jueves, 23 de octubre de 2025

24 de octubre del 2025: viernes de la vigesimonovena semana del tiempo ordinario-I- San Antonio María Claret, obispo

 

Santo del día:

San Antonio María Claret

1807-1870. Fundador de los Hijos del Inmaculado Corazón de María, o Misioneros Claretianos. Según Benedicto XVI, este evangelista catalán «trabajó con constante generosidad por la salvación de las almas».

 

 

Interpretar o discernir

(Lucas 12, 54-59) El ejercicio es delicado: “interpretar”, como nos pide hoy Jesús, ¿no equivale acaso a buscar explicaciones vanas? ¿A querer explicarlo todo? La interpretación —o, usando un término equivalente, el discernimiento— es en realidad algo muy distinto. En el corazón de situaciones a veces complejas, se trata de buscar las huellas del paso de Dios, la luz del Evangelio que logra abrirse camino incluso en las noches más oscuras.

Bertrand Lesoing, prêtre de la communauté Saint-Martin

 


Primera lectura

Rom 7, 18-24

¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos.

HERMANOS:
Sé que lo bueno no habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer está a mi alcance, pero hacer lo bueno, no.
Pues no hago lo bueno que deseo, sino que obro lo malo que no deseo.
Y si lo que no deseo es precisamente lo que hago, no soy yo el que lo realiza, sino el pecado que habita en mí.
Así, pues, descubro la siguiente ley: yo quiero hacer lo bueno, pero lo que está a mi alcance es hacer el mal.
En efecto, según el hombre interior, me complazco en la ley de Dios; pero percibo en mis miembros otra ley que lucha contra la ley de mi razón, y me hace prisionero de la ley del pecado que está en mis miembros.
¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?
¡Gracias a Dios, por Jesucristo nuestro Señor!

Palabra de Dios.

 

Salmo

Sal 118, 66. 68. 76. 77. 93. 94 (R.: 68b)

R. Instrúyeme, Señor, en tus decretos.

V. Enséñame la bondad, la prudencia y el conocimiento,
porque me fío de tus mandatos. 
R.

V. Tú eres bueno y haces el bien;
instrúyeme en tus decretos. 
R.

V. Que tu bondad me consuele,
según la promesa hecha a tu siervo. 
R.

V. Cuando me alcance tu compasión, viviré,
y tu ley será mi delicia. 
R.

V. Jamás olvidaré tus mandatos,
pues con ellos me diste vida. 
R.

V. Soy tuyo, sálvame,
que yo consulto tus mandatos. 
R.

 

Aclamación

R. Aleluya, aleluya, aleluya.
V. Bendito seas, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has revelado los misterios del reino a los pequeños. R.

 

Evangelio

Lc 12, 54-59

Saben interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, pues ¿cómo no saben interpretar el tiempo presente?

Lectura del santo Evangelio según san Lucas.


EN aquel tiempo, decía Jesús a la gente:
«Cuando ven subir una nube por el poniente, ustedes dicen: “Va a caer un aguacero”, y así sucede. Cuando sopla el sur dicen: “Va a hacer bochorno”, y sucede.
Hipócritas: saben interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, pues ¿cómo no saben interpretar el tiempo presente? ¿Cómo no saben juzgar ustedes mismos lo que es justo?
Por ello, mientras vas con tu adversario al magistrado, haz lo posible en el camino por llegar a un acuerdo con él, no sea que te lleve a la fuerza ante el juez y el juez te entregue al guardia y el guardia te meta en la cárcel.
Te digo que no saldrás de allí hasta que no pagues la última monedilla».

Palabra del Señor.

