Testigo de la fe:
San Agustín de Canterbury
Primer obispo de Inglaterra. Era prior del monasterio fundado en Roma por el Papa San Gregorio Magno, cuando éste lo nombró en el año 596 al frente de un equipo misionero para evangelizar Inglaterra. Supo adaptar el Evangelio a la cultura ancestral de los anglosajones, cristianizando sus tradiciones populares.
Una alegría incontenible
Hechos 16, 22-34
El carcelero que llega a creer en el Señor Jesús experimenta una alegría desbordante después de su bautismo. Sin embargo, las pruebas apenas comienzan, ya que los presos bajo su cuidado efectivamente se han fugado. Él da testimonio de una esperanza profunda que enfrenta los acontecimientos. Salvado de una desesperación con sabor a muerte, el filipense nos comparte la alegría de saber que cada instante de nuestra vida pertenece a Jesús.
Primera lectura
Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles (16,22-34):
EN aquellos días, la plebe de Filipos se amotinó contra Pablo y Silas, y los magistrados ordenaron que les arrancaran y que los azotaran con varas; después de molerlos a palos, los metieron en la cárcel, encargando al carcelero que los vigilara bien; según la orden recibida, él los cogió, los metió en la mazmorra y les sujetó los pies en el cepo.
A eso de media noche, Pablo y Silas oraban cantando himnos a Dios. Los presos los escuchaban. De repente, vino un terremoto tan violento que temblaron los cimientos de la cárcel. Al momento se abrieron todas las puertas, y a todos se les soltaron las cadenas. El carcelero se despertó y, al ver las puertas de la cárcel de par en par, sacó la espada para suicidarse, imaginando que los presos se habían fugado. Pero Pablo lo llamó a gritos, diciendo:
«No te hagas daño alguno, que estamos todos aquí».
El carcelero pidió una lámpara, saltó dentro, y se echó temblando a los pies de Pablo y Silas; los sacó fuera y les preguntó:
«Señores, ¿qué tengo que hacer para salvarme?»
Le contestaron:
«Cree en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu familia».
Y le explicaron la palabra del Señor, a él y a todos los de su casa.
A aquellas horas de la noche, el carcelero los tomó consigo, les lavó las heridas, y se bautizó en seguida con todos los suyos; los subió a su casa, les preparó la mesa, y celebraron una fiesta de familia por haber creído en Dios.
Palabra de Dios
Salmo
Sal 137,1-2a.2bc.3.7c-8
R/. Señor, tu derecha me salva
Te doy gracias, Señor, de todo corazón,
porque escuchaste las palabras de mi boca;
delante de los ángeles tañeré para ti;
me postraré hacia tu santuario. R/.
Daré gracias a tu nombre
por tu misericordia y tu lealtad.
Cuando te invoqué, me escuchaste,
acreciste el valor en mi alma. R/.
Tu derecha me salva.
El Señor completará sus favores conmigo.
Señor, tu misericordia es eterna,
no abandones la obra de tus manos. R/.
Lectura del santo evangelio según san Juan (16,5-11):
EN aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Ahora me voy al que me envió, y ninguno de vosotros me pregunta: “¿Adónde vas?”. Sino que, por haberos dicho esto, la tristeza os ha llenado el corazón. Sin embargo, os digo es la verdad: os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito. En cambio, si me voy, os lo enviaré.
Y cuando venga, dejará convicto al mundo acerca de un pecado, de una justicia y de una condena. De un pecado, porque no creen en mí; de una justicia, porque me voy al Padre, y no me veréis; de una condena, porque el príncipe de este mundo está condenado».
Palabra del Señor
**********
1
1. Una alegría que brota de la fe en medio del
sufrimiento
Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
En el libro de los Hechos de los Apóstoles,
se nos narra hoy un episodio conmovedor que refleja el poder transformador de
la fe. Pablo y Silas, azotados y encarcelados injustamente, no responden con
quejas ni desesperanza, sino con canto y oración. En la noche oscura del
calabozo, alaban al Señor. Y ese canto tiene un efecto inesperado: un terremoto
abre las puertas de la prisión. Pero más aún, abre el corazón del carcelero a
la fe.
