domingo, 21 de diciembre de 2025

22 de diciembre del 2025: Feria privilegiada- lunes de la cuarta semana de Adviento

 

Ana y María

(1 Samuel 1,24-28; Lucas 1,46-56) Ana y María tienen muchos puntos en común: sus maternidades son un don de Dios, sus hijos están consagrados al Señor y ellas se desbordan de alegría al verse así elevadas. Pero, mientras Ana canta una sabiduría divina que hace morir y vivir, que abaja y que eleva, María revela el carácter subversivo de la presencia de Dios, que derriba a los poderosos y a los ricos.

El Niño que va a nacer en Navidad está del lado de los humildes y de los hambrientos.

Nicolas Tarralle, prêtre assomptionniste


Primera lectura

1S 1,24-28

Ana da gracias por el nacimiento de Samuel.

Lectura del primer libro de Samuel.

EN aquellos días, una vez que Ana hubo destetado a Samuel, lo subió consigo, junto con un novillo de tres años, unos cuarenta y cinco kilos de harina y un odre de vino. Lo llevó a la casa del Señor a Siló y el niño se quedó como siervo.
Inmolaron el novillo y presentaron el niño a Elí. Ella le dijo:
«Perdón, por tu vida, mi señor, yo soy aquella mujer que estuvo aquí en pie ante ti, implorando al Señor. Imploré este niño y el Señor me concedió cuanto le había pedido. Yo, a mi vez, lo cedo al Señor. Quede, pues, cedido al Señor de por vida».
Y se postraron allí ante el Señor.

Palabra de Dios.

 

Salmo

Sal 1S 2,1.4-5.6-7.8abcd (R. cf. 1a)

R. Mi corazón se regocija en el Señor, mi Salvador.

V. Mi corazón se regocija en el Señor,
mi poder se exalta por Dios.
Mi boca se ríe de mis enemigos,
porque gozo con tu salvación. 
R.

V. Se rompen los arcos de los valientes,
mientras los cobardes se ciñen de valor.
Los hartos se contratan por el pan,
mientras los hambrientos engordan;
la mujer estéril da a luz siete hijos,
mientras la madre de muchos queda baldía. 
R.

V. El Señor da la muerte y la vida,
hunde en el abismo y levanta;
da la pobreza y la riqueza,
humilla y enaltece. 
R.

V. Él levanta del polvo al desvalido,
alza de la basura al pobre,
para hacer que se siente entre príncipes
y que herede un trono de gloria.
 R.

 

Aclamación

R. Aleluya, aleluya, aleluya.
V. Rey de las naciones y Piedra angular de la Iglesia, ven y salva al hombre que formaste del barro de la tierra. R.

 

Evangelio

Lc 1,46-56

El Poderoso ha hecho obras grande en mí.

Lectura del santo Evangelio según san Lucas.

EN aquel tiempo, María dijo:
«Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humildad de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.
Él hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia
—como lo había prometido a nuestros padres—
en favor de Abrahán y su descendencia por siempre».
María se quedó con Isabel unos tres meses y volvió a su casa.

Palabra del Señor.

 

1

Hermanos y hermanas, ya estamos en el umbral de la Navidad. La Iglesia, con una pedagogía llena de ternura, nos pone hoy al lado de dos mujeres que saben lo que es esperar, sufrir, ofrecer, cantar… y confiar: Ana y María. Y al escucharlas, no solo aprendemos a prepararnos para el nacimiento de Jesús; también aprendemos a despedir cristianamente a nuestros difuntos: con dolor, sí, pero con una esperanza que no se rompe.

1) Un hijo recibido… y devuelto a Dios

En la primera lectura, Ana llega al templo con su niño. Y lo que hace es desconcertante: ofrece al Señor lo que más ama. Samuel no es un “logro” de Ana; es un don. Por eso ella lo presenta, lo entrega, lo confía.

Aquí hay una clave espiritual muy fuerte para este Adviento: la fe madura cuando dejamos de “poseer” y empezamos a “consagrar”. A veces creemos que la felicidad consiste en tener todo bajo control: personas, planes, salud, futuro. Pero la vida —y más aún el amor— no se controla: se recibe y se ofrece.

Y esto ilumina nuestra oración por los difuntos: cuando alguien amado muere, sentimos que nos lo arrancan. La fe no niega ese dolor; lo atraviesa. Nos enseña a decir, con lágrimas y confianza:
“Señor, me lo diste; Señor, en tus manos lo pongo.”
No es resignación fría: es un acto de amor que confía en el Dios que no pierde a nadie.

2) Dos cantos, una misma certeza: Dios invierte la historia

Luego viene el cántico: “Mi corazón se regocija en el Señor…” (1S 2). Ana proclama que Dios humilla y enaltece, empobrece y enriquece, hace morir y vivir. Es una manera bíblica de decir: Dios no es indiferente. Dios no es espectador. Dios está obrando, aunque a veces parezca lento.