 

1

 

1. Introducción: Leer los signos del tiempo con ojos del alma

Jesús, en el Evangelio de hoy (Lc 12, 54-59), nos invita a mirar más allá de las apariencias:

“Cuando ven que se levanta una nube por el poniente, ustedes dicen enseguida: ‘Va a llover’, y así sucede. Cuando sopla el viento del sur, dicen: ‘Hará calor’, y lo hace. ¡Hipócritas! Ustedes saben interpretar el aspecto de la tierra y del cielo; ¿cómo no saben interpretar el tiempo presente?”

El Señor no critica la inteligencia humana, sino la miopía espiritual. Sabemos leer los signos del clima, pero no los signos de Dios. Vivimos atentos al precio del dólar, a las redes sociales, a las modas y a los escándalos, pero ciegos ante las señales de la gracia.
Y sin embargo, cada día está lleno de huellas de Dios: en un enfermo que ofrece su dolor con fe, en una madre que ora el rosario por su hijo, en un joven que busca servir a Cristo, en un sacerdote que se entrega al pueblo de Dios.

El tiempo presente —dice Jesús— no es solo un reloj que avanza, sino un kairos, un tiempo de salvación, un llamado a la conversión. Por eso, en este marco jubilar, estamos invitados a ser peregrinos que leen los signos de esperanza, no los signos del miedo o la resignación.


2. La lucha interior: entre la ley y el Evangelio

La primera lectura (Rom 7,18-25a) nos muestra a san Pablo en un conflicto profundo:

“No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. ¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo, nuestro Señor.”

Aquí Pablo no habla como teórico, sino como hombre. Descubre en sí mismo dos fuerzas:
la de la Ley —que le muestra lo que es bueno— y la del pecado, que lo arrastra a lo contrario.
La Ley es buena, dice él, porque le revela el bien; pero no puede salvarlo. Es como una cerca: puede proteger o encerrar, según cómo se use.
Solo Cristo libera de esa división interior.

Pablo nos enseña que no basta conocer la verdad, hay que dejar que Cristo viva en nosotros. Sin su gracia, la Ley se convierte en una carga, un “deber” sin amor. Con su Espíritu, la Ley se transforma en “camino de vida”.

El Jubileo que vivimos nos recuerda esto mismo: no es un tiempo de leyes, sino de gracia; no un tiempo de condena, sino de reconciliación.
Por eso hoy también Pablo nos grita desde su experiencia: “¡Cristo me ha liberado!”.


3. Ser ciegos ante lo invisible: una pobreza espiritual

Jesús nos llama “hipócritas” cuando interpretamos lo externo y descuidamos lo interior. En el fondo, nos advierte de una ceguera espiritual:

  • Cuando juzgamos sin amar.
  • Cuando rezamos sin escuchar.
  • Cuando defendemos normas sin vivir el espíritu del Evangelio.

Esa ceguera puede estar también en nuestras comunidades: cuando miramos solo lo material de la parroquia —los templos, las cuentas, las obras visibles— y olvidamos que el alma de la Iglesia es la santidad y la caridad.

San Antonio María Claret comprendió esto muy bien. Fue un hombre de ley y fuego: fundó congregaciones, escribió libros, predicó incansablemente. Pero lo movía una sola pasión: que Cristo sea conocido y amado.
Decía: “Yo nací para amar, y mi ocupación es amar”.
Su celo misionero no venía de la disciplina, sino del fuego del Espíritu Santo.

Pidamos hoy su intercesión para no ser cristianos de apariencia, sino discípulos que escuchan los signos de Dios en el silencio, en el sufrimiento y en la oración.


4. Aplicación actual: reconciliarnos antes de llegar al juez

Jesús termina su enseñanza con una advertencia jurídica:

“Mientras vas con tu adversario al tribunal, haz todo lo posible por reconciliarte con él en el camino.”

El sentido espiritual es claro: la vida es ese camino antes del juicio.
Aquí y ahora podemos reconciliarnos con Dios y con los hermanos. No esperemos al tribunal definitivo.
El Jubileo nos ofrece esa oportunidad: abrir el corazón al perdón, visitar el confesionario, acercarnos a la Eucaristía, ofrecer misericordia a quien nos ha herido.

