sábado, 27 de diciembre de 2025

27 de diciembre del 2025: San Juan, apóstol y evangelista- Fiesta- Tercer día de la Octava de Navidad


Santo del día:

San Juan, apóstol y evangelista

Siglo I. Hermano de Santiago el Mayor, fue el único de los apóstoles presente en la crucifixión. Jesús le confió a María. Se le atribuyen el cuarto Evangelio y el Apocalipsis.

 

El momento en que Juan comprende

(1 Jn 1,1-4; Jn 20,2-8) Al celebrar al evangelista Juan, la Iglesia pone de relieve el testimonio fundacional de quienes vieron, oyeron y tocaron a Jesús. «El otro discípulo» queda en segundo plano detrás de Simón Pedro, pero su ardor y su atención son tan intensos que ve y cree: el sepulcro del Crucificado está vacío porque Él está vivo. Y esta vida eterna del Verbo, Juan comprende que estaba junto al Padre, desde el principio. Su alegría es anunciárnoslo por escrito.

Nicolas Tarralle, prêtre assomptionniste

 


Primera lectura

1 Jn 1, 1-4

Eso que hemos visto y oído se lo anunciamos

Comienzo de la primera carta del apóstol san Juan.

QUERIDOS hermanos:
Lo que existía desde el principio,
lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos,
lo que contemplamos y palparon nuestras manos
acerca del Verbo de la vida;
pues la Vida se hizo visible,
y nosotros hemos visto, damos testimonio y les anunciamos la vida eterna que estaba junto al Padre y se nos manifestó.
Eso que hemos visto y oído se lo anunciamos, para que estén en comunión con nosotros y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Les escribimos esto, para que nuestro gozo sea completo.

Palabra de Dios.

 

Salmo

Sal 96, 1-2. 5-6. 11-12 (R.: 12a)

R. Alégrense, justos, con el Señor.

V. El Señor reina, la tierra goza,
se alegran las islas innumerables.
Tiniebla y nube lo rodean,
justicia y derecho sostienen su trono. 
R.

V. Los montes se derriten como cera ante el Señor,
ante el Señor de toda la tierra;
los cielos pregonan su justicia,
y todos los pueblos contemplan su gloria. 
R.

V. Amanece la luz para el justo,
y la alegría para los rectos de corazón.
Alégrense, justos, con el Señor,
celebren su santo nombre. 
R.

 

Aclamación

R. Aleluya, aleluya, aleluya.
V. A ti, oh, Dios, te alabamos, a ti, Señor, te reconocemos; a ti te ensalza el glorioso coro de los apóstoles, Señor. R.

 

Evangelio

Jn 20, 1a. 2-8

El otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro

Lectura del santo Evangelio según san Juan.

EL primer día de la semana, María la Magdalena echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo:
«Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto».
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró.
Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.

Palabra del Señor

 

1

 

Hermanos y hermanas:

En estos días luminosos de Navidad, la Iglesia nos regala una figura entrañable: San Juan, el discípulo amado. Hoy no lo recordamos solo como escritor inspirado, sino como testigo: uno que se dejó alcanzar por Cristo de tal manera que su vida terminó convertida en anuncio.

1) “Lo que hemos visto y oído… y tocado”

San Juan abre su primera carta con una frase que parece un juramento de testigo: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos…”.

La fe cristiana no nace de ideas bonitas ni de teorías: nace de un Encuentro. Juan nos dice: “No te hablo de un recuerdo lejano; te hablo de una Vida real, concreta, que me salió al camino”. Y por eso añade el objetivo: “para que también ustedes estén en comunión con nosotros… y nuestra alegría sea completa”. La fe se vuelve comunión y se vuelve alegría.

En este Año Jubilar, esto es clave: somos peregrinos de esperanza no porque ignoremos las heridas del mundo, sino porque hemos encontrado a Alguien que vence la muerte y nos hace caminar de otro modo.

2) “Corrieron los dos…”

El Evangelio (Jn 20,2-8) es de una humanidad preciosa: Pedro y “el otro discípulo” corren. La fe también corre cuando ama. El amor no se resigna, no se queda cruzado de brazos, no se acostumbra a la tristeza.

