Santo
del día:
Santa
Lucía, virgen y mártir
Hoy la Iglesia celebra
a Santa Lucía, joven cristiana de Siracusa (Sicilia), que en tiempo de
persecución confesó a Cristo con valentía hasta derramar su sangre (s. IV). Su
nombre, ligado a la luz, la ha convertido en signo luminoso en el
corazón del Adviento: cuando la noche parece más densa, Dios enciende testigos
que no negocian la fe.
Venerada como
protectora de la vista y de quienes sufren oscuridades del cuerpo o del alma,
Santa Lucía nos invita a mirar la vida con los ojos del Evangelio y a mantener
encendida la lámpara de la esperanza.
Corazón atento
(Eclesiástico 48, 1-4.9-11; Mateo
17, 10-13) Hermanos, hoy la Palabra nos presenta a Elías como signo
de una promesa: Dios puede “renovarlo todo”.
Nuestra historia —personal,
familiar y eclesial— no es una fatalidad; puede abrirse a la esperanza como un
manantial que vuelve a brotar. Pero esa renovación pasa por la conversión: como
Elías, Jesús también encontrará rechazo y persecución. Pidamos un corazón
atento a la voz suave de Dios y valentía para enderezar el camino.
G.Q
Primera lectura
Elías volverá
de nuevo
Lectura del libro del Eclesiástico.
EN aquellos días, surgió el profeta Elías como un fuego,
su palabra quemaba como antorcha.
Él hizo venir sobre ellos el hambre,
y con su celo los diezmó.
Por la palabra del Señor cerró los cielos
y también hizo caer fuego tres veces.
¡Qué glorioso fuiste, Elías, con tus portentos!
¿Quién puede gloriarse de ser como tú?
Fuiste arrebatado en un torbellino ardiente,
en un carro de caballos de fuego;
tú fuiste designado para reprochar los tiempos futuros,
para aplacar la ira antes de que estallara,
para reconciliar a los padres con los hijos
y restablecer las tribus de Jacob.
Dichosos los que te vieron
y se durmieron en el amor.
Palabra de Dios.
Salmo
R. Oh,
Dios, restáuranos,
que brille tu rostro y nos salve.
V. Pastor de
Israel, escucha;
tú que te sientas sobre querubines, resplandece.
Despierta tu poder y ven a salvarnos. R.
V. Dios del
universo, vuélvete:
mira desde el cielo, fíjate,
ven a visitar tu viña.
Cuida la cepa que tu diestra plantó
y al hijo del hombre que tú has fortalecido. R.
V. Que tu mano
proteja a tu escogido,
al hombre que tú fortaleciste.
No nos alejaremos de ti:
danos vida, para que invoquemos tu nombre. R.
Aclamación
V. Preparen el
camino del Señor, allanad sus senderos. Toda carne verá la salvación de Dios. R.
Evangelio
Elías ya ha
venido y no lo reconocieron
Lectura del santo Evangelio según san Mateo
CUANDO bajaban del monte, los discípulos preguntaron a Jesús:
«¿Por qué dicen los escribas que primero tiene que venir Elías?».
Él les contestó:
«Elías vendrá y lo renovará todo. Pero les digo que Elías ya ha venido y no lo
reconocieron, sino que han hecho con él lo que han querido. Así también el Hijo
del hombre va a padecer a manos de ellos».
Entonces entendieron los discípulos que se refería a Juan el Bautista.
Palabra del Señor.
1
Hermanos, en este Adviento la Palabra nos educa en
una gracia sencilla y exigente: tener un corazón atento. Atento para
escuchar a Dios cuando habla suave, atento para reconocer sus signos cuando
llegan humildes, atento para convertirnos cuando su luz nos pone la verdad
delante.
1) Elías: fuego que despierta,
promesa que renueva
El libro del Eclesiástico nos presenta a Elías
como un profeta “como fuego”: ardiente, valiente, incómodo, capaz de sacudir
conciencias y de abrir caminos cuando todo parecía cerrado. El texto recuerda
también una esperanza muy arraigada: Elías volverá. No como una
nostalgia del pasado, sino como un anuncio: Dios puede renovar lo que
parecía perdido.
