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Romanos 8, 12-17
San Pablo entrega a los
Romanos la quintaesencia del mensaje de Cristo.
Una sola palabra clave o contraseña se ha grabado para siempre en la memoria
del corazón de los apóstoles: “¡Abba!”
Un hombre se atreve a dirigirse al Santo de Israel con la familiaridad de un
niño pequeño: “Papá”.
Él es, por tanto, Hijo de Dios, y el Espíritu Santo hace de cada uno de
nosotros, sin ningún mérito de nuestra parte, los hijos amados del Padre.
¡Una revelación sin precedentes que debería transformar nuestras vidas!
Bénédicte de la Croix, cistercienne
Primera lectura
Rom
8, 12-17
Han
recibido un Espíritu de adopción, en el que clamamos: «¡Abba, Padre!»
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos.
HERMANOS:
Somos deudores, pero no de la carne para vivir según la carne. Pues si viven
según la carne, morirán; pero si con el Espíritu dan muerte a las obras del
cuerpo, vivirán.
Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios.
Pues no han recibido un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino
que han recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: «¡Abba,
Padre!».
Ese mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios;
y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo; de
modo que, si sufrimos con él, seremos también glorificados con él.
Palabra de Dios.
Salmo
Sal
67, 2 y 4. 6-7ab. 20-21 (R.: 21a)
R. Nuestro Dios
es un Dios que salva.
V. Se levanta Dios, y se
dispersan sus enemigos,
huyen de su presencia los que lo odian;
En cambio, los justos se alegran,
gozan en la presencia de Dios,
rebosando de alegría. R.
V. Padre de huérfanos,
protector de viudas,
Dios vive en su santa morada.
Dios prepara casa a los desvalidos,
libera a los cautivos y los enriquece. R.
V. Bendito el Señor cada
día,
Dios lleva nuestras cargas, es nuestra salvación.
Nuestro Dios es un Dios que salva,
el Señor Dios nos hace escapar de la muerte. R.
Aclamación
R. Aleluya, aleluya,
aleluya.
V. Tu palabra,
Señor, es verdad; santifícanos en la verdad. R.
Evangelio
Lc
13, 10-17
A
esta, que es hija de Abrahán, ¿no era necesario soltarla de tal ligadura el día
sábado?
Lectura del santo Evangelio según san Lucas.
UN sábado, enseñaba Jesús en una sinagoga.
Había una mujer que desde hacía dieciocho años estaba enferma por causa de un
espíritu, y estaba encorvada, sin poderse enderezar de ningún modo.
Al verla, Jesús la llamó y le dijo:
«Mujer, quedas libre de tu enfermedad».
Le impuso las manos, y enseguida se puso derecha. Y glorificaba a Dios.
Pero el jefe de la sinagoga, indignado porque Jesús había curado en sábado, se
puso a decir a la gente:
«Hay seis días para trabajar; vengan, pues, a que los curen en esos días y no
en sábado».
Pero el Señor le respondió y dijo:
«Hipócritas: cualquiera de ustedes, ¿no desata en sábado su buey o su burro del
pesebre, y los lleva a abrevar?
Y a esta, que es hija de Abrahán, y que Satanás ha tenido atada dieciocho años,
¿no era necesario soltarla de tal ligadura el día sábado?».
Al decir estas palabras, sus enemigos quedaron abochornados, y toda la gente se
alegraba por todas las maravillas que hacía.
Palabra del Señor.
1. Introducción
Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
Hoy la Palabra de Dios nos vuelve a hablar con ternura de nuestra identidad
más profunda: somos hijos de Dios. En medio de un mundo que muchas veces
olvida la filiación divina y se deja arrastrar por la indiferencia o el miedo,
la liturgia de este lunes nos invita a recordar que el Espíritu Santo nos
guía, nos sostiene y nos libera, como un Padre que toma de la mano a su
hijo para conducirlo con amor.