Juan llega primero, mira, pero espera. Pedro entra. Y luego Juan entra, ve… y cree.

Aquí está el corazón del día: el momento en que Juan comprende. No ve a Jesús con los ojos; ve signos: vendas, el sudario, el orden silencioso del sepulcro. Y, sin embargo, su interior se abre a una certeza: “No está aquí, porque vive”. Juan entiende que el vacío del sepulcro no es ausencia: es presencia nueva.

A veces Dios actúa así en nuestra vida: no nos da “pruebas” como en un laboratorio, pero deja signos… y nos pide un salto: pasar del “solo mirar” al creer.

3) La fe no es solo información: es una mirada purificada

Muchos pueden “mirar” lo mismo y no comprender. Juan nos enseña que la fe es una forma de atención: un corazón tan despierto que, en medio de la confusión, detecta lo esencial.

Esto tiene un eco muy actual: vivimos saturados de noticias, de ruido, de ansiedad. Y el riesgo es terminar viendo todo… pero sin entender nada, sin esperanza, sin sentido. Juan nos invita a una fe que es también sanación interior: aprender a leer la vida con los ojos de Dios.

Hoy, el Señor podría estar preguntándonos:

·        ¿Qué “sepulcro vacío” estoy frente a ti, que tú interpretas como fracaso, cuando puede ser inicio?

·        ¿Qué “vendas” estás mirando con desesperanza, cuando podrían ser señales de que el Resucitado ya pasó por ahí?

·        ¿Qué prisa o qué miedo te impiden entrar y creer?

4) María en sábado: la Madre que guarda y acompaña la fe

Y como hoy hacemos también memoria de María en sábado, mirémosla como la mujer de la fe discreta y fuerte. María no aparece en el sepulcro en este evangelio, pero está en el trasfondo de toda la historia: es la que enseñó a los discípulos a guardar la Palabra, a esperar cuando no se entiende, a permanecer cuando otros huyen.

María nos educa para una fe que no necesita espectáculo. Ella sabe reconocer a Dios en lo pequeño: un pesebre, una casa de Nazaret, una cruz, un silencio… y también un sepulcro vacío.

Pidámosle hoy que nos enseñe a creer como Juan: con un corazón limpio, capaz de leer los signos y no rendirse.

5) Tres llamadas concretas para vivir el Jubileo con San Juan

1.    Volver al “primer amor”: no a la rutina religiosa, sino al encuentro vivo con Jesús. Hoy puedes decirle: “Señor, no quiero solo hablar de Ti; quiero escucharte otra vez”.

2.    Reconciliarse con la esperanza: no confundir realismo con pesimismo. El cristiano mira la cruz, sí, pero no se queda en ella: corre hacia la vida.

3.    Ser testigo: Juan escribe “para que ustedes tengan comunión y alegría”. Evangelizar no es imponer; es compartir vida.


Oración final

Señor Jesús, Verbo de la Vida,
como a San Juan, danos un corazón atento y ardiente:
que sepamos correr hacia Ti, entrar, ver y creer.
En este Año Jubilar, haznos testigos de esperanza,
capaces de anunciar con alegría que Tú estás vivo.
Y por intercesión de María, Madre fiel,
guarda nuestra fe cuando no entendamos,
y llévanos a la comunión y a la alegría completa.
Amén.

 

2

 

Hermanos y hermanas:

Hoy la Iglesia nos presenta a San Juan como un verdadero icono del amor. No se trata de un amor romántico o sentimental, sino de un amor espiritual, fiel y ardiente: el amor del discípulo que se dejó amar por Jesús y, por eso, aprendió a amar como Él.

1) “Corrieron los dos…”

El Evangelio es breve, pero está cargado de vida: Pedro y “el otro discípulo” corren al sepulcro. La fe, cuando ama, se mueve. La esperanza, cuando es verdadera, no se sienta a esperar que la vida cambie sola: sale, busca, se pone en camino.