San Pablo lo entendió cuando exclamó: “Gracias a Dios por Jesucristo”.
Solo en Él el hombre dividido encuentra unidad, paz y libertad.
Solo en Él podemos mirar los signos del tiempo y descubrir que Dios sigue actuando en nuestra historia.


5. Dimensión misionera y mariana

En este mes del Santo Rosario y de oración por las misiones, la Virgen María se nos muestra como la mujer que supo interpretar los signos de Dios.
Ella no se quedó en las apariencias, sino que creyó:

“Ha hecho en mí cosas grandes el que todo lo puede.”

Mientras muchos esperaban un Mesías poderoso, ella reconoció en un niño pobre el rostro de Dios.
Esa mirada contemplativa es la que necesita hoy el mundo y nuestra Iglesia: ver a Dios en lo pequeño, en lo oculto, en el dolor.

Los misioneros —como San Antonio María Claret— leen el tiempo presente con esa fe de María. No esperan condiciones ideales; van, aman, sirven, anuncian, perdonan. Son peregrinos de esperanza.


6. Conclusión y oración final

Queridos hermanos:
El Evangelio de hoy nos invita a abrir los ojos del corazón.
Hay signos del cielo que no se ven con telescopios: el perdón, la paciencia, la ternura, la fe que renace.
Pablo nos enseña que el combate interior no se gana con leyes, sino con Cristo vivo.
Y San Antonio María Claret nos muestra que solo quien ama hasta el extremo puede ser verdadero misionero.

Pidamos al Señor, por intercesión de María y de San Antonio María Claret:

Oración:
Señor Jesús, que nos enseñas a leer los signos del tiempo,
abre nuestros ojos para reconocer tu paso por nuestra historia.
Libéranos de la división interior que nos impide amar.
Sana a los que sufren en el alma y en el cuerpo,
consuela a los tristes y fortalece a los misioneros de tu Reino.
Que el rezo del Santo Rosario nos mantenga vigilantes,
con el corazón en paz y los pies en camino,
peregrinos de esperanza hacia tu encuentro definitivo.

Amén.

 

2

 

Discernir las huellas de Dios

 

1. Introducción: No basta con mirar, hay que discernir

El Evangelio de hoy nos confronta con una exigencia interior: saber discernir. Jesús reprocha a la multitud su capacidad para interpretar los signos del clima —“Cuando ven que se levanta una nube por el poniente dicen: va a llover, y así sucede…”— y su incapacidad para reconocer los signos de Dios.
El Señor no denuncia la inteligencia humana, sino su reducción materialista.
Sabemos leer los signos del cielo físico, pero no los del Cielo espiritual.

Interpretar no es explicar todo racionalmente, sino discernir la presencia de Dios en los acontecimientos, en la historia y en el propio corazón.
El Evangelio nos llama hoy a cultivar una mirada creyente, capaz de descubrir que Dios sigue actuando, incluso cuando todo parece oscuro o contradictorio.


2. El discernimiento cristiano: ver más allá de las apariencias

En el mundo actual se confunde “interpretar” con “opinar” o “juzgar”.
Pero el discernimiento evangélico es otra cosa: es ver con los ojos de Dios, no con los nuestros.
El discernimiento nace del silencio, de la oración, de la escucha profunda del Espíritu Santo.

Jesús nos enseña que hay signos visibles —la lluvia, el calor, los cambios del tiempo— y signos invisibles, que solo se descubren con el alma despierta:

  • un perdón concedido que sana heridas;
  • un sufrimiento ofrecido con fe;
  • una decisión tomada desde la luz interior de la conciencia;
  • una palabra del Evangelio que toca el corazón.

Discernir es buscar las huellas del paso de Dios, incluso en las situaciones más complejas.
Es reconocer que el Espíritu puede hablar a través de lo inesperado, del fracaso, del silencio o del dolor.