Vivimos este encuentro en el marco del Año
Jubilar, tiempo de gracia, reconciliación y esperanza; en el mes del
Rosario, donde caminamos junto a María, la Madre de los hijos de Dios; y
con una intención orante por nuestros difuntos, hermanos y hermanas que
ya descansan en los brazos del Padre eterno.
2. “Los que se dejan llevar por
el Espíritu de Dios”
San Pablo nos dice una frase luminosa, contenida en
el versículo 14 del capítulo 8 de la Carta a los Romanos:
“Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios,
esos son hijos de Dios.”
Sí, así como un niño va seguro a la escuela o al
jardín tomado de la mano fuerte y tierna de su padre, el hijo de Dios se
deja conducir por el Espíritu. Confiado, sabe que será llevado a buen
puerto, a destino seguro.
Somos hijos e hijas de Dios porque el Espíritu
de Cristo, el Hijo perfecto, vive en nosotros. Con Cristo y por medio de su
Espíritu, podemos llamar a Dios “Padre nuestro”, no de labios hacia
afuera, sino desde lo más hondo del corazón.
Y este Padre no es paternalista ni controlador; respeta
nuestra libertad, nos educa en la responsabilidad y desea que maduremos en
el amor. Nos quiere libres, espirituales, movidos por el Espíritu, no por el
miedo o la costumbre.
Aquí nace una pregunta clave para el camino
jubilar:
👉 ¿Me dejo realmente guiar por el Espíritu de
Dios en mi vida diaria?
👉 ¿Soy consciente de su presencia, de su voz, de su
impulso interior?
Porque solo quien se deja conducir por el Espíritu
puede vivir como hijo. Los demás siguen viviendo encorvados bajo el peso del
pecado, la culpa o el miedo.
3. Jesús, el que nos endereza
El Evangelio (Lc 13, 10-17) nos presenta a Jesús
liberando a una mujer encorvada desde hacía dieciocho años. Encadenada por
un espíritu, incapaz de mirarse a sí misma o mirar a los demás a los ojos,
vivía doblada hacia el suelo, hacia su miseria.
Jesús la ve, la llama, la toca y le dice: “Mujer,
quedas libre de tu enfermedad.”
Al instante se endereza y glorifica a Dios.
¡Qué imagen tan bella del amor del Señor!
Cuando el peso del mal, del sufrimiento o del pecado nos hace vivir encorvados,
Jesús viene a levantarnos, a restablecer nuestra dignidad de hijos. Él
no mira primero el sábado, ni la norma, ni la conveniencia. Mira el dolor. Para
Él, el sufrimiento humano tiene prioridad sobre cualquier legalismo.
Con sus brazos toma nuestro cuerpo, nos endereza y
nos devuelve la capacidad de mirar a los otros frente a frente. Nos
restituye a la comunión, a la relación fraterna, al amor.
Los legalistas se escandalizan, pero Jesús les
responde con sencillez y fuerza:
“¿No desatáis en sábado a vuestro buey o a vuestro
asno para llevarlo a beber? Pues, ¿no era necesario soltar de su atadura a esta
hija de Abraham en sábado?”
Con esto Jesús revela que la misericordia está
por encima de toda ley, y que el verdadero sábado es el día en que el
hombre vuelve a ponerse en pie y a alabar a Dios.
4. Vivir por el Espíritu, no por
la carne
San Pablo nos recuerda: “Si vivís según la carne,
moriréis; pero si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis.”
Vivir “según la carne” significa vivir solo para
uno mismo: sin apertura, sin misión, sin compasión. En cambio, vivir según
el Espíritu es dejar que Dios renueve nuestros pensamientos, nuestras
emociones, nuestras relaciones. Es pasar de la esclavitud del miedo a la
libertad del amor.
El Espíritu nos adopta, nos transforma, nos impulsa
a llamar a Dios “¡Abba, Padre!” con un corazón confiado. Y ese mismo
Espíritu nos hace hermanos, constructores de comunión y peregrinos de
esperanza, como nos recuerda el lema jubilar.
