Testigo
de la fe
Santo Tomás Becket (1117-1170)
Leal durante mucho tiempo al rey
Enrique II, cuyo libertinaje compartía, se convirtió radicalmente al
convertirse en arzobispo de Canterbury. En abierto conflicto con su soberano,
tuvo que exiliarse durante seis años. Fue asesinado en su catedral poco después
de su regreso.
Sueño apacible
(Lc 2,22-35) Cada tarde, el cántico
de Simeón marca el oficio de completas. Este venerable anciano, ha visto con
sus propios ojos la salvación prometida a Israel. Desde ahora, su alma está en
paz. Un único deseo lo habita: partir al encuentro de su Dios.
La noche prefigura la muerte
para cada uno de nosotros. ¡Qué consuelo abandonarnos serenamente al sueño,
poniéndonos en las manos del Padre! Se acabaron las angustias nocturnas:
nuestro Dios es un Dios fiel a sus promesas.
Bénédicte de la Croix, cistercienne
Primera lectura
Quien ama a
su hermano permanece en la luz
Lectura de la primera carta del apóstol san Juan.
QUERIDOS hermanos:
En esto sabemos que conocemos a Jesús: en que guardamos sus mandamientos.
Quien dice: «Yo lo conozco», y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y
la verdad no está en él. Pero quien guarda su palabra, ciertamente el amor de
Dios ha llegado en él a su plenitud.
En esto conocemos que estamos en él.
Quien dice que permanece en él debe caminar como él caminó.
Queridos míos, no les escribo un mandamiento nuevo, sino el mandamiento antiguo
que tienen desde el principio. Este mandamiento antiguo es la palabra que han
escuchado.
Y, sin embargo, les escribo un mandamiento nuevo —y esto es verdadero en él y
en ustedes—, pues las tinieblas pasan, y la luz verdadera brilla ya.
Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano está aún en las
tinieblas. Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza. Pero quien
aborrece a su hermano está en las tinieblas, camina en las tinieblas, no sabe
adónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos.
Palabra de Dios.
Salmo
R. Alégrese
el cielo, goce la tierra.
V. Canten al
Señor un cántico nuevo,
canten al Señor, toda la tierra;
canten al Señor, bendigan su nombre. R.
V. Proclamen
día tras día su victoria.
Cuenten a los pueblos su gloria,
sus maravillas a todas las naciones. R.
V. El Señor ha
hecho el cielo;
honor y majestad lo preceden,
fuerza y esplendor están en su templo. R.
Aclamación
V. Luz para
alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel. R.
Evangelio
Luz para
alumbrar a las naciones
Lectura del santo Evangelio según san Lucas.
CUANDO se cumplieron los días de la purificación, según la ley de Moisés, los
padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo
con lo escrito en la ley del Señor: «Todo varón primogénito será consagrado al
Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de
tórtolas o dos pichones».
Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso,
que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo estaba con él. Le
había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver
al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Y cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo
acostumbrado según la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:
«Ahora, Señor, según tu promesa,
puedes dejar a tu siervo irse en paz.
Porque mis ojos han visto a tu Salvador,
a quien has presentado ante todos los pueblos:
luz para alumbrar a las naciones
y gloria de tu pueblo Israel».
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los
bendijo y dijo a María, su madre:
«Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será
como un signo de contradicción —y a ti misma una espada te traspasará el alma—,
para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones».
Palabra del Señor.
1
Hermanos
y hermanas: en estos días luminosos de la Octava de Navidad, la Iglesia
prolonga la alegría del pesebre para que la Navidad no sea solo un recuerdo
bonito, sino una gracia que nos cambie por dentro. Hoy la Palabra nos regala
una imagen profundamente humana y profundamente cristiana: un anciano que puede “dormir en paz”,
porque ha visto cumplirse la promesa de Dios.
1) “Sabemos que lo conocemos…”: la fe se
verifica en el amor
San
Juan es muy claro: “En esto
sabemos que lo conocemos: en que guardamos sus mandamientos” (1 Jn
2,3). No se trata de un moralismo frío, sino de una verdad sencilla: la fe auténtica produce un estilo de
vida. Y el mandamiento decisivo, el que delata si caminamos en
la luz o en la oscuridad, es el amor.
San
Juan llega a ser contundente: quien dice que está en la luz, pero odia a su
hermano, todavía está en
tinieblas (cf. 1 Jn 2,9). La Navidad nos pone delante una
pregunta incómoda:
·
¿Mi
relación con Dios me está volviendo más humano, más paciente, más
reconciliador?
