Ana y María
(1 Samuel 1,24-28; Lucas
1,46-56) Ana y María tienen muchos puntos en común: sus
maternidades son un don de Dios, sus hijos están consagrados al Señor y ellas
se desbordan de alegría al verse así elevadas. Pero, mientras Ana canta una
sabiduría divina que hace morir y vivir, que abaja y que eleva, María revela el
carácter subversivo de la presencia de Dios, que derriba a los poderosos y a
los ricos.
El Niño que va a nacer en
Navidad está del lado de los humildes y de los hambrientos.
Nicolas Tarralle, prêtre assomptionniste
Primera lectura
1S
1,24-28
Ana
da gracias por el nacimiento de Samuel.
Lectura del primer libro de Samuel.
EN aquellos días, una vez que Ana hubo destetado a Samuel, lo subió consigo,
junto con un novillo de tres años, unos cuarenta y cinco kilos de harina y un
odre de vino. Lo llevó a la casa del Señor a Siló y el niño se quedó como
siervo.
Inmolaron el novillo y presentaron el niño a Elí. Ella le dijo:
«Perdón, por tu vida, mi señor, yo soy aquella mujer que estuvo aquí en pie
ante ti, implorando al Señor. Imploré este niño y el Señor me concedió cuanto
le había pedido. Yo, a mi vez, lo cedo al Señor. Quede, pues, cedido al Señor
de por vida».
Y se postraron allí ante el Señor.
Palabra de Dios.
Salmo
Sal
1S 2,1.4-5.6-7.8abcd (R. cf. 1a)
R. Mi corazón se
regocija en el Señor, mi Salvador.
V. Mi corazón se
regocija en el Señor,
mi poder se exalta por Dios.
Mi boca se ríe de mis enemigos,
porque gozo con tu salvación. R.
V. Se rompen los
arcos de los valientes,
mientras los cobardes se ciñen de valor.
Los hartos se contratan por el pan,
mientras los hambrientos engordan;
la mujer estéril da a luz siete hijos,
mientras la madre de muchos queda baldía. R.
V. El Señor da la muerte
y la vida,
hunde en el abismo y levanta;
da la pobreza y la riqueza,
humilla y enaltece. R.
V. Él levanta del polvo
al desvalido,
alza de la basura al pobre,
para hacer que se siente entre príncipes
y que herede un trono de gloria. R.
Aclamación
R. Aleluya, aleluya,
aleluya.
V. Rey de las naciones y
Piedra angular de la Iglesia, ven y salva al hombre que formaste del barro
de la tierra. R.
Evangelio
Lc
1,46-56
El
Poderoso ha hecho obras grande en mí.
Lectura del santo Evangelio según san Lucas.
EN aquel tiempo, María dijo:
«Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humildad de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.
Él hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia
—como lo había prometido a nuestros padres—
en favor de Abrahán y su descendencia por siempre».
María se quedó con Isabel unos tres meses y volvió a su casa.
Palabra del Señor.
1
Hermanos y hermanas, ya estamos en el umbral de la
Navidad. La Iglesia, con una pedagogía llena de ternura, nos pone hoy al lado
de dos mujeres que saben lo que es esperar, sufrir, ofrecer, cantar… y
confiar: Ana y María. Y al escucharlas, no solo aprendemos a
prepararnos para el nacimiento de Jesús; también aprendemos a despedir
cristianamente a nuestros difuntos: con dolor, sí, pero con una esperanza
que no se rompe.
1) Un hijo recibido… y devuelto a
Dios
En la primera lectura, Ana llega al templo con su
niño. Y lo que hace es desconcertante: ofrece al Señor lo que más ama.
Samuel no es un “logro” de Ana; es un don. Por eso ella lo presenta, lo
entrega, lo confía.
Aquí hay una clave espiritual muy fuerte para este
Adviento: la fe madura cuando dejamos de “poseer” y empezamos a “consagrar”. A
veces creemos que la felicidad consiste en tener todo bajo control: personas,
planes, salud, futuro. Pero la vida —y más aún el amor— no se controla: se recibe
y se ofrece.
Y esto ilumina nuestra oración por los difuntos:
cuando alguien amado muere, sentimos que nos lo arrancan. La fe no niega ese
dolor; lo atraviesa. Nos enseña a decir, con lágrimas y confianza:
“Señor, me lo diste; Señor, en tus manos lo pongo.”
No es resignación fría: es un acto de amor que confía en el Dios que no pierde
a nadie.
2) Dos cantos, una misma certeza:
Dios invierte la historia
Luego viene el cántico: “Mi corazón se regocija en
el Señor…” (1S 2). Ana proclama que Dios humilla y enaltece, empobrece y
enriquece, hace morir y vivir. Es una manera bíblica de decir: Dios no es
indiferente. Dios no es espectador. Dios está obrando, aunque a veces parezca
lento.
Y el Evangelio nos regala el canto de María: el Magníficat.
María no canta desde un trono; canta desde la sencillez de Nazaret. Pero sus
palabras tienen “fuego”: Dios derriba poderosos, enaltece humildes,
colma de bienes a hambrientos y deja vacíos a los que se creen
autosuficientes.