3. La lectura paulina: la lucha interior que exige discernimiento

San Pablo, en la primera lectura (Rom 7,18-25a), nos abre su alma:

“No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero.”

Aquí el discernimiento no es teoría, sino combate espiritual.
El Apóstol descubre en sí una división entre el deseo del bien y la atracción del mal.
La Ley le muestra el camino, pero solo Cristo lo libera.

El discernimiento auténtico consiste justamente en reconocer esa lucha interior y dejar que el Espíritu Santo nos oriente hacia el bien.
No se trata de moralismo ni de mera voluntad, sino de docilidad: “Señor, dime qué quieres de mí, y dame la fuerza para hacerlo”.

San Pablo llega a la conclusión decisiva:

“¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo, nuestro Señor!”
Solo en Él se resuelve la tensión entre la ley y la libertad, entre el deber y el amor.


4. Jesús, juez y reconciliador

El Evangelio termina con una advertencia:

“Mientras vas con tu adversario al tribunal, procura reconciliarte con él en el camino.”

La vida es ese “camino hacia el tribunal”, donde todavía tenemos tiempo para reconciliarnos.
Jesús no busca asustarnos, sino despertarnos: aún estamos a tiempo de leer los signos de la gracia y responder con conversión.

El discernimiento nos libra de la ceguera espiritual que posterga el cambio: “mañana confesaré”, “más adelante perdonaré”, “cuando tenga tiempo rezaré”.
El Evangelio nos dice: hazlo hoy, mientras estás en camino.


5. San Antonio María Claret: un maestro del discernimiento misionero

En la memoria de San Antonio María Claret, recordamos a un hombre profundamente discernido y apasionado.
Su vida fue un constante ejercicio de escuchar a Dios en medio de los desafíos de su tiempo.
Fue misionero, arzobispo, confesor de reyes, fundador, escritor y reformador social. Pero lo movía una sola llama:

“Encender en todas partes el fuego del amor de Dios.”

Claret discernía la voluntad divina no desde la comodidad, sino desde el compromiso.
En medio de persecuciones y calumnias, nunca dejó de leer los signos del Espíritu en la historia.
Fue un peregrino de esperanza, convencido de que el Evangelio puede transformar las realidades más duras si se anuncia con amor y coherencia.

Su ejemplo nos recuerda que el discernimiento no es evasión espiritual, sino compromiso evangélico: ver lo que Dios ve y actuar como Él actuaría.


6. Dimensión jubilar, mariana y misionera

En este Año Jubilar, estamos llamados a discernir también los signos de esperanza en nuestro mundo:
en los jóvenes que buscan sentido, en las familias que se reconcilian, en los enfermos que ofrecen su dolor por los demás, en los misioneros que dejan todo por Cristo.

El Jubileo es un tiempo de purificación de la mirada.
Es aprender a ver la historia con ojos nuevos, con la mirada de María, que supo discernir la voluntad de Dios en lo pequeño y lo incomprensible.

En este mes del Rosario, ella nos enseña el arte del discernimiento contemplativo:
mirar los misterios de Cristo con amor y dejar que su luz ilumine nuestras propias noches.
Como dice alguien, la luz del Evangelio puede penetrar incluso las noches más oscuras.


7. Conclusión: discernir es vivir despiertos

Hermanos, el Evangelio de hoy nos invita a despertar el corazón.
Discernir no es complicar la vida, sino reconocer que Dios sigue caminando a nuestro lado, discretamente, amorosamente, esperándonos.

Si aprendemos a leer sus signos —en el sufrimiento, en la alegría, en la misión, en la oración— seremos verdaderos peregrinos de esperanza, testigos del Reino que ya está entre nosotros.


8. Oración final

Señor Jesús, Maestro del discernimiento y de la paz,
enséñanos a ver con tus ojos,
a interpretar la vida con la sabiduría del Evangelio.
Que sepamos descubrir tu presencia en los pobres,
en los enfermos, en los que sufren en el alma y en el cuerpo.