·
¿O
solo me está dando “razones” para juzgar, etiquetar y distanciarme?
La
luz de Belén no es un adorno: es
una dirección. Y esa dirección se llama amor concreto.
2) Simeón: la paz de quien confía… incluso al
caer la noche
El
Evangelio nos lleva al Templo. María y José presentan al Niño. Y aparece
Simeón: un hombre mayor, probablemente cansado, pero lleno de Espíritu. Toma al
Niño en brazos y pronuncia una de las oraciones más bellas de toda la Biblia:
“Ahora, Señor, puedes dejar a
tu siervo irse en paz…” (Lc 2,29).
La noche —cada noche— prefigura la muerte. Y no como amenaza,
sino como verdad: todo día termina, toda vida se entrega. Lo impresionante es que
Simeón no se aferra:
se abandona. ¿Por qué? Porque ha visto al Salvador.
Y
esto tiene una fuerza pastoral enorme: hay noches del cuerpo (cuando uno va a
dormir) y hay noches del alma (cuando el corazón se llena de ansiedad, culpa,
soledad, duelo). Muchos viven la noche como un espacio donde vuelven los
pensamientos, los miedos, las preguntas sin respuesta. Y sin embargo, el
Evangelio de hoy nos susurra: se
puede dormir en paz cuando uno se pone en manos del Padre.
Una
sugerencia muy concreta, casi “terapéutica” y espiritual a la vez, para esas
noches difíciles:
1.
Nombrar lo que me pesa (sin dramatizarlo, sin
negarlo): “Señor, me duele esto… me preocupa esto… extraño a esta persona…”.
2.
Entregarlo: “Padre, en tus manos
lo dejo”.
3.
Un gesto sencillo de amor para mañana: un
mensaje, una reconciliación, una visita, una oración por alguien. La luz se
recupera amando.
Así,
la fe no es anestesia: es abandono
confiado.
3) “Luz para las naciones”… y una espada: la
esperanza no es ingenua
Simeón
llama a Jesús “luz para alumbrar
a las naciones” (Lc 2,32). ¡Qué frase jubilar! Peregrinos de
esperanza: caminamos guiados por una Luz que no se apaga.
Pero
el mismo Simeón anuncia también la contradicción: ese Niño será signo de contradicción,
y una espada atravesará el alma de María (cf. Lc 2,34-35). La Navidad,
entonces, no es “optimismo fácil”. Es una esperanza realista: Dios entra en nuestra historia,
y por eso la historia se sacude: se revelan los corazones, se desenmascaran las
sombras, se elige entre luz y tinieblas.
4) Santo Tomás Becket: un pastor que eligió la
luz, aunque costara sangre
Hoy
recordamos a Santo Tomás
Becket, obispo y mártir. Su vida es un recordatorio fuerte: amar la verdad y la justicia tiene un
precio. Becket fue pastor en tiempos turbulentos y, por fidelidad
a su conciencia y a la libertad de la Iglesia para servir a Dios, acabó
entregando la vida.
En
la lógica de san Juan, podríamos decir: Tomás Becket prefirió caminar en la luz,
aunque esa luz lo pusiera en conflicto con poderes de su tiempo. Y aquí hay una
enseñanza para nosotros: en Navidad no solo adoramos al Niño; decidimos quién manda en nuestro corazón.
Si manda Cristo, entonces el amor y la verdad no se negocian, se viven; y se
vive también la valentía de hacer el bien.
5) Intención por los difuntos: “déjalo irse en
paz”
Hoy
oramos por nuestros difuntos. Y el cántico de Simeón se vuelve una oración
preciosa para despedir cristianamente:
“Señor, ya ha visto tu salvación… puede irse en paz”.
No
negamos el dolor de la ausencia. La fe no prohíbe llorar. Jesús mismo lloró.
Pero la fe nos regala algo decisivo: la
muerte no tiene la última palabra. Para el cristiano, morir es
“entregarse”, como al caer la noche, en
manos del Padre. Y por eso, al recordar a nuestros difuntos,
podemos decir con esperanza:
·
que
descansen en paz,
·
que
el Señor los reciba en su luz,
·
que
nosotros caminemos hacia ese encuentro viviendo en el amor.
6) Un compromiso jubilar: aprender a
“completar” el día en Dios
En
este Año Jubilar, como peregrinos de esperanza, pidamos una gracia concreta: terminar cada día en Dios,
y no en la amargura, no en la ansiedad, no en el rencor. Que nuestra vida
aprenda el ritmo de Simeón: reconocer la salvación de Dios y descansar en Él.
