18 de marzo del 2024: lunes de la quinta semana de cuaresma
La magnanimidad de
Dios
(Juan
8, 1-11) Jesús escribe caracteres
efímeros sobre la tierra. Palabra de Dios, toda su existencia es un signo. Sus
palabras, sus gestos están ahí para grabar en la memoria y mantenerla viva. “¿Nadie
te condenó?”» le pregunta a la mujer sorprendida en acto de
adulterio. “Yo tampoco te condeno. Ve y no peques más.» ¡Que
podamos demostrar cada día tal magnanimidad que expresa el corazón de Dios! ■
Benedicta
de la Cruz, cisterciense
(Daniel 13, 41c-62 y Juan 8, 1-11) Susana no había pecado, y sin embargo iba a ser condenada: Daniel la salvó. La adúltera había pecado e iba a ser condenada: Jesús la salvó. En cualquier caso, Dios está allí, listo para intervenir en nuestro favor.
(Salmo 22) Cuando nada está bien, puedo descansar en Dios. Él es mi refugio en la adversidad, aquel a quien puedo confiar todo sin temor a ser juzgado y condenado. Hoy le expreso todo mi agradecimiento por el amor y la fidelidad con que me llena todos los días de mi vida.
Primera lectura
Lectura del libro de Daniel (13,1-9.15-17.19-30.33-62):
EN aquellos días, vivía en Babilonia un hombre llamado Joaquín, casado con Susana, hija de Jelcías, mujer muy bella y temerosa del Señor.
Sus padres eran justos y habían educado a su hija según la ley de Moisés. Joaquín era muy rico y tenía un jardín junto a su casa; y como era el más respetado de todos, los judíos solían reunirse allí.
Aquel año fueron designados jueces dos ancianos del pueblo, de esos que el Señor denuncia diciendo:
«En Babilonia la maldad ha brotado de los viejos jueces, que pasan por guías del pueblo».
Solían ir a casa de Joaquín, y los que tenían pleitos que resolver acudían a ellos.
A mediodía, cuando la gente se marchaba, Susana salía a pasear por el jardín de su marido. Los dos ancianos la veían a diario, cuando salía a pasear, y sintieron deseos de ella.
Pervirtieron sus pensamientos y desviaron los ojos para no mirar al cielo, ni acordarse de sus justas leyes.
Sucedió que, mientras aguardaban ellos el día conveniente, salió ella como los tres días anteriores sola con dos criadas, y tuvo ganas de bañarse en el jardín, porque hacía mucho calor. No había allí nadie, excepto los dos ancianos escondidos y acechándola.
Susana dijo a las criadas:
«Traedme el perfume y las cremas y cerrad la puerta del jardín mientras me baño».
Apenas salieron las criadas, se levantaron los dos ancianos, corrieron hacia ella y le dijeron:
«Las puertas del jardín están cerradas, nadie nos ve, y nosotros sentimos deseos de ti; así que consiente y acuéstate con nosotros. Si no, daremos testimonio contra ti diciendo que un joven estaba contigo y que por eso habías despachado a las criadas».
Susana lanzó un gemido y dijo:
«No tengo salida: si hago eso, mereceré la muerte; si no lo hago, no escaparé de vuestras manos. Pero prefiero no hacerlo y caer en vuestras manos antes que pecar delante del Señor».
Susana se puso a gritar, y los dos ancianos, por su parte, se pusieron también a gritar contra ella. Uno de ellos fue corriendo y abrió la puerta del jardín.
Al oír los gritos en el jardín, la servidumbre vino corriendo por la puerta lateral a ver qué le había pasado. Cuando los ancianos contaron su historia, los criados quedaron abochornados, porque Susana nunca había dado que hablar.
Al día siguiente, cuando la gente vino a casa de Joaquín, su marido, vinieron también los dos ancianos con el propósito criminal de hacer morir a Susana. En presencia del pueblo ordenaron:
«Id a buscar a Susana, hija de Jelcías, mujer de Joaquín».
Fueron a buscarla, y vino ella con sus padres, hijos y parientes.
Toda su familia y cuantos la veían lloraban.