Y aquí entra la clave: nuestra historia no es una
fatalidad. Ni la historia personal, ni la familiar, ni la de la Iglesia.
Puede haber heridas, cansancios, costumbres que nos apagan… pero Dios no se
resigna. El Adviento es justamente eso: Dios viene a regar lo seco, a
levantar lo caído, a reencender lo apagado.
2) “¿Dónde está Elías?”: el
peligro de no reconocer los caminos de Dios
En el Evangelio, los discípulos preguntan: “¿Por
qué dicen los escribas que primero debe venir Elías?”. Y Jesús responde con una
claridad que duele: Elías ya vino… y no lo reconocieron. Se refiere a
Juan el Bautista. En otras palabras: lo que esperaban de manera
espectacular, Dios lo envió de manera sencilla; y como no encajaba en sus
ideas, lo dejaron pasar.
Aquí está una lección tremenda para el Adviento: podemos
estar esperando a Dios, y al mismo tiempo no reconocerlo.
Porque Dios suele venir en “modo pequeño”: en una llamada a cambiar, en una palabra,
de corrección, en una verdad que incomoda, en una persona sencilla que nos
invita a volver a lo esencial.
A veces esperamos milagros ruidosos y Dios nos
habla con “brisa ligera”: un remordimiento santo, una conciencia que despierta,
una insistencia interior: “regresa… perdona… repara… ora… deja eso… pide
ayuda… vuelve a empezar”. Ese es Elías pasando por nuestra vida.
3) El Salmo: “restáuranos… que
brille tu rostro”
El Salmo 80 es el grito de un pueblo que sabe que
sin Dios se pierde: “Oh Dios, restáuranos; que brille tu rostro y nos salve”.
Es una súplica preciosa para este sábado:
Señor, no solo “mejora mis circunstancias”; restáurame por dentro.
Devuélveme la mirada limpia. Recompón mi esperanza. Reordena mi corazón.
Y esto conecta de lleno con el Año Jubilar:
el Jubileo no es turismo espiritual; es gracia para volver a casa, para
recomenzar, para dejarnos restaurar. Somos “peregrinos de esperanza”
porque Dios no se cansa de salir a nuestro encuentro.
4) Santa Lucía: la luz que no se
negocia
Hoy, además, celebramos a Santa Lucía,
virgen y mártir. Su nombre significa luz. En medio del Adviento, ella
nos recuerda que la fe no es una comodidad: a veces ser de Cristo trae
rechazo, como lo sufrió Juan el Bautista; como lo anunció Jesús para sí mismo;
como lo vivió Lucía hasta el martirio.
Lucía es patrona de quienes padecen de la vista; y
su testimonio nos empuja a pedir algo más profundo:
Señor, sana mi mirada interior.
Porque se puede “ver” con los ojos y estar ciegos del alma: ciegos para el bien
del otro, ciegos para la necesidad del pobre, ciegos para mis propios pecados,
ciegos para las oportunidades de amar.
Santa Lucía nos dice: que tu lámpara no sea tu
orgullo, ni tu imagen, ni tu éxito: que tu lámpara sea Cristo.
5) María en sábado: el corazón
más atento
Y como cada sábado, la Iglesia nos pone junto a María.
Ella es el icono perfecto del “corazón atento”: escucha, guarda, medita,
obedece. María no se escandaliza de los caminos de Dios; se abre. No
exige señales a su medida; confía. No huye cuando llega el dolor; permanece.
Si queremos aprender a reconocer a Dios cuando
pasa, pidámosle a María su escuela: silencio interior, docilidad, fidelidad.
Para llevar a la vida: tres pasos
concretos esta semana
1. Un rato de silencio real cada día (aunque sean 10 minutos): sin
pantalla, sin ruido. Solo para decir: “Señor, aquí estoy”. El corazón
atento se entrena.
2. Una conversión concreta (solo una, pero verdadera): una
reconciliación pendiente, un pecado que cortar, una decisión de orden y
sobriedad, un acto de justicia. Adviento sin conversión es decoración.