5. Dimensiones jubilares y
actuales
a) Oración por los difuntos
En este Año Jubilar, oramos por los que ya
partieron, por quienes caminaron antes que nosotros, por los que permanecen
vivos en nuestra memoria y en el corazón de Dios. Ellos también fueron guiados
por el Espíritu, tal vez con sus caídas y sus luchas, pero ahora viven
plenamente en el amor del Padre.
Nuestra oración los acompaña y nos consuela, porque la comunión de los santos
nos une más allá del tiempo y del espacio.
Al recordar a nuestros difuntos, también pedimos al
Señor que libere a quienes aún viven encorvados por el dolor o el luto,
para que puedan enderezar la mirada y descubrir en Cristo resucitado la
esperanza eterna.
b) Mes del Rosario
En este mes del Rosario, contemplamos con María los
misterios de su Hijo. Ella es la mujer que se dejó guiar totalmente por el
Espíritu, la hija fiel del Padre, la madre que nos enseña a levantarnos. Cada
Ave María es una mano tendida que nos endereza interiormente.
El Rosario no es repetición vacía, sino escuela de libertad espiritual y de
ternura filial. En él, Dios nos enseña a mirar el mundo con los ojos de
María, a contemplar los rostros de los que sufren, y a dejarnos modelar por el
Espíritu.
c) Dimensión misionera
El Espíritu no solo nos libera, también nos envía.
El cristiano que ha sido enderezado, que ha experimentado la ternura de Dios,
se convierte en testigo de esperanza. En el mes de las misiones, recordamos que
la verdadera misión comienza en el corazón: dejarse mover por el Espíritu y
ponerse en camino.
Tú y yo somos misioneros cuando, como Jesús, levantamos
a alguien encorvado: al enfermo que necesita consuelo, al triste que
necesita compañía, al pobre que necesita dignidad, al difunto que necesita
oración.
La misión consiste en liberar, bendecir, acompañar, mirar de frente al hermano
con compasión.
6. Llamados concretos
1. Vivir guiados por el Espíritu. Deja que el Espíritu te tome de
la mano cada mañana. Pregúntate: “¿Qué quiere hoy el Espíritu de mí?”
2. Levantar a los encorvados. Busca a alguien que necesite ser
escuchado, mirado, tocado por la ternura de Dios. Sé tú ese instrumento de
liberación.
3. Rezar con María. Toma el Rosario con sentido
nuevo: no como rutina, sino como diálogo filial. Que cada misterio te ayude a
vivir el Evangelio en tu historia.
4. Orar por los difuntos. Menciona sus nombres en la
Eucaristía, ofrece tu comunión por ellos. Su vida sigue fecundando la nuestra.
7. Conclusión
Hoy el Señor nos dice: “No vivas encorvado por el
miedo ni por la ley, vive libre en mi Espíritu.”
Jesús nos endereza, nos levanta, nos hace hijos y misioneros.
El Espíritu Santo nos guía como Padre tierno, y María, con su Rosario, nos
enseña a decir “sí” cada día.
Que este Año Jubilar nos encuentre caminando
como peregrinos de esperanza, hijos adoptivos del Padre, hermanos en la
fe, y testigos de la misericordia que libera.
✨ Oración final
Señor
Jesús,
tú que viste a la mujer encorvada y la liberaste,
míranos también a nosotros,
a veces cargados por el peso del pecado, del miedo o de la tristeza.
Enderézanos con tu Espíritu,
haznos sentir hijos amados del Padre,
misioneros de tu ternura en el mundo.
Recibe
hoy nuestra oración por los difuntos,
y que, con María, Madre del Rosario,
aprendamos a caminar libres, alegres y confiados,
hasta el día en que te contemplemos cara a cara.
Amén.
2
1.
Introducción: un “Abba” que cambia todo
Queridos
hermanos y hermanas:
El evangelio de este día y la lectura de san Pablo nos conducen al núcleo
más tierno y más revolucionario del cristianismo: la revelación de Dios
como Padre, como “Abba”.