Hoy,
al comulgar o al participar de esta Eucaristía, digámosle al Señor:
·
“Hazme
caminar en la luz” (1 Jn 2).
·
“Hazme
amar de verdad” (no solo de palabra).
·
“Dame
tu paz para mis noches.”
·
“Recibe
a nuestros difuntos en tu luz.”
Y
que María, que sostuvo la Luz en sus brazos, nos enseñe a sostenerla en el
corazón, para que podamos dormir —y vivir— en paz, porque Dios es fiel a sus promesas.
Amén.
2
Hermanos
y hermanas: seguimos celebrando la Navidad como una sola gran fiesta. Hoy el
Evangelio nos lleva al Templo:
María y José presentan a Jesús al Señor. Y allí aparece Simeón, un hombre
sencillo, fiel, “que esperaba el consuelo de Israel”. En él se encarna una
frase que resume la esperanza cristiana y jubilar: “¡Venga tu Reino!” No
como eslogan, sino como clamor del corazón.
1) “Sabemos que lo conocemos…”: el Reino se
reconoce en el amor
San
Juan nos aterriza: conocer a Dios no es un título, es un camino. “En esto sabemos que lo conocemos: en
que guardamos sus mandamientos” (1 Jn 2,3). Y el mandamiento que
más desenmascara nuestro corazón es el del amor fraterno.
Aquí
hay una clave: el Reino no
se construye solo con palabras religiosas, sino con decisiones
concretas que nos sacan de las tinieblas: reconciliarnos, perdonar, servir, no
difamar, no alimentar resentimientos. San Juan lo dice sin rodeos: quien afirma
estar en la luz y odia a su hermano, está todavía en oscuridad (cf. 1 Jn 2,9).
Navidad,
entonces, no es solo contemplar al Niño: es dejar que el Niño nos cambie la
manera de tratar al otro.
2) Simeón: el “resto fiel” que aprende a
esperar sin desesperar
Recordemos
el trasfondo histórico de este evangelio: Israel cargaba siglos de heridas,
divisiones, invasiones, exilios y dominaciones. En ese escenario, muchos
esperaban un mesías político, otros se resignaban, otros se endurecían. Pero
Simeón representa algo precioso: el
resto fiel. No es un personaje de élite religiosa, sino un
creyente común, habitado por el Espíritu, que no ha dejado que la esperanza se
le muera.
Aquí
hay una palabra para nosotros, peregrinos de esperanza: vivimos en un mundo
también marcado por guerras, polarizaciones, corrupción, rupturas familiares,
indiferencia de fe, cansancio moral. Y aparece la tentación de creer que “ya
nada cambia”. Simeón nos enseña lo contrario: cuando todo parece dividido, Dios está gestando su Reino de
un modo más profundo.
3) “Luz para las naciones”… y contradicción: el
Reino viene, pero purifica
Simeón
toma a Jesús en brazos y proclama: “mis
ojos han visto tu salvación… luz para alumbrar a las naciones” (Lc
2,30-32). Esa es la buena noticia: el Reino no es un sueño; tiene rostro y
nombre: Jesús.
Pero
Simeón añade algo fuerte: el Niño será “signo de contradicción” y revelará lo
que hay en muchos corazones (cf. Lc 2,34-35). Es decir: cuando llega el Reino, no solo consuela; también confronta.
La luz no negocia con la oscuridad: la expone.
Esto
nos ayuda a rezar con realismo: “Señor, venga tu Reino”, sí… pero sabiendo que
cuando el Reino se acerca, también nos pide conversión: soltar idolatrías,
abandonar dobles vidas, sanar enemistades, ordenar prioridades.
4) Santo Tomás Becket: testigo del Reino por
encima de los poderes
Hoy
recordamos a Santo Tomás
Becket, obispo y mártir. Su vida es una página viva del
Evangelio: cuando el Reino de Dios se toma en serio, a veces choca con los
reinos de este mundo. Becket fue pastor en tiempos tensos y pagó con su sangre
la fidelidad a su conciencia y a su misión.
Su
martirio nos recuerda que el Reino no se “decora”: se testimonia. Y que hay
momentos en que el discípulo debe elegir entre la comodidad y la verdad, entre
quedar bien y hacer el bien, entre callar por miedo o hablar por amor a Dios y
al pueblo.
