26 de mayo del 2024: Solemnidad de la Santísima Trinidad (ciclo B)
La Trinidad en nuestras vidas
La
Trinidad requiere que miremos hacia arriba. Sin que nuestros pies se aparten de
la tierra, miremos hacia el horizonte de nuestra vida.
Un
día, un padre del desierto mostró una flor a sus discípulos y pidió a todos que
reaccionaran. El primero da un discurso sobre la flor. El segundo le dedica un
poema. El tercero define su naturaleza y especie. El último se limitó a
admirarlo mientras permanecía en silencio.
La
Trinidad no se detiene en lo que podemos decir o pensar al respecto. Nos ofrece
recibir al Padre y sus mandamientos como guía, caminar con el Hijo que nos
acompaña como un hermano y ser testigos de su amor en la fuerza que nos da el
Espíritu Santo.
La
Trinidad nos revela quién es Dios. Pero también da forma a nuestra vida
cristiana. Desde que el Hijo se unió al Padre, la ausencia o la carencia es a
veces nuestra manera de experimentar su presencia. Sin embargo, nuestro Dios no
es un Dios distante. “El Señor es el único Dios
arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra; no hay otro.”
(Dt 4,39).
Él
se entrega a nosotros a través de su palabra, en los sacramentos, en las
reuniones o en los acontecimientos de nuestros días. Nuestro lugar está en el
corazón de Dios y allí podemos buscar el sentido de nuestra existencia en cada
momento.
Somos
el don que el Padre confió al Hijo y lo más precioso que el Hijo ofrece al
Padre. La Trinidad nos permite maravillarnos de Dios.
Dios es Padre, Hijo y Espíritu para mí. ¿Me maravillo de tanto amor?
Su proyecto se extiende a toda la familia humana: ¿cómo podría presentar las
lecturas de hoy a alguien que se siente alejado del Señor?
Vicente
Leclercq, sacerdote asuncionista
Dejémonos conducir por el Espíritu del Padre
Hoy
celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad, Dios que es Padre, Hijo y
Espíritu Santo. Los teólogos han tratado de dar definiciones muy respetables,
pero si ello no nos interesa o sentimos que no nos concierne, es muy
decepcionante.
Lo
más importante no es comprender este misterio sino entrar en él. Lo que nos
interesa hoy es descubrir que nuestro Dios es alguien que se revela
interviniendo en la vida de los hombres. Esta revelación ocurrió muy
gradualmente a lo largo de la historia.
En
la 1ª lectura, es Dios mismo quien se revela al pueblo elegido. Estas personas
eran esclavas en tierra extranjera. Pero Dios eligió a Moisés para liberarlo y
guiarlo por el desierto. En el momento en que se les dirigió este mensaje, los
hebreos se preparaban para entrar en la Tierra Prometida. Ellos así, son
invitados a medir toda la generosidad que Dios tiene con ellos. Y Dios se
revela haciendo una alianza con ellos.
Esta
buena noticia se aplica también a cada uno de nosotros: hoy, como en el pasado,
Dios ve la miseria de su pueblo. Él ve a todos estos países en guerra o yendo
al conflicto; ve el sufrimiento de quienes lo han perdido todo y son arrojados
a la calle. Y por supuesto, no se olvida de los enfermos, de los presos, de los
excluidos... Sigue manifestándonos su deseo de liberar a su pueblo y cuenta con
nosotros para participar en esta misión. Somos enviados a comunicar al mundo el
amor que hay en Dios. A través de nosotros, es Dios quien está ahí para
anunciar la buena nueva de salvación ofrecida a todos.
Así
es como Dios se revela a nosotros mostrándonos su amor.
En
la segunda lectura, San Pablo nos dice que somos hijos adoptados por Dios.
Podemos llamarlo Padre. Sí, Dios es nuestro Padre, un Padre que nos ama a
todos. Quiere que cada uno de sus hijos se salve. Recordemos la historia del
hijo pródigo que regresa a él. Aquel chico que cayó muy bajo es acogido como a
un hijo. Recupera su lugar como hijo en su familia. Así es como Dios nos ama.
Somos sus hijos amados, hermanos de Cristo. Esto se logró gracias a la acción
del Espíritu Santo.
El
Evangelio nos dice que Cristo vino al mundo para ayudar a los apóstoles a
progresar en el conocimiento del Dios verdadero. Ahora son enviados por todo el
mundo para anunciarlo a todo el mundo. A petición suya, siguen a Jesús sobre la
montaña. En el mundo de la Biblia, la montaña es el lugar de la presencia de
Dios. Es allí donde se revela a los hombres. Junto con los once, todos estamos
invitados allí a inclinarnos y adorar. La verdadera adoración consiste en
reconocer a Dios tal como es.
Luego
es el envío a una misión: “Id y haced
discípulos de todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo”. No se trata
de quedarse ahí, con eternas preguntas sobre la tumba vacía. Es urgente
comprender que la Pascua no es un final sino un comienzo. Todo lo que Jesús
pudo hacer o decir durante su vida terrena fue una preparación para esta nueva
aventura de los hombres. Con el primer pacto, Dios sólo habló al pequeño pueblo
de Israel; la nueva alianza es anunciada y ofrecida a todos los pueblos del
mundo.
