez de abordar el misterio de la Trinidad utilizando imágenes y comparaciones insuficientes, además desgastadas —como el famoso triángulo— pienso que será más útil para nuestra vida reflexionar sobre la Trinidad en una perspectiva de «comunión».

Siguiendo esta línea, había llegado muy lejos aquel niño que decía candorosamente: «Dios es una familia».

Resultan así también iluminadas nuestras relaciones humanas. No parece entonces demasiada paradoja la frase que Berdiaef dirigía a sus propios compañeros de lucha comunista: «Nuestra doctrina social es la trinidad».

El cristiano que cree en la Trinidad, se esfuerza en vivir este misterio rechazando todo egoísmo, todo cuanto sea replegarse sobre sí mismo. Resulta así la auténtica imagen de un Dios que es «comunidad», relación, comunión de personas.

(Alessando Pronzato, en "La sorpresa de Dios", Ediciones Sigueme. Salamanca,. 4a edición. 1979.)



Oración después de la Eucaristía

Señor Jesús,
Tú nos has enseñado que Dios es tu Padre
y que Él también es nuestro Padre.
Por nuestra Fe en él, te damos gracias.

R/ Gloria y alabanza a Ti, Señor Jesús.

Señor Jesús,
Siguiendo al apóstol Pedro y con él,
nosotros proclamamos
que Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios Vivo.
Tú nos das tu paz, tu alegría, tu vida.
por nuestra Fe en ti, te damos gracias.

R/ Gloria y alabanza a Ti, Señor Jesús.

Señor Jesús,
Tú nos das el Espíritu Santo.
Él es el Espíritu de verdad.
Él nos conduce hacia la Verdad plena,
Él nos enseña a orar.
Contigo y con el Padre,
Él perdona nuestras faltas.
Por nuestra fe en el Espíritu,
te damos gracias.

R/ Gloria y alabanza a Ti, Señor Jesús.





Referencias:



http://ciudadredonda.org (para el texto del evangelio y su versión)


Pequeño Misal “Prions en Église”, Novalis, Québec, 2010

HÉTU, Jean-Luc. Les Options de Jésus.

BEAUCHAMP, André. Comprendre la Parole (commentaires bibliques des dimanches année C). Novalis, Canada, 2007.


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