Esto es muy importante para nuestra preparación
navideña:
Jesús no nace para confirmar los orgullos del mundo, sino para desarmarlos.
No nace para aplaudir a los instalados, sino para levantar a los pequeños.
No nace para adornar nuestra religiosidad, sino para convertirla.
En el Año Jubilar, esta es una invitación concreta:
que nuestra esperanza no sea un optimismo superficial, sino una esperanza
comprometida, capaz de ponerse del lado de los que lloran, de los que
carecen, de los que no cuentan, de los que están “abajo” en el sistema.
3) La alegría verdadera nace
cuando recordamos lo que Dios ha hecho
Fíjense en algo hermoso: tanto Ana como María
cantan, no porque “todo esté resuelto”, sino porque Dios ya ha empezado
su obra. La alabanza, en ellas, es memoria agradecida: recuerdan que Dios no
falla.
Y aquí viene una enseñanza también psicológica y
espiritual: cuando el corazón está herido —por duelos, frustraciones, temores—
una tentación frecuente es encerrarse en lo que falta, en lo que duele, en lo
que no se pudo. La fe no nos prohíbe mirar el dolor; nos enseña a mirarlo
con Dios, y a no perder la memoria del bien recibido.
Por eso el Magníficat es medicina para el alma:
María “repasa” la historia de Dios con su pueblo y descubre que, aunque haya
sombras, hay una fidelidad que sostiene todo.
4) Hoy oramos por los difuntos:
Navidad no es ausencia, es promesa
En este 7º día de la Novena, ponemos de modo
especial a nuestros difuntos en el corazón de la Eucaristía. ¿Qué nos dicen hoy
Ana y María acerca de ellos?
Nos dicen que la vida está en manos de Dios,
no en manos del azar.
Nos dicen que lo que parece “final” puede ser, en Dios, paso.
Nos dicen que el Señor tiene una predilección por los humildes… y que muchos de
nuestros seres queridos, en su fragilidad, fueron precisamente eso: humildes,
necesitados, hambrientos de amor.
Navidad es el Dios que entra en nuestra carne,
incluso en la carne doliente, incluso en la carne que muere. Y si el Hijo de
Dios ha querido pasar por la muerte y abrirla desde dentro, entonces podemos
orar por nuestros difuntos con esperanza real:
no están perdidos; están en camino hacia la plenitud de Dios.
5) Tres compromisos sencillos
para hoy
Para aterrizar esta Palabra, propongo tres gestos
muy concretos:
1. Consagrar de nuevo lo que amamos: hijos, familia, proyectos,
salud, futuro… decir: “Señor, es tuyo; enséñame a amarlo sin poseerlo”.
2. Cantar el Magníficat con obras: esta semana, un gesto de
misericordia hacia alguien “hambriento” (de pan, de escucha, de perdón, de
compañía).
3. Recordar y nombrar a nuestros
difuntos: con
gratitud. Encender una vela, rezar un padrenuestro, ofrecer una comunión, y
decir: “Señor, tú los conoces por su nombre”.
Conclusión
Hermanos, el Niño que viene no está del lado del
orgullo ni de la prepotencia; está del lado del pobre, del pequeño, del que
llora, del que espera. Ana lo anunció con su canto; María lo proclamó con el
Magníficat. Y nosotros, en este Adviento final, lo creemos y lo celebramos: Dios
ya está actuando.
Que esta Eucaristía —en el marco del Jubileo— nos
haga peregrinos de esperanza: con los ojos puestos en Belén, el corazón
abierto a los humildes, y la oración confiada por nuestros difuntos, hasta el
día en que, en Cristo, nos reencontremos en la Casa del Padre. Amén.
2
Hermanos
y hermanas, hoy la liturgia nos pone en los labios el canto de María: el Magníficat. Y dentro de
ese himno hay dos frases que pueden “incomodarnos” un poco:
“Derribó del trono a los poderosos…
y a los ricos los despidió vacíos.”
María
se alegra por eso. ¿Por qué alegrarse de que alguien sea “derribado” o quede
“vacío”? La clave está en entender de qué poder y de qué riqueza habla el
Evangelio.
1)
Un Dios que sacude nuestras falsas seguridades
En
el lenguaje bíblico, “poderosos” y “ricos” no son, ante todo, los que tienen
cargos o dinero, sino los que viven como si no necesitaran a Dios, los autosuficientes,
los que se sientan en el “trono” del ego: “yo
puedo, yo mando, yo me basto.”
Y eso nos puede pasar a todos: a quien tiene mucho… y también a quien tiene poco,
pero se encierra en su orgullo; a quien tiene éxito… y a quien, por heridas o
defensas, se protege detrás del control.
Por
eso, cuando Dios “derriba”, no lo hace por crueldad, sino por misericordia: nos
baja del pedestal para salvarnos de la mentira de creernos dioses. A veces, lo
más amoroso que Dios puede permitir es que sintamos el vacío de lo que antes
nos sostenía, para que descubramos lo que de verdad sostiene.