Esa carrera dice mucho: Juan corre porque el amor lo empuja. A veces nosotros, en cambio, vivimos la fe sin prisa: como quien cumple, pero sin ardor. Hoy el Señor nos pregunta: ¿todavía hay en mí esa urgencia por Cristo? ¿O me he acostumbrado a vivir “a medias”, sin correr hacia Él?

2) Juan, el discípulo amado: corazón abierto

En su Evangelio, Juan suele llamarse a sí mismo: “el discípulo a quien Jesús amaba”. Eso no significa que Jesús amara menos a los otros; significa que Juan tenía el corazón especialmente receptivo. No es privilegio; es disponibilidad.

Y aquí está un mensaje precioso: Dios ama a todos, pero no todos nos dejamos amar igual. El amor de Cristo es un océano; la diferencia está en la capacidad del corazón que lo recibe.

En el Año Jubilar, esto es decisivo: si somos peregrinos de esperanza, es porque caminamos con el corazón ensanchado por el amor de Dios. La esperanza no nace del optimismo; nace de saberse amado.

3) Tres virtudes que el Evangelio ilumina

El texto nos deja ver, con sencillez, tres rasgos luminosos de Juan:

Primero: amor ardiente por Jesús.
Juan escucha la noticia del sepulcro vacío y corre. Su amor no es teórico: es práctico, inmediato. Quien ama al Señor no se queda paralizado; se acerca, se interesa, pregunta, busca.

Segundo: respeto y humildad.
Juan llega primero, mira… pero espera a Pedro. Reconoce el lugar del otro, respeta la autoridad, no se impone. Es una lección para la Iglesia de todos los tiempos: el amor a Jesús se prueba también en el respeto al hermano, en la paciencia, en la comunión.

Tercero: fe profunda.
Entra, ve… y cree. Todavía no ha visto al Resucitado, pero su fe lee los signos. No necesita controlar todo para confiar. Su interior está tan unido a Jesús, que el sepulcro vacío no lo hunde: lo abre a la certeza pascual.

4) “Vimos, oímos, tocamos”: la fe como testimonio y comunión

La primera lectura (1 Jn 1,1-4) completa el cuadro: Juan no solo cree; da testimonio. Habla de lo que ha visto, oído y tocado, para que nosotros entremos en comunión y tengamos una alegría completa.

Esto es evangelización auténtica: no proselitismo, sino contagio de vida. El que ha encontrado a Cristo no presume; comparte. El que ha sido amado no se encierra; se vuelve puente.

5) María en sábado: aprender a creer y a guardar

En esta memoria mariana, miremos a María como la gran maestra de la interioridad. Ella también “corrió” a su manera: no con los pies al sepulcro, sino con el corazón fiel a Dios, guardando la Palabra, permaneciendo cuando el dolor era oscuro.

María enseña a la Iglesia a sostener la fe cuando todavía no se ve todo claro. Juan “ve y cree”; María “guarda y espera”. Dos caminos que se abrazan: fe que corre y fe que permanece.

En el Jubileo, María nos acompaña como Madre de esperanza: nos toma de la mano para que no nos cansemos, para que no abandonemos el camino, para que no nos quedemos “afuera” del misterio.

6) Examen del corazón: tres preguntas para hoy

San Juan nos deja una interpelación concreta. Preguntémonos con sinceridad:

·        ¿Mi amor por el Señor me mueve, me hace buscarlo, orar, servir, volver a empezar… o me he vuelto lento por dentro?

·        ¿Mi amor se traduce en respeto, en comunión, en humildad, o vivo compitiendo, imponiéndome, juzgando?

·        ¿Mi fe confía sin exigir pruebas, o solo creo cuando todo sale como quiero?

7) Invitación jubilar: ensanchar el corazón para recibir más amor

Celebrar a San Juan en la octava de Navidad es escuchar a Jesús decirnos: “Yo también quiero que seas mi amado discípulo”. No por títulos, sino por cercanía. El Señor no reparte amor en cuotas pequeñas: lo derrama. Pero espera un corazón abierto.