Pablo, en su carta a los Romanos, condensa la fe
apostólica en una palabra clave—un “único código de acceso”— que abre el
corazón del misterio: “Abba”. Es la contraseña de la vida nueva, el
sello del Espíritu, el resumen de todo el Evangelio.
“Abba” no es una fórmula teológica, sino un grito,
una confianza, una intimidad. Es el niño que corre hacia los brazos de su
padre; es el pecador liberado que se atreve a decirle a Dios: “Papá, aquí
estoy”.
Y eso es lo que Pablo se atreve a proclamar: Dios,
el Santo de Israel, el Inaccesible, se nos hace cercano.
El Espíritu Santo graba en nuestra alma ese nombre familiar, que ya no podemos
olvidar: “Abba, Padre”.
2. El Espíritu: contraseña de
filiación y libertad
San Pablo nos dice:
“Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios
son hijos de Dios.
No habéis recibido un espíritu de esclavitud para recaer en el temor,
sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace exclamar: ‘¡Abba, Padre!’” (Rom 8,14-15).
Este texto es una declaración de identidad
espiritual.
Nos recuerda quiénes somos y de quién dependemos.
No somos esclavos de un destino ni prisioneros del pecado: somos hijos
libres, guiados por el Espíritu del amor.
El Espíritu Santo es el que nos permite llamar a
Dios “Padre”, no por derecho propio, sino por adopción amorosa. No hemos
hecho nada para merecerlo: es pura gracia.
Y sin embargo, ¡cuánto nos cuesta vivir como hijos y no como siervos!
Muchos cristianos siguen viviendo con miedo, con
culpa, con la sensación de no ser dignos de Dios.
Pero san Pablo insiste: ya no eres esclavo, eres hijo; ya no eres siervo,
eres heredero.
3. Un Dios con rostro de ternura
Alguien decía: “Un hombre se atreve a dirigirse
al Santo de Israel con la familiaridad de un niño pequeño: ‘Papá’.”
¡Qué audacia divina! Jesús nos enseñó a hablarle a Dios como un hijo le habla a
su padre amoroso, con confianza, con ternura, con abandono.
Este es un cambio de paradigma espiritual: Dios
no es un patrón ni un juez distante, sino un Padre que se inclina, que
acaricia, que levanta.
Por eso Jesús en el Evangelio de hoy (Lc 13,10-17) sana a la mujer encorvada.
Ella llevaba dieciocho años mirando el suelo, incapaz de levantar la cabeza,
prisionera de su dolor.
Jesús la ve, la llama, la toca y le dice: “Mujer, quedas libre de tu
enfermedad.”
Ese gesto de Jesús revela el corazón del Padre.
Cuando el hombre está encorvado por el sufrimiento o por el pecado, Dios no se
mantiene distante; se acerca, toca, libera, restaura.
Y cuando los legalistas protestan —porque lo hace en sábado— Jesús responde con
autoridad:
“¿No era necesario soltar de su atadura a esta hija
de Abraham incluso en día de sábado?”
Dios no puede dejar de amar, ni de liberar.
Y su Espíritu no puede dejar de actuar, incluso cuando la rigidez humana pone
trabas.
4. En el marco del Año Jubilar:
hijos, peregrinos y herederos
El Año Jubilar 2025 es un tiempo para
redescubrir esta identidad filial.
El Papa nos invita a ser “Peregrinos de la Esperanza”, hombres y mujeres
que caminan con la certeza de que Dios los ama como hijos.
Ser “peregrino” implica moverse, dejar lo viejo,
enderezar la espalda, caminar libres.
Y eso es exactamente lo que hace la mujer del Evangelio: pasa de estar
encorvada a caminar erguida, alabando a Dios.
En el Jubileo, el Señor también nos endereza, nos
libera de nuestras ataduras, y nos hace herederos de su Reino.