Que tu Espíritu Santo nos ilumine para elegir siempre el bien,
y que la Virgen María, Madre del Rosario,
nos ayude a guardar en el corazón los signos de tu amor.

Por intercesión de San Antonio María Claret,
haznos misioneros alegres y valientes,
capaces de llevar tu luz a las noches del mundo.

Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.

 

3

 

La Palabra que me confronta y me salva

 

1.    Introducción: El Evangelio como espejo del alma

 

Jesús nos pregunta hoy:

“¿Por qué no juzgan ustedes mismos lo que es justo?” (Lc 12,57).

No se trata de un juicio externo, sino de un discernimiento interior, una confrontación entre la conciencia y la Palabra de Dios.
El Evangelio de este día nos habla de un “oponente” en el camino hacia el juez, y la tradición de la Iglesia —como recuerda San Beda— interpreta ese adversario como la misma Palabra de Dios: esa Palabra que se enfrenta a nuestro pecado no para condenarnos, sino para sanarnos.

En esta jornada jubilar, en la que el Señor nos llama a la reconciliación y a la esperanza, este texto se convierte en una llave espiritual: antes de llegar al tribunal de Dios, tenemos todavía el camino para reconciliarnos con Él, con los hermanos y con nuestra propia conciencia.


2. La Palabra como “adversario” misericordioso

San Beda, uno de los grandes Padres de la Iglesia, nos ofrece una lectura muy luminosa:

“Nuestro adversario es el Verbo de Dios, porque combate nuestras debilidades y pecados.”

Este “adversario” no es enemigo, sino médico. No lucha contra nosotros, sino contra el mal que nos habita.
Cuando escuchamos la Palabra con el corazón abierto, el Señor nos muestra lo que debe cambiar, lo que necesita ser sanado, lo que hemos dejado descuidado en el alma.

Por eso, cuando una palabra del Evangelio nos hiere el corazón, no debemos huir ni justificar nuestras acciones: ese “dolor” es una gracia, una herida de amor que busca sanarnos.
Dios nos “confronta” para salvarnos, no para humillarnos.
Nos invita a arreglar las cuentas en el camino, es decir, a reconciliarnos antes de que sea demasiado tarde.


3. El tribunal interior: la conciencia iluminada por la Palabra

Podemos comparar la conciencia con un tribunal interior.
Allí no hay jueces externos ni jurados humanos; allí habla el Espíritu Santo.
Es en ese lugar donde la Palabra se convierte en voz de Dios dentro de nosotros, donde resuena el eco del Evangelio: “Ama, perdona, cambia, confía, arrepiéntete”.

La conciencia, sin embargo, puede adormecerse si dejamos de escuchar la Palabra.
Puede quedar anestesiada por el ruido del mundo, por la rutina, por la autosuficiencia.
Pero cuando la Palabra penetra el alma, vuelve a despertar el deseo de conversión.

El Papa Francisco lo dijo muchas veces: “Dejemos que el Evangelio nos incomode.”
Esa incomodidad es el inicio del camino de la gracia.


4. Reconciliarse en el camino: la urgencia del perdón

Jesús usa una imagen jurídica: el adversario que nos lleva ante el juez.
Pero el sentido espiritual es claro: la vida es ese camino antes del tribunal, antes del juicio final.
Mientras estemos “en camino”, todavía hay tiempo para reconciliarnos.
Una vez que lleguemos al final —cuando la vida se cierre— ya no habrá espacio para negociar ni rectificar.

Por eso, el Jubileo nos recuerda que la misericordia no se posterga.
El Señor no quiere condenarnos, sino evitar que lleguemos a la condena.
Nos ofrece su perdón en la confesión, su presencia en la Eucaristía, su abrazo en los hermanos.