Entonces los dos ancianos se levantaron en medio de la asamblea y pusieron las manos sobre la cabeza de Susana.
Ella, llorando, levantó la vista al cielo, porque su corazón confiaba en el Señor.
Los ancianos declararon:
«Mientras paseábamos nosotros solos por el jardín, salió esta con dos criadas, cerró la puerta del jardín y despidió a las criadas. Entonces se le acercó un joven que estaba escondido y se acostó con ella.
Nosotros estábamos en un rincón del jardín y, al ver aquella maldad, corrimos hacia ellos. Los vimos abrazados, pero no pudimos sujetar al joven, porque era más fuerte que nosotros, y, abriendo la puerta, salió corriendo.
En cambio, a esta le echamos mano y le preguntamos quién era el joven, pero no quiso decírnoslo. Damos testimonio de ello».
Como eran ancianos del pueblo y jueces, la asamblea los creyó y la condenó a muerte.
Susana dijo gritando:
«Dios eterno, que ves lo escondido, que lo sabes todo antes de que suceda, tú sabes que han dado falso testimonio contra mí, y ahora tengo que morir, siendo inocente de lo que su maldad ha inventado contra mí».
Y el Señor escuchó su voz.
Mientras la llevaban para ejecutarla, Dios suscitó el espíritu santo en un muchacho llamado Daniel; y este dio una gran voz:
«Yo soy inocente de la sangre de esta».
Toda la gente se volvió a mirarlo, y le preguntaron:
«Qué es lo que estás diciendo?».
Él, plantado en medio de ellos, les contestó:
«Pero ¿estáis locos, hijos de Israel? ¿Conque, sin discutir la causa ni conocer la verdad condenáis a una hija de Israel? Volved al tribunal, porque esos han dado falso testimonio contra ella».
La gente volvió a toda prisa, y los ancianos le dijeron:
«Ven, siéntate con nosotros e infórmanos, porque Dios mismo te ha dado la ancianidad».
Daniel les dijo:
«Separadlos lejos uno del otro, que los voy a interrogar».
Cuando estuvieron separados el uno del otro, él llamó a uno de ellos y le dijo:
«¡Envejecido en días y en crímenes! Ahora vuelven tus pecados pasados, cuando dabas sentencias injustas condenando inocentes y absolviendo culpables, contra el mandato del Señor: “No matarás al inocente ni al justo”. Ahora, puesto que tú la viste, dime debajo de qué árbol los viste abrazados».
Él contestó:
«Debajo de una acacia».
Respondió Daniel:
«Tu calumnia se vuelve contra ti. Un ángel de Dios ha recibido ya la sentencia divina y te va a partir por medio».
Lo apartó, mandó traer al otro y le dijo:
«Hijo de Canaán, y no de Judá! La belleza te sedujo y la pasión pervirtió tu corazón. Lo mismo hacíais con las mujeres israelitas, y ellas por miedo se acostaban con vosotros; pero una mujer judía no ha tolerado vuestra maldad. Ahora dime: ¿bajo qué árbol los sorprendiste abrazados?».
Él contestó:
«Debajo de una encina».
Replicó Daniel:
«Tu calumnia también se vuelve contra ti. el ángel de Dios aguarda con la espada para dividirte por medio. Y así acabará con vosotros».
Entonces toda la asamblea se puso a gritar bendiciendo a Dios, que salva a los que esperan en él. Se alzaron contra los dos ancianos, a quienes Daniel había dejado convictos de falso testimonio por su propia confesión, e hicieron con ellos lo mismo que ellos habían tramado contra el prójimo. Les aplicaron la ley de Moisés y los ajusticiaron.
Aquel día se salvó una vida inocente.
Palabra de Dios
Salmo
Sal 22,1-3a.3b-4.5.6
R/. Aunque camine por cañadas oscuras,
nada temo, porque tú vas conmigo
V/. El Señor es mi pastor, nada me falta:
en verdes praderas me hace recostar;
me conduce hacia fuentes tranquilas
y repara mis fuerzas. R/.
V/. Me guía por el sendero justo,
por el honor de su nombre.
