Santo del día:
San Antonio María Claret
1807-1870.
Fundador de los Hijos del Inmaculado Corazón de María, o Misioneros Claretianos.
Según Benedicto XVI, este evangelista catalán «trabajó con constante
generosidad por la salvación de las almas».
Interpretar o discernir
(Lucas 12, 54-59) El
ejercicio es delicado: “interpretar”, como nos pide hoy Jesús, ¿no equivale
acaso a buscar explicaciones vanas? ¿A querer explicarlo todo? La
interpretación —o, usando un término equivalente, el discernimiento— es en
realidad algo muy distinto. En el corazón de situaciones a veces complejas, se
trata de buscar las huellas del paso de Dios, la luz del Evangelio que logra
abrirse camino incluso en las noches más oscuras.
Bertrand Lesoing, prêtre de la communauté Saint-Martin
Primera lectura
Rom
7, 18-24
¿Quién
me librará de este cuerpo de muerte?
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos.
HERMANOS:
Sé que lo bueno no habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer está
a mi alcance, pero hacer lo bueno, no.
Pues no hago lo bueno que deseo, sino que obro lo malo que no deseo.
Y si lo que no deseo es precisamente lo que hago, no soy yo el que lo realiza,
sino el pecado que habita en mí.
Así, pues, descubro la siguiente ley: yo quiero hacer lo bueno, pero lo que
está a mi alcance es hacer el mal.
En efecto, según el hombre interior, me complazco en la ley de Dios; pero
percibo en mis miembros otra ley que lucha contra la ley de mi razón, y me hace
prisionero de la ley del pecado que está en mis miembros.
¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?
¡Gracias a Dios, por Jesucristo nuestro Señor!
Palabra de Dios.
Salmo
Sal
118, 66. 68. 76. 77. 93. 94 (R.: 68b)
R. Instrúyeme,
Señor, en tus decretos.
V. Enséñame la bondad,
la prudencia y el conocimiento,
porque me fío de tus mandatos. R.
V. Tú eres bueno y haces
el bien;
instrúyeme en tus decretos. R.
V. Que tu bondad me
consuele,
según la promesa hecha a tu siervo. R.
V. Cuando me alcance tu
compasión, viviré,
y tu ley será mi delicia. R.
V. Jamás olvidaré tus
mandatos,
pues con ellos me diste vida. R.
V. Soy tuyo, sálvame,
que yo consulto tus mandatos. R.
Aclamación
R. Aleluya, aleluya,
aleluya.
V. Bendito seas,
Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has revelado los misterios del
reino a los pequeños. R.
Evangelio
Lc
12, 54-59
Saben
interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, pues ¿cómo no saben
interpretar el tiempo presente?
Lectura del santo Evangelio según san Lucas.
EN aquel tiempo, decía Jesús a la gente:
«Cuando ven subir una nube por el poniente, ustedes dicen: “Va a caer un aguacero”,
y así sucede. Cuando sopla el sur dicen: “Va a hacer bochorno”, y sucede.
Hipócritas: saben interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, pues ¿cómo
no saben interpretar el tiempo presente? ¿Cómo no saben juzgar ustedes mismos
lo que es justo?
Por ello, mientras vas con tu adversario al magistrado, haz lo posible en el
camino por llegar a un acuerdo con él, no sea que te lleve a la fuerza ante el
juez y el juez te entregue al guardia y el guardia te meta en la cárcel.
Te digo que no saldrás de allí hasta que no pagues la última monedilla».
Palabra del Señor.
1. Introducción: Leer los signos del tiempo con
ojos del alma
Jesús, en el Evangelio de hoy (Lc 12, 54-59), nos
invita a mirar más allá de las apariencias:
“Cuando ven que se levanta una nube por el
poniente, ustedes dicen enseguida: ‘Va a llover’, y así sucede. Cuando sopla el
viento del sur, dicen: ‘Hará calor’, y lo hace. ¡Hipócritas! Ustedes saben
interpretar el aspecto de la tierra y del cielo; ¿cómo no saben interpretar el
tiempo presente?”