Lo
que se nos pide no es hacer seguidores sino discípulos de Cristo. No debemos
comportarnos como dueños de la Palabra revelada sino como servidores. No se
trata de alistarse o ser reclutado sino de anunciar la buena nueva y bautizar.
El bautismo que recibimos nos sumergió en este océano de amor que está en Dios
Padre, Hijo y Espíritu Santo. El Evangelio es una historia de amor que nunca
termina, una historia de amor siempre nueva y abierta.
A
nosotros nos corresponde ser testigos apasionados de esta historia de amor.
Para esta misión, no estamos solos. El Señor ha prometido estar con nosotros
siempre hasta el fin del mundo. Él nos nutre con su Palabra y su Cuerpo. Él
siempre está ahí para darnos fuerza y coraje para la misión. Y María, nuestra
madre celestial, no deja de decirnos: “Haced lo que Él os diga”.
Al
celebrar esta Eucaristía, elevemos nuestra ferviente acción de gracias a Dios.
Recibimos mucho de Él. Hemos recibido la plenitud en el nombre del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo. Con María podemos cantar: “El Señor hizo
maravillas en mí, santo es su nombre”.
La Esencia de la Santísima Trinidad
“Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la
tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándoles en el nombre
del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que
os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final
del mundo.”
Mateo 28:19–20 (Evangelio
del año B)
De
todas las grandes fiestas que celebramos dentro de la Iglesia a lo largo del
año, la Solemnidad de hoy nos presenta un Misterio que es tan profundo y
trascendente que nuestra eternidad transcurrirá
en perpetua contemplación.
La
Trinidad, vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, nunca envejecerá,
nunca será plenamente comprendida y será la causa de nuestra eterna adoración y
alegría. Aunque la Iglesia ha utilizado conceptos filosóficos para explicar la
Trinidad, ningún concepto o descripción humana explicará jamás por completo
quién es Dios. Aunque podemos señalar algunas verdades generales acerca de
Dios, nunca seremos capaces de describir plenamente la esencia interna, la
profundidad, la belleza y la omnipotencia de la Trinidad.
Al
considerar ese hecho, es importante comprender que la Trinidad no es primero un
misterio teológico que intentamos definir. Más bien, la Trinidad es ante
todo una comunión de Personas que estamos invitados a conocer. A través de la mera deducción intelectual no
llegamos a conocer a Dios principalmente. Llegamos a conocer a Dios a través de
la unión en oración con Él. Aunque la teología es excepcionalmente útil e
importante, la esencia de Dios está más allá de cualquier concepto filosófico
que podamos definir.
El
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son Personas. Y como Personas, quieren ser
conocidas. Y quieren ser conocidas principalmente a través de una vida de
oración profunda e íntima. Orar a Una Persona, por supuesto, es orar a todos,
ya que son Un Dios. Pero, no obstante, estamos llamados a una relación de amor
con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y aunque nuestras mentes débiles tal
vez no sean capaces de comprender plenamente la esencia de Dios, Él nos llevará
cada vez más a un conocimiento de Él cada vez más profundo si se lo permitimos.
La
oración a menudo comienza diciendo oraciones, meditando en las Escrituras y
escuchando. Pero la verdadera oración es algo mucho más profundo. La verdadera
oración es la oración contemplativa que, en última instancia, conduce a la
unión divina. Sólo Dios puede iniciar esta forma de oración en nuestras vidas,
y sólo Dios, a través de esta forma profunda de oración, puede comunicarse con
nosotros tal como es. Algunos de los más grandes místicos de nuestra Iglesia,
como San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Ávila , explican en su
teología mística que el conocimiento más profundo de Dios no llega a través de
conceptos o imágenes. De hecho, si deseamos obtener un conocimiento de Dios en
Su esencia, debemos permitirle que purgue cada concepto de Quién es Él para que
la luz pura de Su esencia pueda derramarse sobre nuestras mentes. Este
conocimiento, dicen, va más allá del conocimiento “acerca de” Dios. Es el
comienzo de un conocimiento “de” Dios.
Reflexione
hoy sobre la Santísima Trinidad. Mientras lo hace, diga una oración a Dios
pidiéndole un conocimiento más profundo e íntimo de Él. Pídale que le comunique
Su amor divino y que abra su mente y su corazón a una comprensión más profunda
de Quién es Él. Procure humillarse ante el gran Misterio de la vida interior de
Dios. La humildad ante el Misterio de Dios significa aceptar que sabemos poco
de Él. Pero esa humilde verdad nos ayudará a acercarnos a la relación más
profunda de amor a la que estamos llamados.
Santísima
Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, por favor llévame a una relación de
amor contigo que eres un solo Dios y tres Personas divinas. Que el misterio y
la belleza de Tu vida sean cada día más conocidos y amados por mí a través del
don de la oración mística transformadora. Jesús, en Ti confío.
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