3. Una obra de luz: visita, llamada, ayuda
silenciosa, limosna, servicio. La luz de Cristo se vuelve creíble cuando se
vuelve caridad.
Hermanos, hoy Dios nos repite: “Yo puedo
renovarlo todo”, pero no a la fuerza: entra por la puerta de un corazón
despierto. Pidámosle entonces la gracia de no dejarlo pasar sin reconocerlo.
Que María nos regale un corazón atento.
Que Santa Lucía encienda nuestra lámpara.
Y que el Señor, en este Jubileo, restaure nuestra vida y haga brillar su
rostro sobre nosotros. Amén.
2
“Buscar comprender”
Hermanos, el Adviento no solo es tiempo de esperar:
es tiempo de aprender a mirar. Y el Evangelio de hoy nos muestra algo
muy humano y muy santo: los discípulos preguntan. No preguntan para
refutar, ni para burlarse, ni para “ganar un debate”. Preguntan porque aman
al Señor y quieren comprender: “¿Por qué dicen los escribas que Elías debe
venir primero?”
Acaban de bajar del monte de la Transfiguración.
Han visto un destello de la gloria de Jesús. Su fe se ha fortalecido… y, sin
embargo, al descender, vuelve la pregunta. Esto es precioso: la fe madura no
elimina las preguntas; las purifica. La fe no es cerrar los ojos: es abrir
el corazón a una luz más grande.
1) Elías: promesa de Dios, no
argumento para bloquear a Dios
La primera lectura, del Eclesiástico, recuerda la
grandeza de Elías: profeta de fuego, defensor de la alianza, enviado para
“reconciliar”, para “restaurar”, para preparar. Y el pueblo tenía una certeza: antes
del Mesías, vendrá Elías. Esa profecía, citada también por Malaquías, era
real… pero muchos la convirtieron en un arma: “Jesús no puede ser el Mesías
porque Elías no ha venido como nosotros lo imaginamos.”
Aquí está una tentación de todos los tiempos: usar
la religión para ponerle condiciones a Dios. Reducir la fe a un esquema
mental: “Dios debe actuar así; si no, no lo acepto.” Y entonces puede pasar lo
más triste: Dios está obrando delante de mí y yo no lo reconozco.
Por eso Jesús aclara: “Elías ya vino… y no lo
reconocieron.” Se refería a Juan el Bautista. No vino en carro de fuego, vino
con túnica sencilla. No vino con aplausos, vino con desierto. No vino
confirmando gustos, vino llamando a la conversión. Y como no encajaba, lo
rechazaron.
2) Buscar comprender: preguntas
con fe, no con escepticismo
Fíjense bien: los discípulos no se quedan con la
duda como una piedra en el zapato. La llevan a Jesús. Esa es la diferencia
entre una crisis que destruye y una pregunta que hace crecer.
En la vida cristiana también aparecen “aparentes
contradicciones”:
- a
veces lo que escuchamos de la fe y lo que oímos en el mundo parece chocar;
- el
dolor y la injusticia pueden confundirnos;
- algunas
exigencias morales se ven “imposibles” en un ambiente que normaliza lo
contrario;
- incluso
la ciencia y la fe pueden parecer enemigas, cuando en realidad buscan la
verdad desde caminos distintos.
¿Qué hacer? El Evangelio enseña tres pasos:
1. Volver al monte: cuidar momentos de oración real,
adoración, silencio, sacramentos. La Transfiguración no fue un espectáculo: fue
un regalo para sostener la fe.
2. Preguntar al Maestro: no huir de la pregunta, pero
llevarla a Jesús: en oración, en el Evangelio, en el Catecismo, en una buena
guía espiritual, en los santos.
3. Aceptar la forma de Dios: muchas veces Dios responde… pero
no como yo esperaba. Y ahí está el acto de fe: reconocerlo aunque venga
pequeño.
El discípulo verdadero no dice: “si no entiendo,
rechazo”. Dice: “Señor, ayúdame a entender.”
3) El Salmo: “que brille tu
rostro y nos salve”
Hoy el salmo es casi una escuela de Adviento: “Restáuranos…
que brille tu rostro y nos salve.”