El mismo hombre que custodiaba a los apóstoles y
que estuvo a punto de quitarse la vida por pensar que los prisioneros habían
escapado, se convierte y es bautizado con toda su familia. Y aquí se revela un
gran misterio de nuestra fe: la alegría verdadera nace del encuentro con
Cristo, incluso en medio del dolor. Una alegría que no depende de las
circunstancias, sino del hecho de saberse amado, perdonado y salvado por el
Señor.
2. “Señor, tu misericordia es eterna” (Salmo 138)
El salmo responsorial resuena hoy como la voz de
este mismo carcelero convertido: "Cuando te invoqué, me escuchaste,
aumentaste el valor en mi alma". En su noche de angustia, el hombre
fue escuchado, y Dios respondió con luz. Este canto de acción de gracias se une
hoy a nuestra oración por todos aquellos que han partido en la fe:
familiares, amigos, bienhechores, que un día invocaron al Señor y ahora
descansan en sus manos.
También elevamos nuestra súplica por los benefactores
vivos, quienes con generosidad sostienen la vida de la comunidad parroquial.
¡Cuántas veces el Señor ha aumentado el valor en sus almas para seguir
creyendo, amando y sirviendo!
3. “Les conviene que yo me vaya…” (Jn 16, 5-11)
En el Evangelio según san Juan, Jesús prepara a sus
discípulos para su partida. Lo hace con palabras desconcertantes: “Les
conviene que yo me vaya”. Pero en realidad no se está despidiendo, sino
abriendo el camino para la llegada del Paráclito, el Espíritu Santo. Es decir,
Jesús no se ausenta, se hace más cercano. Su presencia no se limitará a
un lugar ni a un tiempo, sino que se expandirá a todos los corazones que lo
reciban.
El Espíritu Santo es quien transformó la cárcel en
templo, la desesperación del carcelero en júbilo pascual, la muerte en vida
nueva. Ese mismo Espíritu hoy quiere renovar nuestra esperanza y nuestra
comunidad. En este Año Jubilar en que caminamos como “Peregrinos de la
Esperanza”, el Espíritu Santo nos impulsa a proclamar con firmeza que cada
instante de nuestra vida pertenece a Jesús, como decía el testimonio
inicial.
4. Oración y compromiso jubilar
Queridos hermanos, acojamos este mensaje con un
corazón dispuesto. Pidamos hoy por nuestros seres queridos que ya partieron,
especialmente aquellos que marcaron con su fe y servicio la historia de nuestra
comunidad. Recordamos con gratitud a nuestros benefactores, cuya generosidad
silenciosa construyó parroquias, apoyó a los pobres, sostuvo vocaciones, avivó
la misión.
Y comprometámonos también a ser nosotros testigos
de esta alegría irreprimible. Que nuestras palabras y acciones muestren al
mundo que la fe no nos evade de la realidad, sino que nos da la fuerza para
afrontarla con esperanza.
Oración final:
Señor Jesús, tú que convertiste la cárcel en un
santuario y la desesperación del carcelero en alabanza, transforma hoy nuestras
pruebas en oportunidades para crecer en fe. Envía tu Espíritu para que no
tengamos miedo, sino que, como Pablo y Silas, sepamos cantar en medio de
nuestras noches. Acoge a nuestros seres queridos fallecidos y bendice a quienes
con generosidad sostienen nuestra comunidad. Amén.
2
La tristeza ante los cambios de la vida – confiar
en el Espíritu Santo
Evangelio según san Juan 16,5–7:
Jesús dijo a sus discípulos: “Ahora me voy al que me envió, y ninguno de ustedes
me pregunta: ‘¿A dónde vas?’ Pero al decirles esto, la tristeza ha llenado sus
corazones. Sin embargo, les digo la verdad: les conviene que yo me vaya, porque
si no me voy, el Paráclito no vendrá a ustedes; pero si me voy, se los
enviaré”.
Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
El Evangelio de hoy nos presenta una escena
profundamente humana. Jesús habla con sus discípulos, y ellos están tristes.