El Señor no critica la inteligencia humana, sino la
miopía espiritual. Sabemos leer los signos del clima, pero no los signos
de Dios. Vivimos atentos al precio del dólar, a las redes sociales, a las modas
y a los escándalos, pero ciegos ante las señales de la gracia.
Y sin embargo, cada día está lleno de huellas de Dios: en un enfermo que
ofrece su dolor con fe, en una madre que ora el rosario por su hijo, en un
joven que busca servir a Cristo, en un sacerdote que se entrega al pueblo de
Dios.
El tiempo presente —dice Jesús— no es solo un reloj
que avanza, sino un kairos, un tiempo de salvación, un llamado a la
conversión. Por eso, en este marco jubilar, estamos invitados a ser
peregrinos que leen los signos de esperanza, no los signos del miedo o la
resignación.
2. La lucha interior: entre la
ley y el Evangelio
La primera lectura (Rom 7,18-25a) nos muestra a san
Pablo en un conflicto profundo:
“No hago el bien que quiero, sino el mal que no
quiero. ¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la
muerte? Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo, nuestro Señor.”
Aquí Pablo no habla como teórico, sino como hombre.
Descubre en sí mismo dos fuerzas:
la de la Ley —que le muestra lo que es bueno— y la del pecado,
que lo arrastra a lo contrario.
La Ley es buena, dice él, porque le revela el bien; pero no puede salvarlo. Es
como una cerca: puede proteger o encerrar, según cómo se use.
Solo Cristo libera de esa división interior.
Pablo nos enseña que no basta conocer la verdad,
hay que dejar que Cristo viva en nosotros. Sin su gracia, la Ley se convierte
en una carga, un “deber” sin amor. Con su Espíritu, la Ley se transforma en
“camino de vida”.
El Jubileo que vivimos nos recuerda esto mismo: no
es un tiempo de leyes, sino de gracia; no un tiempo de condena, sino de
reconciliación.
Por eso hoy también Pablo nos grita desde su experiencia: “¡Cristo me ha
liberado!”.
3. Ser ciegos ante lo invisible:
una pobreza espiritual
Jesús nos llama “hipócritas” cuando interpretamos
lo externo y descuidamos lo interior. En el fondo, nos advierte de una ceguera
espiritual:
- Cuando
juzgamos sin amar.
- Cuando
rezamos sin escuchar.
- Cuando
defendemos normas sin vivir el espíritu del Evangelio.
Esa ceguera puede estar también en nuestras
comunidades: cuando miramos solo lo material de la parroquia —los templos, las
cuentas, las obras visibles— y olvidamos que el alma de la Iglesia es la
santidad y la caridad.
San Antonio María Claret comprendió esto muy bien.
Fue un hombre de ley y fuego: fundó congregaciones, escribió libros,
predicó incansablemente. Pero lo movía una sola pasión: que Cristo sea
conocido y amado.
Decía: “Yo nací para amar, y mi ocupación es amar”.
Su celo misionero no venía de la disciplina, sino del fuego del Espíritu Santo.
Pidamos hoy su intercesión para no ser cristianos
de apariencia, sino discípulos que escuchan los signos de Dios en el silencio,
en el sufrimiento y en la oración.
4. Aplicación actual:
reconciliarnos antes de llegar al juez
Jesús termina su enseñanza con una advertencia
jurídica:
“Mientras vas con tu adversario al tribunal, haz
todo lo posible por reconciliarte con él en el camino.”
El sentido espiritual es claro: la vida es ese camino
antes del juicio.
Aquí y ahora podemos reconciliarnos con Dios y con los hermanos. No esperemos
al tribunal definitivo.
El Jubileo nos ofrece esa oportunidad: abrir el corazón al perdón, visitar el
confesionario, acercarnos a la Eucaristía, ofrecer misericordia a quien nos ha
herido.