Es la oración de quien se sabe limitado y no se encierra en sí mismo. En el
marco del Año Jubilar, esto suena fuerte: el Jubileo es un tiempo para dejar
que Dios nos “restaure”, para volver a la casa del Padre, para recomenzar.
Y hay algo hermoso: cuando yo busco comprender de
verdad, no busco solo ideas; busco el rostro. El rostro de Dios que
ilumina el corazón.
4) Santa Lucía: luz para la
mirada interior
En este sábado celebramos también a Santa Lucía,
virgen y mártir. Su nombre significa “luz”. Ella es como una lámpara encendida
que nos dice: la fe no se negocia. En tiempos de persecución, Lucía no
fue arrogante, fue fiel. No gritó odio, sostuvo la verdad con amor. Y su
martirio nos recuerda que el Evangelio siempre pasa por la cruz: como Juan el
Bautista, como Jesús.
Además, Lucía es invocada por quienes sufren de la
vista. Y hoy podemos pedirle algo más profundo:
Señor, cura mis cegueras interiores.
Ceguera para reconocer tu paso en lo sencillo. Ceguera para ver el bien del
otro. Ceguera para admitir mis pecados. Ceguera para descubrir tu voluntad.
Lucía nos enseña a ser Iglesia luminosa: con verdad
y con caridad.
5) María en sábado: la sabiduría
del corazón
Y, como cada sábado, miramos a María. Ella
también tuvo preguntas: “¿Cómo será esto?” Pero fíjense: su pregunta no era
incredulidad, era apertura. María es el modelo de “buscar comprender” sin
perder la confianza: escucha, discierne, guarda en el corazón y camina.
En el Adviento, María nos presta su modo de creer: inteligencia
humilde y corazón obediente.
Tres compromisos concretos para
vivir este Evangelio
1. Una pregunta llevada a Dios: lo que hoy te confunde, no lo
tapes; preséntaselo al Señor en oración y busca una respuesta en la enseñanza
de la Iglesia.
2. Un “Elías” que debo reconocer: ¿qué llamado a conversión estoy
ignorando por orgullo, comodidad o costumbre?
3. Un gesto de luz: una obra concreta de caridad
esta semana, porque la sabiduría cristiana no es solo entender: es amar mejor.
Hermanos, pidamos hoy la gracia de los discípulos: preguntar
con fe. No dudar por capricho, sino buscar comprender para crecer. Que el
Señor nos conceda, en este Jubileo, los dones de sabiduría, entendimiento y
conocimiento, para que encontremos paz interior y seamos luz para otros.
María,
Sede de la Sabiduría, ruega por nosotros.
Santa Lucía, testigo de la Luz, ruega por nosotros.
Señor Jesús, Verdad del Padre, en ti confiamos. Amén.
13 de diciembre:
Santa Lucía de Siracusa, virgen y mártir—Memoria
c. 283–c. 304
Santa Patrona de las personas ciegas, los mártires,
los campesinos, las prostitutas arrepentidas, los pobres, los niños enfermos,
los autores, los cuchilleros, los agricultores, los fabricantes de vidrio, los
vidrieros, los gondoleros, los obreros, los abogados, las sirvientas, los
notarios, los oftalmólogos, los mozos de carga, los impresores, los
talabarteros, los marineros, los vendedores, las costureras, los sastres, los
tapiceros, los tejedores y los escritores.
Invocada contra la disentería, las epidemias, las
hemorragias, las infecciones de garganta, el fuego, la pobreza y la ceguera
espiritual.
Cita:
13 de diciembre: En Siracusa, en Sicilia, el natalicio de
Santa Lucía, virgen y mártir, en la persecución de Diocleciano. Por orden del ex
cónsul Pascasio, fue entregada a libertinos, para que su castidad fuese
ultrajada; pero cuando intentaron llevársela, no lo consiguieron, ni con
cuerdas ni con muchos yugos de bueyes. Luego, derramando sobre su cuerpo brea
caliente, resina y aceite hirviendo sin dañarla, finalmente le hundieron una
espada en la garganta, y así consumaron su martirio.