Y el Evangelio nos regala el canto de María: el Magníficat. María no canta desde un trono; canta desde la sencillez de Nazaret. Pero sus palabras tienen “fuego”: Dios derriba poderosos, enaltece humildes, colma de bienes a hambrientos y deja vacíos a los que se creen autosuficientes.

Esto es muy importante para nuestra preparación navideña:
Jesús no nace para confirmar los orgullos del mundo, sino para desarmarlos.
No nace para aplaudir a los instalados, sino para levantar a los pequeños.
No nace para adornar nuestra religiosidad, sino para convertirla.

En el Año Jubilar, esta es una invitación concreta: que nuestra esperanza no sea un optimismo superficial, sino una esperanza comprometida, capaz de ponerse del lado de los que lloran, de los que carecen, de los que no cuentan, de los que están “abajo” en el sistema.

3) La alegría verdadera nace cuando recordamos lo que Dios ha hecho

Fíjense en algo hermoso: tanto Ana como María cantan, no porque “todo esté resuelto”, sino porque Dios ya ha empezado su obra. La alabanza, en ellas, es memoria agradecida: recuerdan que Dios no falla.

Y aquí viene una enseñanza también psicológica y espiritual: cuando el corazón está herido —por duelos, frustraciones, temores— una tentación frecuente es encerrarse en lo que falta, en lo que duele, en lo que no se pudo. La fe no nos prohíbe mirar el dolor; nos enseña a mirarlo con Dios, y a no perder la memoria del bien recibido.

Por eso el Magníficat es medicina para el alma: María “repasa” la historia de Dios con su pueblo y descubre que, aunque haya sombras, hay una fidelidad que sostiene todo.

4) Hoy oramos por los difuntos: Navidad no es ausencia, es promesa

En este 7º día de la Novena, ponemos de modo especial a nuestros difuntos en el corazón de la Eucaristía. ¿Qué nos dicen hoy Ana y María acerca de ellos?

Nos dicen que la vida está en manos de Dios, no en manos del azar.
Nos dicen que lo que parece “final” puede ser, en Dios, paso.
Nos dicen que el Señor tiene una predilección por los humildes… y que muchos de nuestros seres queridos, en su fragilidad, fueron precisamente eso: humildes, necesitados, hambrientos de amor.

Navidad es el Dios que entra en nuestra carne, incluso en la carne doliente, incluso en la carne que muere. Y si el Hijo de Dios ha querido pasar por la muerte y abrirla desde dentro, entonces podemos orar por nuestros difuntos con esperanza real:
no están perdidos; están en camino hacia la plenitud de Dios.

5) Tres compromisos sencillos para hoy

Para aterrizar esta Palabra, propongo tres gestos muy concretos:

1.    Consagrar de nuevo lo que amamos: hijos, familia, proyectos, salud, futuro… decir: “Señor, es tuyo; enséñame a amarlo sin poseerlo”.

2.    Cantar el Magníficat con obras: esta semana, un gesto de misericordia hacia alguien “hambriento” (de pan, de escucha, de perdón, de compañía).

3.    Recordar y nombrar a nuestros difuntos: con gratitud. Encender una vela, rezar un padrenuestro, ofrecer una comunión, y decir: “Señor, tú los conoces por su nombre”.

Conclusión

Hermanos, el Niño que viene no está del lado del orgullo ni de la prepotencia; está del lado del pobre, del pequeño, del que llora, del que espera. Ana lo anunció con su canto; María lo proclamó con el Magníficat. Y nosotros, en este Adviento final, lo creemos y lo celebramos: Dios ya está actuando.

Que esta Eucaristía —en el marco del Jubileo— nos haga peregrinos de esperanza: con los ojos puestos en Belén, el corazón abierto a los humildes, y la oración confiada por nuestros difuntos, hasta el día en que, en Cristo, nos reencontremos en la Casa del Padre. Amén.

 

2

Hermanos y hermanas, hoy la liturgia nos pone en los labios el canto de María: el Magníficat. Y dentro de ese himno hay dos frases que pueden “incomodarnos” un poco:

“Derribó del trono a los poderosos…

y a los ricos los despidió vacíos.”

María se alegra por eso. ¿Por qué alegrarse de que alguien sea “derribado” o quede “vacío”? La clave está en entender de qué poder y de qué riqueza habla el Evangelio.

1) Un Dios que sacude nuestras falsas seguridades

En el lenguaje bíblico, “poderosos” y “ricos” no son, ante todo, los que tienen cargos o dinero, sino los que viven como si no necesitaran a Dios, los autosuficientes, los que se sientan en el “trono” del ego: “yo puedo, yo mando, yo me basto.”
Y eso nos puede pasar a todos: a quien tiene mucho… y también a quien tiene poco, pero se encierra en su orgullo; a quien tiene éxito… y a quien, por heridas o defensas, se protege detrás del control.

Por eso, cuando Dios “derriba”, no lo hace por crueldad, sino por misericordia: nos baja del pedestal para salvarnos de la mentira de creernos dioses. A veces, lo más amoroso que Dios puede permitir es que sintamos el vacío de lo que antes nos sostenía, para que descubramos lo que de verdad sostiene.