5) Intención por los difuntos: “tu palabra se
ha cumplido… déjalo irse en paz”
Hoy
oramos por quienes han partido. El cántico de Simeón se vuelve una oración
bellísima para nuestros difuntos: “Señor,
ahora puedes dejar a tu siervo irse en paz” (Lc 2,29).
En
clave jubilar, esta intención no es un gesto de tristeza sin salida: es esperanza confiada.
Nuestros difuntos no desaparecen en la nada; entran en las manos del Padre. Y
nosotros pedimos:
·
que
el Señor los purifique, los abrace y los haga participar de su luz;
·
que
transforme nuestro duelo en oración;
·
que
nos conceda vivir de tal modo que, cuando llegue nuestra hora, podamos también
“irnos en paz”, sostenidos por Cristo.
6) Un compromiso jubilar: ser “instrumentos”
del Reino aquí y ahora
Les
invito a no mirar el mundo con fatalismo, sino con fe activa. Hoy la Palabra
nos propone un camino muy concreto para “traer el Reino”:
·
Ser parte del “resto fiel”: perseverar en la
oración, la Eucaristía, la Palabra, aunque otros se enfríen.
·
Vivir en la luz: amar de verdad, no
solo “hablar bonito”; cortar cadenas de odio, chisme y división.
·
Dejarse mover por el Espíritu: Simeón reconoce a
Cristo porque vive atento, dócil, interiormente despierto.
·
Servir con valentía: como Becket, sin
agresividad, pero con firmeza, poniendo a Dios primero.
Pidámosle
hoy al Señor una gracia sencilla y grande: que al final del día podamos decir,
con Simeón: “Tu palabra se ha cumplido”. Es decir: “Señor, hoy intenté amar;
hoy elegí la luz; hoy di un paso como peregrino de esperanza”.
Oración final (para concluir la homilía)
Señor Jesús, Mesías y Rey, en medio de las divisiones y
oscuridades del mundo, haznos confiar en tus promesas. Llénanos del Espíritu
Santo para reconocerte presente y para colaborar con tu misión. Que tu Reino
venga a nuestras familias, a nuestra comunidad, a Colombia y a nuestro corazón.
Recibe en tu luz a nuestros difuntos y consuela a quienes los lloran. Y que,
como Simeón, vivamos con fe y esperanza hasta el encuentro definitivo contigo. Jesús, en Ti confío. Amén.
29 de diciembre:
San Tomás Becket, obispo y mártir —
Memoria opcional
c. 1119–1170
Santo patrono del clero
Canonizado por el papa
Alejandro III el 21 de febrero de 1173
— Cita:
“Recuerda la promesa que hiciste y pusiste por escrito sobre el altar en
Westminster, para preservar las libertades de la Iglesia, cuando fuiste
consagrado y ungido rey. Restituye a la Iglesia de Canterbury, de la cual
recibiste tu promoción y consagración, al estado en que estaba en los días de
nuestros predecesores, con todas sus posesiones, castillos, mansiones y
granjas, y toda otra propiedad que haya sido arrebatada a alguno de los míos,
ya sean clérigos o laicos, y permítenos reanudar nuestros deberes en la
mencionada Iglesia, sin dificultades ni hostigamientos. Si vuestra majestad
consiente en esto, estoy dispuesto a serviros con toda obediencia como a mi
amado señor y soberano, en la medida de mis posibilidades, SALVANDO EL HONOR DE DIOS Y DE LA
IGLESIA ROMANA, Y EL DE MI PROPIO ORDEN. Pero si no hacéis
estas cosas, sabed con certeza que sentiréis la severidad de la venganza de
Dios”.
— De
una carta al rey Enrique II, por San Tomás Becket
Reflexión
Tomás
Becket (también llamado Tomás de Londres) nació en Cheapside, Londres, de
padres de clase media y ascendencia normanda. De joven disfrutaba la caza con
su padre. A los diez años fue enviado al recién fundado Priorato Agustino de
Merton, a las afueras de Londres, donde recibió una sólida educación en las
artes liberales. A los veinte años pasó un tiempo estudiando en París, pero por
dificultades económicas, su padre lo ayudó a conseguir trabajo como escribiente
para un pariente.
Cuando
Tomás tenía alrededor de veintidós años, el arzobispo Teobaldo de Canterbury lo
contrató como secretario. Pronto Tomás se convirtió en el asistente de mayor
confianza del arzobispo. Fue enviado a Roma en varias misiones diplomáticas
importantes y a Bolonia y Auxerre para estudiar derecho civil y canónico. En
1154, cuando Tomás tenía aproximadamente treinta y cinco años, el arzobispo lo
ordenó diácono y lo nombró archidiácono de Canterbury.