~Martyrologium Romanum oficial
Reflexión:
Hace falta una gran fe para exclamar que la tortura y la muerte son gloriosas
cuando son consecuencia del amor a Cristo; sin embargo, este tipo de fe ha
estado presente en incontables mártires a lo largo de la historia de la
Iglesia. Los primeros siglos de la Iglesia, en particular, produjeron santos
mártires que soportaron el intento de extinción del cristianismo por parte de
emperadores romanos aferrados a sus dioses paganos. Tal fue el caso de la santa
de hoy, Santa Lucía de Siracusa, que murió durante la Gran Persecución del
emperador romano Diocleciano. Aunque los detalles históricos son difíciles de
confirmar, ya desde el siglo V se transmitían hermosas leyendas sobre Santa
Lucía. Son esas leyendas las que siguen.
Lucía nació en Siracusa, Sicilia, hacia el año 283,
de padres cristianos. Cuando tenía cinco años, murió su padre, dejando a su
madre, Eutiquia, para criarla sola. Eutiquia sufría hemorragias y temía por el
futuro de Lucía, por lo que concertó una promesa de matrimonio para su hija con
un noble de familia pagana.
Medio siglo antes, la santa virgen Santa Águeda
había sido martirizada a cuarenta millas al norte de Siracusa, en la ciudad de
Catania. Santa Águeda era venerada como la gloria de Catania. Su tumba se
convirtió en un lugar popular de peregrinación y escenario de muchos milagros.
Con la esperanza de obtener la curación de las hemorragias de su madre, Lucía
convenció a su madre para hacer una peregrinación a la tumba de Santa Águeda.
Eutiquia aceptó. Estando en la tumba, ambas oraron fervientemente durante mucho
tiempo. Mientras lo hacían, Lucía tuvo una visión como de sueño en la que Santa
Águeda se le apareció, informándole que su madre sería curada por la fe de
Lucía, y que Lucía se convertiría en la gloria de Siracusa, así como Águeda era
la gloria de Catania. Cuando Lucía despertó de su visión, exclamó: «¡Oh, madre,
madre, estás curada!»
Desde ese momento, Lucía continuó sintiendo a Santa
Águeda hablarle acerca de su vocación a ser Esposa de Cristo y a morir como
mártir. Informó a su madre de su deseo de permanecer virgen y le suplicó que
ofrecieran su riqueza a los pobres. Su madre vaciló, sugiriendo que sería mejor
que Lucía lo hiciera una vez Eutiquia hubiese muerto, pero Lucía la urgió a
hacerlo de inmediato porque sería fuente de un mérito mucho mayor. La fe de
Lucía prevaleció. Continuó posponiendo su matrimonio y pasó los años siguientes
distribuyendo con alegría su dinero y sus joyas a los pobres.
En el año 303, el emperador romano Diocleciano
promulgó un edicto que prohibía el cristianismo en el Imperio Romano. Las
iglesias cristianas y los textos sagrados, como la Escritura y los libros
litúrgicos, debían ser destruidos. Se prohibía a los cristianos reunirse para
el culto. A los funcionarios civiles y a la nobleza se les despojaba de sus
rangos y pertenencias. Los cristianos descubiertos eran obligados a ofrecer
sacrificios a los dioses romanos y al emperador; quienes se negaban eran
torturados e incluso asesinados.
Aunque esto era claramente un grave mal para
quienes profesaban su fe en Cristo, también produjo un fortalecimiento de la fe
en muchos. El culto secreto se realizaba regularmente a riesgo de la vida de
los adoradores. Los mártires honrados inspiraban a los fieles a imitar su fe firme.
Hacia el año 304, cuando Lucía tenía alrededor de
veintiún años, su pretendiente se enteró de las grandes sumas de dinero que
ella había distribuido a los pobres. También sabía que Lucía lo había hecho a
causa de su fe cristiana y comprendió que ella no iba a convertirse en su
esposa. Enfurecido, denunció a Lucía ante Pascasio, el gobernador de Siracusa,
acusándola de ser cristiana.