Hoy el Jubileo puede empezar de una manera sencilla y real: pidiéndole a Dios un corazón más grande, capaz de recibir más amor y, por eso, capaz de amar más.


Oración final

Señor Jesús,
tu Corazón rebosa amor por todos.
Hazme dócil a tu amor como San Juan:
que corra hacia Ti con deseo verdadero,
que respete a mis hermanos con humildad,
y que crea en tus promesas sin exigir pruebas.

María, Madre fiel,
enséñame a guardar la Palabra y a perseverar en la esperanza.

San Juan, apóstol y evangelista,
ruega por nosotros.
Jesús, en Ti confío.
Amén.

 

 

27 de diciembre:

San Juan, Apóstol y Evangelista — Fiesta
Principios del siglo I–c. 101
Santo patrono de fabricantes de armas, comerciantes de arte, autores, cesteros, encuadernadores, libreros, editores, carniceros, fabricantes de velas, compositores, redactores, grabadores, amistades, vidrieros, funcionarios públicos, cosechas, litógrafos, notarios, pintores, fabricantes de papel, impresores, talabarteros, estudiosos, escultores, teólogos y vinicultores.
Invocado contra quemaduras, epilepsia, problemas de los pies, tormentas de granizo y envenenamientos.

 


Cita:


Pedro se volvió y vio que lo seguía el discípulo a quien Jesús amaba, el mismo que en la cena se había recostado sobre su pecho y le había dicho: «Maestro, ¿quién es el que te va a entregar?». Al verlo Pedro, dijo a Jesús: «Señor, ¿y éste?». Jesús le respondió: «Si quiero que permanezca hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme». Por eso se divulgó entre los hermanos el rumor de que aquel discípulo no moriría; pero Jesús no le dijo que no moriría, sino: «Si quiero que permanezca hasta que yo venga, ¿a ti qué?». Éste es el discípulo que da testimonio de estas cosas y las ha escrito, y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero. Hay, además, muchas otras cosas que hizo Jesús; si se escribieran una por una, pienso que ni el mundo entero podría contener los libros que se escribirían.
~Juan 21,20–25

 

Reflexión:


San Juan Apóstol se distingue de los demás apóstoles en muchos aspectos. Se cree que es el autor del Evangelio de San Juan, de tres cartas del Nuevo Testamento —1, 2 y 3 Juan— y del libro del Apocalipsis. En el Evangelio que se le atribuye, no se refiere a sí mismo como “Juan”, sino como “el discípulo a quien Jesús amaba” (Jn 13,23; 19,26; 20,2; 21,7). La tradición sostiene que sobrevivió a los demás apóstoles, muriendo alrededor del año 101. Es el único apóstol que murió por causas naturales en lugar de martirio. Su estilo de escritura es místico, reflexivo y contemplativo, e incluye un simbolismo muy rico. Su Evangelio y sus cartas se centran en el amor divino y en la intimidad a la que estamos llamados: amar y dejarnos amar por Dios.

Se sabe poco sobre los antecedentes de Juan, más allá de lo que mencionan los Evangelios. Lo más probable es que fuera de Cafarnaúm o de Betsaida, justo al norte del mar de Galilea. Era pescador, junto con su padre, Zebedeo, y su hermano, Santiago. Era amigo y compañero de pesca de Simón y Andrés. La madre de Juan era Salomé, quien podría haber sido hermana de la Virgen María, lo que haría que Juan y Santiago fueran primos de Jesús.

Es probable que Juan fuera discípulo del otro primo de Jesús, Juan el Bautista, y fue el Bautista quien señaló a Juan y a Andrés a Jesús: «Al día siguiente, Juan estaba de nuevo allí con dos de sus discípulos, y al ver pasar a Jesús dijo: “He ahí el Cordero de Dios”. Los dos discípulos oyeron lo que dijo y siguieron a Jesús» (Jn 1,35–37). Unos versículos más adelante leemos: «Andrés, el hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído a Juan y habían seguido a Jesús». El otro discípulo no se nombra, pero la mayoría de los estudiosos creen que se trataba de Juan, amigo de Andrés.