En
diciembre de 1154, Enrique II, de veintiún años, se convirtió en rey de
Inglaterra. Para ese momento, Inglaterra y Normandía acababan de salir de un
período de guerra civil conocido como “La Anarquía”. Como resultado, Inglaterra
estaba políticamente dividida y debilitada. El nuevo y joven rey necesitaba
urgentemente un canciller capaz y firme que lo ayudara a reunificar el reino,
afirmar el poder y llevar a cabo reformas legales y administrativas. Para esa
tarea intimidante, el arzobispo Teobaldo recomendó a su archidiácono, Tomás
Becket. El rey aceptó la recomendación, y el archidiácono Tomás Becket se
convirtió en la segunda autoridad civil más poderosa de Inglaterra.
Como
canciller, Tomás supervisó la administración de la cancillería real, incluida
la elaboración y emisión de documentos oficiales. Fue un importante asesor
jurídico del rey, tuvo responsabilidad sobre la más alta corte de apelaciones,
fue el principal diplomático, representó al rey en asuntos exteriores y
eclesiásticos, y colaboró en los asuntos financieros del reino. El canciller
Tomás Becket y el rey Enrique II no solo trabajaron muy bien juntos en la
administración y reforma del reino, sino que también se hicieron amigos
íntimos. Disfrutaban cabalgar juntos, cazar, entregarse a un estilo de vida
lujoso y a toda forma de camaradería. Las capacidades administrativas de Becket
ayudaron al rey a reafirmar su control sobre el reino e incluso sobre ciertas
áreas de la Iglesia. Lucharon codo a codo en batallas y se decía que eran de un
mismo pensar y sentir en todo cuanto hacían.
Aunque
el canciller Becket conservó su condición de diácono, su estilo de vida era
notablemente secular. Aun así, era ampliamente reconocido como un hombre de fe
y pureza, incluso en medio de sus indulgencias y diversos excesos.
En
1161, seis años después de que el diácono Tomás se convirtiera en canciller de
Inglaterra, murió el arzobispo Teobaldo de Canterbury. La arquidiócesis de
Canterbury era la diócesis más importante de Inglaterra, y el arzobispo era
considerado el obispo de mayor rango del país. Deseoso de ejercer aún más
influencia y control sobre la Iglesia en Inglaterra, el rey Enrique quería que
su amigo cercano, el canciller Tomás Becket, se convirtiera en arzobispo.
Enrique suponía que Tomás seguiría actuando como su canciller, ayudando al rey
a lograr mayores avances en el gobierno de la Iglesia. Tomás, sin embargo, se
opuso firmemente a la idea. Conocía las intenciones de Enrique respecto de la
Iglesia y también sabía que, si fuera arzobispo, tendría que ejercer ese papel
con la misma firmeza con que había ejercido el de canciller. En otras palabras,
sabía que tendría que defender a la Iglesia frente al rey Enrique.
Aun
así, el rey lo nombró, y el papa confirmó el nombramiento. En junio de 1162,
Becket fue ordenado sacerdote y, al día siguiente, consagrado obispo, asumiendo
el cargo de arzobispo de Canterbury.
En
menos de un año tras su consagración, el arzobispo Tomás inició una profunda
transformación espiritual. Abandonó los lujos a los que estaba acostumbrado, se
dedicó a la oración, ayunó e hizo penitencia. Mientras el rey quería que Tomás
permaneciera como canciller de Inglaterra para unir los dos cargos en una sola
persona al servicio del rey, el arzobispo se negó y renunció a la cancillería.
Esto enfureció al rey, y su estrecha amistad empezó a deteriorarse de
inmediato.
Durante
el año y medio siguiente, el rey Enrique y el arzobispo Tomás comenzaron a
enfrentarse. El arzobispo intentó recuperar bienes eclesiásticos que el rey
había confiscado, afirmó la independencia de la Iglesia y sostuvo que los
clérigos que violaran la ley solo podían ser juzgados en tribunales
eclesiásticos, no civiles. En respuesta, Enrique empezó a hostigar al
arzobispo, imponerle multas arbitrarias y presentar falsas acusaciones de
malversación.