San Pablo lo entendió cuando exclamó: “Gracias a
Dios por Jesucristo”.
Solo en Él el hombre dividido encuentra unidad, paz y libertad.
Solo en Él podemos mirar los signos del tiempo y descubrir que Dios sigue
actuando en nuestra historia.
5. Dimensión misionera y mariana
En este mes del Santo Rosario y de oración por las
misiones, la Virgen María se nos muestra como la mujer que supo interpretar
los signos de Dios.
Ella no se quedó en las apariencias, sino que creyó:
“Ha hecho en mí cosas grandes el que todo lo
puede.”
Mientras muchos esperaban un Mesías poderoso, ella
reconoció en un niño pobre el rostro de Dios.
Esa mirada contemplativa es la que necesita hoy el mundo y nuestra Iglesia: ver
a Dios en lo pequeño, en lo oculto, en el dolor.
Los misioneros —como San Antonio María Claret— leen
el tiempo presente con esa fe de María. No esperan condiciones ideales; van,
aman, sirven, anuncian, perdonan. Son peregrinos de esperanza.
6. Conclusión y oración final
Queridos hermanos:
El Evangelio de hoy nos invita a abrir los ojos del corazón.
Hay signos del cielo que no se ven con telescopios: el perdón, la paciencia, la
ternura, la fe que renace.
Pablo nos enseña que el combate interior no se gana con leyes, sino con Cristo
vivo.
Y San Antonio María Claret nos muestra que solo quien ama hasta el extremo
puede ser verdadero misionero.
Pidamos al Señor, por intercesión de María y de San
Antonio María Claret:
Oración:
Señor Jesús, que nos enseñas a leer los signos del tiempo,
abre nuestros ojos para reconocer tu paso por nuestra historia.
Libéranos de la división interior que nos impide amar.
Sana a los que sufren en el alma y en el cuerpo,
consuela a los tristes y fortalece a los misioneros de tu Reino.
Que el rezo del Santo Rosario nos mantenga vigilantes,
con el corazón en paz y los pies en camino,
peregrinos de esperanza hacia tu encuentro definitivo.
Amén.
2
Discernir las huellas de Dios
1. Introducción: No basta con mirar, hay que
discernir
2. El discernimiento cristiano: ver más allá de las
apariencias
Jesús nos
enseña que hay signos visibles —la lluvia, el calor, los cambios del tiempo— y signos
invisibles, que solo se descubren con el alma despierta:
- un perdón concedido que sana
heridas;
- un sufrimiento ofrecido con
fe;
- una decisión tomada desde la
luz interior de la conciencia;
- una palabra del Evangelio
que toca el corazón.
3. La lectura paulina: la lucha interior que exige
discernimiento
San
Pablo, en la primera lectura (Rom 7,18-25a), nos abre su alma:
“No hago
el bien que quiero, sino el mal que no quiero.”
San Pablo
llega a la conclusión decisiva:
4. Jesús, juez y reconciliador
El
Evangelio termina con una advertencia:
“Mientras
vas con tu adversario al tribunal, procura reconciliarte con él en el camino.”
5. San Antonio María Claret: un maestro del
discernimiento misionero
“Encender
en todas partes el fuego del amor de Dios.”
Su
ejemplo nos recuerda que el discernimiento no es evasión espiritual, sino
compromiso evangélico: ver lo que Dios ve y actuar como Él actuaría.
6. Dimensión jubilar, mariana y misionera
7. Conclusión: discernir es vivir despiertos
Si
aprendemos a leer sus signos —en el sufrimiento, en la alegría, en la misión,
en la oración— seremos verdaderos peregrinos de esperanza, testigos del
Reino que ya está entre nosotros.
8. Oración final
Señor
Jesús, Maestro del discernimiento y de la paz,
enséñanos a ver con tus ojos,
a interpretar la vida con la sabiduría del Evangelio.
Que sepamos descubrir tu presencia en los pobres,
en los enfermos, en los que sufren en el alma y en el cuerpo.