Los Evangelios de Mateo y Marcos comparten una versión similar de la llamada de Juan. En ambas versiones, Jesús se encuentra con Simón y Andrés echando la red en el mar. Los llama y ellos lo siguen inmediatamente. Luego Jesús camina un poco más, ve a Santiago y a Juan remendando las redes con su padre Zebedeo, los llama, y ellos dejan a su padre y siguen a Jesús de inmediato. La versión de Lucas añade más detalles y difiere ligeramente. Jesús se sube a la barca de Simón y le dice que eche la red para pescar. Él lo hace, a pesar de no haber pescado nada en toda la noche, y atrapan tantos peces que Simón y los hombres de la barca tienen que llamar a sus amigos —Santiago, Juan y Zebedeo— para que los ayuden. Después de eso, Andrés, Simón, Santiago y Juan se convierten en seguidores de Jesús.

Una vez que Jesús llamó a todos sus apóstoles, a Santiago y a Juan les puso el nombre de “Boanerges, es decir, hijos del trueno” (Mc 3,17). Esta designación pudo deberse a que eran excesivamente celosos. Por ejemplo, le preguntaron a Jesús si debían hacer bajar fuego del cielo para consumir un pueblo samaritano que no los quiso acoger (Lc 9,54), y ellos, junto con su madre, pidieron sentarse a la derecha y a la izquierda de Jesús en su Reino (Mt 20,20–23).

Aunque los Doce acompañan a Jesús durante todo su ministerio público, Pedro, Santiago y Juan emergen como sus compañeros más cercanos. De manera notable, Jesús lleva únicamente a estos tres discípulos con Él en momentos importantes de su vida y ministerio: cuando resucita a la hija de Jairo, cuando se transfigura en gloria y durante la agonía en el huerto. Marcos 13,3 también relata que Pedro, Andrés, Santiago y Juan tuvieron una conversación privada con Jesús sobre las señales del fin de los tiempos.

Después de que Juan y Andrés se convierten en seguidores de Jesús, Juan no vuelve a ser mencionado en su Evangelio hasta la Última Cena, cuando se recuesta sobre el pecho de Jesús (Jn 13,23–25), un gesto que simboliza el amor profundo de Juan por Cristo. Luego Juan entra en el huerto de Getsemaní con Pedro y Santiago mientras Jesús ora en agonía. Tras presenciar el arresto y el juicio de Jesús, Juan es el único apóstol que permanece al pie de la cruz junto a la Madre de Jesús. Los demás huyeron por miedo. Allí Jesús confió su Madre al cuidado de Juan: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» y «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,26–27). Después de la Resurrección, Juan corrió al sepulcro antes que Pedro cuando María Magdalena informó a ambos de que había visto al Señor resucitado. Juan esperó a Pedro y le permitió entrar primero en el sepulcro (Jn 20,2–8). Finalmente, Juan está presente en la pesca milagrosa después de la Resurrección (Jn 21,7.20–24). En esa aparición, Pedro preguntó específicamente a Jesús qué le sucedería a Juan. Jesús respondió: «Si quiero que permanezca hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme». Esta respuesta llevó a los discípulos a creer que Juan no moriría.

Después de la Ascensión de Jesús, Juan está entre los reunidos en el cenáculo que reciben al Espíritu Santo en Pentecostés (Hch 1,13; 2,1–4). En Hechos 3,1–11, Juan y Pedro realizan una curación milagrosa de un hombre lisiado en el templo, lo que da pie al poderoso discurso de Pedro a la multitud. En Hechos 4, los sacerdotes, el jefe de la guardia del templo y los saduceos detienen a Juan y a Pedro durante una noche en prisión. Al día siguiente, ambos dan testimonio valientemente de Jesús ante los sumos sacerdotes, afirmando su deber de obedecer a Dios antes que a los hombres. Luego las autoridades los dejaron libres por temor a la multitud. En Hechos 8,14, justo después del martirio de Esteban, Pedro y Juan son enviados a Samaria para orar por los nuevos creyentes, a fin de que reciban el Espíritu Santo. Esta es la última mención de Juan en los Hechos de los Apóstoles.