No somos visitantes en la casa de Dios: somos familia, somos hijos, somos
herederos junto con Cristo.
5. Tres resonancias para nuestro
camino actual
a) Oración por los difuntos
Decir “Abba” no es solo una declaración de vida,
también una afirmación de esperanza.
Hoy, al orar por los difuntos, decimos con fe: “Abba, Padre, recíbelos en tu
casa.”
Confiamos en que la misma filiación que nos une en la tierra continúa en el
cielo.
Nuestros seres queridos no se pierden: vuelven al Padre que los engendró
en el amor.
Orar por ellos es prolongar ese lazo de ternura y
comunión. En el Jubileo, esa oración tiene un valor especial: abre puertas,
sana memorias y reaviva la esperanza de la resurrección.
b) El mes del Rosario: escuela de
confianza filial
El Rosario es, en cierto modo, una oración “abba”
que se hace canto.
Cada Ave María repite el sí confiado de una hija que se deja conducir por el
Espíritu.
María es la criatura que mejor comprendió el “mot de passe” de la fe: vivió
entera desde su filiación.
En este mes, tomemos el Rosario como instrumento de
libertad y de ternura.
Mientras repetimos las Avemarías, dejemos que el Espíritu grave en nosotros esa
palabra filial: “Padre, confío en Ti.”
c) Dimensión misionera
El Espíritu que nos hace hijos también nos envía
como testigos.
El misionero es quien ha experimentado el amor del Padre y desea compartirlo.
No lleva teorías, lleva un nombre: “Abba”.
Anunciar el Evangelio es ayudar a otros a descubrir que no son huérfanos,
que Dios los ama con amor eterno.
En este mes misionero, cada uno puede ser embajador
de esa ternura divina:
con una palabra de consuelo, una visita a un enfermo, una oración por un
difunto olvidado, o una sonrisa que levante a quien vive encorvado por la
tristeza.
6. Llamados concretos
1. Aprende a pronunciar “Abba” con
el corazón. Cada
mañana di con fe: “Padre mío, en tus manos confío mi día”.
2. Libera a alguien encorvado. Busca a una persona que necesite
sentir el amor del Padre a través de ti.
3. Ora el Rosario con sentido nuevo. Deja que cada misterio sea una
respiración filial, un “sí” de confianza.
4. Ora por los difuntos. Llama a cada uno por su nombre y
confíalos al abrazo del Padre.
7. Conclusión: el secreto del
Evangelio
El cristianismo no es un código moral ni un sistema
de normas; es una relación viva con un Dios que nos llama hijos.
El Espíritu Santo es ese “mot de passe unique” que abre las puertas del
corazón divino.
Jesús nos lo enseñó con su vida y lo selló con su cruz: “Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu.”
Hoy el Señor te dice: “No tengas miedo de llamarme
Abba.”
Deja que esa palabra transforme tu vida, enderece tu alma, y te haga misionero
de esperanza.
🌹 Oración final
Padre
Santo,
tú que has puesto en nuestros labios la palabra “Abba”,
haz que tu Espíritu nos guíe siempre por caminos de libertad y de amor.
Endereza nuestras vidas encorvadas,
libéranos de toda esclavitud interior,
y haznos testigos de tu ternura en el mundo.
Recibe en
tu paz a nuestros hermanos difuntos,
que ya viven en la plenitud de tu abrazo.
Y con María, Madre del Rosario,
enséñanos a decir cada día, con corazón confiado:
“Abba, Padre, aquí estoy.”
Amén.
3
1.
Introducción: el peso invisible de las cargas interiores
Queridos
hermanos y hermanas:
El Evangelio de hoy nos presenta a Jesús enfrentado una vez más con la rigidez
de los líderes religiosos de su tiempo. La escena es profundamente humana: una
mujer que durante dieciocho años ha vivido encorvada, sin poder mirar al cielo,
es liberada por Jesús. Sin embargo, el jefe de la sinagoga, en lugar de
alegrarse, se indigna: “Hay seis días para trabajar. Ven a curarte en
esos días, no en sábado.”