Que tu
Espíritu Santo nos ilumine para elegir siempre el bien,
y que la Virgen María, Madre del Rosario,
nos ayude a guardar en el corazón los signos de tu amor.
Por
intercesión de San Antonio María Claret,
haznos misioneros alegres y valientes,
capaces de llevar tu luz a las noches del mundo.
Tú que
vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.
3
La Palabra que me confronta y me
salva
1.
Introducción: El Evangelio como espejo del alma
Jesús nos
pregunta hoy:
“¿Por qué
no juzgan ustedes mismos lo que es justo?” (Lc 12,57).
No se trata de un juicio externo, sino de un discernimiento
interior, una confrontación entre la conciencia y la Palabra de
Dios.
El Evangelio de este día nos habla de un “oponente” en el camino hacia el juez,
y la tradición de la Iglesia —como recuerda San Beda— interpreta ese adversario
como la misma Palabra de Dios: esa Palabra que se enfrenta a nuestro
pecado no para condenarnos, sino para sanarnos.
En esta jornada jubilar, en la que el Señor nos
llama a la reconciliación y a la esperanza, este texto se convierte en una llave
espiritual: antes de llegar al tribunal de Dios, tenemos todavía el camino
para reconciliarnos con Él, con los hermanos y con nuestra propia
conciencia.
2. La Palabra como “adversario”
misericordioso
San Beda, uno de los grandes Padres de la Iglesia,
nos ofrece una lectura muy luminosa:
“Nuestro adversario es el Verbo de Dios, porque
combate nuestras debilidades y pecados.”
Este “adversario” no es enemigo, sino médico.
No lucha contra nosotros, sino contra el mal que nos habita.
Cuando escuchamos la Palabra con el corazón abierto, el Señor nos muestra lo
que debe cambiar, lo que necesita ser sanado, lo que hemos dejado descuidado en
el alma.
Por eso, cuando una palabra del Evangelio nos
hiere el corazón, no debemos huir ni justificar nuestras acciones: ese
“dolor” es una gracia, una herida de amor que busca sanarnos.
Dios nos “confronta” para salvarnos, no para humillarnos.
Nos invita a arreglar las cuentas en el camino, es decir, a
reconciliarnos antes de que sea demasiado tarde.
3. El tribunal interior: la
conciencia iluminada por la Palabra
Podemos comparar la
conciencia con un tribunal interior.
Allí no hay jueces externos ni jurados humanos; allí habla el Espíritu Santo.
Es en ese lugar donde la Palabra se convierte en voz de Dios dentro de
nosotros, donde resuena el eco del Evangelio: “Ama, perdona, cambia,
confía, arrepiéntete”.
La conciencia, sin embargo, puede adormecerse si
dejamos de escuchar la Palabra.
Puede quedar anestesiada por el ruido del mundo, por la rutina, por la
autosuficiencia.
Pero cuando la Palabra penetra el alma, vuelve a despertar el deseo de
conversión.
El Papa Francisco lo dijo muchas veces: “Dejemos
que el Evangelio nos incomode.”
Esa incomodidad es el inicio del camino de la gracia.
4. Reconciliarse en el camino: la
urgencia del perdón
Jesús usa una imagen jurídica: el adversario que
nos lleva ante el juez.
Pero el sentido espiritual es claro: la vida es ese camino antes del
tribunal, antes del juicio final.
Mientras estemos “en camino”, todavía hay tiempo para reconciliarnos.
Una vez que lleguemos al final —cuando la vida se cierre— ya no habrá espacio
para negociar ni rectificar.
Por eso, el Jubileo nos recuerda que la
misericordia no se posterga.
El Señor no quiere condenarnos, sino evitar que lleguemos a la condena.
Nos ofrece su perdón en la confesión, su presencia en la Eucaristía, su abrazo
en los hermanos.
Cada vez que reconciliamos con Dios o con un
hermano, pagamos “por anticipado” esa deuda del alma; no con dinero, sino con
amor.