Aunque no existe documentación fiable sobre dónde viajó y ejerció su ministerio Juan después de Samaria, la mayoría de los estudiosos cree que él y la Virgen María se trasladaron a Éfeso, en la actual Turquía, y que Juan pasó el resto de su vida cuidándola y evangelizando por Asia Menor, que corresponde a lo que hoy es el oeste de Turquía. Esta creencia se apoya especialmente en las cartas del Apocalipsis dirigidas a siete iglesias que muy probablemente él ayudó a fundar: Éfeso (Ap 2,1–7), Esmirna (Ap 2,8–11), Pérgamo (Ap 2,12–17), Tiatira (Ap 2,18–29), Sardes (Ap 3,1–6), Filadelfia (Ap 3,7–13) y Laodicea (Ap 3,14–22). Recorrer a pie estas ciudades, una tras otra, suponía un trayecto de aproximadamente 400 millas rodeando el oeste de Asia Menor.

Una tradición afirma que, durante el reinado del emperador Domiciano (81–96), Juan fue arrestado y arrojado a una caldera de aceite hirviendo. Al quedar milagrosamente ileso, muchos testigos se convirtieron a la fe. Luego el emperador lo desterró por un año a la isla de Patmos, donde se cree que tuvo visiones místicas y las escribió en el libro del Apocalipsis: «Yo, Juan, hermano de ustedes, que comparto con ustedes la tribulación, el Reino y la perseverancia en Jesús, me encontraba en la isla llamada Patmos por haber proclamado la Palabra de Dios y por haber dado testimonio de Jesús» (Ap 1,9). El Apocalipsis es un texto apocalíptico lleno de visiones simbólicas complejas y vívidas que describen la batalla final entre el bien y el mal y el triunfo de Dios. Ofrece mensajes a siete iglesias de Asia Menor, presenta profecías sobre el fin de los tiempos, la segunda venida de Cristo y el establecimiento de los cielos nuevos y la tierra nueva, proporcionando un final esperanzador y triunfante al mensaje bíblico cristiano.

Las tres cartas atribuidas a Juan —1 Juan, 2 Juan y 3 Juan— se centran en el amor, la verdad y la fraternidad cristiana. Juan describe a Dios como Amor y exhorta al lector a una vida cristiana auténtica. Advierte contra los falsos maestros, subraya la importancia de seguir las enseñanzas de Cristo y anima la labor de los predicadores itinerantes y la responsabilidad de las comunidades de acogerlos.

Hoy, cerca de Éfeso, existe un lugar de peregrinación llamado “Meryem Ana Evi” (Casa de María), que se cree que fue la casa donde vivieron Juan y la Virgen María y desde donde la Madre de Dios fue asunta al cielo. Otra tradición afirma que ella fue asunta al cielo cerca de Jerusalén. Juan vivió hasta una edad avanzada, murió por causas naturales y fue sepultado cerca de Éfeso, en lo que hoy son las ruinas de la basílica de San Juan, en Selçuk.

Juan fue verdaderamente el discípulo amado de Cristo, lo permaneció a lo largo de su dilatada vida terrena y lo será por siempre en el cielo. Una antigua historia, ocurrida poco después de la muerte de San Juan, dice que al final de su vida repetía continuamente a su comunidad: «Hijitos míos, ámense unos a otros». La vida de Juan puede resumirse en el amor. Dios es amor. Debemos amar a Dios y debemos amarnos unos a otros. El amor lo es todo. Contempla este amor que San Juan tuvo por su Señor y ruega a él, pidiéndole que interceda por ti para que tu amor a Dios y a los demás crezca grandemente.

Oración:


San Juan Apóstol, a edad temprana escuchaste la llamada de Jesús a seguirlo y la aceptaste de buena gana. Durante su ministerio, creciste en un amor profundo y místico por tu Señor, y ese amor aumentó a lo largo de tu vida. Te ruego que ores por mí, para que este amor puro y santo crezca en mi vida, de modo que pueda compartir ese amor con los demás. San Juan Apóstol, ruega por mí. Jesús, en Ti confío.

  

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