2) La trampa de pensar que somos dueños del destino

Alguien comentando este evangelio, lo dice con mucha claridad: sin oración profunda y sin conciencia de Dios, es fácil caer en la idea de que “yo estoy a cargo de mi destino”. Y cuando eso sucede, incluso los dones (talentos, logros, reconocimiento, bienes) se vuelven un veneno: alimentan la ilusión de autosuficiencia.

Adviento es el tiempo en que Dios nos desinstala amorosamente: nos recuerda que no somos dueños de la vida. Y esto también toca un tema delicado que hoy llevamos en el corazón: nuestros difuntos. La muerte nos devuelve, con fuerza, una verdad que preferimos olvidar: todo es don, todo es frágil, todo depende de Dios. La fe no elimina el dolor del duelo, pero lo convierte en oración:
“Señor, tú eres el Dueño de la vida; en tus manos está nuestro ayer y nuestro mañana.”

3) El secreto de la felicidad: hambre de Dios

Aquí llega la gran intuición espiritual: la felicidad no se decide por la etiqueta social (rico/pobre, poderoso/no poderoso, famoso/desconocido). Esas categorías no garantizan nada. La verdadera alegría nace cuando descubrimos a Dios en nuestra pobreza espiritual, en nuestra hambre.

Y por eso encaja tan bien la frase de san Agustín:
“Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti.”

Si el corazón fue creado para Dios, ningún “relleno” basta. Podemos llenar la vida de cosas, de actividad, de ruido, de aplausos… y quedar vacíos. Y también podemos tener una vida sencilla, incluso atravesada por el sufrimiento, y tener una paz “inexplicable” porque Dios es el centro.

4) Ana y María: pobreza, ofrenda y alegría verdadera

La primera lectura nos mostró a Ana, que recibe un hijo y lo devuelve a Dios. Y el salmo responde con el canto de una mujer que sabe que el Señor levanta al humilde. Luego, el Evangelio nos presenta a María, humilde muchacha de Nazaret, sin castillos, sin títulos, sin poder. Humanamente hablando, nadie la hubiera puesto en primera plana. Pero ella es dichosa, no por “tener”, sino por pertenecer; no por controlar, sino por confiar.

Por eso, el Magníficat no es un himno político de revancha, ni una canción de odio a los ricos: es una proclamación de cómo actúa Dios cuando entra en la historia: desbarata el orgullo, desenmascara la autosuficiencia, y alimenta al que reconoce su necesidad.

5) Navidad y difuntos: el hambre más profunda es hambre de eternidad

Hoy, al orar por los difuntos, aparece una pregunta silenciosa: ¿qué es lo que realmente llena la vida? La muerte nos obliga a poner todo en perspectiva. Lo que parecía grande, pasa; lo que parecía seguro, se cae; lo que parecía imprescindible, se relativiza.

Pero aquí está la esperanza cristiana, muy propia del Jubileo: si nuestro corazón tiene hambre de infinito, no es un error de diseño: es una señal. Fuimos hechos para más. Y por eso la Navidad es tan consoladora: Dios no nos deja buscando a tientas; se hace cercano, se hace Niño, se hace Pan de vida para los hambrientos.

En Cristo, la muerte no es un muro definitivo, sino una puerta hacia la plenitud. Por eso podemos decir por nuestros difuntos:
“Señor, colma su hambre con tu Vida; dales descanso en Ti.”

6) Tres preguntas que se vuelven examen de Adviento

Les propongo algunas preguntas que no son para “responder rápido”, sino para orar:

·        ¿En qué área de mi vida estoy sentado en un “trono” de autosuficiencia?

·        ¿Qué riqueza me está dejando vacío: mi prisa, mi necesidad de control, mi imagen, mi resentimiento, mis miedos?

·        ¿Qué hambre profunda me está revelando Dios: hambre de perdón, de paz, de oración, de reconciliación, de eternidad?

Dios no humilla por humillar. Dios “derriba” para levantar; “vacía” para llenar; permite una noche para abrirnos al amanecer.

7) Compromisos concretos para el 7º día de la Novena

1.    Un acto de humildad: hoy, de rodillas ante el Señor (literal o interiormente), decirle: “Te necesito.”

2.    Un gesto de hambre compartida: ayudar a alguien que esté “hambriento” (pan, compañía, escucha, esperanza).

3.    Un gesto por los difuntos: ofrecer una comunión, un rosario, o una obra de misericordia por ellos, pronunciando su nombre con gratitud.

Conclusión

Hermanos, María fue feliz sin castillos, sin poder, sin lujos, porque su alma estaba llena de Dios. Que su Magníficat nos eduque el corazón en este Adviento final: que aprendamos a dejar el trono del ego, a desconfiar de las riquezas vacías y a abrazar la pobreza que nos abre a Dios.

Y mientras caminamos hacia Belén, en este Año Jubilar, llevemos también a nuestros difuntos como “peregrinos” en la oración: que el Señor, que viene a nacer, les conceda la luz, la paz y el descanso eterno. Amén.

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