Solo el amor y el perdón saldan las cuentas del corazón.
5. El fuego del discernimiento en
San Antonio María Claret
San Antonio María Claret fue un hombre
profundamente iluminado por la Palabra.
Cada día se dejaba examinar por ella.
Su lema espiritual podría resumirse en esta frase del Evangelio:
“¿Por qué no juzgan ustedes mismos lo que es
justo?”
Él juzgaba su vida a la luz de Cristo. No buscaba
excusas; buscaba coherencia.
Su conciencia era un altar donde la Palabra ardía como fuego misionero.
Predicó en pueblos y ciudades, escribió libros,
fundó congregaciones, acompañó a los pobres y a los poderosos. Pero lo que
movía todo era su convicción interior: solo quien se deja corregir por
Dios puede ser instrumento de su gracia.
Su ejemplo nos recuerda que la santidad comienza en
lo interior: en la conciencia que se deja iluminar, en el corazón que se
deja purificar.
6. La dimensión jubilar, mariana
y misionera
En este Año Jubilar “Peregrinos de la Esperanza”,
el Señor nos llama precisamente a arreglar cuentas con la gracia: a
dejar de huir de su Palabra, a permitir que su luz penetre nuestras sombras.
El Jubileo no es un evento ritual, sino un tiempo de sanación interior,
donde Dios nos reconcilia consigo y nos devuelve la alegría.
Y en este mes del Rosario, María es la
primera que nos enseña a escuchar la Palabra con un corazón abierto.
Ella no resistió ni justificó; creyó.
Guardaba todo en su corazón y discernía los signos del tiempo con una fe que no
temía a la verdad.
Los misioneros —como San Antonio María Claret— son
prolongación de esa actitud mariana.
Predican no para acusar, sino para liberar; no para juzgar, sino para
reconciliar.
Por eso el anuncio del Evangelio es siempre una invitación: “haz las paces
con Dios mientras estás en camino.”
7. Conclusión: el Evangelio que
nos confronta para salvarnos
Queridos hermanos:
Dios nos habla hoy con la voz del amor que corrige.
Nos invita a mirar dentro del alma y preguntarnos:
- ¿Qué
parte de mi vida necesita reconciliación?
- ¿Qué
enseñanza del Evangelio me toca el corazón y me llama a cambiar?
- ¿Estoy
dispuesto a escuchar esa voz antes de que el Juez hable?
El Señor no quiere que lleguemos al tribunal
cargados de deudas.
Quiere que arreglemos todo en el camino, que pidamos perdón, que
perdonemos, que vivamos en paz.
Y eso se logra cuando la Palabra deja de ser teoría y se convierte en convicción
del corazón.
8. Oración final
Señor
Jesús, Palabra viva del Padre,
Tú que conoces las profundidades de mi alma,
entra hoy en mi conciencia y muéstrame tu verdad.
No me condenes, sino corrígeme con ternura.
Sé mi adversario contra el pecado,
pero mi amigo en el camino del bien.
Despierta
en mí el deseo de reconciliarme contigo,
con mis hermanos y conmigo mismo.
Que tu Evangelio ilumine mis decisiones,
que tu Espíritu me dé la fuerza de cambiar,
y que la intercesión de la Virgen María y de San Antonio María Claret
mantenga encendida en mí la esperanza de la misericordia.
Tú que
vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.
24 de octubre:
San Antonio María Claret, obispo — Memoria
libre
1807–1870
Patrono de la prensa
católica, de los comerciantes textiles y de los tejedores
Canonizado por el Papa Pío
XII el 7 de mayo de 1950
Cita:
“El amor en un hombre que predica la Palabra de
Dios es como el fuego en un mosquete. Si un hombre lanzara una bala con la
mano, apenas haría una abolladura; pero si toma esa misma bala y enciende
pólvora detrás de ella, puede matar. Lo mismo sucede con la Palabra de Dios. Si
se pronuncia de modo natural, hace muy poco; pero si la proclama un sacerdote
lleno del fuego de la caridad —del amor a Dios y al prójimo— herirá los vicios,
matará los pecados, convertirá a los pecadores y obrará maravillas. Lo vemos en
el caso de san Pedro, que salió del Cenáculo inflamado con el amor que había
recibido del Espíritu Santo, y con solo dos sermones convirtió a 8.000
personas: tres mil en el primero y cinco mil en el segundo.”