Saben que su Maestro se va, y no logran comprender del todo por qué ni para
qué. Les invade la angustia. Su corazón se llena de dolor. Y entonces Jesús,
con ternura pero con firmeza, les dice algo asombroso: “Les conviene que yo
me vaya”.
¿Puede ser que la ausencia del Señor sea buena?
¿Cómo puede ser preferible perder la presencia física de Jesús, aquel con quien
habían caminado, comido, reído, orado y llorado?
La respuesta nos la da Él mismo: “Si no me voy,
el Paráclito no vendrá a ustedes.” Es decir, el cambio que tanto temían los
discípulos era, en realidad, el umbral de algo mucho más grande: la venida del
Espíritu Santo, la irrupción de Dios en sus corazones con una fuerza
transformadora y consoladora. Aquel dolor sería el preludio de una alegría
desbordante.
Este mismo mensaje sigue siendo actual para todos
nosotros.
1. El dolor ante el cambio es
natural
A lo largo de la vida, todos enfrentamos momentos
de cambio: un traslado, un nuevo trabajo, una pérdida, una vocación que se
descubre o se reafirma. Incluso las etapas hermosas —como el matrimonio, la
llegada de un hijo, el ingreso a una comunidad religiosa o un nuevo servicio
pastoral— traen consigo un cierto duelo: despedirse de lo conocido para abrazar
lo desconocido.
Y sí, eso produce una mezcla de miedo y tristeza.
Como los discípulos, preferimos quedarnos donde todo nos resulta familiar. Nos
resistimos a los cambios, incluso si son parte del plan de Dios. Pero Jesús nos
enseña hoy que no debemos temer si ese cambio viene de su mano.
2. Todo cambio en Dios trae un
nuevo Pentecostés
Cada vez que Dios permite un cambio en nuestras
vidas, aunque en un primer momento parezca una pérdida, Él está preparando la
llegada del Espíritu Santo de una forma nueva. Así como los apóstoles
recibieron la fuerza del Espíritu después de la Ascensión del Señor, así
también nosotros recibimos una unción especial cada vez que aceptamos la
voluntad de Dios con fe.
El dolor se transforma en consuelo. La oscuridad se
vuelve luminosa. El Espíritu obra en lo nuevo que nos da miedo abrazar.
3. Discernir el paso de Dios en
lo nuevo
Por eso, queridos hermanos, cuando experimenten
cambios —en sus hogares, en su comunidad, en su vocación, incluso en sus
relaciones personales— no vean solo lo que se pierde. Pregúntense: ¿Qué está
queriendo hacer el Señor con esto? ¿Qué Pentecostés me tiene preparado? ¿Qué
gracia me está ofreciendo en esta nueva etapa?
Dios no improvisa. Nada en la vida de un creyente
es casual. Si algo cambia, es porque Él está haciendo espacio para algo mejor,
para algo más profundo, para una comunión más íntima con su Espíritu.
4. Abrirnos con confianza: del
“no quiero” al “sí, Señor”
Termino con una invitación: ¿Hay algún cambio en
tu vida que el Señor te está pidiendo aceptar? ¿Te está invitando a un paso
de fe? ¿Tal vez a dejar algo atrás, o a abrirte a una nueva misión, a un nuevo
compromiso, a un nuevo servicio?
No permitas que la tristeza cierre tu corazón. Di
como María: “Hágase en mí según tu palabra” y como los apóstoles después
de la Resurrección: “Señor, estamos dispuestos”.
Oración final:
Señor Jesús, al igual que tus discípulos, a veces
tengo miedo de los cambios. Me cuesta dejar atrás lo que conozco. Pero creo en
tu Palabra. Creo que todo lo que permites en mi vida es para mi bien. Envíame
tu Espíritu Santo en cada cambio que me pidas. Dame la gracia de decirte “sí”
con confianza. Te entrego mis temores y mis proyectos. Guíame, Espíritu
Consolador, y haz de mi vida un instrumento de tu amor. Amén.