Cada vez que reconciliamos con Dios o con un hermano, pagamos “por anticipado” esa deuda del alma; no con dinero, sino con amor.
Solo el amor y el perdón saldan las cuentas del corazón.


5. El fuego del discernimiento en San Antonio María Claret

San Antonio María Claret fue un hombre profundamente iluminado por la Palabra.
Cada día se dejaba examinar por ella.
Su lema espiritual podría resumirse en esta frase del Evangelio:

“¿Por qué no juzgan ustedes mismos lo que es justo?”

Él juzgaba su vida a la luz de Cristo. No buscaba excusas; buscaba coherencia.
Su conciencia era un altar donde la Palabra ardía como fuego misionero.

Predicó en pueblos y ciudades, escribió libros, fundó congregaciones, acompañó a los pobres y a los poderosos. Pero lo que movía todo era su convicción interior: solo quien se deja corregir por Dios puede ser instrumento de su gracia.

Su ejemplo nos recuerda que la santidad comienza en lo interior: en la conciencia que se deja iluminar, en el corazón que se deja purificar.


6. La dimensión jubilar, mariana y misionera

En este Año Jubilar “Peregrinos de la Esperanza”, el Señor nos llama precisamente a arreglar cuentas con la gracia: a dejar de huir de su Palabra, a permitir que su luz penetre nuestras sombras.
El Jubileo no es un evento ritual, sino un tiempo de sanación interior, donde Dios nos reconcilia consigo y nos devuelve la alegría.

Y en este mes del Rosario, María es la primera que nos enseña a escuchar la Palabra con un corazón abierto.
Ella no resistió ni justificó; creyó.
Guardaba todo en su corazón y discernía los signos del tiempo con una fe que no temía a la verdad.

Los misioneros —como San Antonio María Claret— son prolongación de esa actitud mariana.
Predican no para acusar, sino para liberar; no para juzgar, sino para reconciliar.
Por eso el anuncio del Evangelio es siempre una invitación: “haz las paces con Dios mientras estás en camino.”


7. Conclusión: el Evangelio que nos confronta para salvarnos

Queridos hermanos:
Dios nos habla hoy con la voz del amor que corrige.
Nos invita a mirar dentro del alma y preguntarnos:

  • ¿Qué parte de mi vida necesita reconciliación?
  • ¿Qué enseñanza del Evangelio me toca el corazón y me llama a cambiar?
  • ¿Estoy dispuesto a escuchar esa voz antes de que el Juez hable?

El Señor no quiere que lleguemos al tribunal cargados de deudas.
Quiere que arreglemos todo en el camino, que pidamos perdón, que perdonemos, que vivamos en paz.
Y eso se logra cuando la Palabra deja de ser teoría y se convierte en convicción del corazón.


8. Oración final

Señor Jesús, Palabra viva del Padre,
Tú que conoces las profundidades de mi alma,
entra hoy en mi conciencia y muéstrame tu verdad.
No me condenes, sino corrígeme con ternura.
Sé mi adversario contra el pecado,
pero mi amigo en el camino del bien.

Despierta en mí el deseo de reconciliarme contigo,
con mis hermanos y conmigo mismo.
Que tu Evangelio ilumine mis decisiones,
que tu Espíritu me dé la fuerza de cambiar,
y que la intercesión de la Virgen María y de San Antonio María Claret
mantenga encendida en mí la esperanza de la misericordia.

Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.