Aunque camine por cañadas oscuras,
nada temo, porque tú vas conmigo:
tu vara y tu cayado me sosiegan. R/.
V/. Preparas una mesa ante mí,
enfrente de mis enemigos;
me unges la cabeza con perfume,
y mí copa rebosa. R/.
V/. Tu bondad y tu misericordia me acompañan
todos los días de mi vida,
y habitaré en la casa del Señor
por años sin término. R/.
Lectura del santo Evangelio según san Juan 8, 1-11
En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se
presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose,
les enseñaba.
Los escribas y los fariseos le traen una mujer
sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron:
«Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de
Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?».
Le preguntaban esto para comprometerlo y poder
acusarlo.
Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo
en el suelo.
Como insistían en preguntarle, se incorporó y
les dijo:
«El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra».
E inclinándose otra vez, siguió escribiendo.
Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a
uno, empezando por los más viejos.
Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que
seguía allí delante.
Jesús se incorporó y le preguntó:
«Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?».
Ella contestó:
«Ninguno, Señor».
Jesús dijo:
«Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más».
palabra del Señor
«El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra».
Esta es una frase famosa y poderosa pronunciada por Jesús. Los fariseos que juzgaban y condenaban le llevaron a una mujer a Jesús que aparentemente había sido sorprendida "en el mismo acto de cometer adulterio". ¿Era ella una pecadora? Sí, de hecho, lo era. Pero esta historia no se trata tanto de si ella era pecadora o no. Se trataba de la actitud que Jesús tenía hacia los pecadores en comparación con la que tenían los fariseos justos, críticos y condenadores.
En primer lugar, veamos a esta mujer. Ella fue humillada. Ella había cometido un pecado, fue atrapada y se presentó públicamente a todos como una pecadora. ¿Cómo reaccionó ella? Ella no se resistió. Ella no permaneció en negación. Ella no se enojó. Ella no se defendió. En cambio, se quedó allí humillada, esperando su castigo con un corazón afligido.
La humillación por los pecados de uno es una experiencia poderosa que tiene el potencial de producir un verdadero arrepentimiento. Cuando nos encontramos con alguien que ha pecado de manera manifiesta y es humillado por su pecado, debemos tratarlo con compasión. ¿Por qué? Porque la dignidad de la persona siempre reemplaza su pecado. Cada persona está hecha a imagen y semejanza de Dios, y cada persona merece nuestra compasión. Si uno es obstinado y se niega a ver su pecado (como en el caso de los fariseos), entonces es necesario un acto de santa reprimenda para ayudarlo a arrepentirse. Pero cuando uno experimenta dolor y, en este caso, la experiencia adicional de la humillación entonces está listo para la compasión.
Al decir: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra», Jesús no está justificando su pecado. Más bien, está dejando en claro que nadie tiene el derecho de condenación. Ninguno. Ni siquiera los líderes religiosos. Esta es una enseñanza difícil de vivir para muchos en nuestro mundo de hoy. Es un lugar común que los titulares de los medios nos presenten casi compulsivamente los pecados más sensacionales de los demás. Constantemente estamos tentados a sentirnos indignados por lo que ha hecho esta o aquella persona. Sacudimos la cabeza con facilidad, los condenamos y los tratamos como si fueran suciedad. De hecho, parece que muchas personas hoy ven como su deber actuar como “perros guardianes” contra cada pecado que puedan desenterrar sobre los demás.
Reflexione hoy sobre si es usted más como los fariseos o como Jesús. ¿Se habría parado entre la multitud queriendo que apedrearan a esta mujer humillada? ¿Qué tal si esto pasara hoy? Cuando escucha acerca de los pecados manifiestos de los demás, ¿Se da cuenta de que los está usted condenando? ¿O espera que se les muestre misericordia? Procure imitar el corazón compasivo de nuestro divino Señor; y cuando llegue su tiempo de juicio, también se le mostrará una gran compasión.
Mi misericordioso Señor, Tú ves más allá de nuestro pecado y miras al corazón. Tu amor es infinito e inspirador. Te agradezco por la compasión que me has mostrado, y oro para poder siempre imitar esa misma compasión ante todos los pecadores que me rodean. Jesús, en Ti confío.
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