Conclusión:
Querida comunidad, que esta Eucaristía sea ocasión para renovar nuestra
confianza en Dios. Que no nos entristezca el cambio, sino que lo veamos como
una oportunidad para dejar que el Espíritu Santo actúe con libertad. “Es
mejor para ustedes que yo me vaya”, dice Jesús. Y tiene razón. Porque si
confiamos en Él, siempre nos conducirá a algo mayor.
Jesús, en Ti confío.
27 de mayo: San Agustín de Canterbury,
Obispo — Memoria opcional
Siglo VI – 604
Patrono de Inglaterra
Cita:
“El poderoso Etelberto era en aquel tiempo rey de Kent… el rey se dirigió a
la isla y, sentado al aire libre, ordenó a Agustín y a sus compañeros que se
presentaran para una conferencia… Cuando se sentaron obedeciendo las órdenes
del rey, y predicaron a él y a sus acompañantes allí presentes la Palabra de
vida, el rey respondió así:
«Sus palabras y promesas son hermosas, pero como nos resultan nuevas y de
significado incierto, no puedo aceptar abandonar lo que he observado por tanto
tiempo junto con toda la nación inglesa. Pero, ya que han venido desde lejos
como extranjeros a mi reino y, según entiendo, desean compartir con nosotros lo
que creen que es verdadero y beneficioso, no deseamos hacerles daño, sino que
les ofreceremos una acogida favorable y nos encargaremos de suministrarles todo
lo necesario para su sustento; tampoco les prohibimos predicar y ganar para su
religión a cuantos puedan».
Así, les concedió una morada en la ciudad de Canterbury…”
~ Historia eclesiástica de
Inglaterra, por San Beda
Reflexión:
Poco después de la muerte y resurrección del Señor, el Imperio Romano comenzó
su conquista de Britania. A medida que los romanos aceptaban lentamente el
cristianismo, la fe comenzó a filtrarse en la Britania pagana. Cuando el
Imperio legalizó el cristianismo en el siglo IV, la fe echó raíces más
profundas en ese territorio conquistado. De hecho, uno de los grandes santos de
la Iglesia, San Patricio de Irlanda, nació y creció en la Britania romana.
En
el año 410, Roma fue saqueada, el Imperio comenzó a caer, y las tropas romanas
fueron retiradas de Britania. Poco después, los anglos y sajones conquistaron a
los britanos, dividiendo sus tierras en nueve reinos anglosajones, todos
practicantes de formas de paganismo germánico. Hacia finales del siglo VI, la
joven nación cristiana se había vuelto pagana. Los cristianos británicos
restantes se retiraron a pequeñas comunidades en el sudeste de lo que hoy es
Inglaterra, quedando cada vez más aislados de la Iglesia de Roma.
Hacia
el año 595, el papa San Gregorio Magno paseaba por un mercado romano y vio a
unos jóvenes esclavos. Al preguntar de dónde venían, le respondieron: “Son
anglos, de la isla de Inglaterra”. “¡Ah, son ángeles!”, exclamó el papa. Ver a
esos jóvenes paganos vendidos como esclavos lo conmovió profundamente. Quería
que fueran cristianos, y quería que toda la Inglaterra anglosajona se
convirtiera. Pero ¿cómo lograrlo?
Su
primer plan fue comprar a cuantos muchachos pudiera, enviarlos a monasterios
para que aprendieran la fe católica y, si eran aptos, ordenarlos sacerdotes y
enviarlos de vuelta a su tierra natal como misioneros. Sin embargo, este era un
plan a largo plazo. Luego recibió informes de que los ingleses estaban listos
para convertirse si tuvieran misioneros que les enseñaran la fe. Así que el
papa pasó al plan B.
Antes
de ser papa, Gregorio era monje benedictino y había convertido la casa familiar
en el monasterio de San Andrés. En el momento de su elección como papa, el
padre Agustín era prior del monasterio. El papa pidió a los monjes que fueran
misioneros a Inglaterra. El padre Agustín fue puesto al frente de la misión,
acompañado de entre treinta y cuarenta monjes. Poco se sabe de su vida antes de
esta misión, pero probablemente nació en Roma en una familia noble. Aunque se
desconoce su fecha de nacimiento, ya era un hombre mayor cuando emprendió su
misión.