 

 

 

24 de octubre:

San Antonio María Claret, obispo — Memoria libre

1807–1870
Patrono de la prensa católica, de los comerciantes textiles y de los tejedores
Canonizado por el Papa Pío XII el 7 de mayo de 1950



Cita:

“El amor en un hombre que predica la Palabra de Dios es como el fuego en un mosquete. Si un hombre lanzara una bala con la mano, apenas haría una abolladura; pero si toma esa misma bala y enciende pólvora detrás de ella, puede matar. Lo mismo sucede con la Palabra de Dios. Si se pronuncia de modo natural, hace muy poco; pero si la proclama un sacerdote lleno del fuego de la caridad —del amor a Dios y al prójimo— herirá los vicios, matará los pecados, convertirá a los pecadores y obrará maravillas. Lo vemos en el caso de san Pedro, que salió del Cenáculo inflamado con el amor que había recibido del Espíritu Santo, y con solo dos sermones convirtió a 8.000 personas: tres mil en el primero y cinco mil en el segundo.”


(De la Autobiografía de San Antonio María Claret, n.° 439)


Reflexión

Antonio Adjutor Juan Claret y Clara nació en el pequeño pueblo de Sallent, en la provincia de Barcelona, España. Sallent era una localidad principalmente agrícola y textil, cuya vida giraba en torno a la parroquia. Sus padres eran católicos profundamente devotos y educaron a sus hijos en la fe. Antonio fue el quinto de once hermanos, de los cuales solo cinco llegaron a la edad adulta. Su padre tenía una fábrica de hilos y tejidos que proporcionaba un sustento digno a la familia.

Desde niño, Antonio mostró un corazón compasivo. En su autobiografía relata que, cuando tenía solo cinco años, se acostaba por la noche y trataba de meditar en la eternidad. Pensaba entonces en las personas que sufrían en esta vida y se preguntaba si también sufrirían eternamente. Ese pensamiento lo llenaba de una tristeza santa y de un profundo deseo de ayudar a cuantos pudiera para evitarles tal destino.

A los seis años fue enviado a la escuela del pueblo, donde destacó como alumno. Memorizó todo el catecismo, aunque no comprendía aún plenamente su significado. Con el tiempo, decía, sentía momentos de iluminación interior en que entendía de repente una lección. Sus padres eran excelentes formadores en la fe: cada día su padre leía un libro espiritual a sus hijos y les daba una enseñanza edificante. Antonio asimilaba todo con atención, y no solo aprendía, sino que crecía en virtud.
Ya en la escuela primaria manifestó su deseo de ser sacerdote. Visitaba con frecuencia la iglesia parroquial al atardecer para entregarse espiritualmente a su Señor. Desde temprana edad también desarrolló una profunda devoción a la Santísima Virgen, rezando el rosario todos los días.

Durante su adolescencia, además de asistir a clases, trabajaba en la fábrica de su padre, donde aprendió el oficio textil e incluso llegó a supervisar a los obreros. A los dieciocho años, su padre accedió a enviarlo a Barcelona para perfeccionarse en técnicas de manufactura, diseño y gramática castellana y francesa. Antonio sobresalió tanto que algunos empresarios locales propusieron abrir una nueva fábrica con él y su padre. Más tarde escribió:

“Mi constante preocupación por las máquinas, los telares y las creaciones me obsesionaba de tal modo que no podía pensar en otra cosa.”

Sin embargo, rechazó aquella oportunidad porque sentía en su interior otro llamado.

Tras cuatro años en Barcelona, Antonio comprendió que debía seguir su vocación religiosa. Quiso hacerse cartujo y vivir como ermitaño, pero su director espiritual lo orientó a ingresar al seminario diocesano de Vich, a unos cuarenta kilómetros de su hogar. Allí estudió filosofía y logró liberarse de la obsesión por la manufactura. Centrado nuevamente en la oración, descubrió que su vocación era el sacerdocio diocesano, no la vida monástica.
Completó sus estudios y fue ordenado sacerdote el 13 de junio de 1835. Su primer destino fue su pueblo natal, donde permaneció cuatro años dedicándose al estudio y la predicación.