Cuando el gobernador Pascasio de Siracusa se enteró
de la fe cristiana de Lucía y de su caridad hacia los pobres, ordenó su arresto
e interrogatorio. Intentó obligarla a apostatar ofreciéndole sacrificar a los
dioses romanos, pero ella se negó. Un martirologio romano posterior puso estas
palabras en boca de Lucía:
«Conozco un solo sacrificio puro y lleno de honor,
que puedo ofrecer. Es éste: visitar a los huérfanos y a las viudas en su
tribulación, y conservarse sin mancha del mundo. Durante tres años, he ofrecido
diariamente este sacrificio a mi Dios y Padre; y ahora anhelo la dicha de
ofrecerme a Él como víctima viva. ¡Hágase su santa voluntad!»
Lucía entonces acusó al gobernador de adorar
demonios y profetizó su condenación ante Dios. El gobernador, indignado, ordenó
que fuera mancillada en un burdel. Cuando los guardias intentaron moverla, era
más pesada que una roca. Incluso intentaron arrastrarla con una cuerda atada al
yugo de bueyes, pero no se movió. Luego los guardias la rodearon con leña para
quemarla, pero las llamas no la dañaron. Finalmente, el gobernador ordenó a un
soldado que hundiera su espada en el cuello de Lucía, y Dios permitió que su
martirio se consumara. Un martirologio atribuye estas palabras proféticas a
Lucía mientras moría:
«Os anuncio una gran alegría. Diocleciano desciende
de su trono, Maximiano muere, la Iglesia vuelve a respirar: la paz extiende su
ala protectora sobre los santos mártires. ¡Oh Siracusa, oh lugar de mi
nacimiento!, así como Catania halla su seguridad y gloria bajo la custodia de
mi hermana Águeda, así serás tú protegida por mí, si estás dispuesta a abrazar
esa Fe, por la verdad de la cual derramé mi sangre.»
A Santa Lucía se la representa a menudo en el arte
sagrado sosteniendo sus ojos, porque leyendas posteriores afirman que o bien
los guardias le arrancaron los ojos como tortura, o que ella misma se los
arrancó para que su pretendiente ya no se sintiera tentado por su belleza.
La veneración a Santa Lucía se difundió
rápidamente, y su visión profética en sueños se cumplió: llegó a ser la gloria
y protectora de Siracusa y fuente de muchos milagros. Para finales del siglo
VI, era tan venerada en todo el Imperio Romano que el papa San Gregorio Magno
insertó su nombre en el Canon Romano (Plegaria Eucarística I): «…concédenos
benévolo compartir la herencia de tus santos Apóstoles y Mártires: con Juan el
Bautista, Esteban, Matías, Bernabé, Ignacio, Alejandro, Marcelino, Pedro,
Felicidad, Perpetua, Águeda, Lucía, Inés, Cecilia, Anastasia y todos tus
Santos…»
El hecho de que una joven virgen mártir llegara a
ser tan venerada y honrada durante muchos siglos después de su nacimiento es
testimonio del poder de Dios. Santa Lucía no solo imitó a su Señor, sino que,
en su humildad, reflejó la gloria de la Madre de Dios que, en su canto de
alabanza, proclamó: «Porque ha mirado la pequeñez de su sierva; he aquí que
desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. El Poderoso ha
hecho obras grandes por mí, y santo es su nombre…» (Lucas 1,49–49).
Al honrar a esta santa coronada con virginidad y
martirio, contempla el valor y la determinación que tuvo para elegir la muerte
antes que una vida de nobleza. Se enamoró de su divino Esposo, Él entró en
unión con ella, y ella fijó sus ojos firmemente en su santa voluntad. Procura
imitar el valor y la determinación de Santa Lucía, eligiendo a Cristo y solo a
Él, renunciando a todo lo que sea contrario a su santa voluntad.
Oración:
Santa Lucía, creciste profundamente en la fe desde joven, te consagraste a
tu Dios y nunca miraste atrás. Ruega por mí, para que tenga tu fortaleza,
sabiduría y caridad, y cumpla sin vacilar la voluntad de Dios, eligiéndolo a Él
por encima de todo. Santa Lucía, ruega por mí. Jesús, en Ti confío.


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