(De la Autobiografía de San
Antonio María Claret, n.° 439)
Reflexión
Antonio
Adjutor Juan Claret y Clara nació en el pequeño pueblo de Sallent, en la
provincia de Barcelona, España. Sallent era una localidad principalmente
agrícola y textil, cuya vida giraba en torno a la parroquia. Sus padres eran
católicos profundamente devotos y educaron a sus hijos en la fe. Antonio fue el
quinto de once hermanos, de los cuales solo cinco llegaron a la edad adulta. Su
padre tenía una fábrica de hilos y tejidos que proporcionaba un sustento digno
a la familia.
Desde
niño, Antonio mostró un corazón
compasivo. En su autobiografía relata que, cuando tenía solo
cinco años, se acostaba por la noche y trataba de meditar en la eternidad. Pensaba
entonces en las personas que sufrían en esta vida y se preguntaba si también
sufrirían eternamente. Ese pensamiento lo llenaba de una tristeza santa y de un
profundo deseo de ayudar a cuantos pudiera para evitarles tal destino.
A
los seis años fue enviado a la escuela del pueblo, donde destacó como alumno.
Memorizó todo el catecismo, aunque no comprendía aún plenamente su significado.
Con el tiempo, decía, sentía momentos de iluminación interior en que entendía
de repente una lección. Sus padres eran excelentes formadores en la fe: cada
día su padre leía un libro espiritual a sus hijos y les daba una enseñanza
edificante. Antonio asimilaba todo con atención, y no solo aprendía, sino que crecía en virtud.
Ya en la escuela primaria manifestó su deseo de ser sacerdote. Visitaba con
frecuencia la iglesia parroquial al atardecer para entregarse espiritualmente a
su Señor. Desde temprana edad también desarrolló una profunda devoción a la Santísima Virgen,
rezando el rosario todos los días.
Durante
su adolescencia, además de asistir a clases, trabajaba en la fábrica de su
padre, donde aprendió el oficio textil e incluso llegó a supervisar a los
obreros. A los dieciocho años, su padre accedió a enviarlo a Barcelona para
perfeccionarse en técnicas de manufactura, diseño y gramática castellana y
francesa. Antonio sobresalió tanto que algunos empresarios locales propusieron
abrir una nueva fábrica con él y su padre. Más tarde escribió:
“Mi
constante preocupación por las máquinas, los telares y las creaciones me obsesionaba
de tal modo que no podía pensar en otra cosa.”
Sin
embargo, rechazó aquella oportunidad porque sentía en su interior otro llamado.
Tras
cuatro años en Barcelona, Antonio comprendió que debía seguir su vocación religiosa.
Quiso hacerse cartujo y vivir como ermitaño, pero su director espiritual lo
orientó a ingresar al seminario diocesano de Vich, a unos cuarenta kilómetros
de su hogar. Allí estudió filosofía y logró liberarse de la obsesión por la
manufactura. Centrado nuevamente en la oración, descubrió que su vocación era
el sacerdocio diocesano,
no la vida monástica.
Completó sus estudios y fue ordenado sacerdote el 13 de junio de 1835. Su
primer destino fue su pueblo natal, donde permaneció cuatro años dedicándose al
estudio y la predicación.
En
1839 sintió el llamado a ser misionero
en tierras extranjeras, por lo que viajó a Roma para ofrecerse
a la Congregación para la Propagación de la Fe. Allí realizó un retiro con los
jesuitas, quienes lo invitaron a unirse a su orden para trabajar con ellos en misiones.