Esta reacción nos desconcierta. ¿Cómo alguien puede
enojarse ante una curación tan hermosa?
La respuesta es clara: el corazón legalista se ha vuelto incapaz de amar.
Y esa incapacidad nace muchas veces de lo que hoy llamaríamos una
“escrupulosidad espiritual”: el miedo de ofender a Dios, llevado a un extremo
que termina ofendiendo el amor.
Jesús responde con firmeza y ternura:
“¡Hipócritas! ¿No desata cada uno de ustedes su
buey o su asno en sábado para llevarlo a beber? ¿Y no era necesario soltar de
su atadura a esta hija de Abraham, aun en sábado?” (Lc 13,15-16).
El mensaje es claro: Dios no quiere esclavos del
deber, sino hijos libres del amor.
2. La mujer encorvada: símbolo de
nuestras ataduras interiores
Esa mujer de dieciocho años encorvada representa
tantas vidas oprimidas:
personas que viven bajo el peso de culpas antiguas, de miedos religiosos, de
heridas emocionales, de escrúpulos que les impiden mirar el rostro
misericordioso de Dios.
Cuántos cristianos viven así, encorvados hacia el
suelo del deber, sin poder alzar la mirada hacia el cielo de la confianza.
Jesús la ve, la llama, la toca y la endereza.
Ese triple movimiento es también nuestro camino de sanación:
- Jesús
nos ve,
porque nadie que sufre queda fuera de su mirada.
- Jesús
nos llama,
porque la libertad empieza cuando escuchamos su voz.
- Jesús
nos toca,
porque el contacto con su gracia endereza lo que el miedo ha torcido.
Y cuando ella se endereza, glorifica a Dios.
Solo el que ha sido liberado puede alabar de verdad.
3. La escrupulosidad: cuando la
fe se vuelve un peso
Alguien comentando este texto, habla del “peso de
la escrupulosidad”.
No se trata del celo por el bien ni del amor a la ley de Dios, sino de una distorsión
espiritual: mirar a Dios a través del lente del miedo y la autocrítica, hasta
hacer del seguimiento de Cristo una carga en lugar de una alegría.
La escrupulosidad es la obsesión con el
pecado más que con el amor.
Es pensar constantemente “¿habré hecho bien? ¿habré pecado sin darme cuenta?
¿habrá quedado impura mi intención?”.
Esa actitud no libera: asfixia el alma.
San Pablo ya lo advertía en la primera lectura:
“No habéis recibido un espíritu de esclavitud para
recaer en el temor, sino un Espíritu de hijos adoptivos que nos hace clamar:
‘¡Abba, Padre!’” (Rom
8,15).
El Espíritu de Dios no paraliza con miedo,
sino que infunde confianza.
Cuando la religión se convierte en ansiedad, ha dejado de ser Evangelio.
4. Santa Teresita: de la
sensibilidad al abandono confiado
Santa Teresa del Niño Jesús conoció bien este
sufrimiento interior. En su autobiografía confiesa que durante año y medio
vivió bajo una verdadera “martirio de escrúpulos”.
Temía que incluso sus pensamientos involuntarios fueran pecado mortal.
Pero un día, dice, experimentó una conversión completa: comprendió que
el amor de Dios era más grande que todos sus temores.
Esa liberación interior la llevó a su “caminito de
confianza y abandono”.
Desde entonces, Teresita vivió una fe sencilla, sin obsesión ni temor, y enseñó
al mundo que Dios prefiere la confianza al miedo.
En el fondo, la mujer encorvada del Evangelio y
Teresita son hermanas: ambas fueron levantadas por la misericordia de Cristo.
5. El peligro del legalismo en la
vida cristiana
El jefe de la sinagoga actuó con escrupulosidad
disfrazada de celo religioso.
No era malvado, simplemente había confundido la ley con el amor.