El
objetivo era llegar al rey Etelberto del reino de Kent, en el sureste de
Inglaterra. La esposa del rey era cristiana e hija del rey franco Cariberto I.
Antes de casarse, Cariberto se aseguró de que su hija pudiera practicar
libremente su fe. Ella llevó consigo un obispo católico para su atención
espiritual, lo que suavizó el corazón del rey hacia los cristianos.
Agustín
y sus monjes salieron de Roma, deteniéndose primero en tierras francas.
Llevaban cartas del papa, lo que les permitió conseguir traductores y
provisiones de la nobleza franca. Sin embargo, algunos monjes temieron
continuar debido a los relatos sobre la hostilidad anglosajona. El padre
Agustín regresó a Roma para exponer sus preocupaciones. El papa lo tranquilizó,
asegurándole que Dios deseaba esa misión. Luego lo nombró abad, otorgándole
autoridad sobre los demás, y lo envió nuevamente. Reanimados, Agustín y sus
compañeros partieron hacia Kent. Al cruzar el Canal de la Mancha, el rey
Etelberto los recibió amablemente, les ofreció una iglesia en ruinas y permiso
para predicar. En menos de un año, el propio rey se convirtió y fue bautizado.
Entusiasmado por la noticia, el papa nombró a Agustín primer arzobispo de Canterbury.
Recibió la ordenación episcopal en Arlés (Francia), regresó a Kent y continuó
su misión con fervor. En la Navidad del año 597, bautizó a casi 10,000
anglosajones.
Durante
los siguientes nueve años, trabajó incansablemente en establecer la Iglesia entre
los anglosajones. Con la ayuda del rey, se fundaron diócesis y hubo muchas
conversiones. Tras consultar con el papa, Agustín trazó un plan de
evangelización. También intentó acercarse a los británicos oprimidos, aún
cristianos pero separados de Roma. Sin embargo, muchos de ellos se resistieron
al ver que se daba prioridad a los conquistadores anglosajones.
Dios
obró muchos milagros a través de Agustín. El papa, al enterarse, le escribió
advirtiéndole que no se dejara llevar por el orgullo:
“Sé, querido hermano, que Dios Todopoderoso, por medio de ti, obra grandes
milagros… Por tanto, debes alegrarte con temor y temer con alegría ese don
celestial; pues te alegrarás porque las almas inglesas son atraídas por
milagros externos a la gracia interior; pero temerás, no sea que, entre tantas
maravillas, la mente débil se ensoberbezca…”
Después
de diez años de misión, Agustín presintió su muerte y preparó a su sucesor,
ordenándolo obispo. Para entonces, otros dos reyes también se habían bautizado.
Tras su muerte, la evangelización continuó. Hacia fines del siglo VII, todos
los reyes anglosajones se habían convertido, y con ellos sus pueblos.
San
Agustín de Canterbury jamás imaginó que un día sería el patrono de Inglaterra.
Era un monje santo, dedicado a la oración y la estabilidad. Pero Dios lo llamó
y él respondió. Gracias a su generosidad y valentía, innumerables conversiones
tuvieron lugar.
Reflexiona sobre tu propia generosidad con Dios. ¿Estás
dispuesto a decirle “sí” a todo lo que Él te pida? Díselo hoy, y permite que
Dios te use según su voluntad.
Oración:
San Agustín de Canterbury, estuviste abierto a la voluntad de Dios en tu vida, a pesar de lo radical e inesperado de su llamado. Respondiste con valentía, fe y esperanza, y Dios te usó poderosamente. Ruega por mí, para que también yo responda con valentía a la voluntad de Dios, y así pueda compartir con otros la fe que Él me ha dado, conforme a su santa voluntad.
San Agustín de Canterbury, ruega por mí.
Jesús, en Ti confío.
Comentarios
Publicar un comentario
Gracias por visitar mi blog, Deje sus comentarios que si son hechos con respeto y seriedad, contestaré con mucho gusto. Gracias. Bendiciones