Aceptó, pero pocos meses después sufrió un dolor misterioso en una pierna. Los
superiores lo interpretaron como un signo de Dios y el Padre General le dijo:
“Es
voluntad de Dios que regreses pronto a España. ¡Sin temor, con valor!”
Así
lo hizo.
De
regreso en España, fue asignado a una parroquia en Viladrau, donde comenzó
a predicar misiones populares. El éxito fue tan grande que pronto lo invitaron
a predicar en pueblos vecinos. En cada misión aumentaba la conversión de la
gente y también los milagros:
enfermos sanaban y endemoniados eran liberados. Su fama creció y multitudes
acudían a escucharlo. Confesaba, predicaba con fuego, celebraba la Eucaristía
con devoción y propagaba la devoción a la Virgen.
Tras ocho meses, el obispo lo relevó de la parroquia para que pudiera dedicarse
por completo a las misiones. El Vaticano lo nombró Misionero Apostólico,
facultándolo para predicar en cualquier diócesis.
De
1843 a 1848, el Padre Claret recorrió a pie toda Cataluña, viviendo pobremente,
evangelizando y escribiendo catecismos, devocionarios y oraciones que
distribuía gratuitamente. En 1848 fundó una editorial misionera, que en veinte años
difundió millones de libros y folletos. Poco después fue enviado a las Islas
Canarias, donde predicó durante quince meses con el mismo fervor y éxito.
En
1849, de regreso en Vich, fundó la Congregación
de los Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María,
conocidos hoy como Claretianos,
para formar sacerdotes dedicados a la predicación y evangelización. Poco
después fue nombrado arzobispo
de Santiago de Cuba, y añadió el nombre de María al suyo: Antonio María Claret.
Llegó a Cuba en 1851 y durante seis años transformó la diócesis: reformó el
clero, creó parroquias, visitó todas las comunidades —a pie, tres veces—, y reavivó
la fe del pueblo.
Co-fundó las Religiosas de
María Inmaculada Misioneras Claretianas, luchó contra la
esclavitud, estableció escuelas, hospitales y cooperativas para los pobres,
escribió libros y recuperó innumerables almas.
En
1857, la reina Isabel II
de España lo llamó para ser su confesor y director espiritual,
y Claret regresó a Madrid. Durante diez años acompañó a la reina en sus viajes
y predicó misiones en todos los lugares visitados. Siguió escribiendo,
publicando y profundizando en la oración.
En
1868, tras una revolución, la reina y su corte —incluido Claret— huyeron a
Francia. Participó en el Concilio
Vaticano I, donde defendió con fervor la doctrina de la infalibilidad papal.
Luego se refugió en el monasterio cisterciense de Fontfroide, cerca de Narbona,
donde pasó los últimos meses de su vida y murió en santidad el 24 de octubre de 1870.
San
Antonio María Claret fue un hombre consumido
por el celo apostólico. En el centro de su vida ardía la
oración, fuente de unión con Dios y de fecundidad misionera.
En su autobiografía escribió:
“Cada vez que veo un pecador, me lleno de inquietud; no
puedo descansar, no hallo consuelo, mi corazón se desborda hacia él.”
Su
corazón ardía por la salvación de las almas, y dedicó toda su vida a esa causa.
Contemplemos nuestra propia actitud hacia los pecadores —especialmente hacia
quienes nos han ofendido— y procuremos imitar el amor apasionado y
misericordioso de este gran santo.
Oración
San
Antonio María Claret,
Dios encendió tu corazón con un amor tan profundo por Él,
que ese fuego se desbordó en todos los corazones que encontraste.
Ruega por mí, para que crezca en mi amor a Dios,
y que de ese amor brote mi entrega diaria a los demás.
Enséñame a
servir con alegría,
a anunciar el Evangelio con valentía,
y a transformar el mundo con caridad ardiente.
San
Antonio María Claret, ora por mí.
Jesús, en Ti confío. Amén.


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