Su mirada no estaba en Dios ni en la mujer sufriente, sino en sí mismo y en su
reputación.
La escrupulosidad espiritual puede tener
formas muy sutiles:
- Cumplir
normas sin amor.
- Temor
de confesar lo mismo una y otra vez.
- Incapacidad
de perdonarse.
- Obsesión
por no equivocarse nunca.
Pero Jesús nos enseña que la verdadera santidad no
consiste en la perfección exterior, sino en el amor que libera.
Como dice el Papa Francisco, “el legalismo mata, el amor da vida.”
6. Aplicaciones jubilares y
pastorales
a) Año Jubilar: la libertad de
los hijos
El Jubileo es, ante todo, un año de liberación
interior.
Así como la mujer fue desatada de su atadura, también nosotros somos invitados
a desatar los nudos del miedo y de la culpa.
El lema “Peregrinos de la esperanza” cobra aquí un sentido profundo:
caminamos erguidos, no encorvados por cargas que Cristo ya llevó sobre sus
hombros.
b) Oración por los difuntos
También oramos hoy por quienes ya partieron.
A veces, incluso frente a la muerte, surgen escrúpulos: “¿Habrán sido dignos?
¿Se habrán salvado?”
Confiémoslos al amor del Padre.
Si Dios ha querido que lo llamemos “Abba”, ¿cómo no acogerá a sus hijos en su
casa?
Recemos con esperanza, no con miedo, porque la misericordia es la última
palabra.
c) Mes del Rosario
El Rosario es una medicina contra la ansiedad
espiritual.
Mientras repetimos las Avemarías, el corazón se serena.
Cada cuenta es un “respiro del alma” que nos enseña a mirar el mundo con los
ojos de María: una mujer libre de escrúpulos, totalmente confiada en el amor de
Dios.
d) Dimensión misionera
El misionero auténtico no anuncia una fe temerosa,
sino una fe confiada y alegre.
No lleva al mundo un Dios que oprime, sino un Dios que libera.
Ser misioneros del Jubileo es mostrar al mundo un cristianismo que levanta,
perdona y alegra.
7. Caminos de sanación interior
Queridos hermanos, esta Palabra nos invita a
revisar nuestra relación con Dios.
¿Nos sentimos libres o vivimos como siervos temerosos?
¿La fe nos llena de alegría o nos pesa como un deber?
Jesús hoy quiere enderezar también nuestra espalda
interior.
Nos dice: “No cargues con más peso del que te he pedido. No te encorves bajo
tus propios miedos.
Mírame. Déjame tocarte. Te quiero libre.”
La libertad espiritual es el milagro más grande que
Jesús puede hacer en nosotros.
8. Conclusión
El Evangelio de hoy es una invitación a pasar de
la escrupulosidad a la confianza, del miedo al amor, de la ley rígida al
Espíritu que vivifica.
Jesús no desprecia la Ley; la lleva a su plenitud:
el amor misericordioso del Padre.
Quien ha comprendido esto ya no teme, sino que vive agradecido.
Por eso, si alguna vez sientes que tu fe pesa, mira
al Crucificado:
Él ya cargó todas tus cargas.
Déjate enderezar, como la mujer encorvada, y glorifica a Dios con alegría.
🌹 Oración final
Señor
Jesús,
Tú que enderezaste a la mujer encorvada,
míranos también a nosotros cuando el miedo nos encorva.
Líbranos de la escrupulosidad que nos roba la paz,
de la rigidez que nos impide amar,
y del orgullo disfrazado de perfección.
Danos el
Espíritu que clama en nosotros: “Abba, Padre”,
para vivir con libertad de hijos y ternura de hermanos.
Recibe a nuestros difuntos en la paz del corazón del Padre,
y haznos misioneros de tu alegría en este Año Jubilar.
Con
María, Madre del Rosario,
aprendamos a confiar, a esperar y a cantar tu misericordia.
Amén.

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