En 1839 sintió el llamado a ser misionero en tierras extranjeras, por lo que viajó a Roma para ofrecerse a la Congregación para la Propagación de la Fe. Allí realizó un retiro con los jesuitas, quienes lo invitaron a unirse a su orden para trabajar con ellos en misiones. Aceptó, pero pocos meses después sufrió un dolor misterioso en una pierna. Los superiores lo interpretaron como un signo de Dios y el Padre General le dijo:

“Es voluntad de Dios que regreses pronto a España. ¡Sin temor, con valor!”

Así lo hizo.

De regreso en España, fue asignado a una parroquia en Viladrau, donde comenzó a predicar misiones populares. El éxito fue tan grande que pronto lo invitaron a predicar en pueblos vecinos. En cada misión aumentaba la conversión de la gente y también los milagros: enfermos sanaban y endemoniados eran liberados. Su fama creció y multitudes acudían a escucharlo. Confesaba, predicaba con fuego, celebraba la Eucaristía con devoción y propagaba la devoción a la Virgen.
Tras ocho meses, el obispo lo relevó de la parroquia para que pudiera dedicarse por completo a las misiones. El Vaticano lo nombró Misionero Apostólico, facultándolo para predicar en cualquier diócesis.

De 1843 a 1848, el Padre Claret recorrió a pie toda Cataluña, viviendo pobremente, evangelizando y escribiendo catecismos, devocionarios y oraciones que distribuía gratuitamente. En 1848 fundó una editorial misionera, que en veinte años difundió millones de libros y folletos. Poco después fue enviado a las Islas Canarias, donde predicó durante quince meses con el mismo fervor y éxito.

En 1849, de regreso en Vich, fundó la Congregación de los Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María, conocidos hoy como Claretianos, para formar sacerdotes dedicados a la predicación y evangelización. Poco después fue nombrado arzobispo de Santiago de Cuba, y añadió el nombre de María al suyo: Antonio María Claret.
Llegó a Cuba en 1851 y durante seis años transformó la diócesis: reformó el clero, creó parroquias, visitó todas las comunidades —a pie, tres veces—, y reavivó la fe del pueblo.
Co-fundó las Religiosas de María Inmaculada Misioneras Claretianas, luchó contra la esclavitud, estableció escuelas, hospitales y cooperativas para los pobres, escribió libros y recuperó innumerables almas.

En 1857, la reina Isabel II de España lo llamó para ser su confesor y director espiritual, y Claret regresó a Madrid. Durante diez años acompañó a la reina en sus viajes y predicó misiones en todos los lugares visitados. Siguió escribiendo, publicando y profundizando en la oración.

En 1868, tras una revolución, la reina y su corte —incluido Claret— huyeron a Francia. Participó en el Concilio Vaticano I, donde defendió con fervor la doctrina de la infalibilidad papal. Luego se refugió en el monasterio cisterciense de Fontfroide, cerca de Narbona, donde pasó los últimos meses de su vida y murió en santidad el 24 de octubre de 1870.


San Antonio María Claret fue un hombre consumido por el celo apostólico. En el centro de su vida ardía la oración, fuente de unión con Dios y de fecundidad misionera.
En su autobiografía escribió:

“Cada vez que veo un pecador, me lleno de inquietud; no puedo descansar, no hallo consuelo, mi corazón se desborda hacia él.”

Su corazón ardía por la salvación de las almas, y dedicó toda su vida a esa causa.
Contemplemos nuestra propia actitud hacia los pecadores —especialmente hacia quienes nos han ofendido— y procuremos imitar el amor apasionado y misericordioso de este gran santo.


Oración

San Antonio María Claret,
Dios encendió tu corazón con un amor tan profundo por Él,
que ese fuego se desbordó en todos los corazones que encontraste.
Ruega por mí, para que crezca en mi amor a Dios,
y que de ese amor brote mi entrega diaria a los demás.

Enséñame a servir con alegría,
a anunciar el Evangelio con valentía,
y a transformar el mundo con caridad ardiente.

San Antonio María Claret, ora por mí.
Jesús, en Ti confío. Amén.

 

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