En
enero de 1164, el rey Enrique emitió dieciséis decretos, conocidos como las
Constituciones de Clarendon, que buscaban limitar los poderes de la Iglesia y
ampliar la autoridad del Estado. Exigió a los obispos que consintieran en esos
decretos. Mientras algunos obispos cedieron, el arzobispo Tomás Becket se opuso
con firmeza.
En
octubre de ese mismo año, el rey formalizó sus acusaciones y llevó al arzobispo
Tomás a juicio en el castillo de Northampton. En un juicio amañado, Becket fue
declarado culpable de desacato a la autoridad real y de apropiación indebida de
fondos durante su época de canciller. Con el veredicto de culpabilidad, el rey
exigió que Becket renunciara a su arzobispado, cosa que él se negó a hacer. En
lugar de ello, se ocultó y zarpó hacia Francia, donde se refugió en la corte
del rey Luis VII. Poco después, Becket viajó a Sens, Francia, donde el papa
Alejandro III vivía exiliado. El papa le ofreció todo su apoyo y le permitió
residir en la abadía cisterciense de Pontigny, en Borgoña, mientras se
desarrollaban negociaciones con el rey Enrique.
Durante
los cuatro años siguientes, las negociaciones entre el rey Enrique II, el papa
Alejandro III y el arzobispo Tomás Becket continuaron, pero con escasos
avances. El arzobispo siguió oponiéndose firmemente a las Constituciones de
Clarendon, y el rey siguió insistiendo en ellas. El arzobispo Tomás hizo
algunas concesiones menores, pero no fue hasta que el papa envió una delegación
a Enrique cuando Enrique finalmente aceptó permitir que Becket regresara a
Canterbury.
Los
fieles se alegraron inmensamente con el regreso de su arzobispo, pero poco
después se reavivaron las tensiones cuando el arzobispo Becket excomulgó a tres
obispos. Estos obispos habían coronado al hijo del rey Enrique como futuro rey,
un acto tradicionalmente reservado al arzobispo de Canterbury, con lo cual
habían vulnerado sus derechos.
Cuando
el rey Enrique se enteró de la excomunión, envió a cuatro caballeros para
llevar al arzobispo a Winchester, donde debía defender sus acciones. Una
tradición afirma que, al dar sus órdenes a los caballeros, el rey dijo con ira:
“¿Nadie me librará de este sacerdote turbulento?”. Los caballeros confrontaron
al arzobispo en su catedral, pero él se negó a ir con ellos. Entonces fueron a
buscar sus armas y se abalanzaron dentro de la iglesia diciendo: “¿Dónde está Tomás
Becket, traidor al rey y a la patria?”. En cuanto llegaron a él, los caballeros
comenzaron a partirle el cráneo mientras él se aferraba a una columna en la
catedral, en el momento en que los monjes cantaban vísperas. Sus últimas
palabras fueron: “Por el nombre de Jesús y por la protección de la Iglesia,
estoy dispuesto a abrazar la muerte”. Sus sesos se derramaron sobre el suelo de
la catedral, y un clérigo que acompañaba a los caballeros pisó luego el cuello
de Becket diciendo: “Podemos irnos de este lugar, caballeros: ya no se
levantará”.
El
arzobispo Becket fue aclamado de inmediato como mártir, y su veneración se
extendió rápidamente por toda Inglaterra. Tres años después de la muerte de
Tomás Becket, el papa Alejandro III lo declaró santo. Cuatro años después de su
muerte, el rey Enrique visitó la tumba del santo e hizo penitencia pública por
el papel que desempeñó en su muerte. La tumba de San Tomás Becket se convirtió
en un lugar popular de peregrinación en Europa, y se atribuyeron numerosos milagros
a su intercesión.
Al
honrar a este heroico arzobispo y santo de Dios, considera la firme
determinación con la que San Tomás defendió a la Iglesia. Guiado por la
inspiración divina, comprendió en su corazón la necesidad de resistir la
injusta intromisión del rey en el gobierno y la administración de la Iglesia.
Honra a San Tomás invocando su intercesión, orando con fervor por el derecho
universal de adorar a Dios libremente y por la libertad de la Iglesia católica
para difundir el Evangelio y administrar los sacramentos sin impedimentos.
Oración
San Tomás
Becket, viviste gran parte de tu vida con una pompa mundana, pero al ser
consagrado obispo te convertiste a una vida de oración, penitencia y defensa de
la Iglesia. Te ruego que ores por mí, para que también yo me aparte de todo
atractivo mundano y me consagre de todo corazón al servicio de Dios y de su
Iglesia. San Tomás Becket, ruega por mí. Jesús, en Ti confío.


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