2)
La trampa de pensar que somos dueños del destino
Alguien
comentando este evangelio, lo dice con mucha claridad: sin oración profunda
y sin conciencia de Dios, es fácil caer en la idea de que “yo estoy a cargo de
mi destino”. Y cuando eso sucede, incluso los dones (talentos, logros, reconocimiento,
bienes) se vuelven un veneno: alimentan la ilusión de autosuficiencia.
Adviento
es el tiempo en que Dios nos desinstala amorosamente: nos recuerda que no somos dueños de la vida.
Y esto también toca un tema delicado que hoy llevamos en el corazón: nuestros difuntos. La
muerte nos devuelve, con fuerza, una verdad que preferimos olvidar: todo es
don, todo es frágil, todo depende de Dios. La fe no elimina el dolor del duelo,
pero lo convierte en oración:
“Señor, tú eres el Dueño
de la vida; en tus manos está nuestro ayer y nuestro mañana.”
3)
El secreto de la felicidad: hambre de Dios
Aquí
llega la gran intuición espiritual: la felicidad no se decide por la etiqueta
social (rico/pobre, poderoso/no poderoso, famoso/desconocido). Esas categorías
no garantizan nada. La verdadera alegría nace cuando descubrimos a Dios en
nuestra pobreza espiritual,
en nuestra hambre.
Y
por eso encaja tan bien la frase de san Agustín:
“Nos hiciste, Señor, para
Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti.”
Si
el corazón fue creado para Dios, ningún “relleno” basta. Podemos llenar la vida
de cosas, de actividad, de ruido, de aplausos… y quedar vacíos. Y también
podemos tener una vida sencilla, incluso atravesada por el sufrimiento, y tener
una paz “inexplicable” porque Dios es el centro.
4)
Ana y María: pobreza, ofrenda y alegría verdadera
La
primera lectura nos mostró a Ana,
que recibe un hijo y lo devuelve a Dios. Y el salmo responde con el canto de
una mujer que sabe que el Señor levanta
al humilde. Luego, el Evangelio nos presenta a María, humilde muchacha
de Nazaret, sin castillos, sin títulos, sin poder. Humanamente hablando, nadie
la hubiera puesto en primera plana. Pero ella es dichosa, no por “tener”, sino
por pertenecer;
no por controlar, sino por confiar.
Por
eso, el Magníficat no es un himno político de revancha, ni una canción de odio
a los ricos: es una proclamación de cómo actúa Dios cuando entra en la
historia: desbarata el orgullo, desenmascara la autosuficiencia, y alimenta al que reconoce
su necesidad.
5)
Navidad y difuntos: el hambre más profunda es hambre de eternidad
Hoy,
al orar por los difuntos, aparece una pregunta silenciosa: ¿qué es lo que realmente llena la vida?
La muerte nos obliga a poner todo en perspectiva. Lo que parecía grande, pasa;
lo que parecía seguro, se cae; lo que parecía imprescindible, se relativiza.
Pero
aquí está la esperanza cristiana, muy propia del Jubileo: si nuestro corazón
tiene hambre de infinito, no es un error de diseño: es una señal. Fuimos hechos
para más. Y por eso la Navidad es tan consoladora: Dios no nos deja buscando a
tientas; se hace cercano,
se hace Niño, se hace Pan de vida para los hambrientos.
En
Cristo, la muerte no es un muro definitivo, sino una puerta hacia la plenitud.
Por eso podemos decir por nuestros difuntos:
“Señor, colma su hambre
con tu Vida; dales descanso en Ti.”
6)
Tres preguntas que se vuelven examen de Adviento
Les
propongo algunas preguntas que no son para “responder rápido”, sino para orar:
·
¿En qué área de mi vida estoy sentado en un “trono” de
autosuficiencia?
·
¿Qué riqueza me está dejando vacío: mi prisa, mi necesidad
de control, mi imagen, mi resentimiento, mis miedos?
·
¿Qué hambre profunda me está revelando Dios: hambre de
perdón, de paz, de oración, de reconciliación, de eternidad?
Dios
no humilla por humillar. Dios “derriba” para levantar; “vacía” para llenar;
permite una noche para abrirnos al amanecer.
7)
Compromisos concretos para el 7º día de la Novena
1.
Un acto de humildad: hoy, de rodillas ante
el Señor (literal o interiormente), decirle: “Te
necesito.”
2.
Un gesto de hambre compartida: ayudar a alguien que
esté “hambriento” (pan, compañía, escucha, esperanza).
3.
Un gesto por los difuntos: ofrecer una comunión,
un rosario, o una obra de misericordia por ellos, pronunciando su nombre con
gratitud.
Conclusión
Hermanos,
María fue feliz sin castillos, sin poder, sin lujos, porque su alma estaba
llena de Dios. Que su Magníficat nos eduque el corazón en este Adviento final:
que aprendamos a dejar el trono del ego, a desconfiar de las riquezas vacías y
a abrazar la pobreza que nos abre a Dios.
Y mientras caminamos hacia Belén, en este Año Jubilar,
llevemos también a nuestros difuntos como “peregrinos” en la oración: que el
Señor, que viene a nacer, les conceda la luz, la paz y el descanso eterno. Amén.

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